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Así, que increíblemente, aquí estaba: sentada junto a la ventanilla, mirando, a través de verdes campos de regadío, las lejanas montañas envueltas en neblina azul, mientras a su lado roncaba una gorda. Victoria echó un vistazo a la durmiente Piscis, al arrugado vestido, a los carrillos que se inflaban como globos, los capilares que recorrían su cara rojiza y alcohólica. Ésa era una auténtica Piscis, indulgente y destructiva, que, la noche anterior, se había emborrachado hasta perder el sentido en un restaurante de Yuma. Le había costado a Victoria menos de un día descubrir los signos astrológicos de los treinta y ocho pasajeros, y esta mujer gorda y desdichada era la única Piscis, lo cual la indujo a pensar en su pobre sobrino, quien había nacido también bajo ese malhadado signo. Que se riera la gente… los signos nunca mentían. Una vieja solterona apergaminada, enfrente de Victoria, le ofreció un trozo de chicle. Desde el preciso instante de su partida de San Diego, el pasado mediodía, la anciana señora había estado asediando a todo el mundo con caramelos y revistas y consejos para un viaje saludable… una Leo, generosa hasta el exceso, demasiado ocupada con ayudar para admitir su propia estupidez. Desde el centro del autocar Victoria miraba por encima de las cabezas de los pasajeros, emocionada y aturdida por la certidumbre de que solamente ella no era lo que aparentaba. Sin duda, esta sensación de resuelto alejamiento de las demás personas era secretamente apreciada por los detectives. De vez en cuando se sentía culpable por disfrutar de una emoción parecida, porque en cierto modo era a expensas de Warren. Con todo, no podía evitar el sentir placer al poner en práctica sus poderes de observación, conforme examinaba las hileras de personas. Gente como ésta debía de haber emprendido el mismo viaje, de manera idéntica en un autocar semejante hacía sólo unos días: viejos la mayoría, unas cuantas parejas con niños pequeños, y todos ellos formales ciudadanos de clase media quienes, por razones de dinero o salud, habían elegido visitar los estados occidentales por medio de un recorrido en autocar con guía.

¿Qué habrían visto o hecho esas otras personas para que terminasen no sólo como cadáveres rígidamente sentados, en una calle de San Francisco al amanecer, sino también despeñados, horas después, por un acantilado en un presunto accidente? Victoria se proponía duplicar aquellas fatales circunstancias por medio de efectuar un recorrido idéntico en la misma línea de autocares, y, si bien era improbable que se produjesen acontecimientos similares, podía ser capaz de reconstruir cuáles habían sido tales acontecimientos. Si su determinación requería un apoyo, a Victoria le bastaba con echar una ojeada a la Piscis que roncaba a su lado y la visión de su infortunado sobrino le venía en el acto a la memoria.

La gorda respiraba con ruido, incómoda en medio de su sueño alcohólico. Victoria estuvo a punto de acariciar su mano rolliza, que se tensaba espasmódicamente, con el fin de aquietar sus temores.

Tras navegar durante una hora por el lago Mead en una embarcación turística y dar un breve paseo a pie por la presa Hoover, regresaron al autocar. Al aproximarse al aparcamiento bajo una fresca bóveda de árboles de hoja perenne, Victoria se esforzó en mantenerse cerca del conductor, que hacía las veces de guía. Como había decidido comenzar su investigación con él, Victoria lo había estado «cultivando», por emplear un sinónimo de comportarse con simpatía que su madre le enseñara, junto con «leer» a la gente y evitar los compañeros «rápidos». Victoria «cultivó» al conductor por medio de describirle los mejores rasgos de su signo, Sagitario: curiosidad, energía, intenso sentido del humor. De vuelta al autocar, explotando su sagitariana tendencia de hablar demasiado, pronto se enteró de que hacía una década que trabajaba para la línea de autocares, era padre de tres niños, y le encantaba viajar.

—También puedo adivinar —le dijo Victoria al fornido hombrecillo—, que es usted un atleta.

El señor Carver esbozó una amplia sonrisa.

—Sí que lo fui, cuando era un chaval. Fíjese en esto. —Se remangó su chaqueta azul y se desabrochó el puño de la camisa, revelando una delgada cicatriz que le iba de la muñeca hasta el antebrazo.

