Warren permanecía en la franja de la playa blanca denominada Silver Strand, que une la ciudad de Coronado con los barrios del sur de San Diego. El día apenas comenzaba a despuntar, pero se había obligado a levantarse de la cama con el fin de ver amanecer y observar a las ballenas. Sin embargo, un cielo encapotado se cernía sobre él, y la superficie del Pacífico había sido blanqueada por una espesa niebla hasta adquirir un pardo color de polvo. Las olas, pausadas pero abundantes, estaban creciendo, sus crestas rompían lentamente, dispersando indolentes serpentinas de espuma. Juntó las solapas del abrigo para protegerse del aire frío de la mañana y oteó el gris horizonte en busca de ballenas. Había leído en algún sitio que podían verse emigrar a lo largo de la costa meridional de California, dirigiéndose a aguas mexicanas para reproducirse. Ésta era la estación adecuada. Se esforzaba por vislumbrar, durante un emocionante segundo, sus inmensos flancos pavonados, pero la niebla seguía avanzando, cubriendo la costa como una ameba gigante. Warren se acuclilló en la arena, echando esporádicos vistazos a la hierba que una ráfaga de viento matutino impulsaba contra las dunas. En la playa, no lejos de él, vio una grande y torpe gaviota que miraba el océano como si esperase también avistar las ballenas. La blanca pechuga de la gaviota se hinchó agresivamente, su pico amarillo se curvó como una hoz, su cabeza se inclinó en un gesto maligno y se volvió de improviso, clavando un amenazador ojo rojo en Warren. Desafiante, Warren le devolvió la mirada, pero el pájaro ni tan sólo se movió. Warren se puso en pie, pero el pájaro siguió impasible. Warren silbó, pero el pájaro se limitó a girar un poco la cabeza y a contemplar de nuevo el océano.
En Vietnam, Warren había soñado a menudo con pájaros. Un sueño se repetía. Estaba tendido en un suelo desnudo, en un cuarto vacío, y alrededor de él volaban incontables pájaros de todas las especies, aleteando y graznando, golpeándose contra las paredes en su enloquecido vuelo. Quería levantarse y escapar del cuarto, pero no podía moverse, ni siquiera cuando algunos de los pájaros, pequeños y veloces como gorriones, se posaban en su pecho, y ni siquiera cuando saltaban sobre su cara, inclinándose para picotearle los ojos. Siempre despertaba en este punto del sueño, el corazón latiéndole con violencia. Los pájaros eran los únicos animales que no admiraba. Con sus parloteos, sus movimientos mecánicos y fría expresión, le recordaban a los humanos.
Cogió un pedazo de madera arrastrado por la marea y lo arrojó con fuerza a la gaviota. Ésta no se movió. Warren le tiró otro pedazo, esta vez falló por muy poco, y la gaviota alzó el vuelo y aleteó en la dirección del Hotel del Coronado, elevándose como una aguja púrpura por encima de las dunas de arena hacia el norte. «Ese maldito hotel», pensó Warren. La noche anterior había tratado de conseguir una habitación, pero se habían negado a admitirle, ni siquiera cuando les había asegurado que tenía dinero. Así que había ido a un desvencijado motel de Imperial Beach. Cuando llamó a su tía, la pasada noche (ella se lo había hecho prometer), Warren, incapaz de contenerse, no pudo sino estallar en una furiosa diatriba contra los estadounidenses, quienes veneraban el dinero y juzgaban según las apariencias. Le dijo que llevarse el dinero y los efectos personales de los pasajeros del autocar fue la primera cosa inteligente que había hecho desde que saliera del hospital. A gritos, Warren había acallado sus protestas. Pobre tía Victoria, con él nunca había vivido en paz, ni mientras crecía, ni, desde luego, tampoco ahora que podía combatir su ingenua moralidad mediante su conocimiento del mundo, amargamente adquirido.
De pronto se sintió cansado. Nunca había recuperado su energía después de salir del hospital. Su cuerpo le hacía malas pasadas. En un momento se encontraba bien, y al siguiente, sin avisar, las piernas casi se le doblaban, le palpitaba la cabeza y su resfriado empeoraba. Tras un último vistazo decepcionado al gris océano, caminó con dificultad por las dunas hasta su coche, y regresó al motel para descabezar un sueño. Dando vueltas en la cama deseó una vez más que la rubia le hubiera acompañado. La imaginó a su lado. Tendidos ahí, juntos, daría lo mismo que ella fuese más alta. De haber estado con él, en la playa, ondeando su pelo en el viento de la mañana, no habría sentido cansancio. Y ahora, estirado en la cama, en el silencio, podría haberse movido un poco y tocado su tibia cadera. Aunque el mundo fuera cruel, podría haberle dicho, existía en él un lugar para el amor. Y luego haberla tomado en sus brazos.
Cuando despertó, el sol había disuelto la niebla y el cielo era de un límpido azul.
Alexander Boyle llegó al zoo de San Diego al mediodía, esperando que no fuera demasiado tarde. Se detuvo a la entrada para estudiar el mejor sitio donde situarse. A la derecha había un restaurante y a la izquierda una tienda de souvenirs, en la que compró unas gafas de sol y una gorra con visera, y se mezcló entre la multitud que empezaba a salir en tropel por la puerta, llevando cámaras y demás chismes, igual que un grupo de nómadas en cansina migración. Boyle vaciló junto a la casilla de información, mirando más allá, hacia los arbolados cañones y las secciones del zoo. El aire suave estaba perfumado con flores tropicales y lleno de gritos de los monos. Fue hasta una tienda de fotografía y allí alquiló unos prismáticos. Anduvo despacio de un lado a otro, manteniendo el paso pero sin perder de vista la multitud que entraba a raudales. De vez en cuando vislumbraba, por el rabillo del ojo, los flamencos que se reflejaban en su laguna. Transcurrió una hora, pero la barba apropiada no llegó a cruzar la puerta. Vio barbas recortadas, perillas, barbas de chivo, pero ninguna barba descuidada, «de Jesús», como Julie Saunders la describiera. Al fin vio una, pero el joven era alto y vestía una abierta camisa deportiva, sin abrigo. Los visitantes del interminable grupo comenzaron a parecerle idénticos. No resultaba fácil concentrarse en tantas caras, rodeado por todo ese ruido y color. El día se tornaba caluroso, tenía sed y hambre, y empezó a girarse con frecuencia para echar fugaces vistazos a un puesto de frankfurts, donde una multitud de chavales, padres aburridos y madres desquiciadas estaba apiñada, portando globos y animales disecados, alargando la mano para hacerse con frankfurts untados de mostaza y fríos botellines de Coca-Cola.
