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A la mañana siguiente a su última llamada desde Imperial Beach, Victoria, la tía de Warren, telefoneó a la habitación de éste repetidas veces, asistida por el lúgubre convencimiento de que habitualmente una resaca le tenía en la cama hasta mediodía. La ansiedad la incitaba a ponerse en contacto con el motel, y, pensando aún en la llamada telefónica de su sobrino la noche anterior, exigió que el director revisase la habitación. El director no le devolvió la llamada, de modo que ella, con creciente temor, siguió telefoneando. Cuando un hombre contestó por fin, éste insistió en que le diese su nombre y dirección antes de informarla de la muerte de Warren Shore.

Ella se desplomó en una silla como si la hubieran golpeado en la nuca. Aún no había asimilado esta noticia cuando llamaron a la puerta, lo cual la desvió de un torbellino de imágenes —Warren en la playa, Warren sonándose la nariz, Warren pálido y ojeroso en la cama del hospital para veteranos, Warren de niño acunado en sus brazos, Warren hundiendo la cabeza en su regazo ante la noticia de la muerte de sus padres, Warren sonriendo frente a la espléndida vista del puente Golden Gate—, y centró su atención en el haz de rayos de sol del atardecer que cruzaba la puerta. El que llamaba era un detective del cuerpo de San Francisco, actuando en nombre de la policía de San Diego. Por él se enteró de que se había encontrado un paquete de heroína bajo la almohada de Warren. El interrogatorio a que la sometió fue rudo, brutal, una insistente tentativa de sacarle cualquier tipo de información que confirmase la teoría policial de un asesinato asociado con la droga. Una y otra vez retornaba él al hecho de que Warren había sido un veterano de guerra.

—¿Mi sobrino y heroína? ¡Jamás! —afirmó ella, y sostuvo la penetrante mirada de los fríos ojos azules del detective con una de sus más inquebrantables miradas. Era evidente que la policía estaba convencida, y, según el machacón pero mecánico interrogatorio, era evidente que consideraban éste como otro crimen rutinario de los que Victoria oía por las noches informar en televisión.

—No mi sobrino —le repitió ya en la puerta, tan enojada por el aire de ciega arrogancia del hombre, que no le indicó siquiera lo que era evidente para «ella:» alguien podía haber colocado la heroína en la habitación del motel tan sólo con este fin: embaucar a la policía. De haber sido el hombre un poco simpático, probablemente le hubiese hablado del autocar que Warren robara, pero a solas entre las sombras de la tarde, se alegraba de haber guardado silencio. El estúpido acto de Warren habría simplemente confirmado la sospecha del detective: un joven veterano de guerra, enviciado con las drogas en Vietnam, cometía robos para costear su hábito. Ese detective de cuadrada mandíbula, corte de pelo al rape y gélidos ojos azules habría pasado por alto su disparatada declaración de que Warren Shore había robado un autocar lleno de muertos. Con la ayuda de cómplices, posiblemente hubiera robado a los pasajeros y luego despeñado el autocar en la Carretera de la Costa, ya que esto era lógico, un hecho innegable que el duro detective y los de su calaña podrían aceptar.

Victoria Welch permaneció sentada en la tarde que declinaba; sus sospechas de que Warren había estado condenado a muerte desde el momento en que robara el autocar iban en aumento. Sólo tres días antes, cuando había ido a su apartamento acarreando una bolsa de lavandería repleta de efectos robados y rogándole que se lo guardase, ella le había advertido que podía meterse en líos, no únicamente porque había cometido un crimen, sino porque las circunstancias eran de lo más extrañas. Warren se había reído de sus temores, que le parecían fundados en la superstición —robar a los muertos, ese tipo de cosas—, y había argüido que, posiblemente, nadie pudiera localizarle. Se encogió de hombros cuando ella sugirió que los pasajeros habían sido arrojados por el acantilado para dar la impresión de que sus muertes habían sido accidentales. Cuando se encogió de hombros, Warren soñaba sin duda en el zoo que iría a visitar. ¿Pero cómo les habían matado?, insistió ella. Él le dio una pronta pero desinteresada respuesta: mediante los gases de un motor defectuoso. Incluso era posible, añadió con una cierta ligereza, que el conductor del autocar les hubiera lanzado por el acantilado con el fin de ahorrar dificultades a la compañía. A lo que ella contestó preguntando por qué no habían asfixiado también al conductor, o, si se había librado de ello, ¿por qué se hallaba en el autocar siniestrado junto con los pasajeros? Warren volvió a encogerse de hombros, mirando por la ventana, ya sin el mínimo interés en el asunto. No era que careciese de imaginación; simplemente, la suya estaba ocupada en otra parte: en el mundo de fantasía al que había huido desde el preciso instante en que volviera de Vietnam. Tres días antes sólo había deseado una cosa: ver los animales del zoo de San Diego.

Pobre Warren, nunca había tenido suerte: perder sus padres a los doce años, ir a una guerra en la que no creía, sufrir una terrible herida y soportar una larga rehabilitación. Nunca había tenido la oportunidad de encontrarse a sí mismo. Era desleal. Era injusto. Era vergonzoso que este infortunado joven, que tanto se había sacrificado por su país, tuviera que ir, deshonrado, a una tumba prematura.

Warren, muerto. Su sobrino. Alguien le había asesinado.

Este hecho la llevó al borde de la silla.

Alguien le había asesinado a causa del autocar.

Juntó las manos, formando un furioso campanario de concentración, al recordar que Warren dijera que un hombre le había estado siguiendo. Se puso de pie y empezó a pasearse, ajustándose malhumorada las gafas sobre la nariz.

Alguien había asesinado a Warren a causa del autocar.

