Doce días antes de esta frenética carrera cuesta abajo en pos de una bibliotecaria aficionada a las estrellas que le había burlado, Alexander Boyle había estado trabajando en su galería en un catálogo para una nueva exposición de esculturas, previendo remilgadamente un almuerzo a base de atún y ensalada regado con Tab. Su ayudante había salido a tomar el café de media mañana, así que Boyle estaba solo cuando recibió la llamada de Hirschorn.
Hacía meses que no hablaban, pero la voz de Hirschorn era leve y relajada, lo cual significaba que telefoneaba desde fuera de su despacho.
Después de un afectuoso intercambio de saludos, Hirschorn comentó sin darle importancia que había surgido una situación que podría ser interesante.
—Es un trabajo breve pero agradable. ¿Podrías aceptarlo?
Boyle titubeó. Cuando Hirschorn empleaba su voz de vendedor modesto, la situación no era «agradable» sino enmarañada.
—Estoy ocupadísimo —le dijo Boyle.
—El trabajo no te robará mucho tiempo. Y te aseguro que es importante.
—Ya, todos lo son.
—Te necesitamos, Alex.
Si Boyle hubiera aceptado un encargo reciente, aún podría haber rehusado, pero había transcurrido casi un año desde que sintiera la vieja emoción del compromiso, del desafío, de ponerse a sí mismo en peligro.
—¿Dónde nos vemos? —dijo por fin.
—En el vestíbulo del Saint Francis dentro de una hora.
Cuando Boyle llegó al hotel, Hirschorn ya estaba allí y al verle cruzó rápidamente el vestíbulo sobre unas piernas cortas y gordinflonas, su mano extendida en un saludo prematuro, sus labios dibujando una aduladora sonrisa. Pero su arrogante apariencia desmentía una tenacidad que le había convertido tanto en un próspero corredor de fincas como en un agente de primera clase. En presencia de este hombre, Alexander Boyle experimentaba el entusiasmo y la seguridad que se desarrolla entre aquéllos que han compartido el peligro.
—¿Cuál es la situación? —inquirió.
—Agárrate fuerte. —Hirschorn hizo chasquear los nudillos entrelazando los dedos y separando las palmas, un hábito que a Boyle le resultaba familiar y le irritaba—. Varios turistas bebieron el agua de una estación agrícola federal y todos ellos van a morir. —Hirschorn sonrió por encima del hombro de Boyle y saludó con la mano a un hombre que cruzaba el vestíbulo. «¡Hola!», llamó y se volvió de nuevo hacia Boyle—. Un tipo que conozco —le explicó enseguida—. Le vendí una casa en Forest Hill el año pasado. Es un hombre excelente pero testarudo. Hube de reducir mi comisión para hacer la venta. Pues resulta que un ratón se escapó de un laboratorio y envenenó el suministro de agua.
—¿Esto ocurrió en una estación agrícola? —preguntó Boyle con incredulidad.
—Supuse que te interesaría.
Así era. Comprendió, incluso por esta exigua explicación, el tipo de caso de que se trataba, puesto que había trabajado en ellos anteriormente. Con el transcurso de los años, de hecho, había devenido un especialista en casos que implicaran dificultades potenciales para el gobierno. Todos ellos tenían esto en común: lo que en principio parecía ser el patinazo de unos cuantos oficiales de poca monta, era, tras una detenida investigación, el resultado de profundos errores tácticos de las altas esferas. Otro agente había descrito en cierta ocasión un caso de tales características en términos de enfermedad: «Es como el hombre que se queja de un bultito en el pecho… lo abren y está plagado de cáncer». Alexander Boyle había observado más de una vez que un pequeño indicio en las marismas conducía hasta la podredumbre en gran escala de Washington. Una infalible señal de complicaciones era la incongruencia dentro de un sistema de gobierno, y ¿qué podía ser más incongruente que un ratón mortífero apareciendo en una estación agrícola federal? Semejante toxicidad nada tenía que ver con el progreso de las vacas y ovejas. Esto no se parecía a la investigación agrícola; esto era guerra bacteriológica.
Hirschorn alargó la mano y apretó suavemente el brazo de Boyle.
—Ahora será mejor que subamos. Nos están esperando.
—¿A quién pertenecía el microbio? —inquirió Boyle mientras cruzaban el vestíbulo en dirección al ascensor.
—A Defensa.
—¿Oficina de la Guerra?
Hirschorn asintió con la cabeza, frunciendo los labios con exasperación.
De modo que Boyle supo que había dos departamentos del gobierno involucrados, factor éste que subrayaba la dificultad e importancia del caso. Por supuesto, no era inaudito para las agencias el cooperar en proyectos especiales o para un departamento el prestarle a otro sus medios. Se obraba así con frecuencia a fin de hacer chanchullos con los fondos. Pero según la experiencia de Boyle, tal colaboración era intrínsecamente peligrosa y los problemas que conllevaba lastraban con mucho cualesquiera beneficios potenciales. Éstos eran sus razonamientos: en el más básico nivel humano, un hombre se busca dificultades en cuanto entra en el territorio de otro hombre, incluso con permiso. Agrava este conflicto fundamental introduciendo la complejidad del gobierno moderno y el escenario de la catástrofe está montado. La autoridad comienza a difuminarse, la comunicación se estropea, la discreción impide la correcta ordenación de los hechos, la estudiada negligencia deforma el más simple procedimiento, y la demasiada o demasiado poca iniciativa, fruto tanto de la arrogancia como de la envidia, hace que un proyecto completo se desequilibre totalmente. La confusión se abre paso sin restricciones hasta que un ratoncito ha envenenado el suministro de agua de una granja de cerdos y condenado a muerte un autocar lleno de inocentes turistas.
