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En la reducida pero elegante galería, el marchante de arte Alexander Boyle le estaba enseñando nuevos cuadros a un rico coleccionista. Alexander Boyle era alto, ancho de hombros, de escaso pelo castaño y el tipo de cara que se adapta a cualquier escena: la ópera, el campo de golf o la ferretería. Ahora, con su traje negro, parecía un vendedor de costosos artículos, y su voz grave estaba surtiendo efecto en el cliente. En diez años, Alexander Boyle había tenido éxito en la galería, combinando un instinto para descubrir artistas con un talento para vender su obra. Su satisfacción por este éxito estaba teñida de tristeza, ya que su esposa no había vivido para ver cumplida su predicción. Durante la mayor parte de su vida matrimonial ella le había recomendado encarecidamente que abandonara su peligrosa profesión y convirtiera su hobby en una ocupación exclusiva. Tal vez habría seguido oponiéndose a sus argumentos si la fatal enfermedad no hubiera empezado a lisiarla despertando en él el deseo de complacerla. Ahora comprendía que un hombre maduro podía cambiar prósperamente de vida, y estaba melancólicamente agradecido a Cora por haberle exigido, desde su lecho de muerte, la promesa de intentar un cambio semejante. Sin embargo, no era ni mucho menos tan sencillo. Había veces en que la antigua vida seguía reclamándole, forzándole a aceptar un encargo. Cuando un hombre ha vivido al borde del precipicio durante la mayor parte de su vida adulta, la necesidad de un compromiso total se reafirma en él con la urgencia de una adicción. Durante más de un año, Alexander Boyle había disfrutado de una apacible vida. De modo que, unos días antes, cuando Hirschorn llamó, había estado dispuesto, como una fruta que madura en una rama.

Su ayudante entró en la galería, le llamó aparte, y le dijo que el señor Hirschorn había vuelto a telefonear. Boyle asintió, y en diez minutos cerró el trato. Luego le dijo a su ayudante que ese día tomaría un prolongado almuerzo. Al abandonar la galería vislumbró con envidia el flaco señor Vertrees, cuyos dedos solían estar pegajosos de chocolate. Los jóvenes podían comer lo que les apeteciera, y tal pensamiento le desalentaba.

En un restaurante de Nob Hill pidió atún natural y ensalada verde, cosas ambas que no eran de su agrado. No hacía más de un mes que había dado gusto al patrón pidiendo quiche Lorraine y otras especialidades francesas, que incluían compotas de crema, mantequilla y carne exquisitamente aderezada. El colesterol, no la vanidad, le había impuesto este nuevo régimen. Llevaba encima, en cada centímetro cúbico de su sangre, más de quinientos miligramos de grasa; asimismo, su nivel de lípidos era extremadamente elevado, y, según el médico, eso era como mantener una pistola cargada contra el corazón. Así que ahora el patrón tomó nota de su pedido con una sonrisa desdeñosa, y, cuando le llevaron el atún, Alexander Boyle se lo comió con la inflexible resolución de un chiquillo que preferiría una hamburguesa.

Al terminar, se palmeó su ligera barriga con aire santurrón y fue a la cabina telefónica. Una secretaria le pasó con el corredor de fincas Allen Hirschorn.

—Sí, señor Boyle, gracias por llamar —la voz era jovial pero ceremoniosa, la voz impersonal de un cauteloso hombre de negocios—. Hay algunas dificultades con la propiedad de la que hablamos. ¿Le va bien que le llame, digamos, dentro de diez minutos?

Boyle le dio el número del restaurante, volvió a una taza de Sanka, sin un cigarrillo que la hiciera digerible, y aguardó hasta que Hirschorn telefoneó desde algún sitio fuera de su oficina.

En esta ocasión, en cuanto Boyle se puso al teléfono, la voz que oyó era tensa, familiar.

—Alex, alguien encontró a esas personas y les robó antes de que el autocar se precipitara por el acantilado.

Boyle silbó entre dientes, contemplando, sin que viniera al caso, una mousse de chocolate procedente de la cocina que pasó cerca de él.

Hirschorn explicó que el jefe de policía de la Zona de la Bahía había identificado a los cadáveres por medio de una lista de pasajeros, ya que habían sido desvalijados de sus carteras y otros objetos de valor. De haberse producido el saqueo después del accidente, habrían hecho falta sopletes, una pesada grúa, y horas de trabajo entre semejante destrozo, especialmente con el autocar medio sumergido en el agua. Puesto que la rapiña tuvo lugar antes de que ocurriera el accidente, se trataba, sin duda, de un robo planeado.

—¿Está investigando? —preguntó Boyle.

—Ya conoces a esos polis. Ha pedido ayuda al FBI.

Boyle los conocía la mar de bien. Al jefe de policía de la Zona de la Bahía debió de alegrarle mucho que el autocar hubiera cruzado la frontera estatal, lo cual le permitió recurrir a los federales. Lo que había pasado era lo bastante sencillo para que un buen poli lo comprendiera: unos cuantos criminales habían planeado el asalto de un autocar. Probablemente habían seguido al autocar en un camión, lo habían detenido en un solitario tramo de carretera, robado a los pasajeros, y luego lo habían arrojado por el acantilado empujándolo con el camión. Hacía unos años había ocurrido algo por el estilo al sur de Big Sur. Lo que tuvo que haber preocupado al jefe de policía no era la atrocidad del crimen, sino su profesionalidad. Dar con la pista de tales delincuentes llevaría tiempo, y él probablemente estuviera muy ocupado manteniendo la paz en una ciudad que ocultaba traficantes de drogas y tensión racial. Que fueran los federales quienes se hicieran responsables de una tarea que consumiría una energía que podía emplear mejor en otra parte. Debía de haberse mostrado lisonjeramente servicial, aprovechando la oportunidad de permanecer al margen del asunto.

—¿Y qué están haciendo los federales?

—Lo sé muy bien… no dirán palabra a la prensa. Por lo que al público se refiere, es un accidente.

—Ya, pero ¿qué hay de los efectos personales desaparecidos?

—Ahí está la pega. Si fue un accidente, todo ese material sería recuperable.

—Pero no era muy valioso.

—Pero eran cosas personales, Alex. Los familiares de algunos de ellos querrán recuperarlas.

Buenos y formales ciudadanos que querrían recuperar los recuerdos de sus seres queridos. Boyle podía imaginar a algunos de ellos volviéndose insistentes, y a unos cuantos yendo tan lejos como para mover a la acción a uno o dos periodistas.

—La hostia —dijo Boyle.

—¿Y quién diablos les robó, Alex? Ahora éste es el problema.

—No hay duda de que es un cabo suelto.

—Es peor que un cabo suelto. He estado pensando… ¿qué hay de tu conductor?

—Siempre ha sido de confianza —respondió Boyle de inmediato—. He trabajado con él durante años.