—Tres sujetos me dieron un susto en el Parque Balboa el año pasado. Uno de ellos me cortó, pero en cuanto llegó la poli ya había tumbado a dos. Debían de tener quince años menos que yo.

Victoria examinó la cicatriz con apropiado respeto, pensando, sin embargo, en la herida muchísimo más terrible que había recibido su sobrino en Vietnam. Le dijo al señor Carver:

—Yo no soportaría tener la responsabilidad de proteger las vidas de tantas personas, como hace usted.

—A mí me gusta —repuso con orgullo el conductor.

—Pues puede ser peligroso de veras.

El señor Carver aminoró el paso y le miró de soslayo.

—¿Y eso?

—¿No sufrió un autocar de su línea un terrible accidente hará sólo unos días?

La cara del señor Carver se nubló, su boca se puso tensa.

—Un buen amigo mío conducía ese autocar.

—Qué horrible debió ser para usted.

—Es el primer accidente así que hemos tenido. Resulta difícil de creer, se lo digo yo. Nunca hubo un conductor mejor que Paul Reskin. —Habían llegado al autocar cuando el señor Carver cogió a Victoria del brazo para ayudarla a subir la escalerilla—. Pero no se preocupe, señorita Welch. Ese accidente fue uno entre un millón.

—Oh, no lo haré, con usted al volante. —«Uno entre un millón», repitió para sus adentros.

En la última etapa del recorrido del día, Victoria estaba sentada a solas, ya que la Piscis se había trasladado a una fila vacía al fondo del pasillo. Eso era típico de un Piscis, típico también del pobre Warren, que siempre había sido un solitario. Pero con un poco de suerte y más tiempo, pudiera haber aplicado su melancólico temperamento a mejores usos.

Victoria estaba tan absorta en los pensamientos acerca de su sobrino que no vio a la arrugada vieja Leo ofrecerle una chocolatina. Las paredes de los cañones en lontananza estaban en llamas por el ocaso, y el refulgente color semejaba acelerarle la sangre, elevar su propósito hacia nuevas cimas de seguridad. Cuando por fin reparó en la barra de chocolate, la cogió dándole tan pródiga y enfáticamente las gracias que la vieja se la quedó mirando embobada.

El autocar llegó a Las Vegas después del anochecer; las titilantes luces de la ciudad recordaban una nube de luciérnagas sobre el oscuro llano. El señor Carver anunció por el micro que los interesados en un recorrido de los casinos y nigth-clubs deberían reunirse a las nueve en punto delante del autocar. Quienes estuvieran agotados por la jornada o poco dispuestos a gastar dinero extra, que optaran por quedarse a cenar tranquilamente en el restaurante del motel, y luego acostarse o dar una vuelta. Victoria se quedó, pero por ninguna de esas razones. Resolvió conservar intactas sus fuerzas físicas, como un maestro del ajedrez la noche de un concurso, o Sherlock Holmes, quien, para el irritado asombro del doctor Watson, acumulaba su energía durante un caso echando siestecillas. De modo que Victoria se puso el pijama —no había lucido un traje de noche desde la muerte de su marido y había escandalizado a una organización local de asistencia social al contribuir con media docena de saltos de cama negros, rojos y rosados de la más pura seda, recoger una a una esas piezas de tela casi ingrávida con una mano cubierta de manchas, y sonreír ante ellas a causa de reminiscencias francamente eróticas—, se puso la bata y miró las noticias en la televisión. Después ahuecó las almohadas e inició su cuarta lectura de Crimen y castigo. Al término del primer capítulo, Victoria dejó el libro a un lado y puso una conferencia a San Diego. Para entonces Edna habría llegado ya de su club de bridge del sábado por la noche, un acontecimiento que nunca se perdía.

Se había producido una avería en el avión, por lo tanto los restos de Warren serían trasladados por la mañana.

—Voy en el avión —añadió Edna.

—No —dijo Victoria, enterada de que su amiga detestaba volar más que cualquier cosa en el mundo—. No lo hagas —suplicó—. No es necesario.

—Voy en el avión —dijo Edna.

Victoria sabía demasiado para insistir; la configuración planetaria de Edna le otorgaba un carácter sorprendentemente testarudo en algunas situaciones.