Las sombras se alargaron, la suave luz se oscureció hasta adquirir un tono lavanda, y luego se extinguió, pero ella siguió paseando sin encender lámpara alguna. En la oscuridad, su mente se concentraba en una única idea: Warren había sido asesinado porque había robado aquel autocar.

Si tan sólo viviera su marido; él solucionaría las cosas, defendería el nombre de Warren. ¿Warren un drogadicto? ¡Jamás! Era desleal, injusto, vergonzoso que la policía le considerase un drogadicto simplemente porque había luchado por su país. ¿Su sobrino otra cifra en las estadísticas de crímenes? ¡Jamás!

Victoria se detuvo y se quitó las gafas de un manotazo, como si fuera un hombre disponiéndose a enzarzarse en una pelea callejera. Henry ya no estaba allí para reflexionar, para hacerse cargo, pero eso no cambiaba las cosas, el asesino de Warren debía ser llevado ante la justicia. De modo que ella se encargaría. Con el último hálito de su cuerpo lucharía hasta limpiar el nombre de su sobrino. ¿Qué le diría Henry que hiciese? Exactamente eso. Lo que había admirado especialmente en su marido era su rancio sentido del honor. Como pareja, habían sido una isla en un mar de cinismo, y ahora, ella como individuo, tenía que dar fe de la autenticidad de las verdades en las que ambos habían creído. ¡Sí!

Encendiendo las luces, Victoria entró en la cocina para preparar té. Le temblaban las manos. Sus antepasados se remontaban hasta los pioneros que lucharon y murieron en los caminos del Oeste. En aquellos días la gente cuidaba de sí misma, y eso era justo, y hoy en día, en un mundo de policías hastiados para quienes la justicia es una tarea mecánica, era justo que ella, el único familiar de Warren, debiera defender su reputación. Dios es testigo, pocas personas le habían hecho caso en su corta vida. Miró ascender las primeras burbujas a la superficie del agua que se calentaba.

En un momento de insensato impulso se había apoderado de los efectos personales de muertos, lo cual era algo lamentable, pero Warren había estado en una terrible guerra y, si bien su cuerpo se había recuperado, su mente había seguido padeciendo las consecuencias. ¿Pero un drogadicto? ¡Jamás! Si en el mundo existía algo que detestase, era la adicción a las drogas. Cuando oía tales palabras, ciertas imágenes destellaban en su mente: escolares que regresaban tranquilamente a casa desde la escuela, abordados por un hombre repulsivo y sonriente; oscuras callejuelas y centellear de agujas; una chica drogodependiente atada a la cama de un hospital. ¿Su Warren un adicto a las drogas? ¡Jamás!

En un cazo puso cuatro cucharadas de Ching Wo, un té negro chino especial, y luego, con un tajante encogimiento de hombros, fue a grandes zancadas hasta la otra habitación y llamó a la vieja Sackman. Con voz átona, explicó rápidamente que su sobrino había muerto en San Diego, que debía desplazarse allí durante unos días para arreglar los asuntos. La noticia fue tan inesperada, tan escueta, que la jefa de bibliotecarios se quedó demasiado aturrullada —o puede que fuese demasiado lerda, pensó Victoria—, para formularle preguntas embarazosas. La llamada concluyó en un par de minutos y Victoria volvió a ocuparse del té. Después de la sequedad con que tratara a la vieja Sackman, el aroma del Ching Wo le pareció especialmente sutil.

Mientras lo tomaba a pequeños sorbos, Victoria se dijo una vez más que iba a encontrar al asesino de su sobrino. Era una resolución que la estremecía y la ponía nerviosa a la vez. Pero no había tiempo de explayarse en la patente bravuconería de semejante idea… tenía que ponerla en práctica, y ponerla en práctica lógicamente, paso a paso, como los detectives en los relatos de misterio. Debía empezar con lo que tenía… los mismos efectos personales. Por lo tanto, Victoria se puso de pie y acarreó la bolsa de lavandería fuera del armario… experimentando un momentáneo aturdimiento al caer en la cuenta de que el detective podría haberla descubierto fácilmente. Pudo imaginar los posteriores acontecimientos: ella calificada de cómplice de su sobrino drogadicto; el juicio; su encarcelamiento; la Sackman de fondo, cacareando jubilosa.

Victoria volcó la bolsa y lo vació todo en el suelo. Esparcido alrededor de ella, en cuanto se arrodilló con dificultad, había un surtido de las cosas comunes que lleva la gente. Pero tales cosas eran de algún modo especiales, porque alguien había asesinado a su sobrino por su causa. Si su investigación (¡«su» investigación!), se ceñía a las normas estándares de la detección que había encontrado en las novelas policíacas, estos objetos deberían proporcionarle pistas. La vieja Sackman siempre se había mofado de su entusiasmo por los relatos detectivescos, y desde luego era cierto que ella disfrutaba con un buen misterio, las trampas y argucias, los falsos comienzos, la pista enterrada, la inesperada y clarificadora solución. El desdén de la jefa de bibliotecarios nunca la había molestado, y ahora menos que menos. Que se riese la vieja arpía. Victoria suponía que años de ese tipo de lecturas le habían aportado pizcas de conocimiento que ahora podría aplicar a un auténtico caso, en el cual las verdades de la justicia y el honor estaban efectivamente en juego. Mirando las carteras y joyas desparramadas ante ella, como las numerosas piezas de la clase de crucigrama en el que trabajaba todos los domingos, Victoria resolvió analizarlos utilizando las tradiciones de la lógica e intuición, que tan buenos servicios habían prestado a Holmes y Dupin. O, al menos, iba a intentarlo.