Hacia las dos Boyle estaba nervioso, aunque no desanimado todavía. Quizá Shore hubiera ido a primera hora, o fuese al día siguiente o cabía la posibilidad de que jamás fuese. Boyle había confiado en su presentimiento. Según probaban aquellos obsesivos dibujos de la libreta y después de su charla con Julie Saunders, Boyle habría apostado a que el muchacho iría directo al mayor zoo del mundo si se encontraba en alguna parte próxima a San Diego. ¿Pudiera haber ido a algún otro lugar? Pero ¿por qué mentirle al agente de la agencia de automóviles? No podía saber que le estaban siguiendo.
Boyle estaba dando vueltas a tales pensamientos a medida que se encaminaba despacio al puesto de frankfurts. Entonces, de pronto, estuvo allí, enfrentándose al olor de crepitantes salchichas, codo a codo con la gente que se llevaba comida caliente y refrescos. Un simple frankfurt no le haría subir el colesterol, aunque estuviera cargado de grasa saturada. Debía conservar las fuerzas para una tarea como ésta. Con un ojo clavado en la entrada, Boyle arrojó al mostrador el importe de un frankfurt y una Coca-Cola. El panecillo le calentó la mano. Tomó un trago de Coca-Cola helada, luego dio un mordisco al frankfurt, percibiendo el sabor de la picante mostaza amarilla justo cuando su mirada recayó sobre el joven, bajo y con barba negra, con una trinchera que le llegaba a los tobillos, que avanzaba rápidamente a través de la multitud que iba entrando.
Se desvió a la derecha en la plazoleta de entrada, dejó atrás el restaurante y se dirigió hacia la Sección E con una rápida ojeada a los pingüinos y kiwis. Había llegado tarde, así que hoy no podía esperar ver mucho del zoo. Podía, desde luego, recorrerlo en el autobús, pero ésa no era manera de ver un zoo; no este zoo, ciertamente, y, de todos modos siempre quedaba mañana y pasado mañana y el día siguiente hasta que supiera de memoria dónde estaba todo, hasta que hubiera saboreado los panoramas y ruidos, los olores y movimientos de este mundo entero. Su entusiasmo era excesivo para ver muchas cosas al principio. Anduvo a toda prisa por los senderos, absorbiendo el color y la magnificencia, caminó por debajo de imponentes árboles, pasó por recintos repletos de la maleza y hierba de una estepa africana, atravesó el enmarañado follaje de un bosque tropical. Cruzó apresuradamente sendas bordeadas de jazmines y lechos de exóticas flores cerosas, y ascendió por escaleras mecánicas a mesetas desde las que pudo entrever las piezas expuestas abajo, en arbolados cañones.
De pronto se sintió cansado, le acometió una oleada tal de fatiga que tuvo que detenerse a descansar un rato en un banco. Ahí sentado examinó con desprecio al gentío que pasaba, todos chillando más estúpidamente que monos. Esas personas se movían como robots, y, sin contar a los niños, demostraban poca curiosidad; para ellos era como estar en la gloria, un olor de azucarada mimosa, un grito de reconocimiento a la vista de un animal generalmente conocido. Ninguno compartía su propio sentido de la belleza, su admiración, ni siquiera su anhelo de liberarse por completo de hipocresías y rencorosa crueldad. Y, no obstante, todos ellos debían de burlarse de su barba y su abrigo, reírse con disimulo a sus espaldas mientras tiraban de las cuerdas de sus globos y se hinchaban los carrillos con trozos de hamburguesa. Bueno, que lo hicieran; le daba igual. Aquel hombre con gafas de sol le había estado mirando, estaba seguro. A veces la gente le miraba de soslayo, ignorando que sus ojos eran penetrantes, entrenados para captar detalles, incluso la oscilación de una hoja, para advertir la forma de la muerte, como el contorno de un disco metálico enterrado justo bajo la superficie de un arrozal. Que fueran y le echaran solapados vistazos. Le daba igual. Pero en ocasiones se preguntaba si pensaban que su abrigo ocultaba algo peculiar. De vez en cuando tenía la extraña sensación de estar desnudo bajo el mismo, y que ojos entrometidos podían entrever la cicatriz en zigzag, la repugnante fealdad.
Warren observó desdeñosamente cómo el hombre con gafas de sol y gorra de visera pasaba frente a él, con paso tranquilo, unos prismáticos colgados del cuello, su costoso traje absurdo para un zoo, y, en cierto modo, insolente. «Tendría que levantarme —pensó Warren—, y preguntarle a ese hombre por qué ha venido al zoo: ¿Ha venido para ver los animales, señor? Pues mire en torno suyo. Ésos son verdaderos animales, los que caminan a su lado».
La escena imaginada le dio a Warren nuevas energías, así que se levantó del banco y continuó su recorrido, dirigiéndose esta vez al Cañón K, donde se hallaban los grandes felinos. Descendió hasta un majestuoso enclave de eucaliptos, y, durante largo rato, permaneció ante los peludos tigres siberianos y los sinuosos leopardos chinos. Los recintos simulaban hábitats naturales y estaban separados del público solamente por fosos, situación que le negaba a Warren su fantasía de liberar a los felinos de sus jaulas de barrotes. Pero eso le parecía bien. Era más que suficiente verlos entornar sus ojos amarillentos, enseñar sus blancos colmillos cuando bostezaban. Estaba convencido de que soñaban con un mundo más hermoso de lo que sus espectadores podrían nunca imaginar. Warren volvió a sentirse fatigado. Aquel médico del hospital militar que le había dicho que la fatiga solía ser psicosomática era un maldito embustero. Su cuerpo era una completa ruina, pero el ejército no quería admitirlo. Había visto a los médicos bromear con parapléjicos, como si la parálisis de cintura para abajo no fuera más que un fuerte catarro. Nunca olvidaría a uno de los médicos diciéndole a un parapléjico que se resistía a mover su silla de ruedas: «Vamos, cabo, que está tirado».