—Vicky —dijo Edna—, hoy ha venido a verme un detective. Me ha hecho preguntas sobre Warren.

—¿Por qué se ha puesto en contacto contigo?

—Porque yo hice las… gestiones.

—Bueno, no es más que rutina.

—Supongo que significa que las autoridades no han cerrado el caso.

—Uh —se burló Victoria—. Visitan a unas cuantas personas para hacer que el informe tenga buen aspecto.

—¿De veras son tan cínicos, Vicky?

Victoria pensó en las películas y libros, en los polis que mantienen a dudosas amantes, aceptan sobornos, y están agobiados por tanto trabajo que sólo disponen de tiempo para los casos fascinantes.

—Edna —dijo—, creen que Warren era un drogadicto, y si tratasen de investigar a fondo todos los casos de drogadictos asesinados a causa de las drogas, nunca resolverían nada. —Se le ocurrió a Victoria que su compromiso en el caso justificaba esta apreciación bastante indiscreta de la policía y sus métodos. Comprendía claramente que estaba celosa de su derecho de defender a su sobrino, pero el saberlo no la desalentaba; en todo caso, fortalecía su propósito.

—No, Edna, si alguien va a hacer algo por Warren, ésa soy yo.

—Pero ¿qué estás haciendo, Vicky? Ni siquiera sé desde dónde llamas.

—Estoy en Las Vegas.

—¿Las Vegas? —su voz se alzó ligeramente, consternada.

—No estoy aquí para jugar, Edna. No te preocupes, sé lo que hago.

Tras una pausa, Edna, leal pese a tanto misterio, dijo:

—Ya sé que sabes lo que haces. Te creo. —Y añadió—: ¿Pero me mantendrás informada?

—Claro que sí, querida amiga.

Después de la llamada telefónica, Victoria reanudó la lectura, dejándose absorber completamente por la historia, y por ello se sobresaltó al abrirse la puerta de golpe. La compañera de cuarto que le habían asignado entró en la habitación, la cara encendida, una mueca en sus labios. Era una mujer alta y delgada, de más de cuarenta años, que llevaba un vestido de lama dorado con un gran escote. Arrojó el bolso sobre la otra cama y espiró con fatiga.

—¡Vaya noche! —sus labios excesivamente rojos se fruncieron. El maquillaje de sus ojos se había corrido, dándole el aspecto de alguien con cuatro ojos: dos verdes y dos negros—. No creo que pueda aguantar este maldito viaje hasta el final.

Victoria dejó el libro.

—¿Qué ha pasado?

—Nada, eso es lo que ha pasado. Nos ha llevado de un sitio a otro como una manada de borregos. Estoy cansada sólo de caminar. —Soltó una risilla sofocada—. Pero esa mujer —no me acuerdo de su nombre—, es gordísima y lleva un montón de joyas enormes.

Era la Piscis.

—La señorita Liebenbaum —dijo Victoria.

—Eso; pues no sé cómo, con todo el ajetreo, ha cogido una borrachera de muerte. ¿Cómo se llama nuestro conductor?

—Señor Carver.

—Carver tuvo que sacarla a rastras del Crystal Palace. ¡Era digno de verse! Luego se quedó frita en el autocar e hicieron falta Carver y tres de nuestros viejetes para trasladarla de nuevo a su habitación.

—Pobre mujer —murmuró Victoria, mirando a su compañera desnudarse rápidamente.

—¿Pobre por qué? —exclamó ésta—. Algunas de las piezas que lleva encima valen dinero.

Victoria la vio desaparecer en el cuarto de baño, desde donde la llamó en voz alta.

—¿Señorita Welch?

—Llámame Vicky.

—Vale, yo soy Karen. Escucha, ¿habías ido alguna vez en un viaje como éste?

—Ésta es la primera.

—También para mí… y la última. Una amiga me juró que en un viaje así conocería a hombres, y fíjate en lo que hay… chicos de tres y seis años, un recién casado y un autocar lleno de vejestorios. Jesús, se me ha corrido el maquillaje. Parezco un fantoche. —Regresó a la habitación, en braga y sostén, exhibiendo un cuerpo atlético, conservado esbelto y musculoso mediante el ejercicio y la dieta. Victoria estaba convencida del método porque su hermana, Anne, había poseído el mismo tipo de cuerpo, mantenido por esta clase de régimen. Y Anne, como esta mujer, también había sido Aries: presumida, agresiva y un tanto fría.