Nacida bajo el signo de Acuario, el mismo de Darwin y Galileo, estaba decidida a emprender su investigación de manera científica, sin precipitarse en las conclusiones. Por consiguiente, empezó con un análisis de los efectos robados. ¿Revelaba algo su naturaleza? ¿Había algo en alguno o todos los objetos esparcidos enfrente de ella que poseyera un significado particular? Puso los relojes en una pila, las joyas en otra, las carteras en una tercera, y los objetos diversos en una cuarta. Tras un atento examen de cada artículo, Victoria decidió que lo más notable de todos esos efectos era su carácter corriente. Ningún valioso diamante, ninguna pieza de oro macizo o platino; éste era un material que pertenecía a la clase media trabajadora: funcional, vulgar, lucido o llevado encima con protector orgullo.

A continuación, de los nombres en las carteras y grabados en las joyas, hizo una lista alfabética, que iba de Allen a Weller. Estudió los nombres en busca de una pauta que los interrelacionara, familiar o racialmente. Más que nada esperaba encontrar un predominio de italianos; a causa de libros recientes y películas, su mente los asociaba de inmediato con la violencia. Pero preponderaban los nombres ingleses, con abundante presencia de alemanes y chinos, así como italianos, junto con varios centroeuropeos y un latino.

El aspecto más importante de la investigación comenzaría ahora. Antes de ponerse a ello, Victoria se tomó otra taza de Ching Wo y se desperezó para aliviar el dolor de espalda que le había cogido al permanecer encorvada tanto rato. Había ido en bata y con sus raídas zapatillas favoritas todo el día. Éste era su atuendo dominical, que llevaba cuando disponía de tiempo para disfrutar de buen té y buenos libros y de un programa especial en televisión, y para permanecer en la ventana y contemplar con nostalgia a las parejas que paseaban hacia el Muelle del Pescador.

Reunió todos los carnets de identidad, tarjetas de crédito y fotografías de las carteras y los amontonó sobre el escritorio. En una gran hoja de papel pautado escribió a los pasajeros a lo largo del lado izquierdo, y en la parte superior apuntó cuatro encabezamientos: Edad, Dirección, Profesión, Organizaciones. Con el quisquilloso esmero de una experta bibliotecaria, examinó cada documento y apuntó la información apropiada bajo la categoría correspondiente. Una vez lo hubo hecho, analizó los datos. Estaba claro que muchos de los pasajeros eran mayores, su promedio de edad era de cincuenta y tres años, si bien media docena de ellos estaba por debajo de los treinta. Casi todos procedían de San Diego y comunidades cercanas: La Mesa, Lemon Grove, National City, Paradise Hills. La variedad de profesiones la desalentó; éstas iban de enfermera e ingeniero a mecánico de aviones y barbero. Supuso que aquéllos que carecían de identificación profesional eran amas de casa y jubilados. Había depositado todas sus esperanzas en las organizaciones, pero en este punto también se llevó una decepción. Lo que descubrió fue varias afiliaciones de salud y de créditos, los datos impersonales de un mundo computerizado. Finalmente, su detenido examen de las fotografías confirmó su presunción de que esas personas habían llevado vidas vulgares, ordenadas y decentes. La mayoría de las fotos mostraban a niños pequeños o madres jóvenes con bebés en los brazos, o guapas muchachas posando en jardines o playas o canosas parejas de pie frente a casas modestas.

Victoria apartó los documentos de un manotazo y apoyó los codos sobre el escritorio, oyendo a intervalos los estridentes chillidos de las gaviotas del puerto. Entonces cogió un recorte de periódico del cajón del escritorio y lo releyó. Era una noticia sobre el accidente, no más de quince líneas, que informaba de que un autocar de San Diego, de regreso de un viaje por los estados occidentales, se había despeñado en la Carretera de la Costa. Comprendió con tristeza que sus laberínticas pesquisas no habían descubierto más que eso. Su gran esfuerzo había simplemente confirmado lo que decía el artículo: el autocar procedía de San Diego y llevaba a turistas. Y la noticia incluía una información que la pila de objetos no facilitaba: el nombre de la compañía del autocar.

Ella y Edna Sutton habían sido amigas desde la infancia. Edna era una Libra con su luna en Leo, y de acuerdo con semejante combinación astrológica, era alta y delgada y poseía los etéreos rasgos de alguien dedicado a la vida espiritual. Era una Libra artística, cuya luna alentaba su generosidad, pero ambos signos se combinaban también para hacerla un tanto simplona y una presa fácil de la adulación. Ella y Victoria habían enviudado el mismo año, y una vez habían emprendido juntas un agradable viaje a México. De la docena de personas que Victoria conocía en San Diego, eligió llamar a su vieja amiga para solicitar su ayuda.

Apenas había Edna contestado al teléfono, cuando Victoria le explicó sin rodeos la muerte de Warren, le habló de la heroína en la habitación del motel, de las injustas suposiciones hechas por la policía. Victoria no mencionó, con todo, el robo del autocar… las estrellas le habían concedido la virtud de un carácter más prudente que el de Edna.

Al final de este rápido relato, Edna empezó a sollozar y lamentarse, «oh, Vicky, oh, Vicky», y Victoria pudo imaginar la cara delgada, de pómulos altos, los grandes ojos saltones, los lívidos y temblorosos labios. Victoria esperó que el sincero arranque se calmara, luego, con la voz seca que reservaba para conferenciar con los investigadores en la biblioteca, anunció que al día siguiente haría un viaje en autocar.

—¿Qué, Vicky? ¿Un… viaje en autocar? —los lamentos fueron repentinamente sustituidos por atónita incredulidad—. Vicky, ¿qué has dicho?

—Mañana voy a coger el autocar de San Diego. La línea Western Tour.

