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Afuera, bajo el sol deslumbrante, Alexander Boyle se detuvo y echó una ojeada a la ventana abierta del piso de Victoria Welch. Se sentía exhausto, el sudor le corría por la cara y la gastritis le provocaba aún contracciones en el pecho. ¡El descaro de esa mujer, enfrentándose a todo el gobierno! No obstante, admiraba su valor, a pesar de su desprecio por los idealistas quienes, con su difusa moralidad, eran capaces de caminar a través del fuego para demostrar que no existía. Con cuánta facilidad podían obstruir tales personas los procesos que protegían su derecho a ser obstructivas. ¿Creían que el análisis de la conducta era una simple cuestión de bien o mal? Hacía ya mucho que había dejado que desenmarañasen los entresijos de la moral los que tuvieran tiempo para ello.

Y, sin embargo, la rechoncha bibliotecaria, con su té y su astrología, le había acobardado, tanto como su esposa consiguiera hacerlo, arguyendo ambas que el compromiso que le había dado sentido a su vida era, en el fondo, criminal. Y Victoria Welch casi había logrado convencerle, mientras su esposa había fracasado durante todo su matrimonio. Quizás el éxito de la bibliotecaria correspondía a su edad. Pero él tenía una mejor defensa contra la introspección… la enfermedad del aficionado. Lo que debía predominar en su pensamiento era el fracaso de su misión.

Avanzó despacio por la calle soleada, caminando con dificultad a través del aire tibio como si sus pies se hundieran en fango. Estaba cansado y deprimido, traspasado por una creciente sensación de fracaso. Y eran el éxito y el fracaso los que importaban, no la teoría, no la moralidad abstracta, no la afligida rectitud de una mujer a la que había amado, y no la furia de una mujer a la que había aprendido a respetar. Llamó a Hirschorn desde una cabina, le describió la entrevista y reconoció que había fracasado. No había otra cosa que pudiera hacer. Victoria Welch había ganado.

—Estoy de acuerdo —dijo Hirschorn después de una prolongada pausa—. Creo que Hopkins lo estará también. Le llamaré e iré a verle. ¿Estarás en casa?

—Allí o en la galería.

—Alex, ¿cómo lo estás llevando?

—¿Qué quieres decir con eso de cómo lo estoy llevando? —Boyle se rio.

—No te enfades.

—Vale, simplemente lo estoy llevando. No hay otra solución posible.

—Muy bien. Iré a verte.

Tal vez Hirschorn le «iría a ver» o tal vez mandaría a Vertrees, imitando su costumbre de utilizar a gente de fuera, como Tony Aiello. Tanto él como Hirschorn habían sabido siempre que su trabajo era tan delicado, tan lleno de consecuencias, que un error importante podía volverlos sacrificables a los dos. Habían aceptado por completo la filosofía de que un país debía, si le era posible, deshacerse de los patriotas cuyos errores fueran embarazosos. Desde el momento en que había aceptado este encargo, voluntariamente y con pleno conocimiento de lo que estaba haciendo, la responsabilidad para el éxito o el fracaso había recaído en él. Siempre había sido una fuente de orgullo para los hombres de sanidad como él el que fueran ellos quienes limpiasen la porquería o entraran a formar parte de la misma. Incluso ahora, mientras caminaba por esta calle barrida por el viento, en medio de decentes ciudadanos que se dirigían a sus casas, habían hombres en algún lugar, en despachos sin ventanas, que discutían qué hacer con él, como si fuera una mercancía de compra o venta. La misión que él y Hirschorn habían compartido antes de esta última… ahora, con natural pertinencia, se acordó de ella. Un diputado había sido sospechoso de dejarse sobornar por unos contratistas, no con el fin de mejorar su posición, sino para hacer donaciones a una ciudad extranjera en donde vivían aún sus familiares. La idea consistía en suprimir sus actividades por medio de confrontar a ese hombre (más estúpido que criminal) con la prueba de una errónea generosidad. El agente C destinado a encontrar dicha prueba entre los documentos que el diputado guardaba en su residencia, era un exmarine y a la sazón propietario de una gasolinera en Sacramento. No descubrió prueba alguna, pero se acojonó, le disparó a la criada que le había sorprendido registrando y fue visto saliendo de la residencia por un repartidor. No sólo esto; la criada sobrevivió y pudo facilitar su descripción. El enfurecido diputado, convencido de que toda la nación estaba en garras de la violencia indiscriminada porque un simple ladrón había decidido robar en su casa, provocó tal revuelo en el Pentágono que los agentes de la justicia se vieron obligados a realizar una investigación exhaustiva. Trabajaron a partir de las declaraciones de dos testigos oculares, los cuales describieron la estatura y edad aproximadas del hombre y, lo más importante, una poco común desfiguración: su reseca oreja izquierda. Una vez se comprobara que el hombre carecía de antecedentes penales, el FBI indudablemente examinaría por ordenador los archivos militares, empleando esa oreja reseca como centro para la revisión de los datos. Tarde o temprano, el agente C cuya oreja había sido quemada como una hoja seca por un lanzallamas coreano sería perseguido y encontrado por una división de las fuerzas de seguridad, las cuales le habían contratado en primer lugar para cometer el robo y, extraoficialmente, autorizado a evitar de cualquier modo su identificación.