Warren sacó un kleenex; se sonó con tanta furia que se le taponaron los oídos. Su maldito catarro estaba de nuevo en acción. Lo único que le ayudaba cuando se ponía tan mal era un trago, así que se dirigió hacia la puerta principal. En la plazoleta de entrada se detuvo en la tienda de souvenirs para hojear un folleto del zoo. Con aquel sentido especial desarrollado en su patrullar por la jungla, Warren supo que alguien le estaba observando. Pero siguió volviendo páginas durante un rato, y, cuando al fin se puso en marcha, se giró de improviso, viendo por un instante al hombre con gafas de sol y gorra de visera. Estaba seguro de que le había estado mirando fijamente, si bien cuando Warren se volvió, el hombre parecía estar comprando algo en el puesto de frankfurts. «Bueno, que mire», pensó Warren. Aunque el zoo le encantaba, Warren estaba contento de estar fuera de él en estos momentos. Si tan sólo pudiera estar aquí cuando todo el mundo se hubiese marchado. Sería estupendo caminar por los vacíos senderos en la oscuridad y oír a ambos lados los estridentes gritos de la jungla.
Durante unas seis horas Boyle había permanecido en su coche, en el otro lado de la calle enfrente de la taberna. Una de sus mugrientas ventanas estaba ocupada por un rojo signo de neón que anunciaba una cerveza y la otra le ofrecía una vista de la espalda de Warren Shore, encorvado sobre la barra. De cuando en cuando el muchacho giraba la cabeza, como si hablase con alguien, y levantaba una jarra de cerveza, como si brindara. Boyle no sabía si el muchacho estaba comiendo en tanto que bebía. Boyle se creía con motivos para haber llevado consigo dos frankfurts cuando siguiera a Shore, al salir éste del zoo, hasta el aparcamiento. En un trabajo así era imposible seguir una dieta. Desde el otro lado de la calle oía el estrépito de la música rock, un sonido juvenil que no le atraía. Probablemente a Shore le atrajese, pero también pudiera ser que no. Era un chico raro; envuelto en un abrigo más apropiado para Maine que para California, había permanecido ante los animales como si se comunicara con ellos. Pero era despabilado, posiblemente astuto. En la puerta principal, ¿se había girado de pronto por alguna razón? «¿Me habrá visto? —se preguntó Boyle—. ¿Le seguí demasiado de cerca? ¿Cometí un error al llevar las gafas de sol y la gorra?».
Probablemente no hubiera de qué preocuparse; si el muchacho hubiese albergado sospechas, seguramente habría tratado de librarse de su perseguidor en vez de meterse en la primera taberna que vio. Boyle se incorporó. Ahí estaba por fin, el abrigo abrochado hasta arriba y ondeando alrededor de sus tobillos. A la luz de la calle, Boyle vio que el muchacho mostraba un gesto de enojo a través de su negra barba. Andaba como si quisiera alejarse deprisa de la taberna. ¿Se había enzarzado en una discusión? Si bien Julie Saunders afirmara que el muchacho no era de temperamento agresivo, Boyle se figuraba que tenía mal genio. Al menos era lo bastante nervioso para fastidiar a los que bebían. El muchacho tuvo dificultades para abrir el coche. Después de entrar en él cerró la portezuela coléricamente y arrancó, alejándose haciendo eses, a exagerada velocidad. Boyle fue tras él, esperando que los polis no parasen al muchacho. Le detendrían por conducir borracho, una complicación a la que Boyle no quería enfrentarse. Pero afortunadamente Shore atravesó la ciudad sin incidentes, cruzó las altas arcadas del puente de Coronado y se detuvo ante el Hotel del Coronado.
Boyle vio el ondeante abrigo desaparecer dentro del majestuoso edificio, luego lo siguió. Encontró al muchacho inclinado sobre la barra en el salón del Casino. Rápidamente, Boyle tomó asiento en una silla delante de una mesa en penumbras, junto a la entrada. No había más de una docena de personas sentadas en la acogedora sala de alto techo y dorada iluminación. Sus voces zumbaban con una atemporal elegancia veraniega. Un camarero de chaleco rojo se acercó para atender a Boyle. Tras una momentánea vacilación, pidió un whisky con hielo, luego se recostó para vigilar a Shore, que estaba sentado con el cuerpo doblado a mitad de la barra, con taburetes vacíos a sus costados. Le llevaron el whisky y Boyle lo había mirado, alargando la mano para coger el vaso grueso y helado, cuando de pronto la elegante atmósfera fue rota por una aguda, quejumbrosa voz.
—¿No me ha oído? ¡Yo he pedido una bebida!
El barman, que lucía una chaqueta blanca y había permanecido al otro extremo de la barra, se aproximó con desgana al muchacho, cuyo malhumorado perfil estaba vuelto hacia Boyle. Se inclinó hacia Shore y le susurró algo. El joven arrojó de inmediato dinero sobre la barra.
—¿Le convence esto? —repuso bruscamente, y por toda la sala volvieron a girarse cabezas. El barman titubeó, luego comenzó a preparar una bebida. Shore giró sobre el taburete y miró con expresión retadora. Durante un momento Boyle pensó que el muchacho le estaba escudriñando, pero entonces el barman depositó una bebida en la barra y Shore la cogió apresuradamente, echó la cabeza atrás y se la bebió de un trago. A continuación soltó un prolongado y retumbante eructo que resonó obscenamente por la sala. Éste fue seguido de una risita nerviosa, la cual hizo que el camarero se le acercara de nuevo precipitadamente. Esta vez Boyle pudo oírlo:
—¡Tendrá que irse, señor!
—Quiero otro.
—Señor, le ruego no se busque complicaciones. —Boyle vio la mano del barman desaparecer bajo la barra, probablemente buscando un timbre.
Durante un momento, Shore se quedó inmóvil, luego desmontó con un salto del taburete y con un atronador «al diablo con él», se encaminó hacia la entrada del salón.
Boyle bajó la vista y miró su bebida, percibiendo, sin embargo, que el muchacho se había parado a pocos metros.
—¿No le he visto antes?
Boyle levantó los ojos con lentitud, encontrándose con los de Shore, que brillaban tenuemente bajo la luz dorada.
—¿Está hablando conmigo? —dijo con calma.
—A usted le he visto antes —afirmó Shore, señalándole con el índice.
Boyle se encogió de hombros y volvió a mirar con detenimiento su bebida.
Shore se acercó, la cara fruncida por la concentración.
—Hoy le vi en el zoo.