—¿Así que mañana estarás aquí? ¿Para el funeral?

—Deja que me explique, Edna. No iré a San Diego para el funeral. Iré para coger un autocar a propósito del asesinato de Warren. ¿Lo entiendes?

—Oh, Vicky —la voz tembló a causa del desconcierto, la aflicción; Edna había conocido a Warren, y no había tenido dificultad alguna en quererlo como quería a su amiga.

—Edna, quiero que hagas algo por mí.

—¡Lo que sea!

Victoria iba a perturbar aún más a la pobre Edna con esta petición: quería que Edna efectuara las gestiones para la incineración de Warren, y no sólo esto, sino también para un «entierro en avión». Poco después de abandonar el hospital, Warren había llegado una noche al piso de Victoria, borracho, murmurando acerca de la muerte. Se había sentado en el sofá, bebiéndose el whisky que ella guardaba para las visitas y para Navidad, declarando que cuando muriese quería ser incinerado y que sus cenizas fuesen esparcidas desde un avión sobre el Pacífico. ¡Cuán propio de él era eso! Y Victoria había jurado solemnemente, ante su insistencia aquella noche, hacer los arreglos para su disposición exactamente de este modo en caso de que muriese antes que ella. Había aceptado, tal vez, porque nunca soñó que le sobreviviría. Ahora su promesa debía ser cumplida. Se lo explicó a Edna, cuya respuesta fue una rápida inspiración, un susurrado «Vicky».

—¿Querrás efectuar estas gestiones, Edna?

—Claro que sí —repuso su amiga al instante—. ¿Pero tú no estarás allí siquiera?

—Es «vital» que coja el autocar mañana. No hay otro durante tres días. Debo hacerlo, Edna.

—Si debes, debes. Claro que arreglaré las cosas. Pero no comprendo…

—Algún día, cuando haya tiempo, te lo explicaré todo. —Victoria echó un vistazo a su reloj, un Longines, que era el último regalo que su marido le hiciera, con la inscripción en el dorso: «Para mi querida esposa».

—Edna, tengo que prepararme ahora. Hacer la maleta, las reservas, y mañana antes de marcharme, tengo que pasar por el banco. —De nuevo apareció la imagen en su mente: la cara delgada, los ojos luminosos, los labios pálidos de tensión—. Querida amiga —dijo Victoria suavemente—, no me juzgues por lo que hago, por favor.

—No lo haré. Nunca lo he hecho. Haz lo que debas, y yo haré lo que me corresponde.

Y Edna lo haría; Victoria podía contar con ello. La leal Edna realizaría las gestiones para el extraño funeral, tan desagradable a sus propias creencias, como si el esparcir unas cenizas sobre el océano fuera el modo más puro de reunirse con Dios, como si Warren fuera su propia carne y sangre y sus opiniones fueran las suyas. Victoria se dejó caer en una silla después de su llamada telefónica, entregándose a viejos recuerdos de Warren, luego de Edna en México, el rostro beatífico ante la primera visión del Popocatépetl… ¡qué vulnerable era una mujer de sesenta años a las imágenes del pasado! Se incorporó, y llamó en primer lugar a una línea aérea, acto seguido a la compañía de autocares Western Tour, en San Diego. Había muchas cosas que hacer antes de irse a la cama, no quedaba tiempo para el lujo del dolor. Toda su vida Victoria Welch se había enfrentado a la calamidad y al infortunio de esta enérgica manera, con tenaz autocontrol. Incluso cuando había ocurrido lo peor —su marido desplomándose una tarde a causa de un fallo cardíaco—, su reacción había sido inmediata, práctica, y, en mejores circunstancias, podría haberle salvado la vida. En los segundos que duró su ataque, Victoria se había arrodillado para hacerle el boca a boca, golpeándole el pecho con un puño, tan resuelta como un hombre, en un esfuerzo por estimular la actividad cardíaca. Para ciertas personas, este dominio de sus sentimientos había sido una muestra de frialdad; se habían quedado perplejas y, en su fuero interno, ofendidas por la presencia de ánimo de una mujercita sumisa. No comprendían que, aunque alguien como la jefa de bibliotecarios Sackman pudiera pisotearla por nimiedades, si surgiese una crisis Victoria Welch estaba preparada para hacerle frente con su sol en Acuario y su luna en Aries, puesta su confianza en las ideas claras, la acción inmediata y una voluntad de hierro.

Una única pregunta asediaba a Alexander Boyle, sentado en su despacho con la puerta cerrada: ¿Dónde había ocultado el muchacho esos efectos personales? Ahora parecía probable que Shore los hubiera dejado a otra persona que a Julie Saunders, antes de dirigirse al sur, hacia el zoo. Shore tenía abundante dinero para el viaje, por lo tanto no existía motivo alguno para acarrear los efectos por todas partes. Pero si no se los había dejado a Julie, ¿entonces a alguien del sórdido hotel de North Beach? Esto era poco probable, porque los hoteles de ese tipo eran casi tan seguros como la calle Market a medianoche. Según probaba la libreta del muchacho y por lo que Boyle había visto de su conducta, había sido un paranoico a la vez que obsesivo, una combinación que daba a entender que sólo se fiaría de alguien que hubiera merecido su plena confianza en el pasado. Pudiera ser una chica, un compañero del ejército, posiblemente un pariente. Debido a su irascible carácter, sin embargo, era dudoso que Shore hubiera hecho amistades fácilmente en el servicio o, después de su licenciatura, entablado una sólida relación con una chica. Pero ¿qué clase de pariente aceptaría la custodia de una bolsa llena de relojes y joyas sin mostrarse receloso? Sólo alguien poco honrado, estúpido o sumiso.

