Amodorrado, a unos miles de metros por encima de California con rumbo a San Francisco y a una confrontación definitiva con Victoria Welch, le vino a la memoria aquella reunión en el Hotel Saint Francis. En un estado hipnagógico entre el sueño y la vigilia, Boyle reconstruyó la operación en un mosaico de más claro significado. Habría tenido éxito si él no hubiera fracasado. ¡Si tan sólo hubiera revisado el autocar! Ahora los efectos personales de cuarenta muertos habían desaparecido y en una investigación publicada, promovida por una prensa agresiva a la que el Watergate había enseñado a sospechar de todo, ¿quién sabe adónde podría conducir el afán del público por el escándalo? Boyle podía imaginar los titulares proclamándolo a gritos: «¡UN PROYECTO GUBERNAMENTAL CONDENA A MUERTE A TURISTAS!». Y de Moscú a Pekín, de Londres a Nueva Delhi, habría risas al tiempo que consternación. En Washington, los engranajes de la investigación pulverizarían los entresijos y una multitud de oficiales se disputarían el ser los primeros con las embarazosas conjeturas, los descubrimientos sensacionales, las virtuosas acusaciones… de hecho todo lo que se había dedicado a evitar desde el preciso instante en que se convirtiera en un agente C. Para Alexander Boyle y los agentes C como él, había dos clases de personas en el mundo: las que producían basura y las que la limpiaban. En el gobierno había muchísimos productores de basura que ponían en peligro la salud pública, de modo que existían unos cuantos cuyo cometido era evitar que la nación apestara. Así es como Boyle se veía a sí mismo: como un ingeniero de sanidad. Nunca llevaba escoba, ni cubo, ni desinfectante; jamás vestía uniforme o gorra oficial, nunca vaciaba papeleras ni desatascaba bocas de alcantarilla, pero su trabajo consistía igualmente en limpiar. Incluso antes de incorporarse a la fuerza C diez años atrás, cuando aún era un agente del FBI, se había considerado a sí mismo con orgullo un hombre de sanidad. Cuando había dejado el departamento ante la insistencia de su esposa, a Boyle le habían persuadido fácilmente de que mantuviera vivo su compromiso trabajando con la fuerza C. Por lo tanto, al abandonar el FBI a fin de dedicarse a la vida tranquila que su Cora siempre había deseado para él, se había incorporado a una unidad cuyo trabajo era harto más peligroso. Cora no habría apreciado la horrible ironía de tal situación. Para Boyle, por otra parte, era el compromiso decisivo, debido a que la fuerza C era un profundo experimento en seguridad nacional. El concepto había derivado bastante lógicamente de la costumbre de la CIA de instalar sus agentes exteriores en organizaciones comerciales, embajadas e incluso en el ejército. ¿Por qué no utilizar un método parecido en casa? ¿Por qué no reclutar a antiguos militares y otros exempleados del gobierno y, en ciertos casos, a patriotas procedentes de empresas y comunidades científicas para que salvaguardaran la imagen nacional desde dentro? Los propios argumentos en contra de semejante proyecto —era ilegal, ingobernable, inexplicable al público— constituían precisamente su poder. En situaciones excepcionalmente delicadas era sin duda provechoso emplear a operarios de quienes no se pudiera averiguar que actuaban bajo órdenes oficiales; lo que hacían, lo hacían como ciudadanos particulares, sin ninguna conexión visible con el gobierno al que sus actos podían poner en un aprieto. El financiamiento del programa quedaba fácilmente oculto en medio de la maraña de asignaciones para el trabajo de información y mientras la inquebrantable lealtad de sus agentes estuviera asegurada, los únicos que salían perdiendo eran los mismos agentes. Tal vez treinta o cuarenta hombres en toda la nación componían esta unidad estrechamente avenida. El orgullo que sentían por su trabajo y la fe en su importancia habían sido su compensación, y hasta el momento, en los doce años de existencia de la fuerza C, ni un solo agente había divulgado, ya fuera consciente o accidentalmente, su papel en el sistema de información nacional. Para algunos, claro está, la compensación era tanto monetaria como emocional —el dinero percibido por un trabajo había mantenido a flote a más de uno de ellos en su carrera como negociantes—, pero para Boyle y otros como él bastaba con que la reputación del país dependiera a veces de su talento para protegerla.
Y ahora había puesto en peligro esa reputación al cometer un error digno de un aficionado.
