——/ 6 \——

Algunos animales se movían bajo el implacable sol de Nevada. Una cabra caminaba perezosamente a lo largo de la cerca de alambre, un par de pollos picoteaban la tierra reseca de su corral, varias vacas se fustigaban los flancos con el rabo, pero, por lo demás, la estación estaba inmóvil bajo el calor del mediodía. Las volteadoras, segadoras y cosechadoras se hallaban tras el grupo de construcciones blancas, como bestias prehistóricas preparadas para saltar, su duro enchapado cubierto de una costra de mugre. Más allá de la estación, las ovejas de un rebaño que pastaba sobre una dehesa experimental levantaron sus caras negras al unísono ante el sonido de un motor. Al poco apareció el autocar en el horizonte, avanzando entre nubes de polvo por encima del llano y recto macadán. Antes de que el autocar traspasara el abierto portón principal y girarse hacia el aparcamiento, un delgado anciano vestido con un mono y un sombrero de cowboy de ala ancha estaba ya guardando en el exterior de la construcción de mayor tamaño. Permaneció ahí, sonriendo, en tanto que los pasajeros que iban descendiendo se adentraban perezosamente en el calor, guiñando los ojos por el brillo del sol. El señor Carver salió en último lugar, acompañado de Victoria Welch y Alexander Boyle.

—¿Cómo vamos, Henry? —dijo el viejo, tendiéndole la mano al señor Carver.

—Bien, ¿y tú, Ben?

—Estoy la mar de bien, tal y como van las cosas. —El guardián echó un vistazo a los pasajeros reunidos en grupitos que deambulaban por el aparcamiento, mirando ociosamente las construcciones y los establos del ganado.

—Por aquí ha habido algunas actividades sospechosas.

—Ya, bueno, he de darte una mala noticia. Paul Reskin sufrió un accidente.

El viejo guardián levantó sus pobladas cejas.

—¿De veras?

—Se despeñó por un acantilado con un autocar lleno.

—¿En el último viaje que pasó por aquí?

—Eso es. —Los dos hombres comenzaron a caminar hacia el edificio de mayor tamaño, con Boyle, Victoria Welch y los demás siguiéndoles.

—Hace calor de verdad —comentó Victoria, y Boyle asintió silenciosamente.

Los dos hombres llevaron a los pasajeros al interior del edificio, que parecía especialmente fresco y oscuro en contraste con el calor y luminosidad de afuera. Bajaron por un largo pasillo, franqueado, a ambos lados, por departamentos para cultivos hidropónicos, rescate de terrenos, entomología, pruebas del suelo. Al final del pasillo había una cafetería con queso, jalea, y bocadillos de jamón apilados detrás del mostrador. El señor Carver ayudó al guardián a repartirlos, junto con Coca-Colas, tazas de té helado y café. Al final de la fila, Victoria preguntó a Boyle si quería que le consiguiera un vaso de agua.

—No, gracias —dijo él.

—Creía que estaba sediento.

—No de agua.

Se sentaron juntos a una mesa y vieron a los que llegaban tarde, que se habían quedado en las habitaciones de descanso, avanzar con bandejas por la fila. La sala se llenó del suave rumor de las voces. Karen, una de las últimas en hacerse con su tentempié, examinó las mesas y se acercó a la que ocupaban Boyle y la bibliotecaria.

—¿Todo esto es gratis? —preguntó alegremente.

—El viejo nos cobrará luego —dijo Boyle.

—Sí, y nos cobrará el doble. —Karen se sentó sin decir palabra a Victoria—. Pero ¡qué diablos! —le dijo a Boyle—, ¿vale la pena, no? Este desierto es terrible, cuando estás dentro del autocar y todo. ¿Qué tiene ahí? —Señaló el montón de bocadillos en la bandeja de Boyle.

—Queso —repuso él, viendo que Victoria se levantaba bruscamente—. Jamón… —Siguió su avance entre las mesas, a través de la sala hasta donde el guardián y el señor Carver estaban sentados.

—Jalea…

—Usted es uno de esos afortunados que no tienen que cuidar su peso —parloteó—. Yo si comiera así pesaría una «tonelada». Pero los hombres se lo pasan muy bien. Toma, mi ex podía…

—Discúlpeme un momento —dijo Boyle, levantándose. Salió apresuradamente de la cafetería y fue corriendo hasta la cabina telefónica pública que había visto en el pasillo. Insertó una moneda de diez centavos y puso una conferencia a cobro revertido a San Francisco. Una muchacha le dijo a la telefonista que el señor Hirschorn no estaba en su escritorio en estos momentos.

—Localícele —interrumpió Boyle—. Esto es urgente.

La telefonista consintió en volverlo a intentar a los cinco minutos. Boyle paseó de un lado a otro frente a la cabina, oliendo en el aire frío una mezcla de desinfectante y pienso para ganado. Ante él, al otro lado del vestíbulo, la puerta de un despacho con el rótulo «ANÁLISIS DE CULTIVOS» estaba ligeramente entornada, de modo que entró allí y se sentó en un escritorio, disponiendo desde la ventana de una clara perspectiva del tanque de agua de la estación, un achatado cilindro gris, pavonado, que destellaba bajo el sol. Una agria sonrisa torció la boca de Boyle conforme miraba el tanque y esperaba y esperaba. Cuando el teléfono sonó, se puso de pie de un salto y atravesó corriendo el vestíbulo hasta la cabina.

La voz de Hirschorn adoptó inmediatamente el tono formal del corredor de fincas.

—Manda a tu secretaria fuera de la sala —le instó Boyle—. No puedo esperar otra llamada.

Oyó decir al corredor de fincas:

—Haz diez fotocopias del folleto informativo de Weingott, Jannete. —Luego—: Esto la mantendrá ocupada, Alex, pero no me gusta hablar aquí.

—Estoy en la estación agrícola, pasado Baker.

—¿Qué? —gritó Hirschorn; a continuación, en voz más baja dijo—: ¿Qué diablos estás haciendo allí?

—Ahora no puedo explicártelo. Pero dejan entrar a turistas en la estación.

—Resulta difícil de creer.

—Pues es lo que están haciendo.

—Debe de tratarse de un error…

—Un puñetero guardián les deja entrar en la estación.

—Creía que el guardián…

—Éste es «otro» —le interrumpió Boyle enojado—. Nadie se molestó en detenerle. —Se volvió para ver si alguien bajaba por el pasillo.

—Tal vez pensaron que sería mejor seguir como antes. Ahora no puede pasar nada, de todas maneras.

—Sí, pero está pasando algo. —Vio a los recién casados que se acercaban lentamente por el vestíbulo, cogidos de la mano, hacia él—. Oye, te llamaré más tarde. Esta noche.

Boyle colgó el teléfono, dedicó una tensa sonrisa a la pareja, y regresó rápidamente a la cafetería, en donde Carver y el guardián estaban pasando entre las mesas, cobrando los bocadillos.

Boyle examinó la sala, y encontró la cara sonriente y arrebatada de Karen Hill. Pero a Victoria Welch no se la veía por ninguna parte.