—Es mejor cerciorarse.

—Lo haré. Hoy, más tarde, tengo que verle para la cuestión del pago.

—¿Para el pago total?

Boyle titubeó.

—El pago total tiene lugar esta noche —dijo.

—Si no fue él, ¿entonces quién?

—¿Qué hay de tu gente?

—Ni hablar.

Boyle miraba a través de la puerta de cristal de la cabina todos los suntuosos platos que pasaban cerca de él en una bandeja tras otra, pero sus pensamientos habían retornado a aquella noche ventosa, la calle vacía, el autocar silencioso como la tumba que era realmente, a aquellas caras que emergían despacio a la luz del alba como peces de las profundidades del mar.

—Espera un minuto —dijo bruscamente—. ¿Te acuerdas que te dije que el autocar se averió y mi conductor lo abandonó para telefonearme? Mientras estaba fuera, alguien pudo haber subido. Hubo tiempo.

—Vale, pero cuando le llevaste la manguera de combustible, ¿acaso no inspeccionaste el interior del autocar?

—Tal vez lo inspeccionó mi conductor.

—Sí, pero tú también tendrías que haberlo hecho. Yo suponía que lo habías hecho.

Boyle sabía que tendría que haberlo hecho. A un hombre se le perdonaba un error de criterio, pero no un fallo en el procedimiento.

—Bueno —suspiró—. ¿Y ahora qué?

—Está claro, Alex. Mejor que recuperes esos efectos desaparecidos.

—La hostia.

—Ya lo sé. Llevamos a cabo una buena operación, teniendo en cuenta la prisa.

—Pero tendría que haber inspeccionado el autocar —admitió Boyle, a punto de añadir: «Esto es lo que sucede cuando no trabajas a plena dedicación. Te vuelves chapucero».

Junto a los muelles de Oakland soplaba un viento tempestuoso. Las gaviotas chillaban en lo alto, y, a lo lejos, el cabrestante de un barco zumbaba guturalmente. Percibió un olorcillo a canela en el aire, y por un instante pensó en su esposa, que solía hacer tostadas de canela todos los domingos. Los camiones frigoríficos, alineados parachoques contra parachoques, se dirigían a los embarcaderos. Trozos de papel de embalar, aceitosos del pescado, se arremolinaron en torno de sus pies cuando se desvió en dirección a una taberna portuaria. Cuando entró en el sombrío lugar, varios estibadores apiñados en el extremo más próximo de la barra se volvieron ligeramente para escudriñarle. Pasó junto a ellos con el andar bamboleante de un exboxeador, y, con su traje negro, parecía un gángster que se detiene a tomar un trago, camino de una boda. Sostuvo su mirada con tanta firmeza, que de nuevo se volvieron hacia la barra. Al otro extremo pidió una cerveza —el médico le había dicho que nada de whiskies—, y la bebió a sorbitos hasta que sus ojos se acostumbraron a la débil luz. En el espejo de la barra vio la sonriente cara de su conductor, que estaba sentado a solas en un compartimiento del fondo. Boyle se le acercó sin prisa.

—Tony —dijo.

—¿Salió bastante bien, no? —Tony era un hombre corpulento, rojo de cara, con espeso pelo negro. Llevaba una floreada camisa hawaiana, pantalones blancos que ceñían un prominente estómago, y en sus manos brillaban anillos de oro.

—No, no salió bastante bien —imitó Boyle, deslizándose al interior del compartimiento y mirando ferozmente al conductor.

—¿Ah no? —El vaso de cerveza negra de Tony se detuvo a medio camino de sus labios—. Yo creía que sí, incluso con la avería.

—Te contraté para que condujeras.

—Claro que sí. ¿De qué se queja?

—Cuéntame exactamente lo que pasó después de que te hicieras cargo del autocar en Reno.

—Yo no hice nada —murmuró Tony. Agarró la caña de cerveza, destellaron sus dedos repletos de anillos—. No hago nada, pero tengo la culpa.

—Empieza con Reno.

Tony asintió sombrío y encendió un gran puro, el cual tuvo la virtud de transformarle al punto de camionero de vacaciones en el criminal de profesión que realmente era. Hizo un recuento de las rutas seguidas al salir de Reno, circundando el lago Tahoe, hacia el noroeste, en dirección a Oroville, y luego hacia el sudoeste, camino de San Francisco.

—En las afueras de Marysville vi el indicador de Knights Lodge y conecté el aire acondicionado como usted dijo. Antes le había dicho a la gente que estaba estropeado, pero cuando lo encendí nadie dijo nada.

Boyle asintió.

—La gente de un autocar no está muy alerta.

—Esperé exactamente un minuto como dijo usted. Luego me puse la mascarilla. Estaba oscuro, por eso supongo que no me vieron hacerlo. Se adapta perfectamente a la nariz.

—Pudieron tomarla por el micro del autocar.

—Claro, aunque la viesen.

Boyle asintió satisfecho, preguntándose cómo una operación tan bien planeada podía salir mal.

—Quizás un minuto más tarde oí los sonidos, como cuando tomas aliento. —Tony frunció los labios, haciendo memoria—. Un par de bocanadas de ese gas y te quedas frito. Si esa sustancia se pusiera a la venta, acabaría con todas las píldoras para dormir. Yo la compraría. Tengo un insomnio para el que no hay píldoras que valgan.

—Sigue, Tony.

Chupó con tristeza el puro y describió el encuentro con el camión de materiales sanitarios en el lago, a tres kilómetros pasado Knights Lodge. Los tres hombres vestidos con monos llevaban ya mascarillas y maletines de médico. Subieron al autocar y empezaron a examinar a los pasajeros con estetoscopios. Un viejo respiraba con dificultad, de modo que sacaron una careta antigás del camión y le dieron oxígeno. Luego desenrollaron una larga manguera de lona en el interior del autocar, colocándola a mitad del pasillo. Una bomba situada dentro del camión, conectada a la manguera, aspiró el gas en una hora. Cuando estuvo limpio, Tony entró en el autocar con los fontaneros y, una vez más, examinó a sus ocupantes.

—¿Se encontraban bien?

Tony asintió con la cabeza y le hizo una seña al barman para que trajera dos cervezas más.

—Para mí, no —dijo Boyle.

—No me diga que no bebe. Un montón de tipos que conozco han dejado de beber. Creen que se están haciendo viejos, pero a mi modo de ver, usted es sólo tan viejo como se siente.

—Sigue, Tony.

Se encogió de hombros y expelió un remolino de humo en el aire; el acre olor hizo que Boyle se arrepintiera de haber ido al médico, quien no sólo le obligó a dejar los cigarrillos, sino también su pipa. Tony retomó la palabra. Describió cómo los fontaneros dieron inyecciones hipodérmicas en las muñecas a los asfixiados pasajeros. Luego recogieron la manguera, cerraron la puerta posterior del camión y se marcharon.