—Es aquí —dijo Hirschorn, llamando a la puerta de una suite del decimotercer piso.
Un joven delgado y pálido que vestía un traje de gabardina gris les franqueó la entrada. Se llamaba Hopkins, y cuando Hirschorn le presentó a Boyle, le estrechó la mano con mecánico vigor.
—He oído hablar mucho de usted —dijo, mirándole apreciativamente con sus agudos ojos. Boyle conocía a ese tipo de individuo: desapasionadamente eficaz, impaciente con los hombres de mayor edad, disgustado de tener que trabajar con agentes C.
En cuanto estuvieron sentados en la habitación, Hirschorn sugirió una bebida y un bocadillo, a lo que Hopkins rehusó con un sentencioso gesto y, con manifiesta petulancia, se puso a revolver los papeles de su cartera cuando Hirschorn descolgó el teléfono.
—Yo tomaré una cerveza y un bocadillo de jamón y queso. ¿Y tú, Alex?
—Café.
—¿Nada más?
—Estoy a dieta. Colesterol alto.
—No me digas. Lo siento, Alex. Ya sé cuánto te gusta una buena comida.
—Miren —dijo Hopkins—. Mejor que empecemos. —Esperó severamente hasta que Hirschorn hubo hecho el encargo pidiendo que lo sirvieran en la habitación, luego declaró—: Se trata de lo siguiente —y volvió a esperar hasta que los dos hombres le miraron atentamente. Luego se explicó.
Fue una explicación que, en líneas generales, Boyle ya había previsto. Era, al fin y al cabo, una vieja historia, compuesta de los errores humanos que había conjeturado en el ascensor. La situación se había visto determinada por la arrogancia y la envidia, impulsada por el connubio calamitoso de unos hombres cuya formación, principios y metas tenían poco en común. Durante más de un año, un experimento en guerra bacteriológica, copatrocinado por Defensa y el Departamento de Agricultura, había sido dirigido en un paraje seleccionado por su inaccesibilidad, en una granja federal de Nevada. En un principio el programa había marchado bien, justificando la colaboración de ambos organismos, y, de hecho, los científicos de fuera habían efectuado grandes progresos en el desarrollo de un nuevo tipo de armas.
Hopkins hizo una enfática pausa.
—Desgraciadamente, hubo algunos problemas personales.
El imaginar una única escena le bastó a Boyle para traducir los «problemas personales» en términos humanos: la cafetería al mediodía. Los veterinarios sentados a sus mesas, los virólogos a las suyas… discusiones sobre pienso en un lado de la sala, y sobre biomatemáticas en el otro, mientras el incesante viento de Nevada hostigaba a ambos grupos, aproximándolos a una confrontación no reconocida. Los odios que se engendraban y florecían en semejante atmósfera eran inmemoriales. Confinadas juntas en aquel desierto estaban la antipatía del campo por la ciudad, del hacedor por el pensador, del ingeniero práctico por el científico abstracto, y el correspondiente desdén que sentían los intelectuales urbanos hacia los hombres que se pasaban la vida entre pollos y ovejas.
—Un sinfín de cosas fueron mal —reveló Hopkins tristemente, como si la dinámica de tal situación le resultara inexplicable—, pero sólo ésta nos interesa: Agricultura se mostró reacia a poner agentes de seguridad en la estación, y si bien el Departamento se comprometió a declarar la estación zona vedada para el público en general, quienes tenían el mando en el lugar hacían la vista gorda cuando los guardianes dejaban detenerse allí a grupos de turistas los domingos. Según tengo entendido, era una práctica que existía desde mucho tiempo atrás. Los autocares se detenían y los guardianes sacaban algo de dinero extra vendiendo bocadillos en la cafetería.
Hirschorn soltó una risotada, pero Hopkins sacudió la cabeza disgustado.
—Ya me imagino a esos veterinarios —dijo Boyle—, riéndose ante la idea de que unos cuantos viejos engañaran a un grupo de científicos de élite de Washington.
—Puede que sí —afirmó Hopkins—, pero el domingo pasado el guardián preparó té y café con agua envenenada, y en la estación hay varios refrigeradores de agua, y hacía muchísimo calor, por lo cual el autobús se detuvo en primer lugar, y esos turistas entraron en tropel y con auténtico sentido común bebieron agua contaminada.
—¿Está usted seguro de que todos bebieron? —preguntó Hirschorn.
Hopkins se encogió de hombros.
—Eso suponemos. No podemos perder tiempo averiguando si uno o dos están a salvo.
Hirschorn se volvió hacia Boyle.
—¿Lo comprendes, Alex? Ellos siguen en el autocar, tan campantes. En este preciso instante, según el programa, deberían estar entrando en Timpie, Utah.
