Con el largo abrigo agitándose alrededor de sus tobillos, se internó con la cabeza gacha en el viento constante que sopla a menudo, antes del amanecer, por entre las colinas de San Francisco. Aparcado frente a él en la calle, por lo demás vacía, había un autocar lleno de pasajeros. Los veía en las ventanillas, sus cabezas apoyadas en el cristal, dormitando en la oscuridad submarina. Aproximándose con esfuerzo pudo comprobar que no todos dormían: un viejo se mofaba de él, enseñando los dientes, y desde la ventanilla contigua una gorda le hacía muecas burlonas con la boca torcida.
El joven levantó el dedo medio en un gesto obsceno. Que la gente se burlase de él a costa de su barba y su largo abrigo; él se burlaría de su conformismo. Avanzó con dificultad a lo largo del autocar hasta llegar a la puerta abierta, donde se volvió y, esbozando una sonrisa, levantó aún más el dedo. Pero al volante no había conductor al que insultar y del interior no provenía sonido alguno. Escuchó y, dubitativo, puso el pie sobre el primer escalón. Lo que por último le decidió a subir al autocar fue el silencio que partía de él como un olor peculiar. Ascendió cautelosamente por la escalerilla hasta el comienzo del pasillo; junto a él había un niño sentado con la cabeza apoyada en el hombro de una mujer. Los ojos del chico, de mirada inmóvil, parecían brillar en la penumbra y su manita aferraba el muslo de la mujer. Cuando el joven se agachó para mirar desde más cerca, comprobó que el chico estaba muerto.
Como todos los demás.
Caminó despacio por el pasillo, mirando de soslayo a los hombres y mujeres de todas las edades, un autocar repleto de gente corriente que no respiraba. Aquí y allá aparecía una mano extendida, una cabeza echada hacia atrás, un cuerpo desplomado, pero nadie se había propuesto defenderse o escapar. Llegó a la parte trasera del autocar y se acarició la barba pensativo. Estaba acostumbrado a que la muerte llegase acompañada de violentas luchas, a menudo cruentas, pero esos cadáveres semejaban personas descabezando un sueño durante un largo viaje. Tendió la mano y rozó levemente con el dedo índice la mejilla de una mujer de mediana edad. Su piel estaba fría, pero aún se conservaba elástica. Era fantasmal. Y la temprana luz violeta, el aire inmóvil del interior del autocar, el completo silencio, todo realzaba su impresión de que la escena se desarrollaba en un sueño. No obstante, siguió allí sólo unos momentos antes de ponerse a desvalijar las ropas de los pasajeros muertos. Moviéndose poco a poco hacia la parte delantera, depositó anillos, relojes, cheques de viaje, dinero suelto y carteras en los raídos bolsillos de su desproporcionado abrigo. Sus manos revolvían diestramente los bolsos, pantalones y chaquetas. Varias veces se detuvo ante las ventanillas para ver si alguien venía, luego continuaba con su sistemática tarea. Cuando ya no cupo más en su abrigo, embutió los bolsillos, a excepción del frontal del lado derecho que estaba roto. Para hacer sitio tiró los objetos sin valor que llevaba encima cuando entrara en el autocar: medio lápiz, unos cuantos kleenex, un inhalador Vicks, algunas pastillas para la garganta y un bloc de espiral con la tapa casi arrancada. En cuanto sus bolsillos estuvieron atestados de dinero y joyas, procedió a cargar los de la camisa; a continuación llenó uno de los bolsos, y cuando regresó a la parte delantera del pasillo llevaba encima un considerable botín. Tras echar un último vistazo al chico muerto, salió rápidamente del autocar y se alejó a toda prisa. Alguien se aproximaba, procedente de la manzana contigua, así que se desvió cuesta abajo y corriendo dobló la primera esquina. ¿Le habría visto? En la luz sombría resultaba difícil de apreciar, pero alguien de uniforme se encaminaba hacia el autocar.
Corrió hasta que una punzada en el costado le hizo detenerse. Apoyándose en la pared, se esforzó por recobrar el aliento. Nadie le seguía, pero aquello que se dirigía hacia el autocar había sido un uniforme. Empezó a trotar, esta vez cuesta arriba, tintineando todo él, metal contra metal, como una chatarrería en movimiento. En la próxima esquina torció cuesta abajo, luchando por respirar. El uniforme no le seguía, de modo que se metió dando traspiés en el oscuro escondrijo que constituía la parte frontal de una tienda y se apoyó en el escaparate, jadeando. Se introdujo el bolso bajo la camisa y se abrochó el abrigo, viendo, mientras lo hacía, que un puñado de billetes sobresalía de entre sus dedos. En el nicho de oscuridad se olvidó del autocar, de la gente, del uniforme y revivió, durante unos breves y angustiosos momentos, el recuerdo de la muerte de un amigo. Su amigo había agarrado un puñado de hojas y gemido como un perro.