Así que Boyle y Hirschorn habían sido introducidos en la situación, con el cometido de atraerle hasta un aeropuerto en donde otras personas (Boyle no tenía la menor idea de si eran agentes C, hombres de la CIA o de la DIA u operarios de algún otro grupo de élite cuya existencia puede que sólo conocieran menos de una docena de oficiales de alto rango) se encargarían de él. La tarea de Hirschorn consistió en hacerle entrar en el aparcamiento; allí Boyle le dejó inconsciente, y ambos le llevaron hasta una ambulancia que aguardaba en la oscuridad. Más tarde, permanecieron juntos en el mirador del aeropuerto para ver por última vez a un hombre con el que habían trabajado por el bien de la nación: un paciente con abundante vendaje, acompañado por un enfermero, fue trasladado en camilla a un avión con rumbo a Oriente. Hirschorn no reveló los detalles de la operación, pero Boyle podía imaginarlos. Inscrito como un negociante estadounidense con una enfermedad terminal que retornaba a su país adoptivo, el hombre iba a efectuar un vuelo bajo el efecto de narcóticos a través del Pacífico, y al cabo de pocos días su cadáver, con la garganta cortada o mostrando quemaduras o señales de torturas, aparecería en un río, una cuneta o una callejuela llevando en el zapato o en el forro del abrigo varios documentos falsos, que era de esperar cayesen en las manos apropiadas y convenciesen, tanto a amigos como a enemigos, de que había sido un agente de los Estados Unidos, asesinado en el cumplimiento de su deber, que portaba una información que demostraría cualquier cosa que los de información quisieran demostrar. Algo por el estilo. Su suerte sería una variación sobre este tema básico. Él serviría a su país por última vez con una muerte fortuita y útil. Boyle había aprobado el procedimiento entonces y seguía aprobándolo ahora, aunque fuera su propio destino el que se hallaba en estos momentos en la balanza. Era, después de todo, el riesgo profesional de un hombre de sanidad. Y, sin embargo, detestaba terminar su carrera como un magnífico atleta que se retira con gran pompa al perder una competición delante de sus respetuosos compañeros de equipo.

Un grupo de jóvenes pasó por su lado riéndose, uno de ellos le empujó sin darse cuenta. Les echó un vistazo por encima del hombro, envidiando su intimidad. Se le ocurrió que el compromiso le había desvinculado de la gente. Pero quizá cualquier profesión era un sistema cerrado de rituales y hábitos, que desvinculaba a sus miembros del resto de la sociedad. Sólo Cora le había comprendido de veras, pero ahora ella ya no estaba, y Boyle se sentía como un extranjero en su propio país. Se detuvo y miró de nuevo atrás, al ver las jóvenes espaldas arrimadas, las manos que se estrechaban, las voces juveniles que descollaban por encima del estruendo de un tranvía que subía una cuesta, pensó en Julie Saunders, quien, en medio de sus actuales preocupaciones casi le habían dado la esperanza de un nuevo futuro. Entró en un bar para tomarse una cerveza; se inclinó sobre ella en la acogedora penumbra, en la cual los ociosos se movían con los gestos despreocupados de la satisfacción. Se bebió la cerveza, más consciente que nunca de su aislamiento. Él conocía las sensaciones que provocaba en la sangre la devoción al trabajo. Cuando el compromiso hizo presa en ti, el resultado era como de electrodos enviando descargas eléctricas a través de tu cuerpo; te movías a impulsos que no te pertenecían. El trabajo encauzaba y definía tu vida hasta que, fuera cual fuese este trabajo, tú lo eras también, durante la mayor parte del día. Compartías sus obsesiones, veías la vida a través de él, excepto que Boyle había estado en la embriagadora pero desconcertante posición de tener dos profesiones, dos compromisos. Pensó en la «otra» y salió del bar. Detuvo un taxi, y fue hasta el estudio de Kawabata. Llamó enérgicamente a la puerta, y la señora Kawabata le abrió. Al verle le hizo una profunda reverencia, pero no le franqueó la entrada, así que Boyle tuvo que pasar por su lado. Era demasiado tarde para que el artista corriera a ocultarse tras el biombo… se levantó tambaleándose de la mesa lacada y se acercó con un paso poco firme, risueña su cara arrugada. Eludiendo la mano extendida del hombrecillo, Boyle le dijo a la mujer:

—¿Le llamó hoy mi ayudante?