—¿El zoo? —Boyle sonrió burlón, luego le hizo un gesto al camarero que se aproximaba para que no interviniese. Lo último que deseaba era una escena—. ¿Qué zoo?
—Recuerdo este traje. Recuerdo su cara, sólo que usted llevaba gafas de sol y una estúpida gorra.
—Lo siento, pero no le he visto en mi vida.
—Tenía unos prismáticos.
Boyle sostuvo firmemente su mirada pero no contestó.
—¡Oh, al diablo con ello! —con una fulminante mirada de despedida, Shore abandonó el salón.
Boyle tomó un rápido sorbo de su bebida, decidiendo qué hacer. Si se ponía a seguir al muchacho, podía producirse una escena, pero si dejaba que se le adelantase, podía perder su pista. De manera que hubo de correr el riesgo. Tirando un billete de cinco sobre la mesa, Boyle se levantó y entró en el vestíbulo, viendo fugazmente la cimbreante figura de Shore desaparecer por la entrada principal. Le concedió un minuto, luego fue tras él, saliendo a la noche, donde esperaba ver arrancar y alejarse el coche de Shore.
Pero el coche seguía allí.
¿Adónde había ido el muchacho? Boyle giró a la derecha, rodeando el hotel hacia el lado del océano. Enfrente había la playa y el Club de Tenis; su chapitel le confería una brillante y completa iluminación. Boyle comenzó a trotar, al ver una tambaleante figura a la derecha del edificio. Cuando llegó a la altura del club pudo ver al muchacho, cabizbajo, andando a grandes zancadas más allá de la Piscina Turquesa y las casetas de baño, en dirección al océano. Boyle se detuvo a la sombra de las casetas, permitiéndole a Shore descender a solas la larga franja de playa hasta el agua. Esperó, mientras el muchacho se acuclillaba al borde del océano y contemplaba el horizonte iluminado por la luna. «Podría cogerle ahora —pensó Boyle—, pero luego no encontraría los efectos personales».
—¿Quiénes se creen que son? —dijo Warren en voz alta, lanzando un guijarro al agua rencorosamente. En la taberna alguien se había reído de él por defender a los Boy-Scouts. Bueno, ¿y por qué no tendría que hacerlo? Lo único que había logrado realmente en su vida era llegar a ser un Águila. No era fácil llegar a ser un Águila. Ya nadie creía en nada, si no, un Águila Exploradora seguiría siendo digna de respeto. La tía le respetaba por ser un Águila. Había estado orgullosa de todas las insignias al mérito que había ganado, y cuando estuvo delante del director de Distrito para que le impusiera su medalla, la tía había llorado.
Los sucios bastardos que se reían de él en la taberna tenían el aspecto de cerdos en un abrevadero, bebiendo litros de su maldita cerveza. No sabían cuánto se parecían a animales. Uno de ellos tenía las largas y puntiagudas orejas y los ojos almendrados del chacal. Otro, la cabeza amarillenta y la cruel boca torcida de una tortuga. Y otro tenía las poderosas fauces y la piel lustrosa y abolsada de un hipopótamo. Los conocía a todos por lo que eran: falsificaciones de los verdaderos, honestos animales. Y luego esa pandilla del Hotel del Coronado, estúpidos como focas, mezquinos como perros de caza africanos. ¿Y verdad que había visto otra vez a aquel hombre del zoo? Sin gafas de sol parecía un búho, con ojos grandes y fríos y una boca pequeña y apretada. ¿Qué era? ¿Un marica tratando de ligar a alguien?
Al diablo con todos. Ahora se alegraba de que Julie no le hubiera acompañado, porque ella sería tan farsante como los demás. Mirando el océano, que relucía como nieve bajo la luna, intentó representarse a Julie, sólo que la imagen de su mente era la de un leopardo, ágil y de aspecto delicado, lanzándose a una carrera mortal. Warren se puso de pie y tiró otro guijarro a la inmensa extensión de agua. Después regresó al hotel y condujo a lo largo de la playa hasta Imperial Beach. Ahora le alegraba no haber gastado su dinero en el Del Coronado; el pequeño motel era mejor, más honesto, como los animales del zoo que soñaban con selvas. En su habitación Warren tiró el abrigo y descolgó el teléfono. Puso una llamada a San Francisco.
—¿Tía? Soy Warren. ¿Cómo estás? Claro que estoy bien. Sólo se me ocurrió llamarte. No, no estoy solo. Qué diablos, hoy he ido al zoo. ¿Qué? Ha sido estupendo. Fantástico. Puedo quedarme aquí mucho tiempo —Warren soltó una risilla sofocada—. He encontrado un hogar en el zoo de San Diego. Oh, vamos, tía, sólo me he tomado unas cuantas cervezas. ¿No quieres que me relacione? Aquí he conocido a algunas personas encantadoras. Yo… no, no estoy siendo sarcástico. He hecho una conquista. ¿Qué? He dicho una «conquista». En el zoo un tipo me ha estado siguiendo. Seguro. No, no estoy bromeando. Lo sé, lo sé, pero no hay de qué preocuparse. No hice más que pararme y enfrentarme con él. Claro que estoy seguro de que estaba tratando de ligarme. No, nada tiene que ver con eso. No te preocupes por mí. Claro que lo haré. Llamaré mañana. Sí, ya lo sé. Tendré cuidado. Adiós.
Warren se alegraba de haberla llamado, aun cuando ella le mimaba con exceso y se preocupaba por nada. Las personas como su tía eran pocas y muy dispersas. Eran demasiado buenas para el mundo humano… pertenecían al zoo. Se rio en voz alta, sorprendido y encantado por el buen sentido de la idea, mientras se quitaba la camisa y los pantalones. En el cuarto de baño se enjuagó la boca, luego dio una tímida ojeada a su cuerpo desnudo. «Al diablo con él», murmuró, y con paso cansino salió del cuarto de baño y se echó en la cama. Todo un día de patrulla no podría haberle dejado más exhausto. Era obvio, lo que le afligía era su cuerpo y no su mente, que los médicos del ejército dijeran lo que se les antojara. ¿Qué sabrían ellos, fumando en pipas detrás de escritorios en habitaciones con aire acondicionado? Tendrían que salir un rato a los arrozales hasta que el clima de aquel país les inundara la sangre, antes de explicarle a alguien lo nervioso que estaba. Quizás había contraído una extraña enfermedad tropical, la cual explicaría los terribles catarros y repentinos ataques de fatiga.