—¿Cómo fue descubierto —Boyle hizo una pausa y saboreó un tanto la palabra— el error?
Hopkins explicó que esa mañana un virólogo que iba a trabajar había encontrado abierta una de las jaulas. Hopkins hizo una mueca.
—Inicialmente, Defensa disponía de laboratorios separados, pero Agricultura se quejó pretextando que el proyecto exigía compartir las instalaciones y, puesto que los de Defensa necesitaban menos espacio que los veterinarios, los laboratorios debían estar disponibles para ambos equipos. De modo que ahora los virólogos pretenden que los veterinarios que compartían su laboratorio habían manipulado las jaulas, y los veterinarios juran que no lo hicieron.
—¿Y qué hay del ratón desaparecido? —preguntó Boyle, incapaz, pese a la gravedad del caso, de ahogar un gruñido de hilaridad.
—Se tardó una hora en encontrarlo. Estaba en el exterior, flotando en el tanque de agua que abastece toda la estación. No sólo eso, sino que una prueba de coloración indicó un contenido levemente bajo para matar los microorganismos que portaba el ratón. —Hopkins levantó las manos consternado—. Agricultura le echa la culpa de esto a Defensa porque el riesgo potencial de los experimentos hacía responsable al grupo de la Oficina de la Guerra de las medidas de seguridad.
—Pero supongo que Defensa pretende que Agricultura fue responsable porque las instalaciones son suyas.
Hopkins asintió abatido.
—¿También bebieron del agua los empleados? —inquirió Boyle.
—Unos diez lo hicieron antes de que el programa fuera descubierto. Eso incluye al guardián. Han sido separados de la estación hasta que sepamos qué hacer con ellos.
—¿Quién se ocupa de la investigación?
—El FBI local. Pero se lo están tomando con mucha calma, ya que tanto Agricultura como Defensa están de acuerdo en que sería un error despertar demasiado interés, digamos, en Ely y Baker. Nadie quiere una investigación a gran escala, ciertamente no antes de que nos ocupemos de los turistas.
—Pero ¿acaso los empleados no saben lo que ocurrió?
—No con certeza. Saben que algo salió mal; saben, cómo no, lo del ratón, pero los veterinarios al menos no comprenderían las ramificaciones de lo que ocurrió. Se les ha ordenado, por supuesto, no hablar de eso.
—¿Órdenes enérgicas?
—Eso tengo entendido.
—Lo pregunto porque es evidente que la estación está dirigida igual que un circo.
—Por lo menos los veterinarios ignoran la gravedad del asunto. Sólo los de la Oficina de la Guerra lo saben, y no hablarán.
—¿Cómo puede ser más grave de lo que ya es, con un autocar lleno de moribundos?
Hopkins se puso de pie.
—Creo —dijo—, que sería mejor que se lo preguntara a Spitz. —Fue hasta una puerta de la suite y llamó con los nudillos.
Un hombre flaco, que parecía sufrir una extrema fatiga, entró en la habitación arrastrando los pies, frotándose los ojos y bostezando. Andaba con tiento, como temeroso de que se le rompiera algo, y su extraña palidez sugería una grave enfermedad.
—Perdón —murmuró—. El viaje desde Washington me ha dejado rendido. Hola, Hirschorn —dijo con una abatida sonrisa, y estrechó la mano del corredor de fincas.
Hirschorn le presentó a Boyle.
—Spitz y yo —le dijo—, trabajamos juntos una vez en Fort Detrick.
—Aquello fue una epidemia de fiebre de Chikungunya, ¿verdad? —dijo el hombre pálido—. Pensábamos que era sabotaje, pero ¿fue un accidente? Sí, eso fue. Ampollas de sacos vitelinos contaminados que rezumaban. —Se tendió en la cama y se desperezó con un suspiro.
—Creo que sería mejor que empezáramos —dijo Hopkins.
—Pues empecemos —dijo Spitz fatigadamente.
—Lo que tenemos aquí —comenzó Hopkins con la mesurada voz de un conferenciante—, es un problema triple. Primero, ¿qué hacemos con todos esos turistas? Segundo, ¿cómo mantenemos la integridad gubernamental? Tercero, ¿cómo prevenimos una revelación de la seguridad nacional de trascendencia internacional?
—¿Están ustedes preparados? —preguntó Spitz con impaciencia.
En ese momento llamaron a la puerta y Hirschorn se levantó de un salto. Cogió una bandeja del botones y la entró en la habitación, sonriendo.
—¿Quiere algo? —le preguntó a Spitz—. ¿Un vaso de leche? —Spitz asintió con la cabeza y Hirschorn le dijo al botones que trajera leche—. Y un bourbon para mí —añadió.
Hopkins miró furiosamente al corredor de fincas, esperó como un maestro de escuela a que se hiciera silencio en la habitación.
—Quiero que Spitz les exponga los detalles, así comprenderán la situación por entero antes de que tomemos decisiones. Adelante, Spitz.