—Oh, sí, señor Boyle, oh, sí.

Entonces las fuertes manos del pequeño artista tiraron de Boyle hasta llevarlo al centro de la sala.

—¿Ve? —Kawabata señaló la pared de enfrente, en la que estaba apoyado un gran lienzo. Una pincelada de ardiente ocre oscuro cruzaba un fondo de gris ahumado, y tres gotas de azul celeste estaban suspendidas en la esquina superior derecha. Era una pintura vigorosa, parca, sombría e ilógica, de tan imponente presencia que Boyle inspiró con un silbido. El pequeño artista, que olía como una destilería, había creado una obra poderosa. Ahora, como un idiota, estaba cabeceando al estilo de los patos, tratando de obtener de su marchante una reacción favorable.

Antes de que Boyle pudiera pensar en algo que decir, la señora Kawabata le había metido un vaso de whisky en la mano.

—Gracias —dijo, ignorando los cabeceos de su marido.

Se sentaron en torno de la mesa y empezaron a beber. Boyle se relajó mientras la pareja hablaba en japonés y la mujer traducía los lisonjeros comentarios de su esposo: «Kenzo dice que le gusta su corbata», «Kenzo dice que ha perdido peso», «Kenzo dice que es usted muy guapo».

Finalmente Boyle dijo:

—Dígale a Kenzo que es un buen trabajo.

Cuando esto le fue comunicado al hombrecillo, éste empezó a cantar jubiloso con una voz aguda y gimiente, al tiempo que se balanceaba siguiendo el ritmo. La mujer le explicó orgullosa que era una antigua canción tradicional japonesa, popular en tiempo de cosecha. Luego cogió rápidamente el vaso semivacío de Boyle y se lo volvió a llenar. Boyle se recostó y bebió, escuchando la voz áspera y beoda. Se sentía como en casa, viviendo una vida idónea para él. Al fin se puso de pie y les deseó buenas noches, luego añadió que Kenzo tendría una exposición tan pronto como dispusiera de ocho pinturas terminadas; le dejaría un hueco en el programa. Su última visión de la pareja fue la del hombrecillo cabeceando servilmente y la mujer de pie, serena y orgullosa.

En la calle, mientras se detenía para solazarse con el fulgor de este instante de paz, Boyle reparó en un hombre que volvía rápidamente la esquina, como para pasar desapercibido. ¿Había sido Vertrees? El hombre era lo bastante alto y delgado. Pero esto era paranoia, susurrando de nuevo como Yago en su oído. Boyle cogió otro taxi y se apeó a una manzana de su casa, y allí, en una tienda de comestibles, compró una docena de huevos, medio kilo de bacon, una barra de pan francés y medio kilo de helado de chocolate. Antes de irse a casa adquirió dos botellas de chablis de California frío en la licorería del vecindario. No sabía cuál era su estado de ánimo. La bebida había aliviado su inquietud, pero en su mente se arremolinaban los rostros de Victoria Welch y Cora, de Warren Shore, Vertrees y Hopkins y después de Tony Aiello tumbado sobre su sangre junto a los almacenes, y el blanco desierto bajo el sol de Utah, y Julie Saunders desnuda entre cojines. ¿Estaba su vida acabada? El cuadro de Kawabata había renovado su deseo de vivir un poco más. Mientras subía penosamente las escaleras hacia su piso, su pensamiento se centró en la imagen de Julie Saunders. De una u otra manera, se le impedirla volver a verla. En su piso arrojó la bolsa de la compra en el sofá y marcó su número. La señal de llamada sonó cuatro veces, así que colgó antes de que el servicio de recepción de mensajes le informara de que había salido. Fatigadamente se dejó caer junto a los comestibles y paseó la vista por su piso; mirara donde mirase descubría cosas que amaba: un cuadro, una escultura, un mueble. Tal y como se sentía, con la percepción intensificada, veía esas cosas tal cual eran, la expresión de su deseo de paz y belleza. Pero había otra parte de él que estaba aún profundamente viva. Durante la última semana le había dado apoyo en la ejecución de dos asesinatos y la planificación de cincuenta muertes más.