Se incorporó en el asiento con un súbito movimiento espasmódico y le hizo una seña a la azafata. «Whisky doble», le dijo, y miró alejarse su esbelta silueta, colmada su mente durante un instante de la imagen de Julie Saunders. Se dejó llevar por una fantasía: estaban juntos en ese avión, sólo que no iba rumbo a San Francisco, sino a Hong-Kong y a las puestas de sol en la terraza del Hotel Repulse Bay, un lugar estratégico desde el que podían contemplar los juncos chinos dirigirse a la bahía y tocar los bordes de sus copas en un romántico brindis. Le trajeron el whisky y se lo bebió de golpe, sintiéndose más asqueroso que nunca. Desde que saliera de Salt Lake City una extraña fatiga, un profundo letargo se había depositado sobre él. Quizá su increíble error justificaba esta sensación. ¿Por qué, por qué, por qué había permanecido en su coche, cómodo y caliente, durante diez minutos completos, sólo a setenta metros de su deber, donde Tony Aiello reparaba el motor, y los pasajeros muertos estaban rígidamente sentados en posturas somnolientas junto a las ventanillas? ¿Qué había pensado a lo largo de estos fatídicos minutos? ¿Había estado cansado? ¿Helado por el aire matinal? No recordaba cosa alguna que le distrajera, excepto aquellas caras en el interior del autocar, aquellas caras fantasmales que surgían de las profundidades de la noche. Ahora se le ocurrió que, de alguna extraña manera, habían emergido del pasado, de la Iowa de su infancia. Allá en Iowa había visto a personas exactamente iguales en los autocares: el tendero y la abuela, el estudiante y el granjero, el mecánico y la novia, viajando de un pueblecito a otro, obligados por negocios decentes o necesidades familiares, a través de las onduladas llanuras del Medio Oeste. En un arrollador instante de conocimiento, Alexander Boyle comprendió cómo había confundido un recuerdo con el presente. No era extraño que no hubiera cruzado la calle para inspeccionar su obra, no era sorprendente que hubiera evitado el caminar por aquel pasillo. Había estado acojonado.
Estas cosas les ocurrían a los mejores profesionales; hombres notables por sus sólidas actuaciones cometían inesperadamente errores inexplicables, y, cuando les llamaban para que dieran cuenta de ellos, se limitaban a sacudir la cabeza con perplejidad. No era la estupidez sino genuinos deslices de concentración los que habían provocado los errores… cualquiera que viviese peligrosamente reconocía este fenómeno. Semejantes distracciones provenían con frecuencia de una entrega momentánea a recuerdos caprichosos, a algo inconsecuente, a algo olvidado durante años, a una cara, un objeto, una sensación. Boyle había oído a hombres hablar de sentirse acojonados de esta manera, y su aspecto conforme narraban tales experiencias había sido siempre de desconcierto, incluso de humillación, como si el poder paralizante de un acontecimiento de esta índole desafiara el análisis. En su carrera, Alexander Boyle nunca se había sentido acojonado, pero ahora debía enfrentarse a la penosa probabilidad de que finalmente le había ocurrido a él también.
Notó una presión en el brazo y levantó la vista, enfocándola en la bonita cara de una azafata, quien le repitió que se abrochara el cinturón. «Estamos llegando a San Francisco».
Tras correr la cortina de la ventanilla, Boyle oteó la resplandeciente bahía azul y los blancos edificios. Minutos después bajaba en fila con los demás pasajeros por la rampa.
Una azafata echó una ojeada de admiración al hombre alto que descendía. Tenía el aspecto de alguien que hace que ocurran las cosas, de cuyo criterio dependían las personas. Lástima que hubiera dormido la mayor parte del vuelo. Lástima que no lo hubiera conocido.
En la cabina telefónica del aeropuerto llamó a Hirschorn.
—En Washington están alteradísimos —exclamó Hirschorn de inmediato.
—Sí, bueno, ahora estoy en camino.
—Mantennos informados, Alex.
—¿Informados?
—Hopkins me está poniendo verde. Quiere saber exactamente lo que estás haciendo.
—Dile a Hopkins que sé lo que estoy haciendo. Veinticinco años he sabido lo que estoy haciendo. —Boyle no esperó el intento de conciliación de Hirschorn, sino que colgó y luego llamó a la galería.
Era extraño, pero aun ahora, en medio de lo peor, era capaz de pensar en su otra profesión.