Unos minutos antes, cuando dejara al señor Boyle y a Karen para dirigirse a la mesa del guardián, Victoria había estado temblando de expectación. Así debían de sentirse los detectives cuando, accidentalmente, acertaban a oír la palabra oportuna, la frase desprevenida, el comentario inocente que les depara toda una nueva estructura de ideas. Por casualidad había oído al guardián hablar de «actividades sospechosas», y desde ese instante apenas había podido disimular su emoción. Durante todo el viaje había buscado en vano una señal de la reciente ruptura de la rutina, ya fuera en el autocar o en el camino, y quizás (ésta era su irónica conclusión) solamente su inexperto entusiasmo la había guardado de perder la esperanza. Ahora, mientras cruzaba la sala hacia el guardián y el conductor del autocar, se sentía al borde de un descubrimiento… era una sensación familiar, la que tenía durante la investigación en la biblioteca, cuando seguía la pista de una información complicada para un lector, la apasionante intuición de que este catálogo o aquel libro de referencia revelaría el hecho.

—¿Puedo sentarme? —preguntó afablemente a los dos hombres.

—No es cosa de cada día que una bella dama quisiera sentarse con este viejo —dijo galantemente el guardián, y se levantó para ayudarla con la silla.

—Estoy cansada de la misma charla de siempre —dijo Victoria, señalando con un ademán de cabeza las mesas de los turistas—. No pude evitar oír por casualidad que usted decía que últimamente hubo por aquí algunas actividades sospechosas. ¿Algo interesante?

—No sé cómo de interesante lo llamaría usted, señora, pero sólo le decía a Henry que esta semana perdimos a gente.

—¿La perdieron?

—Sí, un grupo fue trasladado. Un día están aquí y al siguiente se han ido. —Se volvió hacia Henry Carver—. Fred fue uno de ellos.

—¿En serio? —dijo el señor Carver, y le explicó a Victoria que Fred era el otro guardián.

—Sí, un día aquí, y al siguiente se han ido —dijo el guardián, haciendo chasquear las encías, una mancha de tabaco de mascar en la comisura de la boca—. Los trasladaron sin avisar, tengo entendido. —Sacudió la cabeza tristemente—. Eso no es manera de tratar a la gente.

—Desde luego que no —convino Victoria—. ¿Qué hicieron para que los trasladasen?

—Eso es lo que estaba diciendo. Nada, tengo entendido. Los echaron sin más.

—¿También a sus familias?

El viejo se encogió de hombros.

—Por aquí nadie me cuenta nada. —Se volvió hacia Carver—. Éste era un buen sitio para trabajar, Henry, hasta que metieron a toda esa gente nueva.

El señor Carver asintió juiciosamente, agitando en el aire su pequeña mano achaparrada para dar énfasis.

—Es igual en todas partes. Ya nada tiene sentido.

—Yo soy bibliotecaria —les explicó Victoria, olvidándose por un instante de su nuevo papel y recordando a la vieja Sackman—. El año pasado metieron a una nueva jefa de bibliotecarios con relaciones políticas. Lo hicieron a espaldas de todo el mundo.

—Exacto —suspiró el guardián—. Esa gente nueva del este no distingue una oveja de una cabra, pero se creen que son los amos del lugar.

—¿Veterinarios que no distinguen una oveja de una cabra? —se rio Victoria.

—Es la puñetera verdad, señora, se lo he oído decir a los antiguos veterinarios. —Se volvió hacia Carver—. Esos laboratorios —señaló hacia el otro lado de la cafetería, a una puerta con el rótulo: «LABORATORIOS. SE PROHÍBE LA ENTRADA»— siempre fueron más o menos agradables. Entrabas y salías de ellos y pasabas una buena mañana con los veterinarios. Tal y como están ahora, nadie dice palabra. Te ven por ahí y ninguno de esos tipos nuevos te da ni los buenos días.

El señor Carver gruñó, meneando la cabeza furiosamente.

—Igual que en todas partes. Nada es lo que solía ser.

—¿Viven los veterinarios en la estación? —inquirió Victoria.

—La mayoría de ellos vive en Ely —respondió el guardián—. Ayer estaba hablando con el doctor Arms… —miró a Victoria—. Uno de los antiguos aquí. Un tío macizo y guapo. Las señoras seguro que lo piensan. —Se volvió y le hizo un masculino guiño al señor Carver, que no se le escapó a Victoria, quien toda su vida había deseado ver a hombres hacer guiños a otros hombres en una callada admiración de las habilidades sexuales de terceros.

—Él solía charlar conmigo —dijo el guardián—, sólo como amigos, pero ayer le tomé un poco el pelo y va y dice: «Ben, me estás molestando. Me estás molestando», dice.

—Nada es lo que era —convino el señor Carver con un suspiro.

Victoria les miró fijamente durante un momento, luego se disculpó y se dirigió despacio hacia la puerta del laboratorio, al otro lado de la sala. Esperando hasta que los dos hombres hubieron desviado su atención, tanteó la puerta y la abrió rápidamente. Entonces se encontró en un pasillo semejante al que habían entrado después de salir del autocar, con despachos a los lados. Sin embargo, la mayoría no ostentaba rótulo alguno. Obedeciendo a un impulso y luego de echar un culpable vistazo hacia atrás, probó una de las puertas, pero estaba cerrada con llave. Miró de nuevo a sus espaldas, probó con otra y descubrió que estaba abierta. Lentamente la abrió de par en par y metió la cabeza en la sala. Se percibía un olor medicinal y acre a un tiempo, como el de una tienda de animales. A lo largo de las paredes había jaulas llenas de ratones, pollos y perros, y bancos dotados de sumideros, tubos de ensayo y vasos de precipitados del tipo que la habían hecho estremecerse al verlos en los carteles antivivisección. Un perro enjaulado empezó a ladrarle, así que cerró la puerta de golpe y recorrió el pasillo a toda prisa hasta llegar a una salida. Al poco se encontraba bajo la blanca y resplandeciente luz del sol, mirando con los ojos entornados un corral repleto de cerdos que gruñían.

—Oiga —la llamó Boyle cuando se disponía a subir al autocar—. La eché de menos en la cafetería.

—Sí, fui a dar una vuelta. Oh… —abrió su gran bolso, revolviendo kleenex y cosas que hacían ruido—. ¿Pagó usted mi comida?

Boyle la contuvo poniéndole la mano en el brazo, sonriéndole tan afablemente como pudo, viendo su reflejo —distorsionado y vacilante— en sus gafas de sol. En ese preciso instante dos chiquillos que jugaban al tócame tú le rodearon alocadamente las piernas, cogidos de la mano de su distraída madre, y cuando levantó la vista vio que Victoria Welch se había acercado al viejo guardián. Los vio despedirse con un apretón de manos y luego la mujer subió al autocar con las mejillas encarnadas y la boca ligeramente abierta. Boyle estaba intrigado y nervioso.

Pronto el autocar se dirigía nuevamente al norte. Los parches de creosota y la maleza del desierto cedieron paso a los pastos para el ganado, la dehesa apareció salpicada de vacas y rebaños de ovejas, y las montañas se adelantaron en el paisaje. Al cabo de otra hora se hallaban en las Cuevas de Lehman, explorando las frescas galerías de cavernas erizadas de estalactitas y estalagmitas, entre las cuales habían reposado durante siglos los huesos de indios muertos. Boyle observaba a la rechoncha bibliotecaria deambular por los umbríos pasadizos, su cara ladeándose hacia todos los puntos interesantes, su ancha espalda encorvada por la concentración, como si no hubiera otra cosa en su mente que la tarea de asimilar como todo buen turista, las zonas de interés que pagaba para ver. No obstante, en la estación se había comportado de un modo extraño. ¿Qué había querido averiguar hablando con el guardián? ¿Qué había despertado su curiosidad?