—Auténticos fontaneros —se rio Tony—. Entonces me senté sobre una roca y esperé. Salió la luna. Apuesto que había una gran cantidad de pesca en aquel lago. Yo conocí a Charlie Red, de Detroit, un gran pescador. Lo último que supe de él fue que estaba cumpliendo una condena de diez años en Jackson.

—Sigue, Tony.

—Como usted me dijo, esperé una hora a que la sustancia hiciera efecto, luego me metí en el autocar y me dirigí a Frisco.

—¿Cuándo comenzaron a agonizar?

—Justo a tiempo, cosa de una media hora antes de llegar a Frisco. Podía verlos por el retrovisor.

—¿Convulsiones?

—Ah, no muchas. Unos cuantos se cayeron de los asientos, pero la mayoría sólo parecían dormidos.

—¿Los examinaste?

—Como usted dijo. Al salir de la autopista, en una calle secundaria. Cogí eso que me dejaron los fontaneros, el éste, éste… no sé decir la jodida palabra…

—Estetoscopio.

—Sí, y examiné los corazones como usted me explicó. Tardé unos cinco minutos. Luego me puse en marcha otra vez y así fue como ese puñetero motor se averió. Es una suerte que ocurriese allí y no en la autopista. Entonces le llamé y usted vino con la manguera de combustible y yo la instalé.

Boyle se acordaba. Sentado en su coche, al otro lado de la calle, había visto las caras comenzar a endurecerse como yeso, mientras el paisaje emergía de la noche.

—De todas maneras, ¿cómo consiguió la manguera tan rematadamente deprisa? —preguntó Tony sorbiendo su nueva cerveza.

—Un conocido está en deuda conmigo.

Tony le echó un malicioso vistazo.

—Sí, apuesto que hay muchos que están en deuda con usted.

—Sigue.

Así que le describió el subsiguiente viaje hasta la Carretera de la Costa y el encuentro con el segundo camión. Dos hombres habían arrastrado al conductor muerto al interior del autocar, colocándolo frente al volante; un minuto después, el camión había empujado el autocar, arrojándolo por el acantilado.

—Menos mal que fueron rápidos —comentó Tony—, porque ya había luz. Diez o quince minutos más y nos habríamos deshecho de esos fiambres en medio del tráfico. En este asunto tuvimos suerte, pero usted tiene que decir que no salió bien.

—Salió bien, excepto por el robo.

Tony sacudió la cabeza tristemente.

—Y dale. Yo no hice nada, y usted lo sabe.

—Descubrieron que los turistas del autocar siniestrado habían sido robados.

Tony arqueó las cejas y chasqueó la lengua.

—No veo cómo. ¿Usted cree que yo perdería el tiempo en esa gente, en pan comido?

Eso es lo que Boyle creía. Tony no pondría en peligro su vida, a no ser que el botín valiera la pena.

—¿Cree que arriesgaría la buena opinión que usted tiene de mí? —dijo Tony indignado.

Boyle casi sonrió; el orgullo de Tony era el de un hombre de negocios cuya reputación acaba de ser puesta en duda.

—Si usted cree que me apoderé de un puñado de asquerosas carteras cuando casi me estaba meando en los pantalones por culpa del miedo a los polis, será mejor que lo piense dos veces.

—Está bien, Tony. Después de instalar la manguera, ¿volviste a examinar a los pasajeros?

—Claro. Conozco mi trabajo.

—¿Y cuál era su aspecto?

—De muertos.

—Sus ropas, Tony.

—No lo sé…, seguían dormidos, supongo. Pero encontré algo en el pasillo. Iba a dárselo. Si me hubiese dado media oportunidad —agregó impaciente, luego buscó en su bolsillo posterior y extrajo una pequeña libreta. La tiró sobre la mesa—. Imaginé que era algo que se le había caído a alguno de los fontaneros y usted querría recuperarlo.

—¿Había algo más?

—Ah, varios kleenex, puede que un lápiz. Las cosas que lleva la gente. Cogí la libreta suponiendo que podría contener nombres.

—Bien.

—Conozco mi trabajo.

Boyle recogió la libreta y la hojeó rápidamente.

—Imaginaste que pertenecía a un fontanero. ¿Por qué no a un pasajero?

—Estaba en el pasillo.

—¿Pero no pudo caerse del bolsillo de alguien?

—Ellos ya no se movían mucho. Pero se les pudo caer a los fontaneros mientras trabajaban en el autocar.

—¿No lo viste en el pasillo antes de instalar la manguera?

Tony chupó el puro reflexivamente.

—Entiendo lo que quiere decir.

—¿Qué es eso, Tony?

—Un pordiosero pudo entrar en el autocar mientras yo estaba telefoneando. Quizá se vació los bolsillos para hacer sitio para las cosas que cogió.

Boyle extrajo una cartera de su abrigo y le tendió un cheque a Tony.

—T. A. Willis —leyó Tony en el cheque, y se rio—. Me acuerdo de cuando usaba el nombre de S. R. Finley. ¿Se acuerda de la vez que zurramos a aquel tipo en Monterrey y usted me pagó con un cheque de Finley? —Tony apuró su cerveza y se recostó en su asiento, sonriendo de oreja a oreja.

—Ten cuidado —le advirtió Boyle.

—Vale, vale, lo he dicho sin querer.

—No vuelvas a hacerlo —dijo Boyle fríamente, levantándose. No le hacía gracia la idea de que Tony contara sus recuerdos como un viajante retirado, y estaba molesto consigo mismo por tener ganas de fumar. Mientras se dirigía a la salida se detuvo un momento y sacó una petaca de su bolsillo posterior. De ella extrajo un puñado de semillas de soja tostadas y se las metió en la boca. Junto a la puerta de la taberna se volvió para echar un último vistazo al hombretón de la camisa floreada, que estaba sentado frente a una cerveza en un compartimiento del fondo. Boyle conocía los hábitos de ese hampón. Todas las noches, hasta que el dinero se agotase, esa camisa hawaiana colgaría de una silla en el infame Mamma Wong’s y Tony estaría sentado, desnudo, sobre la cama, sobando a un par de guapos jovenzuelos a cien dólares cada uno.

Mientras un taxi le llevaba de vuelta a la galería, Boyle examinó la raída libreta. Aparte cuatro números telefónicos y el único nombre, «Julie», escrito en grandes letras, la libreta estaba llena de toscos dibujos de animales y armas. Demasiado chapuceros para la mano de un artista, los dibujos parecían el producto de una mente obsesiva. Página tras página, una ametralladora, carabina o pistola acechaba a un león, un oso o una jirafa. No había figuras humanas.