La línea estaba ocupada. El joven Vertrees probablemente estaba sentado con los pies apoyados sobre el escritorio, dirigiendo un asunto de faldas. Boyle entró en el lavabo de hombres y alquiló un vestidor. Sacó la Webley & Scott de la maleta, comprobó el mecanismo, la cargó, la hizo girar en la mano, contemplando la apariencia de peso y eficacia de su forma, luego la enfundó en su pistolera de cinturón. Miró furiosamente el espejo y, devolviéndole la mirada, estaba la cara pálida y ojerosa de un extraño que parecía obsesionado, enfermo, los bordes de sus ojos arrugados de concentración, la boca abierta como la de un perro cansado. Boyle se colocó las manos abiertas sobre el vientre y se palpó suavemente, como un médico. Había ganado peso en la última semana… puede que más de tres kilos, debido en su mayor parte a la carne grasa y al alcohol. Éste era el resultado de aceptar una tarea semejante. Guardó la maleta en una consigna, y a continuación volvió a llamar a la galería. Esta vez Vertrees contestó.
—¿Cómo van las cosas? —preguntó Boyle con sequedad.
—Bueno, llamó M. R. Denver. Quiere un óleo de Goldstoff para la exposición del museo.
—¿Cuál?
—El grande… «Vuelo».
—Dígale que de acuerdo. Llámele ahora mismo, porque Denver tiene tendencia a cambiar de parecer, y quiero que Goldstoff esté representado en esa exposición. «Vuelo» es también una buena elección. ¿Ha sabido algo de Kawabata?
—No, pero Di Mattio llamó y quiere verle.
Boyle se entusiasmó con la conversación. En estos momentos estaba hablando de arte. Era como si su mente fuera una línea de ferrocarril en la que un ligero cambio de agujas pudiera enviar la energía instantáneamente en otra dirección. Sus ideas avanzaban a toda máquina hacia su otro mundo.
—Di Mattio —dijo— es un coñazo. En su última exposición no vendió nada porque carecía de calidad, pero quiere echarle la culpa a todo el mundo menos a él mismo. Dígale que le llamaré en cuanto pueda. ¿Algo más?
—Vendí dos serigrafías de Oppenheim.
—Bien. Eso le dará ánimos. ¿Quién las compró?
—Veamos… una tal señora Kogut.
—No la conozco. ¿Algo más?
Se produjo una pausa.
—La señorita Saunders volvió a llamar.
—¿Algo más? —preguntó Boyle bruscamente.
—Llamó tres veces.
—Quiero que se ponga en contacto con Kawabata hoy —dijo Boyle—. Dígale a esa mujer suya que si no veo una nueva pintura antes del próximo lunes, cancelaré su exposición. No se preocupe si le dice que no entiende. Ella entiende muy bien.
—¿Pasa algo, señor Boyle?
—No. ¿Por qué? —inquirió Boyle ásperamente—. ¿Por qué me lo pregunta?
—Bueno, no sé. El tono de su voz…
—¿El tono de mi voz?
—Parece distinto, simplemente.
—Estoy «cansado,». Vertrees. ¿Le vale esto como explicación? —Rápidamente añadió—: Puede que mañana no esté, ¿puede ocuparse de todo?
—SÍ que puedo —respondió el joven.
Boyle se despidió y colgó, furioso consigo mismo por haber perdido la paciencia. Y, sin embargo, no era característico de Vertrees el formular una pregunta personal. El tono de voz difícilmente era el tipo de cosa a la que un joven reaccionaría… a menos que fuera la voz de los amoríos. Vertrees era eficiente, pero poco sensible a las emociones de las personas que no estaban involucradas en sus intrigas particulares. Con todo, Boyle no tendría que haber perdido el control. Cora habría echado la culpa de su arranque a su actual trabajo. Podía imaginársela diciendo con el tono quejumbroso pero resignado de una sufrida esposa: «No puedes ser marchante de arte y agente del gobierno al mismo tiempo. Te convertirá en un resentido». Como siempre, daría en el blanco, y no obstante sospechaba que su explosión de cólera era algo más complicado que simple petulancia.