Después de una hora de viaje, el autocar repostó y atravesó el Paro de Connor, adentrándose en una atmósfera más fresca. Desde las montañas circundantes enebros, pinos y caobas enanas se proyectaban contra el cielo despejado, y cuando llegaron a Ely al anochecer, el señor Carver había desconectado el acondicionador de aire. Tenían habitaciones reservadas en un hotel con bar y casino. Boyle procuró comer con Victoria Welch, pero, por desgracia, ese pelmazo de divorciada también se apuntó. Boyle comió y bebió en exceso, preguntándose malhumorado qué hacer con la bibliotecaria. Si tan sólo bebiese —eso le desataría la lengua—, pero se limitaba a tomar té, y luego, para su decepción, declaró que estaba cansada y subió a acostarse, dejándole en la mesa con Karen Hill, que se aferró a su manga y le rogó que la llevara al casino, porque una dama no podía ir sola. Con una sonrisa, haciéndose fuerte para pasar una o dos horas con la alegre divorciada, Alexander Boyle abrió su cartera para comprar fichas.

Victoria deslizó el índice a lo largo de media columna de nombres del listín telefónico de Ely antes de llegar a Arms, médico veterinario. Inspiró profundamente y descolgó el receptor.

La voz masculina que le contestó era bronca e impaciente.

—Al habla el doctor Arms. ¿Quién es?

—Me llamo Welch, estoy en un viaje organizado en autocar, y desearía hablar con usted.

—¿Acerca de qué?

—Preferiría decírselo personalmente.

—¿Un viaje organizado en autocar? —le oyó gruñir. ¿Se estaba riendo de ella? ¿Estaba enojado? ¿No se lo creía?

—Estoy en un viaje turístico en autocar y es acerca de eso por lo que quiero verle.

—¿Vende usted algo?

—Doctor, esto es importante. Le agradecería que me concediera unos minutos de su tiempo. De verdad que no vendo nada.

—Llámeme mañana a la Estación Agrícola de Baker.

—Aquí está el problema. El autocar se va por la mañana, ¿comprende? Tiene que ser esta noche.

Se produjo una prolongada pausa, luego Victoria oyó otra voz de fondo, y la impaciente respuesta del doctor Arms, medio en susurros:

—Le digo que no lo sé.

—Es importante de veras —insistió Victoria.

—Bien. ¿Podría venir enseguida?

—Inmediatamente. Tengo su dirección, puedo tomar un taxi.

—Entonces es importante de veras —dijo, sin ocultar su irritación.

Un par de minutos más tarde, mientras cruzaba a toda prisa el vestíbulo del hotel, Victoria vislumbró las anchas espaldas del señor Boyle junto a las más estrechas de Karen, ambas inclinadas sobre el verde esmeralda de la mesa del casino. Fue un breve trayecto en taxi hasta una casa de pequeñas dimensiones situada en una calle sin árboles. Un hombre alto y fornido, con botas, vaqueros y camisa a cuadros le abrió la puerta. Por la súbita relajación de su inquisitivo rostro, Victoria comprendió que su aspecto le suponía un alivio. Se acordó del guiño del guardián y se preguntó si el doctor Arms había esperado a una bonita chica que pudiera causarle problemas. Tal posibilidad cobró consistencia en cuanto Victoria le siguió al interior de la casa y vio la cara curiosa de una mujer que pasaba frente a una puerta abierta y se perdía en una habitación contigua. El hombretón la hizo pasar a un estudio dominado por la enorme vitrina que contenía una colección de armas. Astados ciervos y truchas miraban con ojos vidriosos desde las paredes. Un marcado olor a piel, heno y humo de puro confluía en el aire. Victoria se sentó al borde de una mullida silla que el veterinario le indicó.

—Bien, ¿de qué se trata? —dijo con sequedad, sentándose frente a ella. Una ojeada a su manera de cruzar las piernas y la expresión que adoptaron sus facciones atractivas pero antipáticas bastó para advertirla de que el hombre no tenía la intención de dejarse doblegar.

Victoria optó por una aproximación temeraria.

—Doctor, un pariente mío se mató hace poco en un accidente de autocar. Una de las paradas del viaje que estaba haciendo fue su estación agrícola.

El hombre negó con la cabeza, sus labios tirantes de rechazo.

—En la estación no admitimos visitantes.

—El autocar donde él iba se detuvo allí el domingo pasado para que los pasajeros tomaran un refrigerio, y hoy el nuestro ha hecho lo mismo.

El doctor Arms desestimó su afirmación con un escueto gesto de su manaza. Ahora que ella ya no le suponía el menor peligro —¿qué había esperado?, ¿a la ultrajada hermana de una chica a la que sedujera?—, ese John Wayne de hombre, con sus anchos hombros iba sin duda a tratarla como trataba a la mayoría de las mujeres, incluyendo su fantasmal esposa que circulaba ansiosamente por el fondo de su vida: con desdén.

Pero Victoria siguió fiel a su aproximación temeraria.

—Estoy convencida de que el accidente del autocar fue el resultado directo de algo que ocurrió durante el trayecto.

—¿Qué pretende usted, señorita Welch? —preguntó.

Ella contempló el zapato de su pierna cruzada; ese zapato era lo bastante descomunal para contener un kilo de té a granel. Según su gélido autodominio, su impaciencia por todo excepto los hechos, adivinó que era un Virgo, posiblemente con ascendiente Aries, pero reprimió el deseo de preguntárselo y en cambio le explicó, con la clase de frialdad digna de un Virgo que ella admiraría, cómo el autocar se había despeñado por un acantilado de California (no mencionó a Warren ni el robo) bajo peculiares circunstancias, las cuales la indujeron a sospechar que una cadena de acontecimientos que se remontaban hasta el viaje había derivado en el accidente.

—Para mí no tiene sentido —dijo el doctor Arms cuando ella terminó. Volvió a cruzar las piernas, recordándole a Victoria dos enormes troncos cayendo lentamente uno encima del otro en un atasco de madera que había visto una vez en un río de Oregón durante una excursión a pie que hiciera, años atrás, con su querido esposo.

Este fugaz recuerdo de su marido derivó bruscamente en el de Warren arrastrando dentro de su piso aquella bolsa de lavandería repleta de efectos personales, y su aplomo se fortaleció, su voz se alzó en un tono de inflexible exigencia.

—Doctor —dijo—, ¿qué ocurrió exactamente en la estación la semana pasada? —Cuando el hombre puso mal gesto, agregó—: ¿Es verdad que varias personas fueron trasladadas?

—¿Qué es esto, un interrogatorio de tercer grado? —se burló, cogiendo un puro del humectador que había junto a su silla.

—¿Es verdad, doctor?

—Claro que es verdad. —Encendió el puro con la fuerte llama de un encendedor de gas y cerró la tapa enojado.

—¿Alguno de ellos era nuevo?

—¿Nuevo?

—Tengo entendido que ha habido un nuevo grupo de veterinarios en la estación.

—No sé de dónde saca su información, pero es totalmente falsa. No ha habido un nuevo empleado en la estación en todo un año. Ahora discúlpeme, pero esto no nos está llevando a ninguna parte. —Puso sus recias manos sobre los brazos de la silla, disponiéndose a levantarse.

—¿Así que todos ellos entraron hace cosa de un año? —se obstinó Victoria, y como respuesta él se puso de pie precipitadamente y desde lo alto la fulminó con la mirada.

Levantándose también, Victoria se alisó las arrugas de la falda y le miró cruzar la estancia hasta la puerta.

—Doctor —dijo ella.