Se levantó y llevó las viandas a la cocina. Estaba exhausto, levemente asqueado y experimentaba una vaga aprensión. Ese día le había asaltado dos veces un dolor súbito e inhabitual. Se trataba, naturalmente, de gastritis, un achaque crónico adquirido en el pasado por un exceso de comida y bebida. O pudiera ser un aviso de lo que Victoria Welch, a su modo curiosamente conmovedor, había sugerido. Era cierto que en los últimos días había hecho todo lo posible para incrementar su colesterol. La grasa debía de inundar su sangre, atascando las avenidas de la vida. Echó una docena de lonjas de bacon a una sartén y encendió un fogón. El agradable sonido del bacon crepitando llenó la estancia. Con una mano cascó diestramente cuatro huevos y los revolvió en un tazón junto con un poco de Tabasco y sal. No podía esperarse que un hombre bajo una excepcional presión siguiera una dieta. En una cacerola calentó mantequilla hasta casi quemarla y luego echó los huevos dentro. En cuanto la tortilla estuvo a punto la dobló expertamente con una espátula y la puso enseguida en un plato. Esparció perejil sobre la tortilla, y se la comió con el bacon y el pan, acompañándolos de un vaso tras otro de vino helado. Estaba en su último trozo de bacon cuando sonó el timbre de la puerta. «Puede ser Vertrees», pensó, y con un gesto automático tocó la pistola que seguía en su funda. Podía aceptarlo con el idealismo de Victoria Welch o podía defenderse como el profesional que siempre había sido. Se dirigió hacia la puerta principal, extrayendo por el camino la Webley & Scott de la pistolera. Fuera o no correcto, sucumbiría luchando.

Abrió la puerta de golpe, retrocedió y se hizo a un lado con la pistola en la mano derecha, estabilizada por la izquierda, y se encontró con la mirada atónita de Hirschorn.

—¡Qué diablos! —exclamó el gordinflón, y tras un momentáneo titubeo pasó al interior, rozando casi la pistola.

Boyle se apresuró a meterla de nuevo en la pistolera, pero fue hasta la puerta y se asomó cuidadosamente al rellano. Luego cerró la puerta y entró en la sala de estar, en donde Hirschorn ya estaba sentado en una silla de piel, los ojos entornados con disgusto y diversión a un tiempo.

—Perdona —dijo Boyle.

—¿En qué diablos estabas pensando?

—Ya lo sabes.

—No, no lo sé.

—Ya sabes en qué situación me encuentro.

—Los dos nos encontramos en ella, Alex.

—Sólo yo. Soy el único a quien esa mujer conoce.

—¿Y qué?

—Que yo soy la clave.

—Estoy de acuerdo en que eres el único al que conoce.

Boyle se sentó enfrente del hombrecillo de camisa blanca, traje oscuro y conservadora corbata. De algún modo era absurdo hablar con Hirschorn acerca de tales cuestiones; deberían estar discutiendo los impuestos sobre la propiedad.

—¿Y cómo es tu posición?

Hirschorn se encogió de hombros.

—Hasta ahora, buena.

—Me alegra oírlo. En serio.

—Ya lo sé.

—¿Quieres beber algo?

Hirschorn agitó la mano fatigadamente.

—No, hoy ya he tenido suficiente.

—También yo, me temo.

—¿Así que te saltas la dieta, eh?

—Ajá. —Boyle sacó los cigarrillos y encendió uno.

—Más vale que los dejes. Acabo de hablar con Hopkins ahora mismo y me ha dicho que han internado a Spitz en el hospital… cáncer de pulmón.

—Eso es brutal.

—Bueno, hace muchos años que le conozco. —Hirschorn se recostó en la silla; se le veía más pequeño, como si el pensar en Spitz le hubiera encogido—. ¿No es rara la manera en que nos hacemos viejos?

—No tan rara. ¿Acabas de hablar con Hopkins?

—Sí. Francamente, no creo que le guste del todo la decisión.

—Eso suena a buenas noticias para mí.

—Lo son, Alex. —Hirschorn sonrió—. Vamos a sacarte del país.

—Oh, ¿de veras?

—No pareces convencido.

—No lo estoy. No con Vertrees echándome el aliento en el cogote.

—¿Vertrees? ¿Te refieres al amigo de mi hijo?

—No te hagas el sueco, Allen. Hace mucho que nos conocemos.

—No te comprendo.

—Tú colocaste a ese chico en mi galería. No es que te culpe, pero al menos admítelo.

Hirschorn sacudió lentamente la cabeza, con un agrio mohín en su cara redonda y rojiza.

—Pareces acojonado.

Boyle miró largo rato al vacío, como si sus ojos pudieran verificar lo que su mente rechazaba: el engaño de Hirschorn. «Un hombre nunca se vuelve juicioso en ese oficio», pensó Boyle. Era muy posible que él, Alexander Boyle, un profesional, viera problemas allí donde no los había, un adversario en un amigo, engaño en la solidaridad.