Cuando llegó a la galería, Boyle encontró a su ayudante en el despacho, los pies apoyados sobre el escritorio, susurrando por teléfono. Boyle imaginaba que el señor Vertrees tenía una complicada vida sexual, repleta de amoríos y melodrama, que le incapacitaba para el trabajo serio y le relegaba a la poco absorbente ocupación de tendero. Con frecuencia Boyle lo veía en su cara: la ensimismada ensoñación de rememoradas humillaciones, de figurado triunfo. Pero Boyle estaba satisfecho con él, porque el señor Vertrees conocía su arte, era bien parecido, y, sobre todo, poseía una juvenil delgadez que atraía a las adineradas matronas. Boyle le dejó el resto del día libre. A solas entonces en el despacho, Boyle abrió la libreta en los números telefónicos. El súbito anhelo por un pitillo le abrumó. Sabía que el señor Vertrees guardaba un paquete en el archivo, pero fumarse un cigarrillo sería un sacrilegio, una maldición. Ni siquiera había fumado su pipa durante casi un año, pero ahora esta nueva y estricta dieta estaba renovando su deseo de un viejo vicio.

—No —dijo, y marcó el primer número de la página. Contestó la mesa de información del Zoo Fleishhacker, lo cual le alarmó. Vaciló, y, al cabo, le preguntó a la muchacha qué clase de información podía facilitarle. Ella respondió con sequedad que podía darle los horarios de alimentación de los animales, los precios de las entradas, las horas de apertura y cierre, y ponerle con cualquier sección que desease. Esto confirmó el obsesivo interés del ladrón por los animales, pero nada más.

Junto a uno de los números telefónicos había una extensión de dos números pero sólo pudo descifrar el primer dígito porque el segundo estaba manchado. Llamó, cogió la centralita de una biblioteca pública, y preguntó por la derivación tres.

—¿Tres qué? —le preguntaron.

—¿Cuántas extensiones que empiecen con tres tienen ustedes?

—Nueve.

Boyle colgó y fue al archivo, donde encontró en el acto un paquete de cigarrillos a medio abrir. Extrajo uno, lo contempló consternado, y luego se lo puso cuidadosamente entre los labios. En el archivo había también una carterita de cerillas, que relucían como un estuche de joyas abierto. Cogió las cerillas de un manotazo, encendió rápidamente el cigarrillo, dio una calada hasta que los ojos se le humedecieron, y regresó al teléfono. El próximo número le puso en contacto con la Asociación de Veteranos, pero sin una extensión no supo por quién pedir, de modo que colgó. Por lo menos sabía que el ladrón era probablemente un veterano.

Marcó el último número, que estaba junto al nombre de Julie, y habló con un servicio de recepción de mensajes. La telefonista le pidió que dejase su número y la señorita Saunders le llamaría.

—Dígale a la señorita Saunders que es urgente —dijo Boyle, y luego se recostó en la silla y chupó con tiento el cigarrillo, que ya le había irritado la garganta.

Así que la vieja y familiar espera había empezado. Había pasado la mayor parte de su vida esperando la señal que le sacudiese para ponerlo en acción. ¿Por qué no podía dejar en paz el pasado y disfrutar de la recién hallada tranquilidad de sus últimos años? De nuevo vivía en el mundo de pesadilla de su juventud, y lo que ahora parecía irreal, algo del pasado, era este despacho, con sus cuadros y esculturas.

Sonó el teléfono. Oyó la voz de una chica decir a toda prisa, en el tono seco e impaciente de alguien atareado, que era Julie Saunders, devolviéndole la llamada.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—Soy un marchante de arte y querría que me prestara su ayuda.

—¿La mía? ¿Quién es usted?

—Alexander Boyle, de la Galería Boyle. La llamo para pedirle cierta información. Su nombre estaba en la libreta de un hombre al que estoy tratando de localizar.

Se produjo una pausa en la línea, luego llegó la voz de la chica, áspera de irritación.

—¿Me está usted engañando? Le he preguntado quién le ha dado mi número, eso es todo. No le dé tanta importancia a la cosa.

—Mire, todo esto es bastante complicado, pero hablo en serio. ¿Sería mucho pedir que nos viéramos para que se lo explique?

Oyó a la chica resoplar con exasperación.

—Si es así como quiere llevarlo —repuso—. ¿Dónde?

—En cualquier sitio que a usted le resulte apropiado. ¿Qué le parece en el centro de la ciudad?

—Claro —accedió ella sin pensarlo dos veces.

—Sé de un bar en California. —Le dio las señas, aliviado porque no le pusiera obstáculos. Hasta el momento ésta era su única pista.

—¿Sirven comida? Estoy muerta de hambre.

—Sí que la sirven. ¿Dentro de media hora?

—¿Por qué no?

—¿Cómo la conoceré?

—Oh, me conocerá muy bien. Soy una rubia impresionante.

Y, en efecto, lo era, dirigiéndose a su compartimiento con pantalones a la usanza oriental, y una blusa rojo-China; entonces él le hizo una seña. Llevaba una carpeta y un gran bolso de lona colgado del hombro. Supongo que Julie Saunders era modelo, suposición que ella confirmó con prontitud. Tras deslizarse fatigadamente al interior del compartimiento y sacar un espejito de su bolso, empezó a describirle su desalentador día como si fueran viejos amigos: una larga espera para una frustrada entrevista, de vuelta a su estúpido representante, y después una sesión barata con un sádico fotógrafo.

—A cualquiera que se meta en la profesión de modelo tendrían que examinarle la cabeza. Da muy poco dinero, y te pasas la mayor parte del tiempo en paro. —Julie Saunders se detuvo, levantando por fin la vista de su espejito y lápiz de labios—. Es usted lo que esperaba —le dijo a Boyle con una sonrisa.

—¿De veras?

—Trato de imaginarme a la gente por su voz. Normalmente me llevo una desilusión, pero no esta vez. —Hizo a un lado el bolso de lona y separó sus húmedos y rojos labios—. Usted está a tono con su voz: el traje oscuro, la… cara enérgica. Bueno —hizo un ademán con la mano—, todo encaja.

—¿Y el escaso pelo?

—Claro. Usted daba la impresión de ser un hombre tranquilo, culto, de unos cincuenta años.

—Un poco viejo, me temo.

—¿Lo ve? Por su voz imaginé que no se andaría con disimulos. Me irrita la manera en que algunas personas tratan de disfrazar su edad. De todos modos, me agrada una cierta madurez en un hombre.

El camarero llevó los menús.

Julie le concedió una sonrisa burlona.

—Se lo advierto con franqueza: estoy hambrienta y voy a costarle cara.

Boyle pidió una cerveza para él, y, a su petición, un cóctel de champaña para ella. Ésta eligió el solomillo de tamaño extra, «poco hecho, por favor», y todas las guarniciones, en tanto que Boyle solicitaba la ensalada César.