—La gente me decía —continuó Karen desde el cuarto de baño, adonde había vuelto con un pequeño neceser—, que el mejor modo de ser una divorciada era haciendo viajes. Pero yo no tenía mucho dinero, así que aquí estoy. Te dan las cosas por las que pagas.

Victoria apenas oía las palabras, ya que estaba acordándose de su hermana y del marido de su hermana y la llamada telefónica a medianoche explicando el accidente de automóvil que les había matado a ambos diez años antes.

—Si tuviera dinero —dijo Karen, apareciendo con un camisón completamente negro y la cara cubierta de crema blanca—, me largaría de este viaje mañana mismo.

—No te culpo —dijo Victoria, mirando a la mujer encender impaciente un cigarrillo y dejándose caer pesadamente en la cama—. A tu edad, probablemente yo también lo haría.

—No me quejaría tanto, pero es que nunca pasa nada. Ese conductor pregona por el micro sobre el paisaje y una gorda se emborracha. Pero me imagino que no se supone que pase algo en uno de estos viajes. —Suspiró—. ¿Dónde está la gracia?

—¿La gracia?

—Por la manera en que sonríes, debo de haber dicho algo gracioso.

—No, sólo estaba pensando en un viaje del que oí hablar que fue bastante accidentado.

Karen se metió en la cama, chupó fatigadamente el cigarrillo, lo aplastó, y apagó la luz de la mesilla.

Victoria apagó la suya de inmediato.

—No hace falta que lo hagas —dijo Karen—, puedo dormir con la luz encendida.

—Yo también tengo sueño.

—Bueno, ¿y por qué fue tan accidentado? ¿Violaron a alguien? ¡Hay poquísimas posibilidades de que eso ocurra!

—Murieron muchas personas.

—Oh, ¿un accidente?

—Las asesinaron —dijo Victoria sin pensar.

—¿Cómo?

—Nadie lo sabe.

—Bueno, supongo que cualquier cosa, el asesinato inclusive, sería mejor que esto.

«Una perfecta reacción de Aries», pensó Victoria. Al cabo de un rato se dejó vencer por el sueño entre imágenes de las muertes de su familia: Harry apretándose el pecho aquella fatídica tarde; Anne y Bruce en sus ataúdes cerrados; y la esencia de Sackman llevada por las corrientes de aire por encima del Pacífico. Pero su último recuerdo vigil fue el del comentario del señor Carver sobre el reciente accidente: uno entre un millón…

A la mañana siguiente, mientras el señor Carver almacenaba equipaje en el compartimiento posterior, Victoria ocupó su asiento habitual y advirtió, entre los demás pasajeros que se aproximaban al autocar, a un hombre con una maleta al cual no había visto antes. Antes de que partieran, éste entró en el autocar con el señor Carver, quien le indicó el pasillo con un gesto de la mano. El nuevo pasajero permaneció al frente, contemplando las filas. Era un hombre alto, de más de cincuenta años, impecablemente vestido, con escaso pelo castaño y una cara de facciones muy marcadas. Al otro lado del pasillo, la divorciada Karen comenzó a entusiasmarse, con expectación, y con un gesto inconsciente se llevó la mano al cabello.

Victoria también estaba ilusionada por Karen, y, por lo tanto, se quedó sorprendida y hasta decepcionada cuando el recién llegado recorrió despacio el pasillo y, sin una sola ojeada a Karen, que le sonreía intensamente, preguntó si el asiento junto a Victoria estaba ocupado y luego se sentó en donde el día anterior había roncado la gorda Piscis.

Por segunda vez en una semana Alexander Boyle había volado a San Diego. No tuvo la menor dificultad en encontrar la dirección de Edna Sutton, y en un coche alquilado se dirigió hacia su casita en el distrito de Hillcrest. Ante la pálida y majestuosa mujer se presentó como un detective de la policía y le mostró rápidamente una placa, que ella rechazó con un azorado movimiento de la mano. Edna Sutton le hizo pasar a un salón muy bien arreglado, con escasos muebles, sumido en la penumbra por persianas bajadas y dos lámparas que difundían una luz mortecina, si bien afuera aún lucía el sol. Le sorprendió la cantidad de dibujos enmarcados en las paredes. Una rápida valoración sugería que todos eran del mismo artista, y los estaba mirando de cerca cuando la alta mujer le preguntó si le apetecería una taza de té.