El uniforme pertenecía al conductor del autocar, que volvía de efectuar una llamada telefónica. Como se encontrara con tres cabinas estropeadas, había recorrido una manzana tras otra antes de dar con una que funcionase. Entonces pilló una mala conexión.
—Ésta es la pieza que necesito —le gritó al teléfono—. Puedo instalarla en un santiamén, pero… ¿qué? ¡Hable más alto! Sí, ésta es la pieza. ¡He dicho que es ésta la pieza! —Echó una ojeada a la calle vacía, inundada de luz azul—. Oiga, venga aquí enseguida. He perdido tiempo buscando este puñetero teléfono. Estoy a casi diez manzanas de distancia. ¿Dónde? —le dio una dirección—. No, ahí es donde está el autocar. Estoy a diez… ¿qué? ¡El autocar está ahí, yo estoy a diez manzanas de distancia! —Una joven pareja salía de un edificio de pisos—. Oiga, no voy a quedarme aquí mucho tiempo. ¿Qué? Vale, vale, no se preocupe, esperaré. —Vio vacilar a la joven pareja; luego se alejaron en dirección contraria—. Pero dese prisa. ¡Dentro de una hora —dijo jadeante—, habrá una multitud que ocupará diez manzanas! ¡Y cómo justifico yo un autocar lleno de fiambres!
El periódico de la mañana nada decía.
Esperó la edición de la tarde, pero tampoco hablaba de ello.
No podía entenderlo: cuarenta personas muertas en un autocar y ni siquiera lo mencionan en las noticias. Entró en un bar y esperó que lo dieran por televisión, pero sólo se refirieron a una redada antidroga y a un poli abatido a tiros en la calle Market. Ni un autocar repleto de cadáveres con el aspecto de estar en un largo viaje. Bueno, era indudable que estaban en un largo viaje, y les daba igual si las noticias hacían público este hecho. A los muertos que había visto —y habían sido muchos—, no les importaba que les dieses la vuelta con la bota o contases una docena de ellos cuando sólo había la mitad. Un falso recuento de cuerpos y un boletín informativo les traía sin cuidado, ya que ellos te contemplaban desde su mundo particular, indiferentes a tus pensamientos.
Apuró la cerveza, mirando en la televisión cómo los Lions lanzaban una falta contra los Bears.
Y, del mismo modo, a los muertos tampoco les importaba que te llevaras sus efectos personales. Sorbiendo por la nariz, sacó un kleenex y se sonó con fuerza. Con tanto dinero podría impresionar a la chica que había conocido unos días antes en el zoo, frente a los osos pardos euroasiáticos. Era una de esas rubias zalameras a las que les encanta viajar; en cosa de una hora estaría lista para un salvaje fin de semana en Hawái. Volvió a sonarse la nariz, y resolvió llamarla. En la cabina telefónica, sin embargo, no logró encontrar la libreta que contenía su número, y entonces recordó que estaba hecha polvo y la había tirado en el pasillo a fin de hacer sitio para los efectos personales. Gastó tres monedas de diez centavos en números equivocados antes de dar finalmente con ella… o, mejor dicho, con su servicio de recepción de mensajes, que le informó de que no estaba en casa. Ella se habría quedado si hubiera sabido que en su cuarto tenía un cajón repleto de cheques de viaje y joyas. Haciendo a un lado la jarra de cerveza, pidió un whisky, un escocés caro.
A la mañana siguiente se despertó con una terrible resaca, y aquel autocar metido en la cabeza. ¿Dónde estaba el conductor? ¿Y por qué las noticias no habían divulgado el suceso? Solía pensar que Vietnam era un sueño y el hogar una realidad, sólo que después de salir del hospital no había estado tan seguro; quizás ambos fueran sueños, y la realidad estuviera allí donde viven los animales.