Y así Boyle retornó a la pregunta, persiguiéndola como una ardilla en una rueda de andar. Sacó la libreta, esperando que otra ojeada a la misma pudiera proporcionarle una nueva orientación, y, estaba volviendo las páginas lentamente, cuando sonó el teléfono. Se puso de pie, abrió la puerta, y llamó al señor Vertrees, que estaba sentado con una revista en la galería.

—Si es la señorita Saunders —le advirtió Boyle—, no estoy y no sabes cuándo volveré.

Con una sonrisa afectada, el flaco joven entró sin prisa en el despacho y contestó al teléfono.

—Galería Boyle. ¿Sí? ¿Quién es, por favor? Entiendo. Sí. Pues lo siento, pero ha salido. No, no sé cuándo. ¿Le importaría dejarme su número? Entiendo. De todas maneras, le diré que ha llamado. —El señor Vertrees colgó el teléfono, su mirada coincidió un instante con la de Boyle, y, sin una palabra, regresó a la galería, cerrando tras él la puerta de la oficina.

Expulsando el recuerdo de incienso, cojines rojos y suave piel blanca, Boyle recogió la libreta. Pasó páginas hasta llegar a los números telefónicos. ¡Claro!, había olvidado por completo el número de la biblioteca con su manchada extensión. ¿Por qué querría un chico inquieto y despistado como Warren Shore apuntar el número de una biblioteca? Decididamente, no era de los que se pasan el día estudiando en un escritorio o rondando por las estanterías de libros. Había tenido un sitio más vivo por el que rondar.

Era una escasa esperanza, pero Alexander Boyle estaba dispuesto a aferrarse a cualquier cosa. Abrió la puerta del despacho y le dijo a Vertrees que iba a salir.

Señorita Sackman, jefa de bibliotecarios. A ella correspondía la primera de las nueve extensiones que empezaban con el número tres.

Aguardó en un reducido pero inmaculado despacho durante casi diez minutos antes de que una mujercita de cierta edad entrara con paso majestuoso, su boca moviéndose ya.

—Siento que haya tenido que esperar, señor, hoy estoy terriblemente ocupada con todo el mundo fuera por alguna u otra razón y me toca hacer todo el trabajo, ¿en qué puedo servirle? —La mujercita, tal vez a mitad de los sesenta, vestía un arrugado vestido estampado, de un rojo chillón, demasiado juvenil para ella, y una trenza postiza de color castaño que no casaba con el gris esencial de su propio cabello. Sin esperar respuesta, continuó—: La gente cree que no tenemos más que hacer que sentarnos por ahí y leer libros. ¡Libros! ¡Ja! Parece que yo nunca tengo tiempo para ellos y, sin embargo, la gente me mira pasmada cuando digo que ni siquiera he abierto el último best-seller. ¿Señor?

Boyle abrió su cartera y le tendió un carnet de investigador privado. La señorita Sackman se puso las gafas que colgaban de su cuello de un cordón de piel. Examinó prudentemente la falsa credencial de Boyle.

—Cuando la señorita Claremont me dijo quién era usted, no pude creerlo; me dije a mí misma que qué podía querer un hombre así de mí, pero aquí está usted, ¿verdad? Por favor, siéntese —le invitó con entusiasmo, dejando caer a su vez su considerable volumen en una silla giratoria detrás de un escritorio sin una hoja de papel encima—. Aquí no vienen investigadores cada día, sabe usted. Es una vida estrictamente organizada la que llevamos, pero agotadora, puede estar seguro, aunque la gente cree que no tenemos nada mejor que hacer que leer, leer, leer. Pero yo evito las novelas por principio. ¿Usted no? —Se rio entre dientes e hizo un amplio gesto con la mano—. Pero es evidente que usted ha venido en busca de información, ¿verdad? ¿Se trata de uno de nuestros lectores de revistas?

Boyle estaba pensando en una contestación cuando ella añadió:

—Puede confiar en mí, señor. En lo tocante a las confidencias, soy una tumba. —Se inclinó hacia delante, una expansiva sonrisa en su cara por el anticipado placer de la colaboración—. La gente cree que no sé lo que pasa en este sitio, me ven ir y venir y piensan, bueno, está demasiado atareada para darse cuenta. Pero nunca se me escapa nada de nada y entre usted y yo sospecho de más de uno de ellos. Hablo de esos lectores de revistas.

—Señorita Sackman…

—La manera en que salen de la calle y están todo el día sentados con una revista… Pienso: «Mírales, no tienen ni idea de leer, están tramando alguna cosa. Conspirando o algo». Por supuesto que algunos no tienen adónde ir, pero he visto a muchos que despiertan mis sospechas. Están preparando algo en detrimento de otras personas o de esta comunidad. Lo están, si conozco yo la naturaleza humana. Tengo dos cosas a mi favor, señor… rigurosa atención al detalle y conocimiento de la naturaleza humana.

—Sí. Señorita Sackman, estoy buscando a un joven que puede estar relacionado de alguna manera con su biblioteca y…

—Si lo está, yo lo sabré.

—Y todo lo que tengo para seguir adelante es su nombre, así que le agradecería…

—¿No proceden siempre así ustedes los investigadores? Empiezan con casi nada y construyen. Nunca he sido una aficionada a los relatos de misterio como algunas personas que conozco —hizo un rápido movimiento despectivo con la mano—. Mi responsabilidad aquí no me deja tiempo para este tipo de frivolidad. Ni siquiera dispongo de tiempo para el periódico dominical. Los fines de semana hay tantísimo quehacer en mi piso, mis listas, por ejemplo. —Le echó una confidencial mirada de soslayo—. ¿Hace usted listas, señor? Las encuentro indispensables. Yo hago una lista completa una vez por semana del contenido de mi nevera —declaró orgullosa—. Así es como conservo fresca mi comida, entiende, y permítame decirle que la gente que asegura ser capaz de recordar algo sin apuntarlo sólo se engaña a sí misma. El orden depende de llevar un cuidadoso registro. Mi padre me lo enseñó. Pero le estoy diciendo algo que usted ya sabe porque como investigador está usted entrenado, ¿ha hecho una lista mental de todo lo que hay en mi despacho? ¿Lo ve? ¡Sé que lo ha hecho!