Salió del aeropuerto, llevando consigo la certeza, deliciosamente angustiosa, de que Julie Saunders seguía llamando. Cuando esto hubiera terminado… comenzó a recaer en una fantasía acerca de ellos dos juntos mientras permanecía en el bordillo a la espera de un taxi. Se obligó a mirar hacia arriba, al cielo brillante, para apartar de ella su concentración. No debía comportarse como un adolescente enamorado, y mucho menos ahora, cuando todo el caso se estaba precipitando hacia un desenlace. Llegó un taxi y Boyle le dio al conductor las señas de Victoria Welch, luego se recostó en el asiento y repitió para sus adentros las curiosas palabras, musitadas apenas, del señor Vertrees: «¿Pasa algo, señor Boyle?». No era propio de Vertrees. Lo que Boyle había admirado especialmente de su ayudante era la imparcialidad, un compromiso para con la vida fuera de la galería. Pero, al fin y al cabo, ¿qué sabía realmente del joven, excepto que revelaba un sólido conocimiento de arte, sabía tratar a los clientes y hacía furtivas llamadas telefónicas? Boyle lo había contratado hacía más de un año por recomendación de Hirschorn. Su último ayudante se había ido para casarse y, en su postrero caso juntos, que implicaba la eliminación de un agente C, le había hablado a Hirschorn de su necesidad de un suplente en la galería. Hirschorn le había recomendado a Vertrees, un antiguo amigo de escuela de su hijo. Hirschorn se lo había aconsejado, lo cual era retrospectivamente toda una coincidencia. Toda una coincidencia.
Mientras el taxi se adentraba a toda velocidad en la ciudad, Boyle se abandonó y le concedió a su mente la libertad de construir una fantástica teoría. Hirschorn había recomendado a Vertrees con el fin de colocar a alguien en la galería que pudiera resultar útil, alguien que, si se daba el caso, pudiese hacer las veces de espía. No era imposible, ciertamente, y, de todas maneras, en vista de la susceptibilidad del Pentágono acerca de los agentes C, era probable que en uno u otro momento se investigara la competencia y fiabilidad de todos ellos. Si Hopkins, por ejemplo, le hubiera ordenado colocar a alguien en la compañía inmobiliaria de Hirschorn, Boyle habría obedecido al joven hijoputa sin vacilar. Después de todo, tanto él como Hirschorn eran agentes C, y eso les hacía totalmente vulnerables. Agentes C. Sin duda, algún hombrecillo enterrado en lo más hondo del Pentágono, al que pagaban para que ideara nombres en clave del modo en que en otra época pagaban a los poetas fracasados a fin de que compusieran poemitas populares, había pensado en la designación C… C de casi, definido como «parecido pero sin ser la cosa en cuestión». Y era una designación apropiada, porque las personas como él y Hirschorn no eran agentes, oficialmente, sino que lo único que tenían en común con éstos era que aceptaban encargos peligrosos. Últimamente eran sacrificables, tal como le había recordado a Hopkins. Resultaba enteramente posible, y pensándolo dos veces incluso probable, que Hirschorn hubiera colocado al joven Vertrees ya fuera por orden explícita o implícita de uno de esos operadores anónimos y sin rostro que manipulaban a los agentes de la fuerza C, como títeres en una cuerda, desde alguna inofensiva oficinita del Pentágono.
Considerado bajo esta perspectiva, el aire lánguido del señor Vertrees no era el de un joven amante acosado por problemas, sino el de un espía aficionado bastante torpe.
Enfrente, a través de la ventanilla del taxi, Boyle vio el edificio de pisos de Victoria Welch, el roto entablado, manchado de excrementos de gaviotas, y una vez más se dio cuenta de que todo lo referente a esa mujer era absurdo. ¿Quién esperaría que una verdadera bibliotecaria viviese en semejante tugurio en las cercanías del puerto, en medio de estibadores y vagabundos? Con su sombrerito rojo y gruesas gafas, su talle estereotipadamente regordete, parecía por una parte alguien que vivía rodeado de libros y creía en la astrología y, al mismo tiempo, poseía los ojos agudos de un investigador experimentado, la resolución de un marine. Su apartamento no tenía los típicos recuerdos de una vieja solitaria, a excepción de uno: un álbum de fotografías que revelaba un intenso compromiso con la vida familiar. Su conversación era agradablemente vulgar, pero con todo tenía dentro de sí la ardiente clarividencia de una fanática, quien, en un momento de arrojo, era capaz de partir para misiones imposibles. ¿Qué haría con una mujer así? ¿Persuadirla o amenazarla? ¿Y con qué? Ofrecerle dinero por los efectos personales no haría más que disgustarla y fortalecer su propósito. Amenazarla, con la muerte incluso, tendría simplemente el mismo efecto. Debía persuadirla apelando a su temperamento idealista.
Boyle pagó al taxista y subió las escaleras, impregnándose su nariz del acre olor a pescado. Se detuvo un instante y se agarró a la baranda… ¿y qué si no tenía los efectos personales o no sabía siquiera dónde estaban? Eso era todavía posible. Sólo estaba seguro de una cosa: Victoria Welch había regresado para proteger los objetos robados. Lo que debía averiguar era hasta qué punto comprendía ella la importancia de los mismos y sus proyectos para su transacción. Que viviera o muriese en menos de una hora dependería de esas respuestas.