Spitz se puso la mano detrás del cuello, cruzó los pies y miró fijamente al techo. Con voz baja y trémula describió el desarrollo de una nueva arma bacteriológica denominada el Papagayo y el Cerdo. Era un agente mixto que producía un doble cuadro clínico, con la particularidad de que una afección benigna encubre la virulencia de la otra. El Componente Uno era un virus que provoca la fiebre del papagayo. Sus síntomas eran pulmoníacos, pero, a diferencia de la mayoría de las fiebres originadas por virus, reaccionaba favorablemente a la quimioterapia, especialmente la tetraciclina. El Componente Dos, llamado el Cerdo, provenía de un espectro de bacterias Brucella que atacan normalmente a los animales de granja, pero que bajo ciertas condiciones puede infectar al hombre y producir la fiebre ondulante. La fiebre ondulante o brucelosis era tan sólo una enfermedad debilitante, aunque sin el tratamiento adecuado tendía a persistir durante mucho tiempo. Hacía poco, en la estación agrícola un virólogo desarrolló una nueva especie de Brucella suis cuyo huésped natural es el cerdo común. El mutante del virólogo era, sin exagerar, un espectacular ejemplo de la evolución en los microorganismos. Reaccionaba químicamente como el Brucella suis, pero creaba un cuadro clínico totalmente nuevo. En vez de producir la debilidad general de la fiebre ondulante, esta especie de mutante invadía, lenta pero inexorablemente, los pulmones de los animales experimentales, de manera muy parecida a la fiebre del papagayo, sólo que con un efecto mucho más amplio. Ni la tetraciclina ni cualquier otro antibiótico tenían el más mínimo efecto sobre el Brucella suis B. En la fase actual de la investigación no existía antídoto apropiado, y el componente Cerdo resultaba letal casi en un ciento por ciento.
—Es así con los animales —interrumpió Boyle—. ¿Qué pasa con las personas?
—Todos los virólogos —dijo Spitz— que han examinado las pruebas han quedado convencidos de que la mortalidad sería similar. —Y agregó con una breve risa—: Éste es un cerdo malvado.
—Lo bastante malvado para exterminar una nación —comentó Boyle en tono áspero.
—Pero no lo bastante aprisa —rectificó Spitz. Explicó que a diferencia de la peste, de la cual eran portadoras las ratas ambulantes y las pulgas, el Papagayo y el Cerdo era transferido por los animales de granja. Esto era la consecuencia de un estilo de vida, casi imposible de cambiar en los microorganismos. Cualquier epidemia causada por él avanzaría lentamente y los modernos métodos de cuarentena la detendrían con rapidez.
—Disponemos de agentes mucho mejores para una epidemia a gran escala —dijo Spitz.
—¿Y pues?
—El Papagayo y el Cerdo pueden utilizarse selectivamente. Permítanme explicarlo poniéndoles un caso hipotético. —Spitz arregló las almohadas de debajo de su cabeza y empezó a hablar con la voz delgada, vacilante, de un enfermo. Postuló una situación clínica en la que un médico tiene un paciente con síntomas de pulmonía persistentes, pero que no revisten gravedad. Las pruebas indican fiebre del papagayo, por lo tanto el médico suministra tetraciclina al paciente con todas las esperanzas de una rápida recuperación, y, en efecto, él reacciona casi enseguida. Si ha sido hospitalizado, podrían mandarlo a casa durante dicha fase de recuperación. Luego los síntomas se reavivan, no peligrosamente, pero vuelven a manifestarse y esta reaparición deja perplejo al médico porque el virus debería estar bajo control. Por otra parte, el médico no se alarma. Algunas especies de un organismo son más resistentes que otras, así como algunos miembros de la raza humana son más resistentes a la infección que otros. Probablemente considerará el retorno de los síntomas como poco más que una complicación, la cual requiere un módico trabajo extra. De manera que el médico experimenta con dosificaciones y combinaciones de apoyo de antibióticos, hasta que su falta de éxito le obliga a realizar pruebas adicionales, que revelan la presencia de fiebre ondulante. Esto confunde sin duda el cuadro clínico, ya que ahora el paciente sufre una enfermedad tanto de componentes virales como bacteriales—. Ésta —dijo Spitz— es la belleza de un agente mixto… es desconcertante.
—Lo que está diciendo —exclamó Boyle— es que el segundo ataque del Papagayo se debe realmente al Cerdo.
—Exacto. La tetraciclina se ha ocupado del Papagayo; el Cerdo se estaba imponiendo cuando los síntomas se avivaron por segunda vez.
—Pero ¿por qué el Cerdo no había aparecido antes?
Spitz levantó la cabeza ligeramente para echar un vistazo a Boyle.
—Buena pregunta. Porque se incuba más tarde que el Papagayo. El período de preinfección para el Papagayo es de cuatro a cinco días, pero para el Cerdo es de unos diez.
Volvieron a llamar a la puerta. Hopkins frunció el ceño mientras Hirschorn cogía el vaso de leche y el bourbon del botones.
—¿Quién tiene cambio? —Hopkins, que se estaba impacientando, se puso de pie rápidamente y le entregó un dólar al botones.
—Ahora prosigamos —dijo Hopkins impaciente.