Él se volvió y la miró con los ojos entornados a través del humo del puro.

—Esto no es lo importante —dijo ella, devolviéndole la mirada—. Creo que en la estación ocurrió algo que dio lugar a que ellos fueran trasladados. Y en el momento en que el autocar pasó por allí.

Como respuesta, el veterinario abrió la puerta del estudio y con un ademán le indicó que saliera.

Pero ella se mantuvo firme.

—Doctor —dijo—. ¿Eran veterinarios los nuevos?

—El Departamento de Agricultura no es asunto de su incumbencia, señora. Ahora ya he tenido la paciencia… —Elevó los hombros; fue un movimiento casi imperceptible, pero singularmente amenazador, y por ello Victoria le siguió a regañadientes hasta fuera de la estancia y de ahí al vestíbulo. Entonces Victoria se volvió hacia él, viendo, delante de su brazo izquierdo, a una delgada mujer que cruzaba el vestíbulo a hurtadillas y entraba en el estudio para esperar con optimismo una explicación que no creería.

—Doctor —dijo Victoria, mirando de frente su cara ceñuda— esas personas nuevas, ¿distinguen una oveja de una cabra?

El hombre abrió la puerta principal de par en par.

—¿Qué le da derecho —siseó— a venir aquí a las diez de la noche y hacer un montón de preguntas estúpidas? El Departamento de Agricultura no es asunto de su incumbencia.

—Pues lo es —afirmó Victoria, virando su inquietud en cólera—. ¡Soy una ciudadana!

—Entonces escríbale a su diputado, coño —murmuró, al pasar ella por su lado e internarse en el helado aire nocturno.

Victoria anduvo rápidamente por la calle, sujetándose el cuello de su impermeable mientras el intenso frío de la noche de Nevada la azotaba. Durante el gélido kilómetro y medio que hubo de caminar para llegar al hotel, Victoria refunfuñaba amargamente: «¡Ese hombre, ese hombre!». La rudeza con que la tratara había minado su confianza. ¿Realmente habían sido tan estúpidas sus preguntas? Desde luego, se había aferrado insensatamente a todas las conjeturas que le pasaron por la cabeza. Pero la cosa era indudable: el doctor Arms se había mostrado más evasivo de lo que sus preguntas justificaban. Había reaccionado como un hombre temeroso de hacer importantes revelaciones, y esto significaba que al menos algunas de sus preguntas habían dado en el blanco. Verdaderamente, allí, entre los cerdos y los ratones enjaulados, había ocurrido algo.

Estaba aún cavilando sobre el contundente efecto de la entrevista, cuando abrió la puerta de su habitación y vio a Karen Hill incorporarse en la cama, con crema en la cara, una revista de cine abierta extendida sobre su vientre tapizado de negro.

—¿Dónde has estado? —preguntó Karen.

—Dando una vuelta.

—¿Con este tiempo? —Karen sacudió la cabeza y suspiró—. Primero sudamos, después tiritamos. Me largaría de este viaje si tuviera dinero.

—¿Perdiste en la ruleta? —le preguntó Victoria con una sonrisa.

—Gané cinco pavos, pero lo pasé fatal, gracias.

Victoria recogió su pijama y entró en el cuarto de baño para cambiarse. Desde allí le dijo:

—¿No te gusta el señor Boyle?

—Uh.

Victoria se cambió y con un pañuelo de papel se quitó el toquecito de carmín que llevaba, luego se cepilló los dientes y regresó a la habitación.

—Creía que te gustaba —dijo.

—No es nada del otro jueves.

—Bueno, parece bastante amable.

—Contigo. Contigo lo es. Con toda franqueza, creo que le interesas.

Victoria se rio.

—No bromeo. Todo el rato que pasé con él, que no fue mucho, no paraba de hablar de ti. Que si eras simpática y qué pensaba yo de ti y si nos habíamos hecho amigas.

Victoria volvió a reírse.

—Hablo en serio. Sólo hay dos cosas que le desvelen: la comida y «tú».

Victoria se sentó en el borde de la cama, considerando reflexivamente lo que Karen había dicho.

—Supongo que debería sentirme halagada.

—Supongo que sí. Supongo que «yo» me sentiría halagada, pero sólo porque él es el único hombre atractivo de todo este maldito viaje. —Karen bufó enojada y encendió un cigarrillo—. ¡Nunca más! Antes de volver a despilfarrar el dinero en un viaje organizado, me haré de la Asociación de Jóvenes Cristianas o volveré con mi ex.

Victoria se metió en la cama y se giró hacia la pared.

—¿Te importa que tenga la luz encendida un rato? —preguntó Karen.

—En absoluto.

—Estoy nerviosa, no puedo dormir —dijo Karen inquieta—. Me pasé todo el día intentándolo con ese tío y no hubo manera de arrancarle ni una sonrisa. Me produce una extraña sensación. ¿Has notado que nunca habla de sí mismo? —Karen se sentó muy erguida y chupó enérgicamente el cigarrillo—. ¿Cómo puede un hombre así acudir a la clase de estúpido viaje en el que estamos? ¿Sabes? Pudiera estar huyendo. Puede que alguien vaya tras ese hombre. Hasta podría ser un presidiario. Quiero decir que come como si hubiera estado entre rejas. —Los ojos de Karen brillaban—. La gente dice que me precipito en mis conclusiones, y mi ex siempre me decía que mi peor defecto era la imaginación. Pero no me importa. Tengo fuertes intuiciones sobre las personas. Créeme, este hombre está huyendo. —Karen parpadeó rápidamente como reacción a la audacia de sus propias ideas. Luego chupó nerviosamente el cigarrillo y lo apagó con un furioso giro de muñeca—. De todas maneras, mañana voy a pasar de él. Soy orgullosa. Todavía no he llegado al extremo de tener que perseguir a los hombres. ¡Mañana no le diré ni hola!

Victoria no oyó esta declaración; se había quedado dormida casi en el momento que su cuerpo exhausto había tocado la cama.

Tras haberse comido una lonja de bacon y tres huevos fritos —el peor desayuno posible para alguien con un alto nivel de colesterol—. Alexander Boyle entró en el vestíbulo. Se dirigía hacia el expositor de periódicos, cuando vio a Victoria Welch inmersa en una animada conversación con un pequeño botones. Boyle compró una revista y se volvió, encontrándose con la fugaz sonrisa de la bibliotecaria. «¡Es usted una dormilona!», le dijo con prontitud, y ella le obsequió con un tímido movimiento de mano.

Cuando ella hubo desaparecido dentro de la cafetería Boyle se acercó de inmediato al viejo botones, que estaba sentado en un banco junto a la ventana, su descolorido uniforme azul colgando de él con una voluminosa holgura que hizo que Boyle se acordara súbitamente de Warren Shore con su desproporcionado abrigo.

Boyle dijo:

—He visto que esa señora hablaba con usted.

—¿Ah sí? —el botones levantó la vista, mirándole burlón, con su cara atezada y la piel tirante en su pequeño cráneo.

—Quisiera saber lo que le ha preguntado —dijo Boyle.

—¿Ah sí?

Boyle abrió la cartera y puso una credencial del FBI ante la cara del botones, cuya expresión pasó rápidamente del provocador cachondeo al respeto.

—Sí, señor.

—Así pues, ¿qué me dice de la señora?

El botones descruzó las piernas y se irguió en el banco.

—Sí, señor. Quería saber de ese rumor.

—¿Qué rumor?