Llegó a su puerta, respiró hondo y llamó enérgicamente.
Un sonido amortiguado provino del interior, luego la puerta se abrió y apareció Victoria Welch, con una bata descolorida, sus ojillos azules aumentados tras unas gafas, un grueso libro en su mano rolliza.
—Pase —dijo con el tono neutro del que le abre la puerta al chico de la tienda—. Pensaba que podía ser usted.
Había esperado una hora con Crimen y castigo en el regazo y una taza de un fuerte té negro llamado Diosa de hierro de la misericordia sobre la mesa de junto a su silla. Había esperado que llegase el señor Boyle o alguien parecido. Estaba preparada, y cuando le hizo entrar en la sala, deseó que su postura saltara a la vista.
—¿Le apetece una taza de té? —preguntó con frialdad—. Si quiere algo más fuerte, guardo una botella de whisky para las visitas.
—Whisky, por favor.
Estaba asombrada por el aspecto del hombre. Semejaba haber envejecido perceptiblemente el día anterior. Sentado en la silla de piel que tanto le gustara a Henry, el señor Boyle se parecía de modo alarmante a su abuelo, que había sido coronel del ejército. Existía una semejanza en la manera de sentarse del señor Boyle, con los pies firmemente apoyados como si echara raíces, las manos planas sobre sus rodillas, los labios tensos e inescrutables. Por un momento la similitud entre este hombre y su abuelo le impuso respeto, incluso la asustó, pero entonces, librándose del hechizo de rememorada autoridad, fue a la cocina a buscar el whisky. Encontró la botella detrás de unos tarros de especias y vertió cuatro dedos de whisky en un grueso vaso (un magnífico cristal, el único superviviente de una vajilla de boda) y se lo tendió.
Advirtió que su mano temblaba ligeramente cuando la alargó para coger el vaso, y eso la complació. Quería que sufriese, y en las ensoñaciones durante el vuelo de regreso a San Francisco, había disfrutado con la idea de que él iba a su piso, confuso y desesperado. El temor que había sentido mientras aguardaba esa llamada a la puerta nada había sido comparado con su creciente sensación de triunfo. La justicia para su sobrino, y también la justicia para todas esas otras personas, comenzaría a hacerse aquí, en su piso, entre los recuerdos de su familia. Se sentó en la silla enfrente del señor Boyle y le miró al llevarse el vaso a los labios. En ese momento dijo:
—Fue mi jefa, señor Boyle, quien le delató. —Vio con placer cómo su rostro se torcía de repente por la sorpresa—. Sí, fue la Sackman. Usted la comparó a alguien que era «también» un charlatán empedernido. Entonces pensé que eso era extraño porque yo no le había dicho que ella lo fuera. —Hizo una pausa, esperando que él hiciese comentarios, pero como no fue así continuó—. Por lo tanto supe que usted me estaba siguiendo. —Por la leve sonrisa del hombre fue consciente de que éste consideraba su modo de expresarse bastante melodramático, tal vez anticuado, pero prosiguió—. Entonces me resultó evidente que usted se había unido al viaje por mi causa.
—Tiene toda la razón.
Se sintió desilusionada ante su pronta aceptación, ya que había esperado una negativa que ella pudiera contrarrestar. La franqueza era una característica de los Tauros. Por otra parte, Maquiavelo tuvo la misma fecha de nacimiento, y ella no tenía la menor idea de otras influencias planetarias sobre el señor Boyle porque no había hecho su carta. Estaba segura de una cosa: tenía la fría mirada del Aries, el signo de la sangre y la violencia.
—Yo también seré sincera con usted —dijo.
—Mejor así.
—Usted se unió al viaje esperando averiguar de mí dónde estaban los objetos personales que robó mi sobrino.
—Aún estoy interesado en ello, señorita Welch.
—Escúcheme bien. De una u otra manera he llegado a la conclusión de que el supuesto accidente del autocar tiene algo que ver con la estación agrícola en la que paramos en Nevada.
—Hablemos de los efectos personales.
Por un momento tuvo miedo… este hombre era un caradura que podía embaucarla, aunque la justicia estuviera de su parte. Decidió volverse atrás y dejarle llevar la delantera durante un rato.
—De acuerdo, señor Boyle, hablemos de los efectos personales.
—¿Los tiene usted?