Spitz explicó que aun con las complicaciones de la fiebre ondulante, todavía no hay motivo de alarma, porque la enfermedad es típicamente menos seria que la fiebre del Papagayo. Pero entonces, para la perplejidad del médico, el estado del paciente se agrava, nada hay que detenga el progreso de su empeoramiento, y, en menos de un mes, ha fallecido. Según experiencias de laboratorio, el final es predecible: un apogeo fulminante, desarrollo de pulmonía lobular marcada por más de sesenta respiraciones por minuto, temperatura elevada, expectoración sanguinolenta, edema pulmonar y convulsiones. Para entonces, claro está, el hospital ha dictaminado estricta cuarentena, debido a que se han producido inesperadamente nuevas infecciones entre el personal y los visitantes. Durante cosa de un mes, sin embargo, la naturaleza dual del Papagayo y el Cerdo y la confusión asociada le han concedido al Cerdo, más lento, el tiempo suficiente para que se aferrara a varias víctimas.
—Déjame decir algo —interrumpió Hopkins—. Lo importante es que este hipotético paciente ha recibido visitas, ya que, hasta el último momento, su estado no ha exigido la cuarentena.
—Sí, ya entiendo —dijo Boyle.
—Por lo tanto, el Papagayo y el Cerdo puede utilizarse como un agente de espionaje altamente selectivo. —Hopkins continuó con otra situación hipotética. A través de un producto lácteo se infecta a un importante oficial del gobierno y éste, desde su habitación del hospital, infecta a sus colegas que van a cumplimentarle. Quizá sobrevienen unas miles de muertes antes de que los procedimientos de cuarentena detengan esta lenta epidemia. Pero, significativamente, muchas de las víctimas han estado gobernando la nación, y así, sin diezmar la población general, todo un gobierno ha sido inutilizado por medio de volverlo impotente en los escalones más altos.
—Ahora comprendo qué quiere decir con lo de un problema de seguridad nacional —dijo Boyle—. Sería bastante violento para nosotros el que este proyecto se hiciera público.
—Bastante —dijo Hirschorn con una breve risa.
—Otros gobiernos saben que estamos ensayando algo así porque ellos también lo están —explicó Hopkins—. Tarde o temprano sus agentes se enterarán de que lo hemos logrado, pero no queremos que se enteren por medio de un escándalo.
—De manera que nuestra tarea consiste en evitarlo —dijo Boyle preocupado—. ¿Por dónde empezamos, señores?
Los cuatro hombres se miraron entre sí.
Por último, Spitz dijo:
—Empecemos con los turistas. Cuando su autocar regrese a San Diego, estarán calenturientos.
—Dígame —intervino Boyle—. Cuando alguien muere de esta enfermedad, ¿el Cerdo muere a su vez?
—No, es anaerobio, lo cual significa que puede vivir en un tejido muerto.
—¿Pues cómo lo matarán?
—Muchísimos tóxicos químicos lo hacen. Las friegas con alcohol son capaces de ello. Simplemente se rompen las conexiones del hidrógeno en la célula bacteriana.
—¿Así que no podemos matar al Cerdo sin matar también a las personas?
—Estoy hablando de la clase de productos químicos que producen un daño estructural completo. Cuando se mata a la bacteria de este modo, se sucede una reacción adversa en el huésped.
—¿Lo cual significa?
—Detención respiratoria y muerte. Y una muerte muy desagradable.
—Puesto que esas personas van a morir de todas maneras —dijo Boyle pensativo—, ¿no podríamos disponer algo indoloro para ellas, y, después de que hayan muerto, encargarnos del Cerdo con uno de esos tóxicos?
—No —contestó Spitz con firmeza—. Una vez que esas personas hayan muerto, no se puede utilizar un tóxico sobre el Cerdo. En la muerte la sangre se paraliza, ¿comprende? Sería incapaz de transportar el tóxico hasta las células.
—Voy a pedir otro bourbon —anunció Hirschorn y fue hasta el teléfono.
—Ahora tomaré una cerveza —dijo Boyle.
—Para mí nada —declaró Hopkins remilgadamente.
—No se puede inyectar el tóxico después de que hayan muerto porque no mataría al Cerdo. Yo tampoco quiero nada —dijo Spitz.
—Si destruimos los cuerpos, ¿mataría eso al Cerdo? —preguntó Boyle.
—Si se destruyen por completo, sí.
—Podríamos quemarlos —sugirió Hirschorn con la mano puesta sobre el teléfono.
—Todo lo que no sea la incineración total será inútil —advirtió Spitz.
—Podríamos ponerlos en un avión con un cargamento de sustancias inflamables…
—¿Todo el autocar?
—Podríamos encargarnos de los empleados de la estación de este modo.
—Creo que aquí Hirschorn ha dado en el clavo —dijo Boyle.
—Vale —dijo Spitz—. Pero ¿y los turistas qué? Incinerar un autocar es menos seguro que un avión. Si no se quemase completamente, estaríamos igual que al principio… con suficiente Brucella para contaminar todas las funerarias de San Diego. Creo que con los turistas la mejor opción es un tóxico químico.
—¿Dárselo mientras todavía están vivos? —preguntó Boyle.
—A eso me refiero.
Boyle sacudió la cabeza.
—No me gusta. Según usted, hay muchísimas maneras de hacerlo.
—¿Tenemos elección?
—Bueno, ¿no podríamos dormirlos primero y luego darles el tóxico?
—Eso es una complicación, Alex —dijo Hirschorn—. Es mejor que vayamos a lo sencillo.
—Estoy con Boyle —dijo Spitz—. Podríamos dormirlos primero.