Cuando apagó la lámpara de la mesilla de noche, la luz de la luna cayó sobre su cuerpo. Miró hacia abajo, a la oscura e irregular cuchillada que le iba de la ingle a las costillas, y súbitamente pensó en Julie. ¿Qué diría si estuviera con él ahora? Probablemente no diría nada, pero su cicatriz le repugnaría en secreto. Así es como siempre reacciona la gente ante las imperfecciones. En este mundo te juzgan según las apariencias, y no por lo que realmente eres.
Warren sorbió por la nariz, a modo de prueba, luego inspiró a fondo. Le sorprendió la suavidad de su respiración. Sus fosas nasales estaban tan despejadas esta noche que no necesitaría Privine. Hasta podría dormir bien, aunque el exceso de bebida solía provocarle pesadillas. Por lo que hoy había visto de la gente, podía soñar con su fealdad… o con pájaros. O tal vez, si había suerte, soñaría con Julie yendo hacia él a través de la luz de la luna, y su cuerpo intacto y sano se encontraría con el de ella, con el delicioso abandono de dos perros en la calle. Sonrió, cerró los ojos, y se durmió casi enseguida.
Warren soñaba con pájaros cuando se abrió la puerta.
El segundo disparo a quemarropa del Hombre de Sanidad había destrozado el corazón, salpicándolo todo de sangre. En el cuarto de baño, todavía con los guantes, descubrió varias manchas en su abrigo. Tras frotarlas con un paño húmedo, se convenció de que estaba lo bastante limpio para continuar con el trabajo. Volviendo a la otra habitación, encendió la luz y miró hacia abajo, al muchacho, desnudo, tumbado entre la cama y la puerta. Su agilidad había sorprendido a Boyle, pero, pensándolo mejor, era razonable que un hombre habituado a combatir conservase el instinto para la acción. El leve chasquido de la puerta del motel al abrirse y cerrarse había despertado inmediatamente al muchacho, que había saltado rodando de la cama haciéndole fallar ampliamente el primer disparo. El segundo le había alcanzado de lleno en el pecho cuando corría irreflexivamente en la oscuridad hacia la puerta.
Boyle permaneció junto a él, mirando la enorme herida y luego la cicatriz en zigzag que había debajo. Era una cicatriz de respetable tamaño, si bien más pequeña que la que Boyle había llevado en el muslo derecho después de la segunda guerra mundial. Más tarde había adquirido la dimensión de un platillo, con la textura de una alfombra cortada, pero con el tiempo se había reducido al tamaño de medio dólar, lisa como una marca de nacimiento.
Boyle se apartó del cuerpo, estremeciéndose un momento por esta ironía: Warren Shore había sobrevivido al combate en Vietnam sólo para morir, sin tiempo siquiera para el miedo, desnudo y desarmado, en el cuarto de un motel de California. El momento pasó, y Boyle emprendió un sistemático registro, hallando solamente una pequeña bolsa que contenía algunas prendas y medicinas suficientes para abastecer una farmacia, y en los pantalones del muchacho más de novecientos dólares en efectivo. Eso era todo. Encontró la llave del coche sobre la cómoda, salió a la noche despejada e inspeccionó el Chevy alquilado. Al regresar a la habitación se sentó fatigosamente en la cama y se preguntó dónde diablos habría ocultado el muchacho los efectos robados. Al fin se levantó lentamente y deslizó un paquetito de heroína bajo la almohada. Eso satisfaría a los polis.
Con un último vistazo al cuerpo, que en la muerte parecía incluso más pequeño, Boyle lo evitó con cuidado y abandonó la habitación. En su coche encendió un cigarrillo y lo chupó reflexivamente. Luego arrancó el motor y partió, a la moderada velocidad de un hombre exhausto a causa de una misión. El muchacho no se había llevado los efectos personales a San Diego, pero a Boyle se le había ocurrido una idea acerca de quién los tenía.
En el aeropuerto de San Francisco, Boyle hizo tres llamadas telefónicas, la primera a Hirschorn. Tras explicarle lo que había ocurrido en San Diego, le aseguró que tenía una pista sobre los efectos desaparecidos.
—Pero necesito una cosa —dijo—. Consígueme unas gotas noqueadoras, algo insípido, y envíamelas por mensajero a mi galería. No, Allen, no de ese tipo. Sólo un soporífero.
A continuación llamó a la galería.
—¿Señor Vertrees? Ya he vuelto a la ciudad. Sí, fue más rápido de lo que esperaba. ¿Llamó a Kawabata? ¿Cómo? ¿Qué no pudo entenderle? Vamos, su esposa habla mejor el inglés que nosotros. Kawabata está borracho, ella sólo le está protegiendo. No, olvídelo. Le visitaré personalmente. ¿Alguna novedad? ¿Phillips compró? ¿El rojo, de cuatro por seis? Bien. Le veré dentro de una hora.
Luego telefoneó a Julie Saunders, cuyo servicio de recepción de mensajes le dijo que ella le llamaría más tarde.
En cuanto Boyle llegó a la galería, su ayudante estaba enseñándole pinturas a la aguada a una corpulenta mujer que llevaba un sombrero floreado. Saludándoles afablemente con una inclinación de cabeza, Boyle entró en su despacho y cerró la puerta. Se dejó caer pesadamente en su silla giratoria. La sala, con sus pinturas y esculturas, le parecía extraña, después de la habitación salpicada de sangre en la que había matado a un hombre justo la noche anterior. En su juventud, los repentinos cambios de escenario no habían importado, pero ahora le cansaban y solían desconcertarle. Cora le había advertido que esto ocurriría.
Sonó el teléfono, lo cogió rápidamente esperando a Julie Saunders. Pero era el señor Phillips, que quería cambiar la pintura roja que había adquirido por la de predominantes tonos anaranjados. Ésta costaba doscientos dólares más, de modo que tuvieron una breve pero animada discusión acerca del precio hasta que Phillips, infructuosos sus esfuerzos por regatear, decidió quedarse con la roja. Luego entró Vertrees, ceñudo a causa de una prolongada e inútil sesión con la corpulenta dama. Era ésta una buena excusa para dejarle generosamente el resto del día libre… Boyle no lo quería en el despacho cuando llamase Julie Saunders. Vertrees estaba en exceso preocupado para darle las gracias a su jefe, pero se marchó a toda prisa, como el acosado amante que era. Mirándole, Boyle sintió una punzada de envidia.