—No, gracias. —Se sentó en el sobrecargado sofá que le indicó mientras que ella ocupaba una silla de mimbre de respaldo recto. Le dijo que estaba investigando la muerte de Warren Shore; como fuera la que se encargara de las gestiones para el funeral, había acudido a ella en busca de información.

Edna Sutton afirmó saber muy poco del muchacho, que era el sobrino de una amiga.

Boyle escudriñó a la mujer, cuyo rostro delgado y de pómulos altos daba la impresión de fuerza interior pero asimismo de un carácter bastante distraído, como si sus energías estuvieran concentradas en problemas que la mayoría de la gente pasa por alto o evita. Probablemente podía creer todo lo que dijera, pero probablemente diría poco si él se comportaba con torpeza.

Suavemente le preguntó si le sería posible ver a la tía del muchacho muerto.

Eso pareció poner nerviosa a la mujer, así que se apresuró a añadir:

—Se lo aseguro, trataré de no alterarla.

—Oh, ya lo creo. Sólo que me temo que no está disponible. —Luego le explicó que la señorita Welch había emprendido un viaje turístico en autocar.

—¿Un viaje turístico en autocar?

—Ya sé que parece insensible en un momento como éste —dijo la mujer con un hilo de voz—, pero ella lo consideraba necesario.

—Entiendo —repuso Boyle con cautela, y levantó la vista, mirando la hilera de dibujos de la pared enfrente de él.

—A propósito, estoy impresionado por estos cuadros.

—¿De veras? —la mujer comenzó a sonreír.

—Sí, el arte es mi hobby.

—Eso es un poco insólito para un policía, ¿no?

—Ya me lo dicen, ya. Me gustan de verdad. ¿Son todos del mismo artista?

Su sonrisa se ensanchó.

—Sí que lo son.

—Me gusta el trazo… económico, pero da una gran ilusión de profundidad. Y existe como un algo onírico en las formas. Me recuerdan un poco a Miró, pero con su propia presencia.

—Gracias.

—¿Así que son suyos?

—Sí. —Evitó sus ojos, pero sonrió para denotar la intensidad de su orgullo. Como la mayoría de los artistas, sucumbía con facilidad a las lisonjas.

—¿Expone usted? —preguntó, aprovechándose de la ventaja.

—Oh, no.

—Pues tendría que hacerlo.

—¿Usted cree?

—En mi opinión, sí. —Y hablaba realmente en serio; la obra poseía una inconfundible autoridad y viveza. Pero no estaba allí para descubrir a una artista, de modo que le preguntó bruscamente el nombre del autocar turístico que había cogido la tía de Shore.

Ilusionada todavía por la crítica de sus dibujos, Edna Shore se lo dijo de inmediato. Luego, la sorpresa ante su pregunta pareció extrañarla.

—¿Es eso importante? —inquirió.

—Bueno, pudiera serlo. En nuestras pesquisas tal vez necesitemos sin demora que ella nos proporcione cierta información. Si sabemos dónde se encuentra el autocar, podemos ponernos en contacto con ella enseguida.

—Oh, claro. ¿Querría ahora una taza de té?

Boyle se puso de pie para marcharse.

—Lo siento, pero debo irme. —Miró de nuevo los dibujos, luego se dirigió hacia la puerta. Allí se volvió y la cogió desprevenida una vez más.

—¿Dijo usted que el viaje era necesario?

—Eso es lo que ella me dijo. Sabe usted, ella cree que alguna clase de viaje en autocar tiene relación con la muerte de su sobrino.

—Es una interesante idea. ¿No está de acuerdo?

Edna Sutton se encogió de hombros, una distraída expresión instalándose de nuevo en sus ojos, ahora que el tema ya no era el arte.

—Yo nada sé de eso.

La creyó.

—Pero Vicky hará lo que crea conveniente —agregó la mujer—. Quería mucho a ese chico.