—¿Conque cuida su línea, eh? —dijo Julie con regocijo.

—No, es sólo que no tengo mucho apetito, señorita Saunders.

—Julie.

—En cuanto a esa libreta…

Ella ladeó la cabeza, como perpleja.

—Ah sí, la libreta. Me había olvidado de su juego.

—¿Cómo?

—No importa. Diga lo que iba a decir. —Apoyó la cabeza en las manos, con coquetería, y sus fríos ojos azules le invitaron a empezar.

Boyle le explicó que la pasada noche, cuando se disponía a abandonar su galería, dos hombres le habían atacado. Le habrían robado y golpeado de no haber acudido un transeúnte en su ayuda. Entre los dos rechazaron a los asaltantes; luego el transeúnte se había ido sin decir palabra, y, en cuanto Boyle se hubo recuperado, su defensor ya no estaba a la vista. No obstante, Boyle había encontrado una libreta que el hombre había perdido durante la pelea, y su intención era devolvérsela, junto con sus más efusivas gracias.

La chica frunció el ceño.

—¿Pero no podría pertenecer la libreta a uno de los asaltantes?

—Dudo de que ellos tuvieran su número.

—Gracias, señor, por el voto de confianza. —Llegaron las bebidas y ella se bebió la mitad de la suya de un trago—. También estoy sedienta —dijo.

Boyle llamó al camarero para que trajera otro cóctel de champaña. A continuación le explicó que sólo había averiguado una cosa a través de la libreta: que el transeúnte era un veterano.

—¿Conoces a algún veterano?

Julie se encogió de hombros.

—Supongo que sí. Algunos hombres dicen que lo son. Me imagino que es un símbolo de prestigio. Pero cuando un hombre empieza a hablarme de su experiencia en la guerra, me desconecto. Nunca nadie me ha impresionado por el hecho de que haya matado gente.

—¿Conoces a alguien que esté interesado en los zoos?

—¿Los zoos? —Julie se echó a reír; entonces se detuvo bruscamente—. Vaya, es extraño, pero sí. Hará unas semanas fui al Fleishhacker porque no tenía trabajo y me aburría. Allí conocí a un joven. —Hizo una pausa—. Pero no puede ser el que busca.

—¿Por qué no?

—Bueno, usted le habría recordado.

—Estaba oscuro, estuvimos peleando. No recuerdo ni un detalle de él.

La expresión de la chica se tornó recelosa.

—¿Me está engañando? Porque seguro que tendría que acordarse de él. Llevaba un extraño abrigo y una estrafalaria barba, como de Jesús.

—Quizá la otra noche no llevaba el abrigo.

—Apuesto a que sí. Me dijo que lo llevaba a todas horas. Cuando le conocí estábamos a dieciocho grados, pero él tenía puesto el abrigo. Nunca me dijo por qué.

—¿Te citaste con él?

—Le di mi número, pero nunca ha llamado. —La chica se encogió de hombros—. De todas maneras, no habría salido con él.

—¿Por qué no?

—Estaba un poco tocado; completamente absorto en los animales. Dijo que tendrían que soltarlos. Dijo que eran los humanos a quienes habrían de enjaular, porque ellos matan por placer y venganza en vez de para vivir. Ahora que, pensándolo bien, eso no es tan estrafalario. En realidad, era un chico simpático, ¡pero ese abrigo! —se rio alegremente.

Boyle la escudriñó, preguntándose si su relato era cierto. Era una chica perspicaz que podría haber percibido en su explicación sobre la libreta un intento de localizar al joven por un motivo del todo distinto al que él le diera. Se diría que, a su pesar, el joven le había gustado, y, quién sabe si lo había vuelto a ver y ahora le estaba protegiendo.

—¿Dijo algo más?

—Bueno, quería volver a verme. En concreto, quería volver a verme aquella noche. Pero no insistió mucho, era un poco tímido. —Sus ojos se encontraron con los de Boyle, sin pestañear—. No concibo que se metiera en una pelea.

Boyle ignoró el comentario y le preguntó si el joven le había dicho algo más; ¿le había dicho, por ejemplo, dónde vivía?

—Sí mencionó algo de eso. —Hizo una pausa, pensativa—. Dijo que tenía una habitación en un hotel de North Beach. Creo que se me estaba insinuando —añadió con un guiño.

Llegó la comida, y Boyle observó con envidia cómo ella daba buena cuenta de aquel filete exquisitamente aderezado, las patatas fritas y los guisantes a la crema. La dejó arrastrarle a una conversación sobre arte, imaginando que ella pudiera estar poniendo a prueba sus conocimientos sobre el tema en un intento de autentificar su historia de la galería, los agresores y el transeúnte. Pero, además, pudiera simplemente estar dándole conversación. En este tipo de trabajo era fácil volverse paranoico. Mirándola comer, Boyle descubrió que prestaba mucha atención a su belleza, a su entusiasmo y espontaneidad. Desde que había muerto su esposa, raramente había salido con una mujer. Las veces que había hecho el amor durante los dos últimos años podían contarse con los dedos. Desde el momento en que había aparecido en el bar, Julie Saunders le había atraído, posiblemente porque ella también parecía sentirse atraída por él. ¿Era eso posible? ¿Una chica de esa edad?

Después de que ella terminara el filete, Boyle pidió que le trajeran tarta de fresas. ¡Qué estupendo era ser joven, comer de todo! Sacó un cigarrillo y lo encendió, observando cómo desaparecían las fresas. Cuando acabó, Julie Saunders le echó una súbita mirada de apreciación. Parecía estar esforzándose por tomar una decisión.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó Boyle de improviso.

La chica frunció el ceño.

—En usted.

—¿Y qué piensas de mí?

—Escuche, no sé por qué, pero no quiero andarme con disimulos con usted.

«Ahí viene», pensó Boyle.

—Me gustaría que así fuese —dijo.

—¿De veras? Tal vez me estoy poniendo en ridículo, pero me da igual. Usted me gusta. Me gusta mucho. Quiero que sepa la verdad. Cuando llamó, pensé que estaba buscando a alguien.

—Bueno, lo estaba.

—No, no quiero decir buscando a ese muchacho. Pensé que buscaba una chica, y alguien le dijo que yo estaba disponible. —Se mordió el labio y desvió la mirada hacia el bar, las mesas, la bulliciosa multitud—. Éste es un sitio realmente agradable.

Boyle estaba empezando a ver claro: Julie Saunders había accedido de buena gana a verse con él porque era una prostituta.

Los ojos de la chica se movieron hasta encontrar los suyos, sin pestañear.

—¿Te escandaliza?

—No, pero estoy sorprendido. Hay cierta diferencia.

—Te lo agradezco. Sólo quería que lo supieras. ¿Lo entiendes? —su voz era queda, indecisa—. Me gustas.