—Supongo que estoy acojonado —admitió tristemente—. Pensaba… bueno olvidémonos de lo que pensaba.

—Si yo estuviera en tu piel pensaría lo mismo. Sólo que ambos estaríamos equivocados. —Hirschorn extendió las manos, con las palmas hacia arriba, en un gesto de frustración—. ¿Cómo puedo convencerte? La verdad es que algunos chicos listos de Washington han sugerido un buen plan. Es tan natural, que tendríamos que haberlo ideado nosotros. —Hirschorn hizo una mueca—. Es raro que no lo hiciéramos.

—Quizá sea la edad —dijo Boyle—. Así, ¿cuál es la idea?

—Tu conductor y el sobrino de la bibliotecaria trabajaban juntos.

—Vaya, eso sí que es una argucia.

—Y buena. Ellos desvalijaron el autocar y lo despeñaron por el acantilado. ¿Entiendes? Es bastante lógico. Tu conductor tenía un largo historial, y el sobrino de ella era un veterano perturbado.

Esa suposición tenía la claridad de la lógica de un joven presuntuoso.

—¿Y en dónde encajo yo?

Hirschorn sacó un largo puro negro, arrancó meticulosamente la punta con los dientes, y encendió despacio un fósforo… un método de hombre de negocios de ganar tiempo para pensar.

—Alex —dijo al fin, expulsando en el aire una decisiva ráfaga de humo—, te acusarán de haberlos asesinado.

Y entonces, con una creciente admiración por esos «chicos listos de Washington», Boyle escuchó al corredor de fincas exponer el resto del plan. Alexander Boyle, un exagente del FBI y en la actualidad marchante de arte, había estado involucrado en una operación de contrabando de heroína con Tony Aiello, un conocido criminal, y Warren Shore, un excombatiente de Vietnam. Cuando Boyle descubrió que le habían dejado plantado, fue en su búsqueda. Éste fue el motivo de los asesinatos. Asimismo, le proporcionaba al gobierno algo que confesar —un exagente se había extraviado—, lo cual satisfaría la sed de sangre del público sin hacer un daño irreparable a la oficina en especial porque los expedientes de Boyle serían falsificados a fin de demostrar que le habían expulsado por mal comportamiento.

—Fue una buena jugada el que dejaras la heroína en la habitación del motel —comentó Hirschorn.

—No fue más que el trámite habitual.

—Sí, pero hará que las cosas funcionen. Si podemos colgarle al sobrino la etiqueta de drogadicto, podemos manejar a la bibliotecaria. Él le dio los efectos robados para que los guardara, sin decirle que había matado a un grupo de gente para conseguirlos.

—Pero si él y Tony traficaban con drogas duras, ¿por qué tratarían de efectuar un robo insignificante?

—Los chicos listos de Washington tienen una respuesta para eso. La droga estaba oculta en el autocar. El robo fue solamente una tapadera.

—Sin embargo, ¿conservaría el chico los efectos personales? Quiero decir, si tuviera unos kilos de heroína no se molestaría en guardar unos cuantos relojes y joyas de segunda categoría.

—Eso es un poco flojo, lo reconozco. Sin embargo, se sabe perfectamente que los vendedores de drogas de poca monta no renuncian a «nada» de valor. El chico podía guardar los efectos robados para una época de escasez. Pero como te había traicionado, tuvo que marcharse deprisa de Frisco, así que le dejó el material a su tía junto con una fantástica historia acerca de cómo lo obtuvo. Dado su temperamento, su clase de trabajo, se encontrará metida en ello con un aire bastante inocente.

—Uh —gruñó Boyle.

—Pero es lógico, Alex. Una vieja bibliotecaria de nada defendería a su sobrino. No creería que estuviera metido en drogas, y mucho menos en el asesinato a sangre fría, y haría cualquier cosa para limpiar su nombre, aun cuando tuviera que hacer descabelladas acusaciones contra el gobierno. Alex, esa mujer acabará siendo un hazmerreír.

—Tú no la conoces.

—Créeme, esa cuestión de las drogas puede arruinar su credibilidad. ¿Cuántas familias aparecen hoy en día en televisión, horrorizadas al descubrir que sus hijos y sobrinos han estado vendiendo drogas y asesinando para hacerlo?

Boyle reconoció que era verdad.

—Una vez podamos explicar cómo desaparecieron los efectos personales, todo lo demás encaja. Tanto Defensa como Agricultura juran que se han hecho con el control de la estación de Baker. Nadie volverá a abrir la boca. Y, en cuanto al accidente de avión, eso se explica fácilmente… un acto divino.

—Aún me parece un poco endeble.