El autocar se dirigía al norte desde Las Vegas, cruzando el desierto. A través del cristal teñido de las ventanillas, los pasajeros veían la artemisa llevada por el viento y el ave lira saltando sobre la tierra dura. Victoria estaba ya hablando agradablemente con el hombre nuevo, aunque por encima de su hombro vislumbraba con frecuencia a Karen que les miraba furiosa. El señor Boyle había decidido unirse al viaje después de unos decepcionantes días en las mesas de dados de Las Vegas. Era un hombre educado, que le pedía permiso para fumar, si bien a Victoria le costaba adivinar lo que estaba pensando. Su rostro era impasible, fuera a propósito o por una natural compostura. Sus serenos ojos grises parecían bastante amables, y, con todo, en ciertos momentos se entornaban de una manera que le daba escalofríos. Resolvió que el hombre era fascinante, pero la gente reservada siempre la había atraído. Decidió adivinar su signo.

—No me diga el mes en que nació —le dijo—. Déjeme averiguarlo. En primer lugar, ¿qué tipo de actividades le gustan?

El señor Boyle se rio.

—Comer.

—¡Ajá!

—¿Es eso importante?

—Mucho. Siga.

—Bien, me gusta el arte. En realidad, soy marchante.

—¿Cómo es con el dinero?

—Supongo que bastante tacaño.

—¿Significan mucho las posesiones para usted?

—Me temo que sí. Soy un coleccionista nato.

—¿Y que tal el amor? —En respuesta a su maliciosa mirada, realmente su primera expresión concreta, agregó—: Hablo en serio. ¿Se considera sensual?

—Sí. —Hizo una pensativa pausa—. Sí, en efecto.

—No me refiero sólo al sexo. Quiero decir, ¿le emociona más la belleza que las ideas?

—Desde luego.

—¿Es usted leal?

—Excepcionalmente, según me han dicho.

—¿Goza de buena salud?

—Bueno, hasta ahora sí. Pero se supone que estoy a dieta.

—¿La respeta?

—El señor Boyle negó con la cabeza.

—¿Así que se considera un poco autoindulgente?

—Más que un poco, me temo. —Sus ojos se entornaron de pronto, de una manera que daba escalofríos y la fascinaba—. ¿La están llevando a alguna parte estas preguntas?

—Creo que sí. Casi estoy a punto de averiguarlo. ¿Es usted especialmente aficionado a la vida familiar?

—Lo era.

Victoria suspiró enfáticamente.

—Una pregunta más. ¿Le gusta la música?

—Junto con el arte, es mi pasión.

—¿Nació en mayo?

Le encantó ver su cara torcerse con un gesto de perplejidad.

—¿Cómo lo ha sabido?

—Usted posee todos los rasgos de un Tauro. —Luego añadió casi sin pensar—: Salvo por su especial nerviosismo. Por lo general, el Tauro es más tranquilo. Pero eso podría deberse a su ascendente o su luna.

—¿Cuáles son?

—Me temo que no podría decírselo sin hacer una carta, y no he traído mis materiales. ¿Qué día de mayo?

—El tres.

—¡Qué interesante! Nació el mismo día que Nicolás Maquiavelo.

Los dos se rieron, pero Victoria pudo advertir que sus ojos eran sombríos, y ahora le resultó evidente que había algo patético en ese hombre, algo que la desafiaba y la repelía a un tiempo. No era que, como la mayoría de las personas, tuvieran una opinión desdeñosa de su creencia en la astrología. La perturbadora impresión que le producía era el resultado de una personalidad insondable. Aun cuando mucho de él fuera Tauro y agradable, en el interior de este hombre existía también una vida de secretos, regida probablemente por Saturno y Marte, por las tinieblas y la violencia, y, a través de este mundo de sombras, él caminaba con plena autoridad. ¡Cuán adecuado era que, para un viaje así, hubiera encontrado a un compañero semejante!

Pero se reían de su afinidad con Maquiavelo, y el sonido afable de sus risas hacía que Karen, desconsolada, les fulminara con los ojos.