—Sí. —Asió los brazos de la silla y se inclinó hacia él, diciendo jadeante—: ¡Pero jamás conseguirá que le entregue ni un reloj, ni un brazalete, ni una cartera!
—¿Dónde están, señorita Welch?
—En lugar seguro.
—Entiendo.
—No, no lo entiende. Están en dos cajas de seguridad y allí han estado desde que Warren fue asesinado. —Le regocijó al ver al hombre fruncir el ceño ante esta noticia—. Además hoy, nada más llegar, envié las llaves con una carta a mi abogado. Si algo me sucediera, tiene instrucciones de leer esa carta y abrir las cajas de seguridad.
—¿Una carta?
—Estoy convencida de que hay en ella lo suficiente para iniciar una investigación. Señor Boyle, ¿por qué está sonriendo?
—¿Lo estoy? Pensaba en las cajas de seguridad. Simples pero efectivas.
—Soy una ciudadana corriente, señor Boyle. Todo lo que sé acerca de esas cosas es lo que leo en los libros y veo en las películas. Pero una cosa sí la sé, y es el valor real de los efectos robados.
—¿Cuál es, señorita Welch?
—Sentimental, señor Boyle. Los parientes de esa pobre gente querrán que les devuelvan esos objetos. Así son las familias, señor Boyle. No puede desembarazarse de ellos para siempre, y usted lo sabe. Usted no podría decir que fueron robados a menos que admitiera que los pasajeros habían sido robados después de su muerte, pero antes del accidente. Si lo hiciera, el rastro conduciría hasta Baker, Nevada. Ahora yo tengo los efectos personales y mi intención es ocuparme de que esto ocurra. ¡Señor Boyle! —se inclinó hacia adelante, alarmada. La cara del hombre, amarillenta como un periódico viejo, se estaba contrayendo y su mano saltó hacia su pecho. Por un instante fue como si el ataque cardíaco de su marido se reprodujera ante sus ojos, y se levantó de golpe—. ¡Señor Boyle!
Mirando al frente, él hizo una mueca, estrujando la tela de su americana con los puños.
—¿Es el corazón? —se inclinó sobre él, viendo, en una breve y terrible imagen, a su Henry retorciéndose en el suelo.
Los ojos del hombre la enfocaron, durante unos segundos siguió boqueando como un pez arrojado a la orilla, luego, poco a poco, su mano se aflojó y cayó a su costado.
—¿Es el «corazón,» señor Boyle? —echó un vistazo al teléfono.
—No —dijo el hombre débilmente. Inspiró profundamente y repitió—: No.
Ella permaneció de pie frente a él, retorciéndose las manos, hablando en voz baja tanto para sí como para él.
—Mi marido tenía más o menos su edad, un Libra con su luna en Tauro. Estoy convencida de que la luna de Tauro fue lo que le mató… comía demasiado, trabajaba muchísimo. Era un hombre estupendo que se preocupaba por los demás mientras que no cuidaba de sí mismo, él… —Se detuvo y advirtió atónita que el hombre sonreía débilmente. Entonces comprendió por qué. Estaba hablándole como a un amigo. Era enormemente absurdo.
—Ya estoy bien —dijo—. Gastritis. Nada más. Soy propenso a ella… —señaló el vaso vacío—, cuando bebo.
Ella se sentó, perturbada por el recuerdo de su esposo tendido en el suelo, abrasado por la agonía. Suavemente dijo:
—¿Alguna vez ha amado a alguien de verdad, señor Boyle?
—Ya se lo dije en una ocasión. Sí. —Respiró a fondo, se pasó los dedos por la frente sudorosa.
—Le creo. Es típico de su signo. Los Tauro están bajo la influencia de Venus. Sí, le creo, pero usted es terriblemente duro, también. Es cruel, señor Boyle. Podría matarme ahora mismo sin escrúpulos. Quizá lo comprendo. Yo quería a mi sobrino, pero no he derramado ni una lágrima por él, y no lo haré hasta que se haya hecho justicia. Podría disfrutar viéndole morir, señor Boyle.
—La venganza es mía: «Yo pagaré con la misma moneda, dijo el Señor».
—¿Usted cita eso? —se burló Victoria.
—No creo —dijo él— que en toda mi vida haya hecho algo con ánimo de venganza. —Y agregó con una sonrisa—: ¿Es eso propio de un Tauro?
—En realidad, no. Y, de todas maneras, lo que busco es justicia no venganza. —Sintió el calor ascender a sus mejillas.
—¿Está segura?
—¿Cómo se atreve usted, un asesino desalmado…?
—Eso es mucho suponer, señorita Welch.