—Esperen un minuto —Hopkins levantó la mano—. Hirschorn tiene razón con lo de la simplicidad. Ustedes saben tan bien como yo que cada operación extra incrementa el margen de error.
—Podríamos estrellar un camión de gasolina contra el autocar —dijo Hirschorn.
—Pero Spitz ha dicho que si los cuerpos no se queman totalmente, la bacteria sigue viva —arguyó Boyle—. Los autocares turísticos están bastante bien construidos. ¿Y qué pasa si alguien consigue saltar? Y luego el conductor tiene que salir a tiempo del camión de gasolina. Me parece que sería algo muy difícil de llevar a cabo.
Hopkins asintió.
—Miren —dijo Spitz—, podemos anestesiarles y después inyectarles el tóxico. Podemos utilizar un paralizante muscular. Déjenme pensar. —Se recostó en la cama, sus demudadas facciones tensas de concentración. El hielo tintineaba en el vaso de Hirschorn. Boyle abrió su petaca y sacó unas cuantas semillas de soja tostadas.
—¿Qué son? —preguntó Hirschorn.
—El tentempié que me han recetado.
—Alex, te estás haciendo viejo.
—Tricloroetileno —declaró Spitz de repente, y se reclinó sobre los codos. Luego volvió a tenderse lentamente en la cama—. No, no funcionaría. El autocar es un sistema cerrado.
—No le comprendo —dijo Boyle.
—En un sistema cerrado el tricloroetileno reacciona con oxígeno formando un bi-producto venenoso. Eso les mataría antes de inyectar el tóxico.
—Yo me inclino por el camión de gasolina —dijo Hirschorn.
—Ya somos dos —repuso Hopkins.
Otra llamada a la puerta hizo levantarse a Hirschorn. Boyle le entregó cincuenta centavos cuando pasó por su lado. Cogió la bandeja del botones y regresó sonriendo.
—Aquí está —le dijo a Boyle, que cogió la botella de cerveza y un vaso.
—Halotane —exclamó Spitz, reclinándose otra vez sobre los codos—. Es un gas con una rápida fase de inducción. Los pondría fuera de combate muy deprisa. Una cosa, sin embargo… La volatilidad depende del tiempo que tarde el gas en desplazarse por el autocar. Mejor que calculemos los metros cuadrados.
Hopkins lo apuntó en un cuaderno.
—Me ocuparé de ello.
—Hemos de propagar el gas rápidamente o esa gente podría ser presa del pánico —dijo Boyle. Los otros asintieron—. ¿Qué tal propagarlo a través del sistema de aire acondicionado?
—¿Qué opina? —le preguntó Hopkins a Spitz.
—No soy ingeniero, pero no creo que fuera un problema difícil. Todo lo que se necesitaría es un mecanismo de encendido y una pequeña carga para accionarlo, atada a una bomba de aerosol en la unidad de aire acondicionado. Se podría hacer estallar en el acto.
—¿Pero cuándo podría instalarse? —preguntó Boyle.
—Tengo el programa del autocar —dijo Hopkins, explicando entonces que el autocar estaría en Elko mañana y en Reno al día siguiente.
—Eso sería lo más pronto que podríamos tener listo el artilugio —afirmó Boyle—. ¿Estarán atontados los turistas para entonces?
—Oh, no —dijo Spitz—. Ni siquiera acusarán los síntomas del Papagayo. ¿Cómo sigue el programa después de Reno? —le preguntó a Hopkins, quien le explicó que después de Reno el autocar haría un recorrido alrededor del lago Tahoe y el área de recreo de Oroville, antes de llegar a San Francisco esa noche.
—Para entonces unos cuantos de ellos estarían experimentando los efectos del Papagayo —dijo Spitz.
—Un día en Frisco, luego otro día de viaje hasta San Diego —dijo Hopkins.
—Y en ese momento ya todos experimentarían los efectos del Papagayo. Llegarían a sus casas enfermos. Muchos de ellos comenzarían a ir al médico. Primer diagnóstico: pulmonía leve. Más tarde: fiebre del Papagayo. Y después el Cerdo les ataca y en cuanto empiecen a morir alguien va a relacionar sus muertes con un cierto viaje en autocar.
—Pero eso no ocurrirá, Spitz —dijo Boyle—. Volvamos a Reno.
Pronto el plan adquirió forma con la ayuda de un mapa que un botones les trajo de la librería del hotel. Aproximadamente cincuenta horas después de esta reunión, en un garaje de Reno, mucho después de que los turistas se hubieran acostado, un equipo de ingenieros instalaría una bomba del halotane en el sistema de aire acondicionado del autocar y montaría el circuito de tal modo que el aparato de encendido se activase cuando el interruptor del aire acondicionado fuera accionado con el tablero de instrumentos. Mientras el autocar estaba siendo manipulado, el conductor del mismo sería retirado de su habitación del hotel. A la mañana siguiente aparecería un sustituto y notificaría a los pasajeros que dado que el conductor habitual había caído enfermo durante la noche y se hallaba ahora en el hospital, la agencia de viajes se había puesto de acuerdo con una filial para que lo supliera. La fase más complicada de la operación daría comienzo luego de que el autocar saliera de Reno. Después de recorrer el lago Tahoe y detenerse para tomar un respiro en las cataratas Father, el autocar seguiría hasta San Francisco pasando por Marysville.