Cerca del seco y polvoriento pueblecito de Panaca, el autocar se detuvo y los pasajeros bajaron para admirar la Garganta de la Catedral, un inmenso abismo erosionado por el viento, espectacularmente iluminado, con arcos y agujas enhiestas. Boyle permaneció junto a la rechoncha mujercita cuyo rastro había estado siguiendo desde el preciso instante que abandonara el despacho de la señorita Sackman. A pesar de las patrañas sobre astrología, Victoria Welch no era, indudablemente, una estúpida. Sus ojillos azules parecían no perderse detalle mientras paseaba con ella en la cálida y despejada mañana hacia un punto estratégico desde el que contemplar la garganta. Era una investigadora extraña, un tanto cómica, con su falda llena de arrugas y su blusa floreada, pero, pretendía ser: una investigadora. ¡Realmente había emprendido este viaje para descubrir al asesino de su sobrino! Por supuesto, las posibilidades de que lo consiguiera eran matemáticamente nulas, y, con todo, su método era el correcto. Era evidente que su sobrino le había explicado lo del robo y por lo tanto ella «sabía» que habían muerto unas personas en un autocar durante un viaje parecido, mucho antes de que las encontraran muertas en un accidente. Tarde o temprano, Boyle tendría que eliminar a una persona con semejante información. Sin embargo, si lo hacía antes de descubrir los efectos personales, su propósito se vería frustrado. Nunca se había encontrado en una situación comparable. Posiblemente la única persona que podía ayudarle a recuperar los efectos personales se había propuesto inconscientemente demostrar que él era un asesino.

Todos tenían calor y sed después de regresar de la garganta y, aun cuando el señor Carver conectó el aire acondicionado, se oían quejas por todo el autocar. Anunció por el micro que, puesto que debían de atravesar casi ciento sesenta kilómetros de terreno árido hasta llegar a las Cuevas de Lehman, harían un alto a mitad de camino en una estación agrícola federal para comer algo y descansar. Se produjo un griterío alborozado.

Karen aprovechó la ocasión para preguntarle a Boyle:

—La estación de agricultura no figura en el folleto del viaje, ¿verdad?

Boyle se encogió de hombros, tratando de ocultar su asombro ante lo que el conductor acababa de anunciar.

—Realmente no lo sé.

—¿Pero el gobierno nos permitirá entrar en la estación? —insistió ella, esbozando una sonrisa que nada tenía que ver con su pregunta.

—Yo diría que no —repuso Boyle titubeante—. Yo imaginaba que nos harían desviar.

—Igual que yo.

—Perdone —dijo Victoria, y abandonó su asiento.

Boyle miró con curiosidad cómo recorría el pasillo tambaleándose y se inclinaba sobre el hombro del conductor.

—Pero, por otra parte —dijo Karen animada—, la organización del viaje podría haber hecho alguna clase de arreglo. Me parece que no nos hemos presentado formalmente. Soy Karen Hill.

Boyle se presentó sin entusiasmo, observando a la bibliotecaria, de pie al frente del autocar. La mujer del otro lado estaba diciendo algo más cuando Victoria regresó y se detuvo en su fila.

—Me he enterado —le dijo a Karen.

—¿Ah sí? —contestó Karen con indiferencia, su rostro expectante, y se volvió con prontitud hacia Boyle.

Éste se puso de pie y dejó que la bibliotecaria ocupara su asiento junto a la ventanilla.

—El señor Carver dice que el guardián nos permitirá entrar en la estación porque es domingo. No es oficial, pero ya está hecho.

—¿De veras? —dijo Boyle.

—El señor Carver llamó esta mañana desde Las Vegas. El guardián tendrá bocadillos y todo a punto.

—Ojalá tenga los martinis a punto —interpuso Karen, con un guiño a Boyle.

Éste se encorvó en el asiento y cerró los ojos, fingiendo dormir. Más tarde los abrió para encontrarse con la mirada inquisitiva de Victoria Welch.

—¿Algo va mal? —le preguntó ella tranquilamente.

—¿Mal? ¿Por qué? No. ¿Qué podría ir mal?

—Sólo tenía la sensación… —Hizo un breve gesto con las dos manos—. Bueno, no sé.

—Sólo tengo sed —explicó, forzando una sonrisa.

—Ah, ¡su naturaleza de Tauro!

Pero algo iba realmente mal, y ya era tarde para que Boyle hiciera algo para arreglarlo. Tristemente le preguntó al aire por qué esa gente cometería el mismo error una y otra vez.