Extendió la mano en busca de un kleenex, se sonó la nariz, se levantó, y rápidamente se puso unos pantalones y una camisa. Descalzo, con el cepillo de dientes en la mano, salió de su habitación, echó la llave, y atravesó deprisa el vestíbulo, hacia el cuarto de baño. Gracias a Dios no estaba ocupado; detestaba esperar allí fuera. Enjuagó el rancio sabor a whisky de su boca y luego, tímidamente, se desabrochó la camisa y los pantalones. Durante unos momentos contempló la tremenda cicatriz en zigzag que iba de sus costillas a su ingle, un inflamado cordoncillo rojo de carne que confería a su cuerpo un aire feo y endeble. Alguien estaba aporreando la puerta, así que se apresuró a abrocharse y abandonó el cuarto de baño sin una mirada a la persona que esperaba.
Era hora de que saliese para el zoo. Tomó el autobús y llegó al Fleishhacker antes del mediodía. Si bien soplaba una vigorizante brisa desde el océano, el día no era lo bastante frío para justificar la ropa invernal; por esa razón la gente no apartaba la vista de su abrigo que le llegaba a los tobillos. No era que a Warren le importase un pimiento lo que pensaran, pero sus ojos podían ponerle nervioso. ¿Qué era lo que buscaban? ¿Un vislumbre de la arrugada cicatriz? Le daba lo mismo; que se fuera al diablo la gente, porque ahora estaba en el zoo, y allí, por lo común, era capaz de olvidarla. Deambuló de un ejemplar a otro, los ojos fijos en los animales. Le gustaban en especial los gibones de largos brazos, que saltaban de una barra a otra, y las juguetonas focas que se deslizaban por el agua con la facilidad del aceite. Los pájaros no le interesaban, eran demasiado veloces y ruidosos, y a veces aparecían en sus pesadillas; pero en el terrario se demoraba ante la jaula de la mamba, aguardando hasta que la cuerda esmeralda se estremecía. Los grandes felinos los dejaba para el final, ya que era enfrente de sus jaulas donde se entregaba a su fantasía. Allí, un gordo leopardo reposaba sobre el cemento, entornados sus ojos amarillos, soñando en junglas. En la fantasía, Warren saltaba la baranda y abría la puerta de la jaula. El felino parpadeaba perezosamente durante unos momentos antes de comprender que la puerta estaba abierta; entonces, con un repentino movimiento, el enorme cuerpo se erguía, tensando los flojos músculos para darse impulso. Warren recorría deprisa la hilera de jaulas, abriendo las puertas de los leones, pumas, tigres y leopardos. En ese momento se producía una amalgama de colores —amarillos, canelas y negros—, todos escabulléndose de las jaulas abarrotadas, al exterior, hacia la multitud, y de allí a la brillante luz del sol. A medida que la gente se dispersaba cediéndoles paso, los grandes felinos se encaminaban silenciosos al océano y se tendían sobre el acantilado que dominaba el agua azul. En sus ojos se reflejaba el brumoso horizonte, en el que pronto un barco se hacía visible y se aproximaba. Era una embarcación anfibia, y, cuando llegaba a la playa, la proa descendía y los animales bajaban abriéndose camino por el acantilado, hasta las entrañas del barco. Warren estaba al timón y ponía rumbo a África.
La gente miraba de hito en hito al joven barbudo con un abrigo que le llegaba a los tobillos. Él ni se inmutaba. Permanecía ante la jaula del leopardo, sonriendo insensatamente.
Victoria Welch estaba furiosa. El día anterior, la señorita Sackman la había sorprendido junto a las estanterías leyendo un pequeño ensayo de Lafcadio Hearn: Cuando era una flor, una cosita encantadora que trataba del florecimiento del autor, y hoy la habían destinado a la mesa de préstamo en vez de a la de referencia.
—¿Lo ha sacado para un lector o lo está leyendo por su cuenta? —le había preguntado la Sackman. La vieja Sackman era una bibliotecaria que se negaba a leer novelas; se jactaba de no haber leído ni una en cinco años porque carecían de valor educativo. La Sackman era Cáncer, nacida el 3 de julio, la misma fecha que Luis XI, quien había inventado un cajón de tortura para sus enemigos políticos. Todos los sábados por la mañana la jefa de bibliotecarios Sackman hacía un completo inventario de su apartamento, el contenido de su nevera inclusive. Lo apuntaba todo en una lista: dos potes de empanada de pollo congelada, medio tarro de aceitunas, tres naranjas, etcétera. La Sackman era un Cáncer de las malas, posesiva y retorcida, con una vena de crueldad que discurría tras su perpetua sonrisa.