—Señorita Sackman —continuó Boyle apresuradamente, mientras ella hacía una pausa para recobrar el aliento—, se llama Shore.

—¿Shore? —la mujercita negó con la cabeza enfáticamente—. Aquí no hay nadie con ese nombre.

—Tal vez lo recordará por su aspecto. Lleva una barba negra y un largo abrigo.

—Y se pasa la mitad del tiempo sonándose la nariz. Es su extraño sobrino.

—¿Perdón?

—El extraño sobrino de Victoria Welch. Lo único que llegó a contarme de él es que fue un héroe de guerra, pero si me pide mi opinión, parece uno de esos soldados que mataban niños en Vietnam. Meditabundo y violento. Para mí que está drogado y la barba y ese abrigo…

—¿La señora Welch trabaja aquí?

—Señorita, aunque es viuda y creo que profana su memoria el usar señorita, pero ella opina que le da un aire de independencia. Murió simplemente así —la señorita Sackman chasqueó los dedos—. Estoy hablando de su marido. Pero a mi entender pesaba en exceso… ella no vigilaba su dieta. —La mujercita miró con ojos de lechuza a Boyle—. Ustedes los hombres deben vigilar su dieta porque leí en una revista de medicina que es ante todo una enfermedad del varón. Siempre que tengo ocasión de leer concentro mi atención en las revistas de medicina porque es allí donde están los hechos, los hechos innegables. Victoria es mi ayudante en el área de préstamo, ya que me vi obligada a quitarla de Referencia por meter la nariz en un libro, a pesar de la fuerte oposición del personal, no me importa decírselo. El personal no tiene ni idea de los problemas administrativos. Pero luego muchos de ellos están de su lado porque ella estaba aquí antes que yo. Simplemente, la pobre nunca se ha adaptado al hecho de que a mí me contrataron con categoría superior a la suya porque en esta posición lo que se necesita es alguien con sentido del orden. Se lo digo porque usted está buscando hechos, pero ser una bibliotecaria no significa desaparecer entre las estanterías como algunas personas que conozco para leer un libro a solas. En el registro solamente ya tenemos tres personas que lo hacen. Cuando he dicho que…

—¿Está aquí ahora?

La pregunta, al interrumpir su hilo de pensamiento, pareció desconcertar momentáneamente a la señorita Sackman.

—¿Se refiere a Victoria Welch? No. No está.

—¿Ha ido a comer?

—En San Diego, donde su sobrino murió repentinamente justo anteanoche creo que fue, aunque con Victoria nunca se puede estar segura de los hechos. Le encontraron en un motel de no sé dónde, creo que dijo, y si esto no es sospechoso me gustaría saber qué lo es. Pero le di permiso para que fuese allí y pusiera las cosas en orden, pobre muchacho, ¿qué es lo que hizo?

Boyle se había girado y, con un escueto gesto de despedida, se disponía a salir del despacho.

—¿Eso es todo?

—Gracias —dijo Boyle, abriendo la puerta.

—¿Qué hizo el muchacho? —La señorita Sackman comenzó a levantarse.

—No estoy investigando su muerte, señorita Sackman.

—Muy bien —contestó de mala gana—, pero dígale a Victoria Welch, y estoy segura de que lo hará durante su investigación sea ésta cual fuere, que si ese muchacho murió en circunstancias sospechosas o se vio envuelto en un tiroteo con la policía o involucrado en drogas o violación o cualquier cosa, la ayudaré en la medida de mis posibilidades. Es mi trabajo entiende y yo…

Boyle cerró suavemente la puerta tras él y una chica de la mesa de registro le dijo dónde vivía Victoria Welch. Cuando salía de la biblioteca, entrevió por última vez a la corpulenta mujercita, las gafas montadas en su nariz, espiándole a través de un resquicio de la puerta de su despacho.

Eran casi las tres cuando llegó al edificio de pisos de Victoria Welch, ubicado junto al Muelle del Pescador. En el zaguán encontró el número de su piso y subió hasta el cuarto. El sombrío vestíbulo estaba alumbrado por bombillas de pocos vatios y el acre olor a pescado que flotaba en la atmósfera, procedente del muelle, impregnaba el pasillo como aire pantanoso. De algún modo no había esperado que una bibliotecaria viviese en un edificio tan sucio y destartalado. Aguardó unos momentos en el rellano, atento a los sonidos que pudieran provenir del piso de enfrente al de Victoria Welch o del superior. El edificio estaba silencioso. Boyle sacó un trozo de tela de su bolsillo y lo desató, descubriendo media docena de piezas de aceitado metal azul con la forma de delgadas espátulas. Al tercer intento encontró una ganzúa que funcionaba, y aun cuando nunca se le había dado bien manipular cerraduras, con ésta lo logró en menos de un minuto. Se puso guantes, entró en el piso, y en el transcurso de la siguiente hora registró sistemáticamente el dormitorio, la sala de estar y la cocina.

Los efectos personales no estaban allí.