—Bueno, ha habido chismes sobre esa gente de la estación agrícola.

—Continúe.

—No son más que chismes, señor. Es sólo que ocho o diez de ellos que vivían aquí se fueron de la ciudad a la vez. Usted y yo sabemos cómo es esa gente. Ocho, diez personas dejan de pronto la ciudad, tienen que hacerse chismes. —Frunció los labios sobre unas encías casi desdentadas—. Eso es lo que le dije a esa señora. Son chismes. Nada quieren decir en absoluto.

—No le toca a usted decidirlo —repuso Boyle con severidad.

—Sí, señor.

—¿Qué dice la gente exactamente?

—Oí que algunos hablaban de esos científicos de allá abajo, decían que sus… sustra… robaron fondos de la estación, una verdadera fortuna, y se fueron corriendo.

—¿Entonces que ha dicho la señora?

—No ha dicho nada, señor. Lo juro… —Sin preguntarlo, el botones alzó la mano para prestar juramento.

—De acuerdo —dijo Boyle—. ¿Comprende usted que esto es competencia del gobierno?

—Sí, señor, lo comprendo.

—Baje la mano —le exigió Boyle.

—Sí, señor.

—No tiene que jurar nada. Lo único que debe hacer es mantener la boca cerrada acerca de nuestra conversación.

—Sí, señor, ya lo sé.

—O cargar con las consecuencias.

El botones dio un salto, su boca se movía nerviosamente.

—Sí, señor, puede contar conmigo, yo no diré nada. Durante estos veinte años, más o menos, he estado dentro del negocio hotelero y he aprendido a…

Boyle asintió taciturno y se giró, con esa voz aguda persiguiéndole.

—… mantener el pico cerrado, lo he estado haciendo durante mucho, mucho…

Boyle echó un vistazo al interior de la cafetería, viendo a Victoria inclinada sobre una taza de café en el mostrador. Luego, pensativo, fue hasta el ascensor.

Cuando se encontraron sentados en el autocar, Victoria Welch estaba extraordinariamente alegre y habladora. No cesaba de repetir lo hermoso que era el pueblecito de Ely, con las montañas elevándose por encima de él y sus pintorescas calles y la atmósfera de un antiguo pueblo minero del Oeste. Luego no pudo encontrar sus gafas de sol y siguió charlando sin parar mientras revolvía las entrañas de su gran bolso, extrayendo, en su búsqueda, diversos objetos, entre los que figuraban una pata de conejo en una cadena y un silbato de policía. Boyle estaba alarmado por el contraste entre esta madura bibliotecaria con sus supersticiones y Victoria Welch, cuya tenaz persistencia le recordaba la de un profesional. Observó su carnosa mano hundirse una y otra vez en el profundo bolso, saliendo por fin con las gafas de sol que, cuando estaban ajustadas sobre su notable nariz debajo de su pelo gris y un minúsculo sombrero rojo, contribuían a transmitir la imagen de una viuda solitaria que viajaba con escasos fondos. Cuando el autocar salió del pueblo, ella continuó su monólogo, como si las palabras, cualesquiera palabras, ocultasen sentimientos que debieran permanecer ocultos. Tanta charla no era propia de ella. «¿Está eufórica o nerviosa?», se preguntó Boyle.

—¿Qué estaba diciendo? —Inspiró profundamente y le echó un rápido vistazo de soslayo.

—Me estaba hablando de su trabajo.

—Claro. Hasta este año no habría cambiado mi trabajo por el de nadie, pero ahora no estoy tan segura. El problema es mi jefa. Es una Cáncer subdesarrollada, lo cual significa que posee todas las peores características de su signo, y ninguna de las mejores. Consiguió el empleo porque su cuñado es rico, un fideicomisario que hizo una importante donación a la biblioteca el año pasado. Lo que me frustra doblemente, sin embargo, es su capacidad. Por una parte, tiene una memoria de primera clase. Por otra, posee un fantástico sentido del orden. Tendría que ver su escritorio… nunca hay ni una hoja de papel encima. Lo que le falta, por supuesto, es el aprecio por los libros y la gente. Pero con todo, es más eficiente de lo que cualquiera de nosotros soñaba.

—Es raro, ¿no? —convino Boyle—. En una ocasión tuve un ayudante en la galería que era exactamente igual a su jefa, un charlatán empedernido y estúpido a primera vista, pero trabajaba muy bien, vendía más cuadros que yo. Me supo mal despedirle, a pesar del hecho de que no podía soportarle.

Tras haber efectuado estos locuaces comentarios, Boyle saboreó el recuerdo de aquel ayudante y luego del último apacible año, durante el cual había empleado toda su energía en la sala de arte… donde debía. ¿Qué diablos estaba haciendo en este autocar, siguiendo a una bibliotecaria que se había convertido en su adversaria en la complicadísima labor de su «otra carrera», una carrera que le había prometido a su esposa moribunda abandonar para siempre? Echó un vistazo a la bibliotecaria, y se llevó una sorpresa al cogerla mirándole fijamente. Durante un breve instante, los ojos de ambos coincidieron insondablemente detrás de gafas de sol, pero ello bastó para que Boyle tuviera la peculiar sensación de mirar a alguien que le miraba a él por primera vez.

Victoria apartó bruscamente la mirada, intentando, con una impotente sensación de fracaso, ocultar su estupefacción. ¿Qué acababa de decir el hombre? «Tuve un ayudante en una ocasión que era exactamente igual a su jefa, un charlatán empedernido». ¿Le había dicho algo ella de la verborrea de la vieja Sackman? ¡No! Ni se le habría ocurrido. Después de todo, su propia hermana había sido igual de habladora y, en el transcurso de los años, también muchos de sus amigos. Era su frustración por el mezquino carácter de la Sackman, «no» la verborrea incesante de ésta, lo que le había explicado, y, con todo, ese señor Boyle ¡había reaccionado precisamente ante lo que no había dicho! ¿Conocía a la Sackman? Y, de ser así, ¿por qué? Victoria no tenía la mínima fe en las coincidencias, las estrellas eran estrictas en su trayectoria, y la trama del destino humano estaba urdida por los cálculos matemáticos de Dios, con una precisión que imposibilitaba tonterías tales como las coincidencias. La coincidencia nada tenía que ver con que el señor Boyle conociera a la vieja Sackman. Él había buscado a la jefa de bibliotecarios. Pero ¿por qué motivo? Sólo podía existir uno: ¡la Sackman le llevaba hasta la tía de Warren Shore!

Victoria pudo sentir esta revelación atravesar torrencialmente su cuerpo, su cara se ruborizó y sus manos cerradas temblaron en su regazo. ¿Vería él lo agitada que estaba? Clavó su atención en el paisaje que se deslizaba al otro lado de la ventanilla, y cuando el autocar se detuvo en las afueras de Ely para que visitaran rápidamente la mina de cobre de Kennecott, se puso a trajinar con su bolso y esperó hasta que Boyle se puso de pie y se fue por el pasillo antes de levantarse y dirigirse a la salida.

Trató de no pensar en lo que ahora ya sabía: el hombre la estaba siguiendo.