—¡Pero es razonable! Un asesino… usted, o alguien parecido. No sé exactamente lo que ocurrió allí, en aquel desierto, pero puedo imaginarlo plausiblemente. Alguna clase de experimento salió mal y aquellos turistas se enteraron o sufrieron daños por su causa. No es a mí a quien le corresponde descubrirlo. Lo único que sé es que usted y sus cómplices han estado tratando de echar tierra sobre algún tremendo error. Han estado dispuestos a llegar a cualquier extremo… —Victoria resollaba, consciente de que estaba al límite de su autocontrol. La última vez que había llorado había sido después del funeral de su marido, en la intimidad de su cuarto. Pero ahora casi estaba llorando de rabia y frustración.
El hombre se inclinó un poco hacia delante, su rostro tranquilamente analítico, como el de un médico que formula preguntas.
—Señorita Welch —dijo—, ¿ama usted a su país?
—¿Amar a mi país? Claro que sí.
—¿Lo bastante para defenderlo con su propia vida?
—Eso creo.
—Así pues, lo que está diciendo es que un hombre que ama su país debería estar dispuesto a protegerlo.
—Y lo que está usted diciendo es simplista, señor Boyle. Nada hay que justifique una matanza de gente inocente. Nada. La vida de una sola persona.
—Me conozco el argumento —interrumpió—, pero ¿y qué si los soldados se valieran de él en el combate?
—Usted no es un soldado. No sé exactamente lo que es, pero no es, con toda seguridad, un soldado.
—Cualquiera que defienda a su país es un soldado. Supongamos que ahora hago esto y si lo hago soy tan soldado como lo era en las playas de Normandía.
Victoria comprendió que la finalidad de sus argumentos trascendía la justificación filosófica del asesinato. Estaba intentando decirle que su deducción, tan terrible que hasta ahora se había negado a afrontarla de lleno, era muy posiblemente cierta: Boyle y sus cómplices estaban, de alguna manera despreciable, trabajando para proteger al gobierno. Era increíble, pero los hechos parecían apoyar tal conclusión. Aquí y ahora, ella no era capaz de enfrentarse a las ramificaciones de tan lamentable posibilidad. Decidió comportarse como si el papel del señor Boyle en este asunto, si bien de vital importancia para él mismo, fuera fundamentalmente inexplicable e impreciso, hasta el punto de que debía ser examinado por mentes más brillantes que la suya. Haría de avestruz, con su cabeza en la arena. Discutiría con él, pero sólo en teoría, y se mantendría apartada de lo que realmente le daba a entender.
—En la guerra —dijo ella—, mataron a soldados, no a personas inocentes.
—En la guerra mueren civiles. Hasta Vietnam, todos parecíamos aceptar este hecho.
—Así que esto también lo perdona.
—Yo nada perdono. Aun cuando la guerra hubiera sido popular, disculpada con mayor facilidad, esos mismos civiles habrían sido asesinados.
Victoria inspiró profundamente, trastornada por el intercambio para el cual su fantasía de justicia no la había preparado. Deseó de pronto que su marido estuviera allí, él habría replicado con una lógica más firme, pero acerca de una cosa sabía que estaba en lo cierto y así se lo dijo.
—No hay justificación para matar a los inocentes. Nunca la hay.
—¿Aunque esté en juego la seguridad de su país?
—No.
—Pero los soldados que son llamados y van a la guerra y los matan, ¿acaso no son inocentes?
—Éste es un razonamiento engañoso.
—Déjeme plantear una situación hipotética. ¿Y qué diría si esas personas del autocar iban a morir de todos modos? ¿Seguiría opinando lo mismo? Digamos que estaban condenadas a una terrible muerte y con… cierta ayuda, pudieron morir sin dolor.
—Eso no le tocaba a usted decidirlo.
—… con la ventaja suplementaria de proteger la reputación del país.
—¡La reputación!
—¿Aún diría que no estaba en juego una considerable moralidad?
Victoria titubeó antes de contestar. Como un auténtico Tauro, el hombre era persistente y en cierto modo persuasivo. Pero estaba equivocado, equivocado, equivocado, y se oyó a sí misma gritar:
—¡Usted mató a mi sobrino, usted o alguien como usted mató a Warren a sangre fría! ¡Usted le asesinó!
El hombre se había puesto de pie, su cara lívida y arrugada, años más viejo que el día anterior.
—¿Qué está haciendo? —gritó, mientras él permanecía inmóvil, con los brazos caídos, los ojos apagados y sombríos.
—Me voy.