Examinando el mapa, Boyle sugirió que el gas fuera activado después de que el autocar abandonara Marysville.
—De todos modos, ¿cómo es esa región?
—Yo conozco la zona —dijo Hirschorn—. En una ocasión ayudé a un hombre a vender cierta finca por esos andurriales. Es bastante agreste, llena de lagos y bosques.
—Perfecto. Tendríamos que poder hallar un punto de encuentro en la carretera al sur de Marysville. —Boyle se dirigió a Hopkins—. ¿Podemos conseguir una localización por medio de la oficina de Reno?
Hopkins asintió e inmediatamente puso una conferencia.
Boyle masticó unas semillas de soja.
—Vale —dijo distraído—. El autocar en la carretera al sur de Marysville. Nuestro conductor conecta el aire acondicionado. En un minuto el gas entra de sopetón, y Spitz dice que podemos esperar que todos duerman en el siguiente.
—Espere —dijo Hirschorn—. ¿No incluirá esto a nuestro conductor?
—Le damos una mascarilla antigás —dijo Spitz—. Yo puedo requisar una Olympia. Se ajusta tan sólo sobre la boca y la nariz y se puede sostener con una mano. A esa hora estará oscuro; ningún pasajero se dará cuenta.
—Así —dijo Boyle—, él conduce el autocar hasta un encuentro con el equipo de inoculación. ¿Puede conseguir a la gente, Spitz?
Spitz chasqueó los dedos.
—Su primera tarea es bombear el gas fuera del autocar, ¿verdad?
—Pueden hacerlo con una bomba rotatoria —explicó Spitz—. Se transporta fácilmente en un camión grúa.
—¿Cuánto llevará sacar el gas?
—No más de una hora.
—De acuerdo. A continuación ponen las inyecciones.
—Ya lo tengo —dijo Hopkins desde el teléfono—. ¿Colbert? Soy Jack Hopkins, de Washington. Necesitamos un lugar apartado al sur de Marysville para un encuentro. ¿Qué sugieres? Para un autocar y un camión. Que no haya mirones. Vale, esperaré.
—He estado pensando —le dijo Boyle a Spitz, que se hallaba sentado en la cama, con aspecto de estar medio dormido—. ¿Se puede regular el tiempo que tarden esas personas en morir?
—Podemos alargar o acortar el tiempo como se desee, lo cual depende hasta cierto punto, claro está, de las diferencias de constitución de los pasajeros… edad, salud y demás.
—Bien —dijo Hopkins al teléfono—. Quiero tomar nota.
—Debieran estar muertos cuando lleguen a Frisco —le dijo Boyle a Spitz.
—No hay problema.
—Si mueren deprisa, ¿tendrán convulsiones?
—Probablemente. Por norma general, cuanto más potente es el tóxico, más intensas son las reacciones fisiológicas.
—¿Podrían reducirse al mínimo?
Hopkins colgó el teléfono.
—Disponemos de un sitio de encuentro —dijo—. Colbert jura que allí no habrán interrupciones.
—Bien —dijo Boyle. Y se dirigió otra vez a Spitz—. Si las convulsiones son violentas, esas personas se contorsionarán por todo el autocar y éste tiene que atravesar San Francisco. Lo que esperamos es que parezcan dormidas.
—Entiendo —dijo Spitz—. Creo que podemos lograr reducir las convulsiones al mínimo.
—Así pues ya hemos adelantado bastante. Cuando nuestro conductor llegue al segundo encuentro en la Carretera de la Costa, colocamos a su conductor tras el volante y empujamos el autocar para que se despeñe por el acantilado.
—Sí, eso es —convino Hirschorn, y los cuatro hombres guardaron silencio.
—¿Están seguros de que esto es mejor que el camión de gasolina? —dijo Hopkins al cabo de un rato.
—Yo sí —dijo Boyle.
—Yo sí —dijo Spitz.
—Es terriblemente complicado —dijo Hirschorn—, pero iré con ellos.
—Pues ya está solucionado —declaró Hopkins—. Spitz, ¿usted se encargará del gas y el tóxico?
—Claro, y haré que los ingenieros manipulen la bomba de aire acondicionado.
Hopkins se volvió hacia Boyle, dando golpecitos en el cuaderno, como un profesor disponiéndose a amonestar a un estudiante travieso.
—¿Puede conseguir un conductor?
—Sí.
—¿Uno de sus muchachos? —dijo pastosamente—. ¿Sabe? He oído hablar de ellos.
—¿De veras? —dijo Boyle.
—Le ha ido muy bien con ellos —adujo Hirschorn, con el tono tranquilizador de un hombre habituado a arreglar convenios.
—Es mi opinión personal —dijo Hopkins arrogantemente—, utilizar criminales es un procedimiento altamente peligroso.
—Algunas de las mejores personas con las que he llegado a trabajar han sido criminales —dijo Boyle.
—Oh, ya me doy cuenta de cómo piensan ustedes los agentes C.
—Si no pensáramos así —contestó Boyle—, no haríamos la más mínima falta.
—De acuerdo, llame a su conductor. Procure que se le pueda localizar fácilmente en Frisco por si algo sale mal.