Los turistas permanecían en el borde de la mina y oteaban el enorme pozo color óxido, con estratos escalonados, cuyos círculos sinuosos, de un kilómetro y medio de diámetro a la altura de la boca, semejaban el corte transversal de un enorme tronco de árbol. El ventoso espectáculo suscitaba poco entusiasmo. La gente se estaba cansando de vastos horizontes y cielos despejados. Las nuevas relaciones habían agotado sus reservas de historia personal y estaban solos o en grupo, pero sin decir palabra. La gorda alcohólica estaba apoyada en el autocar, como aturdida, su blusa manchada de sudor, su rostro demudado por el whisky que había consumido la noche anterior en el casino. A la vieja Leo ya no la embargaba la euforia por repartir regalitos de chicle y caramelos. Boyle estaba solo, observando a la alegre divorciada caminar en silencio al lado de Victoria Welch, que se encorvaba ante el fuerte viento, sujetándose el sombrero con las manos.

Algo iba mal. Después de salir de Ely, la bibliotecaria había cambiado perceptiblemente hacia él. ¿Qué había ocurrido? Boyle había estado hablándole, ella había estado extraordinariamente animada, como si algo la complaciera o emocionara, y luego, bruscamente, se había encerrado en un frío, casi melancólico mutismo. Más tarde, cuando volvieron a subir al autocar, ella le otorgó una tensa sonrisilla y ocupó su asiento junto a él sin abrir la boca. ¿Cuál podría ser el significado de este misterioso retraimiento? Posiblemente, ninguno. El volverse sensible en exceso era un error corriente en este tipo de trabajo, y Boyle lo sabía por experiencia. Las pequeñas dosis de paranoia le mantenían a uno alerta, pero las dosis mayores conducían a conclusiones imprudentes. De modo que se recostó e intentó tranquilizarse contemplando las montañas y las valladas praderas flotar en un silencio nebuloso al otro lado de la ventanilla, hasta que su monotonía le provocó amodorramiento y dormitó hasta que el autocar entró en el pueblo fronterizo de Wendover.

El señor Carver anunció por el altavoz que se detendrían para tomar algo antes de cruzar a Utah. Cuando se detuvo el autocar y la gente comenzó a levantarse, Boyle siguió en su asiento. «Creo que me quedaré», le dijo a Victoria con una sonrisa intensamente radiante, mientras ella manoseaba su bolso, preparándose para salir.

La mirada que ella le echó, una confusa mezcla de sonrisa y ceño, confirmó su sospecha: la mujer había cambiado hacia él. Apenas podía hablar y, en efecto, se escabulló de su lado y salió al pasillo con la presteza de alguien que trata de escapar. Boyle la dejó marcharse, decidiendo no alentar su inquietud, y, en tanto que los turistas estaban en el restaurante, permaneció en su asiento, nervioso, cada vez más convencido de que algo que hiciera o dijese le había traicionado. Le avergonzaba la posibilidad de que, sin darse cuenta, hubiese metido la pata como un aficionado. ¿Estaba tan viejo, cansado y era tan inexperto que no podía siquiera manejar a una bibliotecaria que llevaba una pata de conejo en el bolso y creía en las estrellas? Si le había calado, tenía pocas probabilidades de descubrir algo de ella. Y en cuanto a eso, no había descubierto absolutamente nada desde que se uniera al viaje. Ahora sabía lo que ya sabía entonces: la extraña mujer estaba reconstruyendo la trayectoria del autocar que su sobrino había desvalijado, y lo hacía por un deseo desaforadamente heroico de limpiar el nombre del muchacho o encontrar a su asesino o encargarse de que se hiciera justicia. Increíble. Le hacía acordarse de sí mismo en su juventud, cuando había ido a la guerra a fin de salvar el mundo para la democracia.

En cuanto el autocar volvió a llenarse, ella le concedió otra sonrisa insensata junto con un visaje oblicuo y se sentó con la cara vuelta resueltamente hacia la ventanilla. Al poco salieron de Nevada y se adentraron en un nuevo paisaje lleno de escamas de sábalo, vegetación impregnada de sal y madera sebosa. Hacia el norte, las montañas discurrieron paralelas a la carretera como un gigantesco seto vivo, aunque más adelante la tierra se allanó súbitamente y se convirtió en un desierto alcalino, que relucía como cristal bajo el sol. El señor Carver anunció por el altavoz que a la izquierda se extendía la autopista de Bonneville, doscientos cincuenta y ocho kilómetros cuadrados de llanura salina, sólida como cemento, en donde se probaban los coches más rápidos del mundo. El entusiasmo que se había enfriado a causa del largo viaje por la pradera se vio ahora renovado entre los pasajeros gracias a este fantástico recorrido a través de un mundo blanco desprovisto de vida, el paisaje de un planeta muerto, la consecuencia de un holocausto atómico. Tan excitada estaba Karen Hill que fue hasta el principio del pasillo y exclamó que el panorama valía por todo el viaje. A Boyle se le ocurrió de pronto que éstas eran las únicas palabras que ella le dijera en todo el día. ¿Le habría advertido la bibliotecaria que se mantuviese apartada de él? Respondiendo a su entusiasmo con la misma moneda, resolvió que tanta confianza era improbable. La bibliotecaria no se fiaría de una mujer capaz de insinuársele a cualquier hombre, aun cuando ello significara traicionar la fe que se hubiera depositado sobre ella. Los ojos de Boyle se entornaron mientras miraba la esbelta figura de Karen bajar por el pasillo hasta su asiento junto a la gorda alcohólica. Los acontecimientos le estaban poniendo a Boyle los nervios de punta, y él lo sabía. Sentía que su sangre estaba a punto de hervir, la anticipación de la acción, como si treinta años se hubieran esfumado y él fuera nuevamente un joven soldado en un camión, atravesando los huertos de Normandía, camino de su primera batalla. Desde entonces, cada vez que una tarea llegaba a su punto culminante, había experimentado la misma sensación de compromiso, el mismo pánico al fracaso, y estas emociones, revueltas e intensificadas, habían derivado en períodos de comer con exceso. En este trabajo sus nervios le habían forzado a comenzar el proceso desde el principio, y su sangre ya debía de estar atascada, completamente saturada de glóbulos de grasa que flotaban lentamente. Cuando el trabajo estuviera hecho, Boyle respetaría su dieta y se quedaría en casa, sin otra ocupación que pinchar a un genio borracho como Kawabata. El árido mundo pasaba rápidamente al otro lado de la ventanilla, seco y helado como la luna, trayéndole a la memoria los paisajes lunares de Yves Tanguy. Con su adversaria sombríamente silenciosa junto a él, Boyle dejó que su pensamiento vagara plácidamente por una galería de imágenes, por un museo mental en el que había almacenado los placeres de toda una vida: las rítmicas pinturas al temple de Tobey, los oníricos paneles de Redon, los elegantes bronces de Manzu, los suculentos óleos de Afro. En tales momentos su otra vida parecía haber sido vivida por alguien que él simplemente conociera pero no pudiese envidiar. Si bien compartían un sentido del compromiso, él vivía en un mundo de paz y contemplación, desconocido para la otra persona que era.

Ante ellos se extendía ahora la plata inmóvil del gran Lago Salado, huertos de melones y bayas a ambos lados, y el este, elevándose por encima de la piedra y el acero de Salt Lake City, destacaban las lomas barrancosas de los montes Wasatch. Incluso cuando entraron en la capital mormona, apenas intercambió una palabra con la bibliotecaria, que mantenía los ojos fijos en el paisaje. Minuto a minuto, ella no hacía más que confirmar sus sospechas, acercándole a una resolución definitiva.

La agencia de viajes había reservado habitaciones en un modesto hotel próximo a la plaza del Templo. Boyle, que desde el principio había decidido pagar de más por una habitación individual, fue a la suya y puso una conferencia para hablar con Hirschorn.