—Me alegro —Boyle alargó la mano para coger la suya, pero ella la apartó.

—No seas condescendiente.

—No lo soy, me alegro de verdad.

Después de escudriñarle durante un momento, ella asintió con la cabeza.

—Perdona. Supongo que desconfío de la amabilidad. Tiene que ver con los hombres con quienes me cito. Tarde o temprano dejan de ser amables y se ponen moralistas. Se meterán a toda prisa en la cama y me pagarán por ello, y luego, de repente, querrán saber por qué lo hago. Y cuando les pregunto si hay una manera más rápida por la que una pobre chica gane el suficiente dinero para viajar por el mundo, me miran como si acabase de robar un banco.

Boyle no dijo palabra.

—Bueno, ¿también tú me estás juzgando?

Él negó con la cabeza y esta vez ella le dejó tomarla de la mano. Boyle deseó poder estar a tono con su honestidad. Le habría gustado tranquilizarla asegurándole que lo que estaba haciendo no era más que erróneamente práctico comparado con lo que él había visto del mundo, sus brutalidades y traiciones.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó ella de repente.

Boyle quería decirle que era encantadora, por cuanto un simple comentario de esa índole podría muy bien desencadenar una aventura sentimental. Sabía que, en cuestión de minutos, esa chica podría lograr que los años retrocediesen y reconquistar para él aquellos sentimientos que había tenido cuando cortejara a Cora con todo su corazón. Y eso le dejaría como un estúpido aún mayor del que había sido la otra mañana, cuando olvidó revisar el autocar. Así que no respondió a su pregunta, sino que se limitó a seguir allí inmóvil, solemnemente reservado, mientras ella, despacio, retiraba su mano de la suya.

—Bueno, perdona por comer y salir pitando —dijo Julie a la ligera, y recogió su bolso y carpeta. Por un momento su mirada se cruzó con la de Boyle, y, como él siguiera sin hablar, se levantó y salió del compartimiento—. Gracias por el filete —le dijo con sequedad—. Estaba muerta de hambre.

—Julie, ¿cómo se llamaba?

Ella se puso una mano en la cadera, con exasperación.

—No acabo de entenderte.

—En serio que quiero darle las gracias —insistió Boyle.

—Bueno… —sus ojos miraron a lo lejos—. Se llamaba… déjame pensar…, Warren. Se llamaba Warren.

—¿Y su apellido?

—Por Dios, ¿cómo voy a saberlo? —contestó malhumorada.

Boyle le sonrió, sintiendo la sangre en las mejillas.

—Quizá volvamos a vernos, Julie.

—Lo dudo. Perdóname por ser una tonta, ¿quieres?

Férreamente controlado, Boyle miró su esbelta figura dirigirse hacia la entrada. No volvió la vista atrás. ¿Le había dicho la verdad con respecto al muchacho? Esperó a que se hubiera marchado antes de pedir la cuenta.

—Tráigame un paquete de cigarrillos. De cualquier marca. —Luego, sacando una moneda, fue a la cabina telefónica.

—¿Hirschorn? Soy Boyle otra vez. He tenido suerte. ¿Podrías ayudarme a encontrar un hotel de North Beach?

—Alex, cuanta menos gente haya en esto, mejor. Podría ayudarte, pero primero he de conseguir la aprobación. ¿Crees que podrías hacerlo solo?

—Claro —convino Boyle, consciente de que todo el asunto podría irse al diablo.

—¿Dices que has tenido suerte? —dijo Hirschorn.

—Creo que el ladrón es un joven veterano de guerra.

—Bien, parece que has hecho progresos. ¿Qué hay de tu conductor?

—¿Qué pasa con él? —dijo Boyle.

—No te enfades. Sólo te pregunto si vas a pagarle totalmente esta noche, como dijiste.

—Cuando digo que lo haré, lo haré.

—¿No tiene nada que ver con ese veterano de guerra, verdad?

—Está limpio.

Tras una prolongada pausa, Hirschorn dijo:

—Ya sé lo que opinas de eso.

—Ya —repuso Boyle, convencido, no obstante, de que nadie podía saber lo que era hallarse en semejante posición. No era que no pudiese justificar lo que iba a ocurrirle a Tony Aiello, un delincuente de segunda fila cuya muerte no merecería ni una línea en la última página. Pero, con los años, Boyle le había visto cambiar de un delgado, resuelto y controlado profesional, con cuya ciega obediencia se podía contar, a un charlatán con muchos kilos de más, un granuja rojo de cara al que le encantaba sentarse en un bar y contar sus recuerdos como un vendedor frustrado. Cuando ves las tendencias convertirse en rasgos malsanos perfectamente desarrollados y los frívolos amaneramientos reemplazar los sólidos trazos del carácter, sientes lástima por un hombre… eso es lo que sentía por Tony, y, sin embargo, de mala gana. Se lo imaginó tirado en una arrugada cama en Mamma Wong’s, sobando a un zafio muchacho, inocentemente feliz—. Lamento muchísimo haber aceptado este trabajo —dijo Boyle irritado—. Desde el principio lo supe perfectamente.

—Sí, pero lo aceptaste —señaló Hirschorn con directa simplicidad—. Mira a tu conductor de otro modo. Podría írsele la lengua accidentalmente. No podemos correr ese riesgo. Aunque no hubiera otro motivo mejor, éste bastaría.

Era cierto, naturalmente. Boyle imaginó de nuevo a Tony acostado, con una mano rolliza acariciando un muslo afeminado, mientras se jactaba de haber conducido un misterioso autocar lleno de pasajeros bastante raros. Ello ayudó a Boyle a pensar que el trabajo era demasiado importante para confiar en la discreción de Tony. Al envejecer, Tony se había vuelto poco digno de confianza.

—Otra cosa acerca de tu conductor —dijo Hirschorn—. Asegúrate de hacerlo del modo que Spitz sugirió.

—Sí, diablos. De otra manera no serviría de mucho.

—No te enojes, Alex. Buena suerte. En cuanto se haya resuelto este lío de la propiedad, te invitaré a un trago.

—Para mí, cerveza.

—Caramba, eso está muy bien. Estás llevando una vida decente.

Boyle tuvo otro golpe de suerte al encontrar el hotel de North Beach al tercer intento. A principios de siglo había sido la casa de un marinero, pero ahora era una pensión de mala muerte para vagabundos. Cuando Boyle entró en el miserable vestíbulo, el conserje le miró cautelosamente. Ante el vislumbre de la falsa placa de policía de Boyle, sonrió con desprecio.

—Estoy buscando —dijo Boyle— a un muchacho barbudo que viste un largo abrigo. ¿Se aloja aquí?

El conserje se encogió de hombros.