Fatigado, Boyle se sentó en el sofá, asimilando la amarga certidumbre de que, si bien nada había descubierto, la ocupante de este piso era, con Julie Saunders, el único vínculo con los efectos personales de que aún disponía. Esa charlatana de vieja bibliotecaria, la señorita Sackman, había acertado en una cosa: su investigación le conduciría, con el tiempo, a Victoria Welch. Aquí en su piso Boyle tenía la oportunidad de estudiarla antes de que se encontrasen. El mobiliario tenía mucho en común con el edificio, sucio y destartalado. Ésta era una mujer que prefería lo funcional a lo estético. Las paredes estaban desnudas salvo por librerías y un par de fotografías enmarcadas. Boyle se puso de pie y deambuló de aquí para allá, mirando los títulos de los libros: Shakespeare, una colección de Dickens, volúmenes de historia —lo que esperaría de una bibliotecaria— y todo un estante de libros de astrología, cosa que le sorprendió. Se detuvo para mirar largamente dos fotografías enmarcadas de una pareja de mediana edad en ceremoniosa pose. El hombre era calvo, su cara cetrina y nudosa, y las gafas con montura de acero le conferían una expresión gravemente juiciosa. La mujer era poco atractiva, sus ojos demasiado pequeños y su nariz demasiado grande, su pelo gris muy rizado y fuera de control, y, con todo, su ancha sonrisa y sus hoyuelos parecían dominar las dos fotos. Boyle recordó haber visto un álbum de fotografías en el escritorio, de modo que lo sacó y se sentó con él en el regazo, como un invitado dispuesto a hacer comentarios favorables acerca de la historia de la familia de alguien. Las fotos estaban ordenadas cronológicamente, por lo tanto se saltó las más antiguas, que mostraban a dos chiquillas gordezuelas en recintos de arena y columpios, y pasó a las de dos flacuchas adolescentes, posiblemente Victoria Welch y su hermana… ¿la madre de Warren Shore? Boyle volvió rápidamente páginas de grupos de chicas rientes y parejas jóvenes que posaban debajo de arcos de escuelas y en jardines, bebiendo cerveza, luego se detuvo en una de una joven pareja de pie ante una amplia extensión de playa. Ésta había sido Victoria Welch en su juventud, una chica robusta, alegre y melenuda, en bañador de una pieza, muslos musculosos pero bien proporcionados, pechos grandes y firmes, evidentemente codiciada por el atlético joven cuyo poderoso brazo le ceñía los hombros. No guardaba el menor parecido con el hombre calvo con gafas que aparecía en una fotografía posterior, su pelo ya escaso, luciendo un esmoquin, junto a Victoria Warren vestida de novia. Luego venían fotos de ellos con otras parejas en barcas o ganduleando en campings. Boyle reconoció de nuevo a la hermana, que se había convertido en una hermosa mujer y estaba acompañada por un hombre diferente en casi todas las fotos. Por último, un hombrecillo de aspecto bastante agotado y ojos intensos aparecía con frecuencia y al fin estaba junto a ella en una foto de boda, con Victoria y su propio marido colocados al otro lado. El resto del álbum estaba dedicado principalmente a fotografías de un bebé en los brazos de la hermana y luego a un chico flacucho con los ojos intensos de su padre. En cierto punto el marido de Victoria desaparecía de las fotos, y en otro, también la hermana y su marido. Una más rolliza y canosa Victoria Welch estaba siendo observada por un muchacho en una moto, un muchacho que jugaba al tenis en pantalones cortos demasiado grandes para él, un muchacho que asomaba de un coche, su boca inmóvil en una severa línea. En estas fotos Warren Shore empezaba a adquirir los rasgos que Boyle había visto por última vez abalanzándose hacia la puerta del motel. En la fotografía final del álbum, Victoria Welch cogía de la mano a un ceñudo joven soldado enfrente del edificio de pisos en el que Boyle entrase una hora antes.

El álbum contaba la historia con inconfundible claridad. Victoria Welch era una viuda sin hijos que había colmado de atenciones y afecto a su sobrino que se había quedado huérfano.

Boyle descolgó el teléfono, llamó a Hirschorn, y le pidió que consiguiera el nombre de la funeraria de San Diego a la que Warren Shore había sido trasladado desde el depósito de cadáveres a petición de su tía.

—Comunícamelo a la galería —dijo Boyle.

—¿Vas a volver a San Diego? —inquirió Hirschorn.

—Eso parece.

—Sin duda estás haciendo ejercicio. ¿Qué tal la dieta?

—Ja —gruñó Boyle, colgó, y abandonó el piso.

Boyle estaba solo en la galería, ordenando sus asuntos para el viaje del día siguiente. Habló por teléfono con su contable, un comprador, un crítico de una revista local, y una compañía de transporte especializada en distribución de arte. En cuanto sonó el teléfono, pensó que era Hirschorn que llamaba con la información.

Pero era Julie Saunders.

—Te he llamado tres veces —afirmó—, pero ese ayudante tuyo se negaba a decirme dónde estabas.

—No lo sabía.

—¿Es mono?

—Sospecho que opinarías que sí.

—No me gusta el tono de tu voz.

—¿Por qué no?

—Es frío. ¿Estás enfadado?

—Claro que no.

—No entiendo por qué me dormí de ese modo. ¿Qué diablos metiste en el champaña? Al menos podrías haberte quedado toda la noche. Al fin y al cabo, me habría despertado tarde o temprano. —Su risa fue corta y radiante—. Quiero decir, ¿no tenemos un asunto pendiente?

—Desde luego que sí. Mira, Julie, no me eches la culpa. No estoy enfadado, sólo estoy terriblemente ocupado.