Cogió el «Art News,» y estaba hojeándolo cuando nuevamente sonó el teléfono. Esta vez era Julie Saunders, su voz baja y cautelosa. ¿Volver a verle? ¿Sobre el tipo del zoo? ¿No? Su voz adoptó un tono alegre y relajado. Claro que le vería, pero habría de ser más tarde, ya que tenía un trabajo nocturno en Palo Alto.
—No es lo que piensas —añadió con rapidez—. Quieren sacarme unas fotos nocturnas delante de la universidad. ¿Podría llamarte cuando haya vuelto a la ciudad?
Así quedó decidido. Boyle se recostó en la silla, los pies sobre el escritorio, y se durmió profundamente; le despertó el timbre de la puerta principal. Era el mensajero de Hirschorn.
Camino de casa, Boyle se detuvo en el estudio de Kawabata. La señora Kawabata abrió la puerta, su cara sonriente y redonda como un plato. Haciendo una profunda reverencia, le invitó a pasar con un gesto, murmurando:
—Ah, sí, señor Boyle.
Boyle echó un rápido vistazo alrededor del amplio taller, brillantemente iluminado por los fluorescentes del techo. Había enormes lienzos amontonados contra las paredes, vacíos todos ellos a excepción de uno, sobre el cual láminas de amarillo de cromo y albaricoque, oscurecidas por sienita, vibraban tumultuosamente. Era una pintura abstracta de asombroso poder cinético, pensó Boyle, pero la había visto un mes antes, apoyada exactamente en la misma posición, junto a todos aquellos lienzos vacíos. La señora Kawabata le estaba conduciendo hacia una mesa baja laqueada rodeada de almohadones.
Boyle se detuvo.
—¿Dónde está, señora Kawabata?
La mujer frunció el ceño, como si oyera un lenguaje que no comprendiese.
—¿Dónde está Kenzo? —Boyle miró ferozmente hacia un biombo en el otro extremo de la sala, que ocultaba un rinconcito en donde él sabía que un hombrecillo frágil y arrugado estaba acurrucado con un vaso de whisky en la mano.
—Kenzo marchado —dijo ella con una amplia sonrisa, inclinando un poco la cabeza, como un pájaro bebiendo.
—¿Dónde está, señora Kawabata?
La mujer era mofletuda y rechoncha, y en téjanos parecía incómoda. Boyle siempre la había visto en quimono, y ahora se preguntó si, al igual que su marido, no estaría sucumbiendo a los engatusamientos de la vida californiana.
—¿Dónde? —repitió.
—Él marchado con buen amigo —su inglés era mucho mejor que esto, pero Boyle comprendió con impotencia que todo lo que hoy sacaría de ella serían unas pocas frases de exasperante imprecisión.
—Preparo té —dijo con una sonrisa, y se volvió para alejarse apresuradamente.
—Espere —dijo Boyle—, dígale —levantó la voz en provecho del hombre agazapado tras el biombo— que quiero esas pinturas para final de mes, o si no voy a echarle. Dígale que tenemos un contrato y me propongo hacer que lo cumpla. Dígale que tiene la responsabilidad moral de practicar su arte. Dígale… —Consternado, Boyle vio con frustración que la mujer sonreía expansivamente. Boyle sabía que la mujer sabía y el hombre de detrás del biombo sabía que las pinturas no estarían terminadas para final de mes, posiblemente ni empezadas siquiera, pero a Kenzo Kawabata no le echarían de la galería Boyle y, tarde o temprano, con whisky o sin él, una hilera de geniales pinturas colgarían de extasiadas críticas—. Dígale —musitó Boyle al tiempo que daba media vuelta y comenzaba a dirigirse hacia la puerta—, que «se acostumbre a trabajar».
Afuera, en la calle, Boyle se pasó la mano nerviosamente por el escaso pelo. Se le ocurrió una idea amargamente divertida: tal vez era más fácil matar a un ladrón que persuadir a un artista.
Se detuvo en una licorería para comprar una botella de champaña, luego compró una pizza de anchoas y salchicha, y, percibiendo su calidez junto a él en el asiento del coche, condujo en dirección a casa. Antes de comer, llamó al servicio de recepción de mensajes de Julie Saunders y dejó el número telefónico de su casa. Luego, poniendo una lata de Tab (ésta era su concesión a la dieta) sobre la mesa de la cocina, abrió la caja de cartón y la emprendió con la pizza. Eran sólo las ocho cuando acabó, de manera que tomó una larga y quemante ducha, y se afeitó meticulosamente. Se puso un traje color canela, con una camisa a rayas marrones, y dedicó un tiempo desmesurado a seleccionar una corbata que hiciera juego. Para entonces era penosamente obvio que quería impresionar a Julie Saunders, y no sólo porque su trabajo lo requiriese, sino también porque era una chica atractiva. Su poco profesional actitud le disgustaba. Ya no le resultaba fácil separar un papel del otro. En los viejos tiempos había sido un amante esposo en un instante, y, en el siguiente, un profesional desprovisto de emociones. Cora le había advertido que esto ocurriría si se empeñaba en llevar una doble vida. En su lecho de muerte, ella le había mirado fijamente con sus grandes ojos oscuros y, con su mano temblando en la suya, le había dicho que debía escoger. «Eres demasiado viejo, Alex, para tantos cambios». Había tenido razón, por supuesto, pero ahora que tenía al alcance una vida de tranquilos logros, a la primera tentación la dejaba de lado y retornaba de golpe a las viejas costumbres. Sentado en el sofá, examinó severamente la sala repleta de pinturas y esculturas que sus artistas le habían regalado. Era esto lo que siempre había deseado, una vida de modestas adquisiciones y de pacífico disfrute de las más nobles inspiraciones de la humanidad, y, con todo, en menos de dos días había matado a dos hombres. De pronto, en un momento de clara determinación, estrelló el puño contra la palma de la mano y juró solemnemente que éste era el último trabajo.
Sonó el teléfono. Lo descolgó precipitadamente.
—Estaré ahí dentro de media hora —dijo.