—No, que yo sepa. —Era un hombre flaco, hundido en un traje que hacía juego con el gris de su arrugada piel. Boyle conocía a ese tipo de individuos. Les gustaba ocultar información por ningún motivo particular. Algunos de ellos disfrutaban más negándose a colaborar que recibiendo una recompensa por lo que sabían. Pero éste parecía hambriento. Boyle tiró un billete de veinte sobre el mostrador.

—El nombre del muchacho es Warren.

El conserje cogió rápidamente el dinero.

—Warren —dijo—. ¿Por qué no lo ha dicho antes? Claro, ha estado aquí cerca de un mes. —Abrió el registro y volvió páginas—. Aquí. Warren Shore. Llevaba barba. Siempre tratando de curarse de un catarro.

—¿Un catarro?

—No es lo que usted piensa. Aquí no admitimos a drogatas. Este chico tiene un catarro normal. Se concentra en él. Cruza el vestíbulo sonándose la…

—¿Está en el hotel?

El conserje negó con la cabeza.

—¿Cuándo se marchó?

—Hacia el mediodía.

—¿Tiene alguna idea de cuándo podría volver?

—¿Cuántas preguntas he de contestar?

Boyle arrojó un billete de diez sobre el mostrador.

—Pagó y se fue.

—¿Al mediodía?

—Eso es. Bajó, pagó la cuenta y se metió en un bonito Chevy nuevo.

—¿Nuevo? ¿Tenía un coche nuevo?

—No tenía coche hasta hoy.

—Cuando se fue, ¿llevaba puesto el abrigo?

—Nunca he visto que no lo llevase.

—¿Dejó su nueva dirección?

El conserje se rio entre dientes.

—Claro, el Ritz.

Un joven con téjanos azules y una melena que le llegaba a media espalda entró con paso desgarbado por la puerta principal y se apoyó en el mostrador fatigadamente. Apenas podía tenerse en pie, mientras pedía su llave con voz apagada. El conserje se la dio y él se alejó, arrastrando los pies, cabizbajo, los brazos caídos. Boyle y el conserje le miraron subir despacio la escalera, como una vieja.

—Los chicos de hoy en día ya no tienen estilo —dijo el conserje—. Fíjese en ellos. Son todos un montón de cerdos. Se mean en los vestíbulos, tiran la comida por todas partes —sacudió la cabeza virtuosamente—. Me ponen enfermo.

—¿Puede decirme algo más de Warren Shore?

—¿Qué quiere que le cuente? Como digo, va de un lado para otro tratando de curarse el catarro. Por lo que vi, nunca hacía otra cosa.

Boyle tuvo otra vez un golpe de suerte. Encontró la agencia de alquiler de coches a unas manzanas del hotel. El encargado era un joven de mejillas encarnadas cuya reacción a la placa de Boyle fue inmediata y apasionada.

—¿En qué puedo ayudarle, señor? —puso las manos sobre el mostrador, en un gesto de propietario, apretados los labios. Encontró rápidamente el contrato del alquiler de Warren Shore. Boyle anotó el registro y el número del motor.

—Tenemos el destino que indicara —dijo el agente—. En el área de North Beach tratamos de averiguar lo que harán con los coches. Muchos nos mienten, naturalmente, pero se sorprendería de cuántos de ellos huyen con un coche y nosotros les seguimos la pista hasta la ciudad a la que dicen dirigirse.

—¿Que en este caso es…?

—San Diego.

Boyle había sido afortunado. Ahora ya sabía algo del aspecto del ladrón, sus costumbres y destino… lo suficiente para encontrarle. Si también mañana y, posiblemente, pasado, todo seguía yendo sobre ruedas, Boyle recuperaría esos efectos robados y todo el mundo podría olvidarse del asunto. Había estado muy orgulloso del trabajo, resuelto en un plazo cortísimo; pero una vulgar manguera de conducción del combustible le había acarreado este problema extra. Eso es lo que ocurre a veces; tienes un buen plan y entonces un detallito insignificante surge de la nada y lo estropea.

Tomó un autobús hacia el distrito de Portola, donde disponía de un apartamento en una casita de tres pisos, perteneciente a una familia italiana que tenía una magnífica bodega y le invitaba a cenar una vez al mes. Llegó a casa al anochecer; a la luz de la calle, los dos hijos de su patrona estaban en el garaje, lanzando pelotas a un aro. Les saludó con la mano y luego entró en la casa y subió las escaleras hasta su apartamento. Una vez en él, encendió una lámpara de la sala de estar y se echó en el sofá. Estaba cansado y hambriento; la ensalada César que se había comido con Julie Saunders, en tanto que ella despachaba un filete de casi un kilo, no le había satisfecho. Pero todo lo que conservaba en el apartamento era, expresamente, sopa vegetariana. Se quitó de un tirón los zapatos y apoyó los pies sobre la mesilla del café. En los viejos tiempos Cora solía sentarse a su lado en el sofá y aliviar con suaves masajes el dolor de sus músculos. Echó un vistazo a su fotografía de sobre el escritorio, bajo un grabado de un artista mexicano. Cora le devolvió la mirada, luminosos sus ojos oscuros, sus labios divididos en una sonrisa escéptica.

Boyle abrió el nuevo paquete de cigarrillos y encendió uno. En un año no había flotado el olor del humo por este apartamento. Se incorporó y fue a la cocina, revolvió en el armario del fondo en busca del whisky escocés, oculto tras el aceite de azafrán. Guardaba el whisky para los artistas y clientes que le visitaban de paso y tomaban un piscolabis. Pero ¡qué diablos!, se merecía un trago, en vista del horrible trabajo al que debería de enfrentarse dentro de unas horas. Se sirvió exactamente un culito, le añadió un poco de agua y regresó a la sala de estar. Cogió el teléfono y llamó al señor Vertrees.

El teléfono sonaba y sonaba, pero Boyle sabía lo bastante para no colgar. Vertrees por fin respondió, su voz queda, jadeante, ilusionada, un tanto coqueta. Pero en cuanto oyó a Boyle, su voz se tranquilizó. Boyle le explicó que tendría que ausentarse de la ciudad durante unos días a causa del negocio. Le comentó varios problemas: un cliente al que llamar, un grabado de madera para enmarcar, las pruebas de un folleto que corregir.

—No sé cuánto tiempo estaré fuera —dijo Boyle—. No, tendré que llamarle. No estoy seguro de dónde me alojaré. No se olvide de guardar la reseña de la exposición de Diebenkorn, si todavía no he vuelto por entonces. Llame a Kawabata y presiónele un poco. Si no tiene diez cuadros terminados para finales de mes, voy a retirarle. Sí, dígaselo. Sólo hay una manera de tratar con ese japonés alcohólico, y es asustándole.

Después de la llamada, Boyle volvió a la cocina, rebuscó detrás del aceite de azafrán y se preparó otro trago, esta vez sin medirlo. Necesitaba algo que le calmase, porque estaba nervioso como un gato previendo el resto de la noche. Entró en el dormitorio, se tendió en la cama, colocó la alarma del despertador para medianoche y se bebió el whisky a sorbitos hasta caer dormido.