—Por supuesto.
—Hirschorn, ¿podrá usted ocuparse de la fase Carretera de la Costa?
—Sin problemas. Conozco a tres agentes C que harán el trabajo con absoluta limpieza.
—¿Agentes C? —Hopkins sonrió agriamente—. ¿No utiliza a criminales como hace Boyle?
Hirschorn repitió sus palabras con un mesurado tono de cólera contenida.
—Conozco a tres agentes C que harán el trabajo con absoluta limpieza.
—Estoy seguro de ello —dijo Hopkins—. Se les paga lo suficiente. Todos sus agentes C y los criminales de Boyle aún nos llevarán a la bancarrota. —Con una sonrisa triunfante, miró abajo, hacia su cuaderno, mientras Boyle y Hirschorn intercambiaban miradas de complicidad. Los fondos para las operaciones C y en definitiva el mismo concepto de estas operaciones, habían movido a muchos asiduos en este campo a quejarse rencorosamente de tales agentes.
«Si los insatisfechos como Hopkins pudieran salirse con la suya, —discurrió Boyle mientras miraba al joven escribir en el cuaderno con mano meticulosa—, lo que había ocurrido en la granja porcina de Nevada habría sucedido con resultados igualmente desastrosos dentro del sistema de información de la nación».
—Yo coordinaré desde Washington —dijo Hopkins, levantando al fin la vista—. Boyle, si necesita contactar conmigo, hágalo a través de Hirschorn. Spitz, será mejor que tomemos el próximo vuelo.
El hombre pálido asintió fatigadamente, luego sus ojos, brillantes de fiebre, se volvieron hacia Boyle.
—Hay otro problema —dijo, respirando con breves jadeos—. ¿Qué va a hacer con su conductor? —En respuesta a la burlona expresión de Boyle, Spitz explicó que aun cuando la fase de incubación del Cerdo no se habría consumado en el momento de la muerte de los turistas, era concebible que el conductor pudiera coger aún la infección a causa de su prolongada exposición a la misma en el interior del autocar. Esto era especialmente cierto porque el autocar era un sistema cerrado en el cual se condensaría el aliento durante muchas horas—. No estoy diciendo que sea probable, pero sin duda es posible —concluyó Spitz—. Su conductor podría pillar el Cerdo.
Después de un largo silencio, Boyle dijo:
—Lo que insinúa es que deberá ser eliminado después del trabajo.
—Por fin comprendo la función de sus muchachos —reconoció Hopkins sarcástico—. Si alguien es sacrificable, más vale que sea un criminal de segunda fila.
Boyle le fulminó con la mirada.
—O agentes C, ¿no es cierto Hopkins?
Se volvió hacia Spitz antes que el joven pudiera responder.
—¿Es imprescindible?
Spitz se encogió de hombros.
—Como digo, es posible pero no probable que coja el Cerdo. ¿Las posibilidades? Quién sabe. Puede que una entre diez, tal vez más.
—Pero el hecho es que sería mejor asegurarse.
—Lo sería, Alex —convino Hirschorn—. Si no, es un cabo suelto.
—¿Cómo tendría que hacerse? —le preguntó Boyle a Spitz.
—Bueno —el enfermo frunció los labios—, eso le toca decidirlo a usted. Sólo que, como quiera que lo haga, asegúrese de quemar el cuerpo. Si no lo hace, volvemos a estar como al principio. El juez de primera instancia, los ayudantes en el depósito de cadáveres… todos ellos serían probables.
—¿Algún método especial de incineración?
—Cualquiera servirá. El queroseno, por ejemplo. Sólo así se destruyen los tejidos.
Hopkins cerró su cuaderno con un golpe terminante.
—Pues eso es todo. —Se puso de pie—. Mejor que nos pongamos en marcha. Ese autocar lleva la peor carga de publicidad con que se ha enfrentado este país desde hace mucho tiempo.
Se estrecharon manos por doquier, y Boyle abandonó la suite en compañía de Hirschorn. En el ascensor guardaron silencio mientras una mujer elegantemente vestida echaba una apreciativa mirada a Boyle.
En el vestíbulo Boyle dijo:
—Ese Hopkins es un hijoputa.
—Sí —admitió Hirschorn con una risita sofocada—, pero cumple con su trabajo. Es uno de los que prometen. Seguro que no se preocupa mucho por nosotros los de los viejos tiempos, ¿verdad? ¿Viste su cara cuando le dijiste que los agentes C eran sacrificables? Se cabreó de verdad.
—Pero es cierto.
—Claro. Sólo que no creo que le guste la idea de que seamos tan encantadores a nuestra edad.
Se estrecharon la mano, y ya se iban cuando Hirschorn se dio la vuelta diciendo:
—¿Qué te ha parecido Spitz?
—Me ha caído bien.
—Sí, pero supongo que está enfermo. ¿Cómo diablos se lo monta para seguir tirando? Recuerdo que hace unos años era activo como el que más.
—Todos nos estamos haciendo viejos —dijo Boyle.
—Puede que sí, pero seguimos siendo más creativos que muchos de esos nuevos, como Hopkins.
—Así es como hablan los viejos.
Ambos sonrieron y echaron a andar; al salir del hotel Saint Francis tomaron direcciones distintas.