Tan lúgubres pensamientos tenía Victoria Welch cuando reparó en que su sobrino se acercaba a la mesa de préstamo. El descomunal abrigo pendía holgadamente de su cuerpo de huesos pequeños, dándole el aspecto de un chiquillo extraviado, salvo que su enmarañada barba acentuaba la tristeza de sus ojos de adulto. ¿Habría vuelto a beber?
Se inclinó hacia ella, sonriendo, y le pidió un kleenex.
—¿Otro resfriado? —buscó bajo la mesa y abrió su bolso—. ¿Sabes por qué los pillas?
Él cogió el kleenex y se sonó tan fuerte que un lector cercano se volvió y frunció el ceño.
—Porque estás deprimido —dijo Victoria. Era un poco más baja que él, pero pesaba lo menos veinticinco kilos más; su peso superior le permitía regañarle, y él necesitaba que le regañaran, ahora que ya llevaba un mes fuera del hospital. La mitad de su paga de licenciado había ido a parar a una organización antibélica, y la otra mitad se la había gastado en bebida. Otros muchachos habían ido a la guerra y regresado como hombres. ¿Por qué no su sobrino, que había estado bajo su tutela desde los doce años? ¿En qué se había equivocado? Quería explicarle que sus resfriados eran psicosomáticos, la consecuencia de una vida sin propósitos. Quería decirle que necesitaba un empleo y una chica; pero en cuanto miraba aquel horrible abrigo, su zarrapastrosa melena y aquella descuidada barba, no podía más que pensar con nostalgia en el precioso muchacho que fuera una vez, el muchacho que corría por la playa palmoteando, hasta que sus manos se convertían en una borrosa mancha en movimiento; así que se limitó a preguntarle dónde había estado hoy.
—En el zoo —repuso—. Y supongo…
Un lector aguardaba para que le hicieran el préstamo de un libro, de modo que Victoria le dejó por un momento. Esperaba que la vieja Sackman no saliera del despacho, le viese y dijera algo malintencionado: «¿Es su héroe de guerra? No me diga que está sacando libros. ¿O sólo están de cháchara?».
Victoria volvió a su lado, donde se estaba frotando la roja nariz con el kleenex.
Él se rio y le hizo un guiño.
—No te lo vas a creer —empezó, y entonces le contó una extraña historia de un autocar, muertos, y lo que había hecho.
—No —susurró Victoria, inclinándose hacia él—, no me lo voy a creer. —Otro lector la llamó y ella se ocupó en hacerle el préstamo de un libro. Le temblaban las manos mientras se preguntaba si su sobrino había perdido el sentido de la realidad. Oh, ¡por qué había muerto su hermana y la había dejado con esa imponente responsabilidad! Volvió a él.
—Ha ocurrido, tía —dijo solemnemente.
Su sobrino nunca había sido un mentiroso, y aun durante la experiencia del hospital y sus resultados, cuando había dedicado la mayor parte de su tiempo a rondar por el zoo, Warren había estado capacitado mentalmente. ¿Podría robar a los muertos? Miró su triste figura, cubierta con el largo abrigo, y sus ojos oscuros, ardientes con el fuego interno de alguien que lucha con un modo de vida que le resulta incomprensible, y se le ocurrió que Warren muy bien podría hacer algo inexplicable y vergonzoso…, en oposición al mundo.
—Si lo hiciste —le dijo en voz baja—, es mejor que vayas a la policía.
—Yo no.
—Ellos lo entenderán.
—¿Sí? El gobierno me ha entregado alimentos suficientes para mantenerme de por vida.
La nuca de Victoria se erizó, una sensación familiar. Se giró levemente y vio que la vieja Sackman se aproximaba procedente del despacho, una perpetua sonrisa en su rostro redondo y con gafas.
—Ahí viene la Gestapo —murmuró Warren; dio media vuelta y se fue arrastrando los pies.
—Warren —le llamó Victoria, lo bastante alto para que se volviera la cabeza de un lector; pero se había marchado. «Pobre Warren», pensó, un Piscis con su luna en Géminis, nacido el 28 de febrero. Astrológicamente estaba marcado por los infortunios; primero la terrible herida en Vietnam y ahora el incidente del autocar. Era precisamente la clase de apuro en que se metería un Piscis con su luna en Géminis.