Cuando se disparó la alarma, salió rápidamente de la cama y en el cuarto de baño se lavó la cara con agua fría. Luego preparó un poco de Sanka y se lo bebió mezclado con leche desnatada. No era necesario darse prisa, pero se sentía inquieto, exaltado, como si fuera a entrar en combate. Después de veinticinco años aún podía recordar lo que se experimentaba antes de salir de patrulla. Del último cajón de una cómoda sacó su Webley & Scott 450 con cañón de 2-1/4 pulgadas, su arma favorita durante años. En su opinión, las balas de una pistola con alta velocidad de cañón penetraban con excesiva limpieza, y dejaban sólo pequeñas perforaciones en el tejido en su trayectoria a través del mismo, mientras que las balas de su W & S no malgastaban su efecto en decorativas marcas al otro lado del blanco, sino que abrían huecos por impacto. No era una pistola ostentosa o elegante; cumplía con su cometido como un viejo profesional. Le acopló un silenciador y la enfundó en una pistolera de cinturón. De otro cajón extrajo un par de guantes de goma; luego acarreó un bidón de queroseno de veinte litros al exterior de la silenciosa casa y lo depositó en el asiento delantero del Plymouth que había alquilado aquella tarde bajo el nombre de S. R. Finley. Su propio coche estaba aparcado en un garaje de Bayshore, a kilómetros de distancia.

A continuación condujo hacia el área del puerto y aparcó en una zona despejada, oyendo, en lo alto, el constante rumor de los coches. Era más de la una. A través de la ventanilla abierta se filtraba el aire del puerto, perfumado con especias, con el jengibre y el café amontonados en los almacenes. Tenía ganas de fumar, pero reprimió ese condenado impulso y apoyó la cabeza en el respaldo, como quien se dispone a echar un sueño. Pero no perdió de vista la entrada de un viejo edificio entablado, encajado entre almacenes, al otro lado de la calle. Pasó el tiempo; el aire se enfriaba, de modo que subió la ventanilla. En lo alto, el ruido sordo de las ruedas se hizo intermitente, luego discontinuo, a intervalos de medio minuto. Empezó a soplar un fuerte viento, procedente de la bahía, y durante media hora la lluvia golpeó el parabrisas; después el aire amainó. Al fin, por el reluciente cristal de la ventanilla vio salir a un hombre del edificio entablado.

En la entrada de Mamma Wong’s el hombre se detuvo para encender un cigarrillo. La brillante media luna de la cerilla iluminó la gruesa cara de Tony Aiello. Sonreía. Acto seguido enfiló la oscura calle, sus lentas pisadas sonando huecas en el valle que discurría entre las hileras de negros almacenes. Silbaba. Sin encender los faros, Boyle arrancó el coche y se dirigió hacia él. Cuando estuvo a su lado, llamó a Tony por su nombre y salió aprisa del coche. Tony titubeó, metió furtivamente la mano dentro del abrigo, pero al ver una cara familiar en la penumbra, la retiró.

—Oh, es usted —dijo con un suspiro de alivio.

Con un movimiento, Alexander Boyle, el Hombre de Sanidad[1] tuvo la Webley & Scott frente a su pecho, la mano izquierda sosteniendo la derecha, con la que empuñaba el arma. Debido a la escasa iluminación se decidió primero por un tiro en las tripas, que arrojó a Tony de la acera, mandándolo contra una pared de ladrillos. El Hombre de Sanidad escudriñó el cuerpo tumbado, y esta vez apuntó minuciosamente, desviando el cañón de un punto situado ligeramente por encima de la cabeza hasta el centro del rostro. Con el sonido de un portazo le metió otra bala a Tony, destrozándole la cara y dejando un desgarrado boquete en donde poco antes hubiera una sonrisa satisfecha.

Arrastró apresuradamente el cuerpo hasta el coche, lo puso de mala manera en el asiento posterior y volvió a entrar en el coche, cuyo motor seguía encendido. Se alejó deprisa.

No había tráfico en la autopista, así que llegó a la vía férrea de Wayshore en cuestión de minutos. Aparcó en una calle flanqueada de almacenes, solares vacíos y bares cerrados, expuesto a los patios de maniobras y a los vagones de mercancías, lóbregamente visibles como hieráticos búfalos en una oscura pradera. Permaneció sentado durante un minuto, mirando por el retrovisor el cuerpo desplomado que había a su espalda. Luego desenroscó la cápsula del bidón de veinte litros, y, apoyándolo sobre el respaldo, vertió queroseno sobre Tony Aiello. Cuando el líquido le hubo empapado completamente la ropa, vertió un poco en la tapicería. Repitió el proceso; después vació el que quedaba en el asiento delantero. Arrojó los guantes de goma, que había llevado desde que abandonara el apartamento, dentro del coche, luego de salir de él. Cogió un trozo de papel del bolsillo, hizo una mecha, la encendió y la tiró por la ventanilla abierta. La llama prendió con estruendo, con sonido de fogata, y, cuando volvió la vista atrás desde la esquina que estaba doblando a paso ligero, el enorme incendio le trajo a la memoria las fotografías de budistas autoinmolándose. Así que éste era el fin de Tony Aiello… Tony, quien nunca había querido mucho más que unos cuantos muchachos en un cuarto trasero de Mamma Wong’s y una sólida reputación entre la gente que podía utilizar su talento.

Era esto lo que Boyle seguía pensando —en la miserable pero extrañamente plena vida de Tony— cuando llegó quince minutos después al garaje donde había estado aparcado su coche desde las últimas horas de la tarde. Mientras esperaba a que el soñoliento empleado se lo llevara, Boyle se examinó a la luz del garaje. Había salido limpio del asunto, sin una gota de sangre sobre él, salvo una única mancha oscura del tamaño de una moneda de veinticinco centavos en su manga izquierda. Amanecía cuando llegó a casa, pero antes de acostarse tomó una ducha caliente y se limpió la mancha con quitamanchas. Desde su juventud había sido meticuloso en su apariencia e higiene personales. Uno de sus peores recuerdos era el fango de Normandía, durante la Segunda Guerra Mundial, el fango y el olor de su propio cuerpo y una imagen especialmente nítida de la sangre de una herida calando su uniforme, secándose ahí como algo que se le hubiera derramado al comer.

La luz difusa brillaba en la persiana bajada cuando se echó fatigadamente en la cama. Volvió a pensar en Tony, convencido al fin de que, puesto que había tenido que escoger a alguien de conductor condenado, había hecho la elección correcta. Tony Aiello era un hombre que había perdido el estilo. Con la seguridad de tal conocimiento, Boyle se durmió sin sueños.