—Eso es lo que dicen todos. —Comenzaba a parecer resentida. A continuación podía ponerse a llorar. Boyle se resistía a creer que una joven tan atractiva estuviera realmente interesada por él, y durante un momento se avivaron sus sospechas. ¿Se habría ya enterado del asesinato de Warren Shore y le relacionaba con él? Pero si lo creyera un asesino, ¿juzgaría conveniente tanto empeño en despertar su interés? ¿Tenía los efectos robados y estaba maquinando alguna ingeniosa artimaña para conseguir una buena recompensa por su devolución? Pero si estaban en su poder, ¿no sabía que no valían una intriga elaborada? A pesar de todo, parecía probable que su único motivo para desconfiar de Julie Saunders fuera su aparente interés por él. No haría falta un estudioso de la naturaleza humana mejor que la jefa de bibliotecarios Sackman para comprender que lo que realmente le incomodaba era la sinceridad de los sentimientos de la chica por un hombre maduro.

—¿Sigues ahí? —le preguntó ella, malhumorada.

—Estaba pensando… ¿podríamos vernos hacia finales de semana?

—¿Cuándo? —exigió ella.

—Bueno, ¿podría llamarte?

—Si lo quieres así.

—No lo quiero así, pero…

—Alex, basta ya de juegos. Si prefieres no volver a verme, entonces simplemente no lo hagas. Lo único que pasa es que en estos precisos instantes no hago más que pensar en ti y no puedo remediarlo. Me comporto como una tonta porque estoy enamorada o creo que lo estoy o lo que puñetas sea. No digas nadas. Odio a las personas que fuerzan a los demás. Ahora voy a colgar.

—Llamaré.

—Buena suerte, Alex.

—Llamaré.

Oyó el clic del teléfono, y, en el silencio subsiguiente Alexander Boyle quedó convencido de la sinceridad de la chica. Encendió un cigarrillo, y, de muy buen humor, telefoneó a una cafetería para que le mandasen dos hamburguesas con queso completas y una ración de patatas fritas. Tenía que celebrarlo de alguna manera. No era que esperase volver a verla, pero, después de todo, no ocurre todos los días que un hombre de su edad atraiga a una hermosa joven. Así que ahí estaba él, confiando en ella. En su trabajo, era torpe y temerario creer en alguien. En más de una ocasión había visto en los viejos tiempos los resultados de la confianza: un cadáver flotando en la bahía era sólo la más simple de las consecuencias.

Se sentía abatido cuando el repartidor llegó con su encargo, y durante un par de minutos dejó enfriarse la comida antes de probarla. Estaba a mitad de la segunda hamburguesa cuando volvió a sonar el teléfono. Esta vez era Hirschorn con el nombre de la funeraria. Se habían efectuado gestiones para la incineración y el esparcimiento de las cenizas sobre el Pacífico.

—Hay otra cosa que deberías saber —dijo Hirschorn—. Las gestiones no fueron realizadas por la tía del muchacho, sino por una tal Edna Sutton.

—¿Quién es?

—El director de la funeraria dijo que una amiga de la familia.

—SÍ, es algo que debería saber.

—Y otra cosa: Hopkins se está poniendo nervioso. No está satisfecho y no lo estará hasta que tengamos de nuevo los efectos personales.

—No hace falta que me leas la cartilla.

—Lo sé, pero él quiso que te lo recordara.

—Dile que todavía no estoy en un callejón sin salida.

—Ya sé que no lo estás. Puede que sea nuestra edad, Alex. Fíjate en mi negocio, por ejemplo. Cualquiera pensaría que en el campo de los bienes raíces no influye en lo más mínimo, pero no es así. Los clientes prefieren hacer sus compras a un joven, por lo tanto dispongo de dos para atender al público. Lo que hago yo es redactar los contratos. Alex, estamos llegando a la edad en que la gente pierde confianza en nosotros.

—Sólo así no la perdemos en nosotros mismos.

—Di que sí, muchachote. ¿Qué le digo a Hopkins?

—Lo que te he dicho antes… que todavía no estoy en un callejón sin salida.

—Di que sí, muchachote.

Pero tras colgar el teléfono, Boyle no estaba tan seguro de sí mismo. Al principio había metido la pata al no revisar el autocar mientras Tony Aiello cambiaba la manguera del combustible, y justo desde entonces había estado dando tumbos en la oscuridad apenas con la luz necesaria para evitar perderse por completo. Contempló la hamburguesa a medio comer y la apartó con desdén. No tenía derecho a romper su dieta porque estuviera nervioso o descontento. ¿Porque estuviera contento? No había por qué estarlo. En cuanto a eso, Julie Saunders no estaba del todo libre de sospechas. ¿Y qué si Shore hubiera sido realmente su amante? ¿Vengaría ella personalmente su asesinato si pudiera? Julie tenía bastantes agallas, era apasionada. O, atendiendo a su deseo de conseguir dinero para viajar —después de todo, vendía su cuerpo por ello—, ¿veía en esos vulgares efectos personales una posible oportunidad para el chantaje? Las circunstancias bajo las que Warren Shore los había robado podían hacerle pensar que tenían un valor especial para alguien. Eso podía explicar por qué perdía el tiempo con un hombre lo bastante viejo para ser su padre. Inexorablemente, Boyle la imaginó inspeccionando su cuenta bancaria semana tras semana y mes tras mes, haciendo proyectos para el día que contara con los fondos necesarios para un viaje en reactor a Hong-Kong, un crucero a Calcuta. En cuanto consideró las posibilidades fríamente, hubo de admitir que no estaba libre de sospechas en absoluto.

Con momentánea vacilación, Boyle recogió la hamburguesa fría y la engulló furiosamente. Luego encendió otro cigarrillo e inhaló a fondo, amargamente consciente de que su actual misión y la vida ascética no eran más compatibles que un hombre de su edad y una hermosa joven.