—Pero puede funcionar. La clave es vincularte con esos dos y atribuir todo el asunto a una cuestión de drogas. Actualmente, las intrigas de ese tipo son tan comunes como los bacalaos en el mar… al menos en los libros y películas. Y luego, para rematar la cosa, te vas pitando del país, desapareces, un deshonrado exfuncionario del gobierno de los Estados Unidos.

Boyle encendió un cigarrillo y lo chupó reflexivamente.

—Bueno, podría funcionar —conjeturó al cabo de un rato—. Pero la bibliotecaria no se rendirá fácilmente.

—¿Qué puede hacer? Había heroína en la habitación donde su sobrino fue asesinado. Su hoja de servicios demuestra que psicológicamente no llegó a adaptarse de manera satisfactoria. Luego un conocido criminal fue asesinado el día anterior por balas procedentes de la misma pistola que mató a su sobrino. Ésta es una buena prueba indiciaría de un vínculo entre los dos. De modo que la bibliotecaria emprende un viaje en autocar en una torpe e insensata tentativa de limpiar el nombre de su sobrino. Descubre en el periódico que algunos empleados de la estación agrícola se mataron en un accidente de avión. ¿Y qué? Ella jura que te conocía, pero tú te has dado el piro. Aunque te hubiera conocido, ¿qué demuestra eso? Sólo que la estuviste siguiendo para recuperar las drogas que suponías su sobrino había dejado atrás. En pocos días la prensa reunirá los hechos, hechos que tengan sentido, y a ella la mandarán a freír espárragos. Puede que siga intentándolo, pero hablará para las paredes. Será admirada por sus agallas y compadecida por tener un sobrino semejante, y será olvidada… otro afectuoso pariente de un chico descarriado, nada más.

Boyle la imaginó escribiendo cartas a diputados, exigiendo ser entrevistada por la prensa, acusando el estúpido fervor de una mujer sin hijos que había volcado todos sus sentimientos maternales en un amor equivocado por un sobrino neurótico. Los días se prolongarían en semanas y las semanas en meses mientras ella se daba de cabeza contra los muros burocráticos y resistía el brutal rechazo de los reporteros.

—Es toda una mujer —murmuró Boyle.

—Y va tras tu pellejo.

—Hablando de mi pellejo, ¿cuáles eran las intenciones de Hopkins?

Hirschorn se encogió de hombros y buscó las cerillas para volver a encender su puro.

—¿Quería liquidarme?

—Sabes tan bien como yo que existía una posibilidad.

—¿Por qué los de Washington no estuvieron con él?

—Da gracias a tu buena estrella por esos chicos listos de Seguridad Nacional. Pero no le eches la culpa a Hopkins por su opinión. No era personal.

—No, quizá no. Él prefiere algo más simple. En su lugar yo habría tenido la misma idea —dijo Boyle.

—Los dos la habríamos tenido —dijo Hirschorn.

—¿Te apetece un poco de vino? —Entró en la cocina, cogió una botella semivacía y dos vasos—. He aquí mi nueva vida —declaró, levantando el vaso hacia el de Hirschorn.

—¿Adónde irás, Alex? —Y el corredor de fincas añadió con presteza—. Mejor que no me lo digas.

—¿Cuándo queréis que me marche?

—Mañana por la noche.

—¿Tan pronto? Bueno, es mejor. —Boyle bebió el vino a sorbitos, melancólicamente. Se representó a Cora haciendo las maletas de ambos y diciendo: «Me tranquiliza, me tranquiliza que lo hayas dejado», y luego pensó en Julie Saunders, que no diría palabra, sino que haría la maleta tan aprisa como pudiera.

—Allen —dijo Boyle bruscamente—, puede que lleve a alguien conmigo.

—¿Una mujer? —Hirschorn se inclinó hacia delante cuando Boyle asintió con la cabeza—. ¿Es una buena idea?

—No será un problema. No hará preguntas.

—¿No? ¿Cuando esto salga en todos los periódicos?

—No será un problema. Sé lo que hago.

—Puede que sí, pero no me gusta como suena.

—Hazme un favor, Allen. No se lo menciones a Hopkins.

—No puedo prometértelo.

—Un favor en atención a los viejos tiempos.

—No me lo pidas. —Hirschorn se echó hacia atrás, parpadeando; luego entrelazó los dedos e hizo sonar los nudillos.

—Sé lo que hago. Hazlo por mí, Allen.

Hirschorn frunció los labios como si probara un limón.

—Maldito seas, Alex. Nos estamos comportando como un par de viejos, llenos de recuerdos y sentimentalismo. Bueno, entonces —dijo con un prolongado suspiro—. Pero te lo repito…, no me gusta. Si la chica abre la boca «una sola vez,» os la vais a cargar los dos.