Ella vivía cerca del Presidio, en la calle Laurel, en un moderno edificio. Su piso rebosaba de muebles sobrecargados, cojines de encaje y gruesas colgaduras, predominando los tonos azul pálido, iluminados por una única lámpara de Tiffany. Ello confería un apagado cariz levantino a la estancia, como si fuera un lugar ubicado en la oscura callejuela de un arrabal prostibulario. El efecto era ligeramente sórdido pero excitante, un estímulo a la intimidad. Julie semejó intuir la impresión que le produjo su piso a Boyle, ya que agitó la mano y comentó con aplomo: «A ellos les gusta». Era su uso del «ellos» lo que le interesaba. Julie sentía la necesidad de confesarse, de ostentar su modo de vida y poner a prueba sus reacciones, su tolerancia. Por mucho que pudiese racionalizar completamente su conducta, por muy insolentemente que se entregase por dinero, en algún lugar de su interior seguía habitando la chiquilla que desobedecía a sus padres pero quería su beneplácito. A pesar del dulzón incienso que impregnaba la estancia, a pesar de su seductor vestido japonés, bajo el cual iba evidentemente desnuda, Julie Saunders era una rubia estadounidense de ojos azules, poco apta para el espíritu práctico del Medio Este.
Salió un momento para poner en la nevera el champaña que Boyle había llevado. Otra cosa acerca del uso del «ellos»… éste le situaba aparte de sus clientes y sutilmente le informaba de que allí él ocupaba una categoría distinta. Regresó de la cocina con dos vasos de whisky y, en cuanto Boyle se hubo sentado en un sofá, ella se tendió frente a él sobre un cojín rojo, que ofrecía un marcado contraste con el color canario de su vestido. Boyle se sentía halagado por su indudable deseo de impresionarle.
Julie llevó la conversación, mientras la luz mortecina caía sobre su cara de pómulos bastante altos, otorgándole suaves sombras, una seductora calidez que debía de haber alterado la sangre de muchos hombres de negocios cuarentones. Ella hablaba con entusiasmo de sitios que querría visitar: Tokio, Hong-Kong, Calcuta, Casablanca. Había leído los libros de viajes con la ilusión e ingenuidad de un profesor jubilado emprendiendo su primer viaje al extranjero. Se sentía conmovido por sus ensueños de chiquilla, y, en contra de su voluntad, se encontraba cada vez más cautivado por su presencia. Fue Julie quien abordó el tema que él tendría que haber estado esperando con impaciencia que surgiese.
—¿Qué hay de aquel chico? —preguntó de improviso, mirándole con ceño.
—Oh, lo dejé correr. No pude localizarle, así que esperaré a ver si llama él.
—Eso es lo que yo haría. —Agitó el hielo de su vaso, un hábito nervioso que a Boyle ya le resultaba familiar—. ¿Así que es verdad que no has venido para hablar de él?
—Claro que no. —Éste era el momento de insistir, pero no pudo más que seguir ahí sentado, absorto en la apariencia de la muchacha bajo aquella luz tenue y apaciguadora.
—¿Pues por qué has venido?
—Ya te lo he dicho. Para verte.
—Sí, lo creo —repuso ella seriamente—. Sólo que… no sé.
Boyle fue incapaz de reaccionar, aunque su comentario estaba sin duda calculado para obtener una respuesta más concreta.
—¿Nos bebemos tu champaña?
—Dejémoslo enfriar un rato.
—Me da la impresión de que no estás aquí sólo para verme.
—Es raro. ¿Por qué?
—A estas alturas conozco un poco a los hombres —dijo con una risa triste.
—¿Para qué crees que he venido?
—No lo sé, pero la última vez que te vi no me dio la impresión de que quisieras volver a verme. —Tras una reflexiva pausa, añadió—: Parecías más interesado en aquel chico del zoo.
Ésta era una oportunidad que no podía permitirse perder. Ella había sacado a colación el tema que haría natural su interés en Warren Shore.
—A decir verdad —dijo—, me interesé más por él cuanto más estaba contigo.
—No te entiendo.
—Me puse celoso.
Cuando ella se rio, Boyle dijo:
—Hablo en serio. ¿Tan ridículo parece?
—¡Y tanto! ¿Celoso de qué?
—De él. Estaba seguro de que vuestra relación fue más íntima de lo que me dijiste.
Durante un momento ella le escudriñó seriamente, luego esbozó una alegre sonrisa.
—Es cursi tener celos de alguien, pero, de algún modo, en ti me gusta.
—¿Y bien? ¿Tenía motivos?
—Debes de estar burlándote de mí. Ya te lo dije, le encontré en el zoo y eso fue todo.
Por lo menos parecía convincente, y no debía despertar sus sospechas siguiendo este tipo de argumentos. Con un repentino acceso de cólera deseó que Julie Saunders le estuviera diciendo la verdad, porque, en caso contrario, tendría que matarla.
—Ven aquí —murmuró ella.
Al poco estaba arrodillado junto al cojín, la cara de Julie tibia entre sus manos, e intentó, sin conseguirlo del todo, olvidar su trabajo.
Yacían, uno al lado del otro, sobre la espesa alfombra, la mano de Julie reposando sobre el pecho de Boyle.
—Es extraño —dijo él.
—No te preocupes. A veces ocurre.
Ella puso la cara entre el hombro y el cuello de Boyle, ocultando sus ojos. Era muy propio de Julie, pensó él, evitar el mirarle de frente.
—Últimamente he estado fatigado —dijo.
—No hables de ello —susurró la chica.
Ella tenía razón, él lo sabía, y era probable que esto le ocurriera a menudo con sus clientes, y, debido a su experiencia sexual, probablemente no le importase mucho. Se dio cuenta, con una mezcla de placer, sorpresa y consternación de que la muchacha le gustaba de veras. ¿Por qué había desfallecido? La había deseado, pero entre el deseo y el acto se habían alzado los espectros de dos hombres recientemente asesinados, y luego la imagen pesadillesca de «ella» tumbada sobre un charco de su propia sangre. ¡Se estaba volviendo chapucero, como hombre y como profesional! En su juventud, había pasado de los más sórdidos encargos a las camas de las mujeres. En los días de su matrimonio había vuelto de los trabajos más repulsivos a Cora sin el menor escrúpulo. Ahora era como un seminarista soportando una primera experiencia.
—¿Y el champaña, qué? —preguntó ella, meneándose un poco.
—¡Estupenda idea!
Se levantó desnudo, preguntándose si ella encontraría poco atrayente su cuerpo de cuarentón, al tiempo que se preguntaba si ahora debería hacer lo que había venido a hacer. Recogió los pantalones y se los puso, lo cual hizo que ella soltara una risilla.