—¿Está su sobrino sacando libros últimamente? —comenzó la señorita Sackman, y sin esperar respuesta, dijo—: He notado que la gente guarda los bolsos bajo la mesa. No podemos consentirlo, Victoria. Ya son bastantes los descuidos que se producen en la biblioteca.
En un bar de la vecindad esperó que diesen el telediario nocturno. Esta vez hablaron de un autocar y mostraron imágenes de uno que se había despeñado en la Carretera de la Costa sobre las rocas inundadas por la marea. Cuando la cámara se acercó al metal retorcido que una grúa izaba de las aguas, Warren reconoció el autocar. El comentarista anunció que no había supervivientes entre los pasajeros, que habían estado de viaje por los estados occidentales. «No había supervivientes —pensó Warren—, mucho antes de que el autocar acabara sobre las rocas, debajo de la Carretera de la Costa». Y daba lo mismo, porque a aquella gente ya todo le importaba un pimiento. Él había visto cosas igual de extrañas: un zapato con un pie humano dentro, que se balanceaba como una fruta en la rama más alta de un árbol. Cuando has visto algo así, es difícil que alguna otra cosa vuelva a emocionarte, excepto un rato de diversión o una chica guapa. Sacó un inhalador Vicks y aspiró profundamente. Esos efectos personales eran suyos ahora, y podía usarlos como se le antojara. Fue a la cabina telefónica y llamó otra vez a la rubia, pero otra vez su servicio de recepción de mensajes le dijo que no estaba en casa. Él no le dejó su número, temeroso de que nunca le llamara. Después de todo, sólo había sido un encuentro casual enfrente de los osos pardos euroasiáticos. A ella ni siquiera le gustaban los animales, sino que simplemente había ido al zoo porque estaba intranquila. Se rio con risillas tontas de su entusiasmo —él fue consciente de ello—, y rechazó que la invitara a una cerveza, si bien le dio su número de teléfono. «Creo que soy demasiado cara para ti», le dijo riendo. Se llamaba Julie y se parecía a Louise, una chica con la que había hecho el amor en la playa durante su época en el instituto, antes de que un mortero del «Vietcong» destrozara su cuerpo y lo dejara débil y feo.
Warren se emborrachó. Se acordó de cuando recitara el juramento del Boy-Scout y le dijera a alguien: «Hay más cosas en el Cielo y la Tierra de las que ha soñado tu filosofía, Horacio». Casi se peleó a causa de su abrigo. «A nadie le incumbe si lo llevo —gritó—. yo hago lo que me da la gana. Yo voy a donde quiero, y nadie va a detenerme». De nuevo en su habitación del inmundo hotel de North Beach, se tumbó en la cama y se preguntó adónde le gustaría ir, ahora que disponía de dinero. Saltó bruscamente de la cama y fue al teléfono del vestíbulo. Enseguida oyó la soñolienta voz de su tía.
—Me voy mañana para San Francisco —le dijo.
—Warren, ¿has estado bebiendo?
—Voy a ir al zoo, allí. Es el mejor del mundo.
—Tienes que dejar de beber.
—Quiero que me hagas un favor, tía. ¿Me lo harás?
—¿De qué se trata?
—Iré por la mañana a decírtelo.
Colgó y regresó a su habitación. La entrañable tía Victoria siempre le había ayudado, y la quería; era la única persona del mundo a quien le importaba si vivía o moría. Tenía sentimientos, y no era de extrañar que los hombres le hubieran hecho proposiciones matrimoniales, aunque sus ojos fueran demasiado pequeños, su nariz demasiado grande y su cuerpo demasiado rechoncho, como el de un arrugado oso koala. Se echó en la cama, con luces que destellaban bajo sus párpados, el cuerpo entumecido por el whisky. Pero en todos sus sesenta años, la tía Victoria nunca se había enterado de que sólo había una norma según la cual vivir; un inteligente, frío y amargo principio de vida que en donde mejor se aprendía era en la guerra: coge lo que puedas, y al diablo con todo lo demás.
Ahora tenía dinero y el deseo de ver el mayor zoo del mundo, y no había cosa alguna más importante, ni siquiera Julie, que se había limitado a reírse de él. Warren se puso gotas Privine en la nariz, y al cabo de un rato se durmió, dirigidos sus últimos pensamientos vigiles hacia los grandes felinos que parpadeaban en sus jaulas y en el chico muerto que le miraba desde otro mundo, en aquel oscuro y silencioso autocar.