—Entonces… ¿eso es todo?
—Estamos en un punto muerto, usted y yo. Lo que se propone no le devolverá a su sobrino, pero podría dañar al país que le ha vestido y alimentado, ese país que usted «dice» defendería con su vida. Este simple truquillo de enviarle una carta a un abogado… la ha hecho ganar. —Se volvió y se dirigió hacia la puerta, murmurando al alejarse—: Tendrá su venganza.
—Venganza, no. ¡Justicia! —Ella también se había levantado—. Fue asesinado a sangre fría. ¿Esto nada significa para usted? ¿No lo comprende? —Vio consternada cómo ponía la mano en el pomo de la puerta—. ¡No se vaya!
Se dio la vuelta y la miró, su pétrea cara expresaba el mismo reproche que Victoria recordaba de su infancia, cuando el abuelo no estaba de acuerdo.
—Hemos… —dijo débilmente— de hablar más.
—¿Ahora?
—Mañana. Vuelva mañana. Le convenceré de que lo que ha hecho está mal. Lo haré. Lo sé.
—Que viniera mañana, ¿impediría que entregase los efectos personales?
—No.
—¿Lo ve? Estamos en un punto muerto.
Ella miró abrirse y luego cerrarse la puerta tras esa alta silueta, de anchos hombros, y en la menguante luz se sentó inmóvil hasta que la noche se adentró en la sala y la dejó a oscuras. Frente a ella había el bulto negro de la silla vacía. Era seguro que el hombre no volvería al día siguiente, si bien deseaba desesperadamente que lo hiciera. Tuvo una visión de ambos sentados para reconsiderar el problema. ¿Cuán lejos irían los hombres para proteger su país y a qué coste de vidas humanas? Pero era una pregunta abstracta comparada con las muertes de aquellas personas. Aunque fuesen a morir, algún otro había decidido cuándo y cómo. Eso no estaba bien. Y su sobrino no había sido uno de ellos. Warren simplemente había muerto a causa de lo que sabía, y eso no estaba bien. El hombre que acababa de marcharse de su piso había probablemente asesinado a Warren. Un extraño había decidido que su propia carne y sangre debía morir. Eso no estaba bien. No estaba bien, por muchos razonamientos que se utilizaban para comparar las guerras extranjeras e intestinas. La proporción de la vida era de uno a uno. Ella se vengaría de una muerte. Y sin embargo esta venganza parecía hueca de repente, y, tal vez de alguna manera inexplicable, pagaría por ella durante el resto de su vida. Mañana, en cuanto llamase a su abogado e hiciera pública la carta, Alexander Boyle y los hombres como él quedarían expuestos a la despiadada luz de la moralidad nutrida de una vida cómoda, vicios desmedidos y santurronería. Las acciones que emprendiera tildarían a hombres como Alexander Boyle de monstruos, y en cierto sentido lo eran. Serían humillados, vilipendiados y desacreditados, y en cierto sentido lo merecían. Habían cometido el pecado público definitivo al jugar a Dios con el bienestar de personas cuyas leyes creían estar protegiendo. Como todos los fanáticos, eran patéticos, una amenaza para la sociedad, y, sin embargo, como todos los fanáticos, eran dignos de admiración por su audacia. Ese hombre, Boyle, había conseguido una especie de victoria… había dado al traste con su creencia en la claridad de lo que era correcto.
Se levantó despacio de su silla, encendió la luz, y entró en la cocina arrastrando los pies. Tomaría el más refinado de los tés verdes japoneses. Después de dejar correr agua fría del grifo, Victoria llenó la tetera y la puso al fuego; de una hilera de latas del armario escogió la hoja pálida del Perla de Rocío. Necesitaba calmarse. El hombre había llamado a su sentido de la justicia deseo de venganza, y puede que tuviera razón. Muy bien, junto con el té saborearía su venganza. Mañana por la noche todos los sectores del gobierno podrían verse implicados en un complot asombrosamente cruel. Sus motivos para provocar esta situación ya no importaban. La muerte de su sobrino lo exigía a gritos, así como la muerte de esas otras personas. Si había algo que supiera, sabía que matar a gente inocente nunca es justificable, que la vida excede la lógica de la moralidad. Y pese a todo, comprendía asimismo que debido a las acciones que al día siguiente emprendería podía muy bien estar decidiendo la suerte de numerosos funcionarios públicos, quienes no estaban convencidos de obrar malamente, y, mediante esta decisión, sería una en espíritu con Alexander Boyle, unida a él por la clase de compromiso que sacude a las naciones.