—¿Eres uno de esos hombres que detestan que les miren?
Él no contestó, sino que se dirigió a la cocina, oyéndole decir con voz clara y jovial:
—¡Pues a mí me gusta tu aspecto!
En la cocina retiró el champaña de la nevera, sacó dos copas de un armario, las puso sobre la mesa, y de la ampolla que llevaba en el bolsillo de los pantalones echó cuatro o cinco gotas de líquido transparente en una de ellas. Luego descorchó el champaña. La oyó gritar desde la otra habitación:
—¡Oh, creía que lo harías aquí! —Boyle llenó las copas y las llevó hasta la estancia en penumbra, se arrodilló junto a ella, y le ofreció la bebida.
Ella tocó su copa en un brindis, pero se limitó a tomar un sorbo de champaña.
—Bébetelo todo.
—Muy bien, pero tú no bebas demasiado. No queremos volver a tener problemas.
La miró vaciar la copa y desperezarse satisfecha, preguntándole con los ojos si estaba dispuesto. Boyle alzó su copa y tomó un sorbo, como si no lo notara. Empezó a hablar de los lugares que había visitado, lugres que, para verlos, ella había estado vendiendo su cuerpo: Chartres, con su catedral provista de chapitel dominando las tierras de labranza, Hampton Court y su estanque repleto de nenúfares, Berlín, el bazar de Túnez, Atenas, Roma. Hablaba en tono quedo, expresamente hipnótico, mientras esperaba que la droga actuase, y, en efecto, su cara empezaba a relajarse, sus párpados se cerraban.
—Oye —dijo con voz apagada—, creo que soy yo la que está cansada.
Al cabo de un minuto estaba sumida en un profundo sueño narcótico. Boyle emprendió su búsqueda con meticulosa precisión, ya que, si no hallaba los efectos robados, no quería dejar el más mínimo rastro de lo que había hecho. Durante tres horas revisó todo lo que contenía el apartamento, sus dedos moviéndose con rápida destreza a medida que revolvían y luego dejaban nuevamente en su sitio las prendas dobladas, a medida que inspeccionaban ágilmente cajones y armarios, registrando y retirándose, sondeando como radares. Era una tarea difícil porque las habitaciones estaban atestadas de chucherías, acopiadas sin duda en los tenderetes de North Beach, que eran como cuevas de Alí-Babá de las bagatelas. Cualquier cosa que le hubiera salido al paso, la muchacha la había guardado, como si pretendiese quedarse aquí para siempre. Ello resultaba extraño para una chica que soñaba con viajar, y, no obstante, puede que semejante acumulación definiese a la verdadera Julie Saunders, quien, ignorándolo incluso ella misma, deseara un hogar seguro, un marido e hijos, una vida tranquila con un magnífico recuerdo tan sólo de su rebelde pasado, de su secreta aventura. Cuando por fin dio por terminada la búsqueda, Boyle se sentó en el sofá para cavilar. Miró embobado a la durmiente, resistiéndose a creer que hubiera sido incapaz de hacer el amor con ella. ¿Constituía esto un baremo de su compromiso emocional? Quizá sí, de entrada, hubiera suprimido sus sentimientos, no habría recelado de ella. Ahora podía dar por sentado que Warren Shore no la había conocido en absoluto, aparte su encuentro casual en el zoo. Ciertamente, el muchacho no había llegado a conocerla a fondo para confiarle los efectos personales, aunque seguía siendo posible que ella los hubiese ocultado en otra parte. Seguía siendo posible. Dadas las circunstancias, no podía descartar la posibilidad de que incluso ahora le hubiese engañado. Analizó la velada como un perro que se aferra a su hueso. ¿Había la muchacha tratado de seducirle con el fin de desarmarle? Seguía siendo posible, y existían hombres a quienes respetaba que lo juzgarían probable. El sexo podía hacer perder la cabeza al mejor profesional. Boyle se preguntó entonces si la habría liquidado de haber hallado los efectos en su apartamento. Era el tipo de pregunta que en su juventud no se habría planteado, pero seguía siendo lo bastante profesional para responderla afirmativamente. Gracias a Dios, en estos momentos no era más que una pregunta teórica.
Con un suspiro se puso de pie y se vistió, pues había llevado a cabo el registro sólo en pantalones. Se anudó la corbata ante el espejo del cuarto de baño, mirando de paso, con una sensación de afecto y placer, los cosméticos alineados en los estantes, las cositas personales que la chica tocaba todos los días y que sugerían los rituales que la preparaban para su cita con el mundo. Se estaba poniendo terriblemente sentimental y lo sabía, pero, con todo, no podía evitar el deseo de proteger a la muchacha.
Regresó a la sala de estar y la observó dormir. Una cadera desnuda bajo la luz mortecina. Su cabello desparramado. Sus labios ligeramente separados.
Un arrebato de ternura le hizo inclinarse sobre ella, tocar su delgado brazo desnudo. Pero eso fue todo. Se incorporó, decidido a no dejarle una nota, aunque mentalmente la compuso: «Creo que los dos estamos cansados. Amor. Alex». No quería no podía dejar semejante nota, la cual mantendría la puerta abierta para una posterior relación. No podía permitir que ella le complicara la vida, y especialmente ahora, cuando era necesaria toda su energía para, posiblemente, el trabajo más difícil de su vida.
Boyle se dirigió hacia la puerta, luego se volvió, y su último vislumbre de Julie le perturbó de una manera sólo equiparable a como lo hiciera el cuerpo desnudo de Cora. La contempló con la reverencial intensidad de un joven, luego cerró la puerta tras él, sin hacer ruido, y se alejó deprisa. Afuera, en la calle, con la primera luz de un nuevo día rezumando sobre los tejados de la ciudad, dejó a su espalda el hechizo de su pegajoso pero singularmente encantador apartamento. Con un esfuerzo consciente, expulsó de su cabeza la imagen de Julie y se convirtió de nuevo en el Hombre de Sanidad.
Lo importante era que su encuentro con Julie Saunders no había hecho más que eliminarla como sospechosa… o, mejor dicho, como sospechosa principal. Seguía siendo posible que le hubiese engañado, y no debía olvidarlo pese a las consecuencias de sus sentimientos de ternura. Boyle se encaminó a buen paso hacia su coche, otra vez él mismo. Ahora que debía empezar de nuevo, tenía que considerar el próximo movimiento.