—Allen. Gracias —dijo Boyle.

Hirschorn rechazó su gratitud con un gesto de la mano y dobló el cuerpo hacia delante, en la seca actitud de un negociante que cierra un trato.

—Mejor que no perdamos el tiempo. ¿Qué nombre usaste en la última cuenta bancaria?

—T. A. Willis.

Hirschorn sacó una libreta de espiral y puso una estilográfica sobre ella.

—Éste será el nombre de tu pasaporte. —Levantó la vista—. Y tu nombre permanente, Alex. No queremos que los agentes federales averigüen que te encuentras en un país extranjero y obtengan tu extradición. ¿Qué significarán las iniciales?

Boyle pensó durante un momento.

—Thomas Albert. —No añadió que eran los nombres de su abuelo.

—Vale. Haremos una transferencia de fondos a esta cuenta a primera hora de la mañana… una transferencia registrada, así que puedes retirarlos al mediodía. Según tengo entendido, dispondrás del suficiente dinero para un año, si tienes cuidado. ¿Está en orden el pasaporte de la chica?

—Conociéndola —dijo Boyle sonriendo—, estoy seguro de que sí.

—¿Qué vas a hacer con la galería?

Boyle se sirvió otro vaso de vino, murmurando:

—Coño, tengo programadas exposiciones para los próximos cuatro meses. —Por un momento vio a Kawabata tambaleándose hacia un inmenso lienzo blanco, con el pincel listo para la primera pincelada certera—. Allen, esa galería tiene que seguir en marcha.

—No puedes dirigirla desde donde estarás.

Una extraña idea, pero de algún modo adecuada a pesar de todo, le vino a la cabeza.

—¿Y qué tal si se la cedo a mi ayudante?

—Bueno, es bastante lícito —afirmó Hirschorn—. ¿Pero tiene dinero para dirigirla?

—Le dejaré los gastos de explotación para seis meses.

—Alex —dijo el corredor de fincas—, eso es demasiado.

—Aún le falta experiencia. Y creo que las mujeres le distraen. Puede sufrir algunos contratiempos.

—No te estoy diciendo lo que debes hacer, pero yo de ti me agarraría a todo lo que tuviese. Empezar la vida en un país nuevo no es fácil.

—Seis meses de gastos de explotación. Luego le corresponde a él sacarle partido.

Hirschorn cerró de golpe la libreta.

—Es tu decisión. Pero ten esto presente, Alex: cuando te vayas, estarás solo para siempre. —Cuando Boyle asintió, el corredor de fincas se puso las manos en las rodillas con resolución—. Pues nada más —declaró y se levantó con un suspiro, como si acabara de cerrar un trato insatisfactorio.

Boyle le siguió hasta el vestíbulo, donde Hirschorn se dio la vuelta y dijo:

—Dame tu pistola. —Tendió la mano—. Es la prueba.

Boyle sacó la Webley & Scott de la pistolera y miró la compacta pieza negra, la cual había sentido, tibia y pesada, contra su cadera durante años. Cuando entregase esa pistola, su vida quedaría atrás. Después de una breve vacilación se la tendió a Hirschorn y abrió la puerta. Se estrecharon las manos sin decir palabra, luego Hirschorn salió al rellano. De pronto se giró, su cara tersa y rosada como la de un niño. Con una mirada de soslayo musitó:

—¿Verdad que es rara? La vida, quiero decir —y se dirigió rápidamente hacia las escaleras.

El plan funcionaría si efectivamente ponían trabas a Victoria Welch. Eso podría resultar harto más difícil de lo que pretendían los chicos listos de Washington. Si la mujer persuadía a un solo periodista para que investigase más a fondo, podrían surgir varias cuestiones perturbadoras. Por ejemplo, ¿se habían efectuado realmente experimentos inhabituales en una granja porcina? Su vitalidad podía estimular la demanda de multitud de aclaraciones. Por otra parte, una vez que este plan se pusiera en marcha, los cabos sueltos se atarían por sí mismos. No sería la primera vez durante sus años de servicio que Alexander Boyle viera una idea endeble evolucionar hasta convertirse en una operación firmemente estructurada. Todo lo que había entre el inicio del plan y su éxito era una mujer solitaria que había adorado a su sobrino. Boyle quería que fracasase. ¿Qué ganaría el país si ella obtenía su venganza? Su triunfo sería abstracto de todas maneras, porque el principal objetivo de su venganza estaría a miles de kilómetros del país. ¿Encontraría mucha satisfacción al vengar a un muchacho muerto a expensas de la confianza pública en el gobierno? Bueno, tal vez sí; las buenas personas solían encontrar satisfacción en destrozar el sistema que las protegía. Y posiblemente su victoria supondría la caída de un hombre leal como Hirschorn. Él era el candidato lógico a quien dirigir los ataques, un hombre carente de posición oficial, que había puesto en peligro su vida y reputación por sus principios. Hirschorn debía de haber comprendido su precaria posición esta noche. Allí estaba un auténtico profesional, vistiendo su traje negro, yendo cada noche a su hogar con una familia que le esperaba, estando al servicio de consejos municipales, mejorando las condiciones de vida de su comunidad.