—¿Qué has averiguado de la bibliotecaria? —le preguntó éste enseguida.

—Nada de nada —dijo Boyle—. Y toda la culpa es de ese condenado guardián. Después de hablar con él, ella comenzó a recelar de mí. —En el mismo momento que hacía esta declaración, Boyle se sintió disgustado por la mentira. Los recelos de Victoria Welch se habían despertado después de su partida de Ely y a causa de algo que él mismo había hecho. Las mentiras eran el refugio de un hombre torpe y envejecido que había perdido el talento. En los viejos tiempos Boyle habría admitido, y con orgullo, un error de criterio. Ahora le echaba la culpa de su propio fracaso a un viejo charlatán.

—No te preocupes por el guardián —dijo Hirschorn—. Allá en la estación han puesto un candado a la tapa.

—Lo cual es cerrar la puerta del establo después de que el caballo se haya escapado. La increíble estupidez de esa gente de Baker…

—Alex, pareces estar fatal. ¿Qué pasa?

—Ya te lo he dicho… esa mujer me ha calado.

—Me refiero a qué te pasa a ti.

—Pues bien: estoy cansado, disgustado, odio este trabajo, ya no tendría que haberlo aceptado de entrada. Entonces parecía imposible, ahora es imposible.

—Tranquilízate, Alex. Así que no has averiguado nada de nada y la mujer te ha calado, ¿es eso?

—En resumidas cuentas: mi utilidad se ha acabado.

—Vale, pero es mejor que te quedes con ella hasta que se nos ocurra qué hacer.

Boyle esperó, consciente de que Hirschorn, como buen negociante que era, esperaba que él tomara la decisión natural.

—¿Alex?

—¿Sí?

—¿Qué opinas?

—Sólo hay una manera de conseguir una nueva pista hacia los efectos personales —dijo Boyle de mala gana—, y es a través de esa mujer. Lleva un enorme bolso y ha traído una maleta consigo. Quizás haya algo en el uno o en la otra que nos la proporcione.

—Una magra posibilidad, Alex.

—¿Tienes tú alguna idea brillante?

—Ni una. Mañana por la noche, cuando el autocar se detenga en Elko, organizaremos un registro. Por supuesto, no queremos que tú estés en ello. Enviaremos a alguien para que lo haga. ¿Alex? —añadió e hizo una pausa—. ¿Y ella qué? ¿No deberíamos liquidarla?

—No tenéis que liquidarla para robarle —saltó Boyle.

—No, pero tú mismo dijiste que sospecha de ti.

—No me gusta —dijo Boyle lúgubremente, y por un instante tuvo una visión del sobrino de la mujer tendido en el suelo, obscenamente desnudo, con una herida en el pecho bastante grande para que cupiera un puño en ella—. Liquidé a mi conductor, liquidé al muchacho. Ya estoy harto.

—Claro que lo estás. Sólo que no me refería a que tuvieras que hacerlo tú. Sin embargo, el problema es que, ya que hemos ido tan lejos, más vale llegar al final.

Boyle lo sabía. Los años de disciplina y una vida de compromiso vencieron su repugnancia.

—Sí, tienes razón —convino suavemente.

—¿Cómo se tendría que hacer?

—Bueno, probablemente al mismo tiempo que su habitación sea registrada. Hay una compañera de cuarto, pero ya me encargaré yo de que esté ocupada. A eso de las once, la bibliotecaria tendría que estar leyendo. Lee mucho —agregó, sin que viniera a cuento, acordándose de las veces que la había visto ajustarse las gafas y mirar con ojos miopes un libro que tenía sobre el regazo, el epítome de una mujer cuya vida se ha reducido a la página impresa.

—¿No traerá problemas antes de eso? —inquirió Hirschorn.

—No creo que sepa lo suficiente todavía. Aún está fisgoneando. De todos modos, no veo manera alguna de hacerlo antes sin meternos en más líos todavía.

Hirschorn se rio sombríamente.

—No necesitamos más. Estos dos últimos días media docena de parientes han estado reclamando la devolución de los efectos personales. Es curioso lo astuta que puede ser la gente cuando quiere algo… especialmente los recuerdos de sus difuntos. «Quiero el reloj de Johny, aunque esté destrozado. Se lo regalé en el cincuenta y cinco en su cumpleaños. ¿Por qué no me lo devuelven? ¿No se supone que ustedes están al servicio de la gente? ¿Qué ocurre en el FBI que no me pueden devolver el reloj de Johny?».

Boyle reconoció la verosimilitud de esta parodia con una breve risa.

—Y por eso Hopkins se está poniendo de veras nervioso —dijo Hirschorn—. Si tan sólo el autocar se hubiera quemado, pero no fue así.

—La marea alta —dijo Boyle tristemente—. Nunca pensamos que se estrellaría contra las rocas con marea alta.

—Entonces no tenía importancia.

Se había vuelto importante, admitió Boyle con amargura para sus adentros, porque había olvidado revisar el autocar después de llevarle la manguera a Tony Aiello. Revisar el autocar y descubrir que había sido robado le habría permitido cambiar la última fase de la operación. Una simple llamada a Hirschorn en aquel momento pudiera haber resuelto el problema. Quemar el autocar, aun parcialmente, habría imposibilitado la recuperación de los efectos personales. Así las cosas, los objetos habían desaparecido sin motivo alguno. El sentimentalismo, no el valor, llevaría a los familiares irresistiblemente adelante: ¿dónde estaban esos objetos de valor privado? ¿Los tenía la policía? Si no, ¿entonces quién? ¿Pudiera el autocar haber sido desvalijado? ¿Cómo entró en él un ladrón si estaba medio sumergido? ¿Disponía de una grúa y de sopletes? ¿Se estaban dando pasos para capturarlo? ¿Por qué no se había informado del robo desde el principio? ¿Quién encubría este crimen y por qué?

Hirschorn suspiró profundamente.

—Ahora nadie sabe durante cuánto tiempo podrá impedirse que esto salga a la luz. —Entonces, carraspeando, como si cerrara un trato de propiedades, le preguntó a Boyle—: ¿Dónde te alojarás en Elko?

—Espera —Boyle sacó del bolsillo el itinerario del autocar y lo examinó—. En el Ranch Inn. ¿Ya sabes a quién enviaréis?

—He estado pensando en Stern. Lleva un cierto tiempo inactivo y es el apropiado para el trabajo.

Stern. Boyle había trabajado con él una vez, un hombretón que poseía una compañía maderera en Seattle. Tenía tres hijas preciosas, una de las cuales se había casado con un profesor de Harvard; y en Corea, con una unidad especial dedicada al sabotaje detrás de las líneas, había sido un experto en el manejo del cuchillo.

—¿Se pondrá en contacto conmigo? —preguntó Boyle.

—Claro. Antes de que salgas por el pueblo con la compañera de cuarto. Le registraremos como… —Hirschorn hizo una pausa—. Digamos como John Hamilton.

—Eres un fenómeno con los nombres —se rio Boyle—. Pues vale, quedamos así. —Y añadió—: Después de éste, he terminado.

—Ya, ya; los dos lo decimos después de cada trabajo.

—No; para mí éste es el último.

—Comprendo cómo te sientes, Alex. Lo has pasado muy mal. —Con un tono bruscamente burlón, una astucia emocional digna de un buen negociante, Hirschorn dijo—: ¿Estás siguiendo tu dieta?

—¿Tú qué crees?

—Ayer me dieron los resultados de una prueba de colesterol, y el mío también es elevado.

—Nos hacemos viejos. Bueno, hasta la vista.

—Hasta la vista. ¿Alex? Va a salir perfectamente.

—Claro. Y no lo olvides: estás comprando.

Boyle no colgó después de despedirse, sino que le pidió a la telefonista del hotel que llamara a la habitación de la señora Hill. La reacción de Karen, fría al principio, enseguida se transformó en una coquetería que Boyle detestaba, pero al final su pronta aceptación de su convite para cenar fue la garantía de que su actitud durante toda la jornada era la consecuencia del rechazo que había demostrado hacia ella y no de alguna advertencia que le hiciera Victoria Welch. Lo que siguió para Alexander Boyle fueron demasiados cócteles, un descomunal filete en una vieja iglesia transformada en restaurante con una cascada en el comedor, después una sucesión de lóbregos bares de este pueblo mormón, y finalmente un beso borracho en el exterior del cuarto de Karen. No le era necesario hacer el amor con la alegre divorciada esta noche… eso vendría mañana, en Elko, mientras un hombre llamado Hamilton le cortaba el cuello a una bibliotecaria y le robaba el bolso. Cuando Karen abrió la puerta y le lanzó un beso de buenas noches, Boyle vislumbró a Victoria Welch sentada en la cama con un libro sobre su regazo y el ceño fruncido.

Aquella noche, tras cenar en el hotel con algunos de los otros turistas, Victoria había comprado un periódico y regresado a su habitación. Luego de ponerse el pijama, había ahuecado las almohadas, preparándose para unas horas de lectura, primero las noticias y después Dostoievski. En la tercera página del periódico nocturno reparó en una noticia tan asombrosa que salió de golpe de la cama y se sentó en el borde de la misma, inclinada sobre el diario como si atisbara por un microscopio. Leyó el suceso de un accidente de aviación en las montañas Bitterroot de Idaho. El piloto y nueve pasajeros, todos ellos integrantes de una expedición de campaña procedente de la Estación Agrícola Federal de Baker, Nevada, habían resultado muertos. No había supervivientes.

De modo que ahí estaba, un hecho que clarificaba su investigación. En una sola semana un autocar repleto de turistas y un avión lleno de veterinarios habían sufrido sendos accidentes y muerto sus ocupantes, y ambos grupos habían estado cerca del centro del desierto de Nevada. Eso no era una coincidencia. Confirmaba su teoría de un vínculo entre la estación y el autocar. No podía explicar el motivo, pero la destrucción de dos grupos de personas por lo demás dispares tenía allí su foco, entre cerdos y pollos, tal vez en aquellos laboratorios nuevos en donde los ratones corrían y los perros ladraban.

Durante unos minutos, las más descabelladas conjeturas se agolparon en su mente: pistolas de rayos y plantas homicidas, monstruos de tres cabezas y radiación atómica… los restos de unas lecturas que la vieja Sackman calificaba de basura. Aun así, ahora estaba convencida de que su premisa original había sido cierta: el pobre Warren y los turistas habían sido asesinados por una razón específica. Y ahora podía añadir a sus muertes las de esos empleados del gobierno. ¡Cuánto echaba de menos su cocina en este preciso instante! Le gustaba dominar la alegría y la desesperación preparando una buena taza de té, preferiblemente negro y fuerte. Sin un té que la calmase, comenzaba a pasear de un lado a otro. No sólo estaba contenta, sino también asustada, consciente de que había algo de qué asustarse. Aquella estación podía extender tentáculos.

El hombre que había estado ocupando el asiento de su lado se había incorporado al viaje únicamente para vigilarla. Tenía pruebas de ello. Quizás estaba decidiendo si también ella debería morir, y dónde. Después de todo, si conservar un secreto había merecido ya medio centenar de muertes, seguramente una más carecía de importancia. Sin duda sólo seguía viva porque el hombre no conocía el paradero de los efectos robados. Sin embargo, no permitiría que viviese indefinidamente si él y sus cómplices sospechaban que estaba reuniendo pruebas en su contra. Había cometido un grave error al no conseguir ocultar sus sentimientos en el autocar. Los protagonistas de las novelas de misterio no habrían sido tan chapuceros como para arredrarse ante sus perseguidores, sino que habrían disimulado hasta el último momento. Eso la señalaba como lo que era: una mujer corriente, una viuda, una bibliotecaria que se había puesto a una tarea que superaba su talento para manejarla. Y, con todo, su propósito era más firme que nunca, por cuanto cada descubrimiento había fortalecido su intención de vindicar a Warren… y ahora a todos los muertos. Había nacido el 22 de enero, la misma fecha que lord Byron, y su signo Acuario incluía a hombres de acción y valor, como Lincoln y Lindbergh. Aún no se había rendido. Victoria Welch dejó de pasearse, descolgó el teléfono y llamó a San Francisco. Tenía un plan.

Padeciendo de resaca, Boyle salió del hotel y permaneció con los demás turistas esperando la señal del señor Carver para dirigirse hacia la plaza del Templo, a pocas manzanas de distancia. Todavía fatigada por el agotador viaje del día anterior, la gente salía sin prisa del hotel y deambulaba bajo el sol de la mañana. El señor Carver se impacientó y sugirió que se pusieran en marcha; a los rezagados no les costaría alcanzarles. Boyle se puso las gafas de sol y empezó a caminar detrás de los recién casados. Victoria Welch no se les había unido todavía, pero Boyle había cambiado de parecer respecto a esperarla, porque ahora que su suerte había sido decidida, no quería que se pusiera nerviosa debido a un exceso de atención e hiciera algo impulsivo. Anduvo despacio, no obstante, mirando alrededor para ver si ya había aparecido. Vio a otros componentes del viaje, y, mientras ascendía la cuesta, visibles ya los lados de granito del templo y sus seis chapiteles dorados reluciendo en el día despejado, entrevió de soslayo a la alegre divorciada, sonriente y acercándose a toda prisa. La esperó. Durante un momento se apoderó de él una visión de Julie Saunders subiendo la cuesta hacia él, su pelo del color del junquillo bajo la luz, su cara radiante, anticipando su beso.

—Hola —dijo con falso entusiasmo.

Karen Hill jadeaba; tenía la piel pálida y los labios de un rojo antinatural.

—Dios mío, tengo resaca. ¿Cómo estás?

—Igual.

—No me enteré de que bebiéramos tanto. —Se colocó a su lado y empezaron a subir.

Boyle echó un vistazo por encima del hombro.

—¿Buscando a tu novia? —preguntó Karen con una sonrisita irónica.

—¿Mi novia?

—Vicky Welch. Pues no la encontrarás. Se marchó esta mañana.

Boyle se detuvo.

—En efecto. Cuando me desperté, ya había hecho las maletas. Estaba harta de este viaje, y no la culpo. Hasta anoche… —Karen esbozó una radiante sonrisa— yo también quería largarme. Ahora ya no estoy tan segura.

—¿Se marchó? ¿Volvió a San Francisco?

—No lo dijo. —Karen le cogió del brazo—. Oye, no soy una apasionada de los templos mormones. ¿Por qué no vamos a algún sitio? Eh, ¿qué pasa?

Boyle se había asido el pecho, sintiendo una sensación sofocante, como si de pronto una enorme roca se hubiera asentado sobre su tórax. Inspiró a fondo unas cuantas veces y entonces la sensación cedió.

—¡Eh! —gritó Karen, cuando él se dio la vuelta y sin una palabra comenzó a correr cuesta abajo.