«Pero para mí —pensó Boyle—, todo ha terminado». Había perdido cuanto tenía: reputación, vocación, y, sobre todo, la oportunidad de vivir hasta el último de sus días en el país al que había servido tantos años. Y, sin embargo, podía al menos esperar con ilusión un nuevo comienzo, lo cual era más de lo que debería afrontar Victoria Welch si el plan surtía efecto. De todos los involucrados, puede que ella sufriera la mayor pérdida: su fe en la justicia. «Los idealistas nunca ganan», pensó Boyle, mientras iba por más vino. Se lo sirvió, notando que su mano temblaba como la de un viejo. Nunca se había sentido tan cansado, tan aturdido por la fatiga. Engulló el vino, esperando que le diese fuerzas. Se sirvió otro vaso, entró en la sala de estar con paso cansino y se tumbó en el sofá. Se sentía como si hubiera andado kilómetros. A continuación descolgó fatigadamente el teléfono y llamó a Julie Saunders, esta vez dejó un recado a su servicio de recepción de mensajes.

—Dígale a la señorita Saunders que es urgente —dijo.

Luego se sentó cómodamente, a esperar. ¿Cómo reaccionaría ante la perspectiva de viajar a Hong-Kong, Nueva Delhi, Casablanca? Boyle la conocía. Para mañana al mediodía estaría a punto de marcharse, y se imaginó con ella subiendo la rampa del avión como recién casados, rumbo a cualquier lugar. Y, con todo, carecía de ilusiones. Esa chica, que acaparaba cosas en su piso como una ardilla, se cansaría pronto de una vida errabunda, dando por sentado que el dinero duraría lo bastante para llegar a aburrirla. Entonces, generosamente, podría tratar de verle durante algún tiempo como alguien distinto a lo que probablemente era: el padre indulgente que nunca había tenido. Pero al final querría algo más que una vida monótona y sin pretensiones en América del Sur u Oriente, donde más adelante habría de establecerse como dependiente o contable, un viejo expatriado que perdía esperanzas sin tregua. Carecía de ilusiones. Su vida juntos no duraría mucho, pero por un breve período se darían apoyo mutuo y serían felices. Eso bastaba.

Bebió pensando en ello y contempló con ternura las posesiones que jamás volvería a ver. La suya había sido una extraña vida, compuesta de violencia y belleza. Había visto la sangre brotar del pecho de un joven. Había visto todo un mundo creado por un artista borracho. Había amado a su esposa. Había matado por su país. Tenía muy pocos remordimientos, probablemente no más que el hombre medio que ha zaherido con exigencias a sus semejantes y en ocasiones se ha comportado con crueldad. No tenía remordimientos que pudieran atormentarle en el futuro. Siguió ahí sentado, esperando que la nueva vida comenzara con un breve estallido de dicha y terminase, años después, en soledad. Con la melancólica expectación de un hombre que huye con una mujer mucho más joven, estaba esperando que llegase el día siguiente.

Alzó su vaso y brindó por ese mañana, y al instante siguiente sintió un dolor de abrumadora intensidad clavársele en la ingle. Luchó por respirar, mientras una mano en su interior le exprimía despiadadamente el aire de los pulmones. Ya no pudo eludir la verdad. Su cuerpo era de pronto algo con voluntad propia. Tendría que pedir ayuda, pero sus puños se negaban a soltarse de su pecho; permanecían allí como si trataran de vencer la presa de una mano interior mucho más fuerte. Esto no debía ocurrir, esto lo complicaría todo, pensó desesperado, mientras el dolor creciente enviaba fibras de sí mismo de su corazón a su hombro, a sus dientes y a su brazo izquierdo. Los planes comenzaban a desvanecerse, los planes de Washington y Victoria Welch se desvanecían, su propio plan se desvanecía también, su mañana retrocedía ante el dolor. «Esto no debe suceder ahora», se dijo, y formó las palabras con los labios «ahora no, ahora no, ahora no», hasta que una candente, crepitante sensación barrió su cerebro como una enorme escoba, y se vino abajo.

Minutos después, cuando sonó el teléfono, Alexander Boyle ya no pudo oírlo. Sonó y sonó con insistencia. Luego enmudeció.