Se puso en marcha la maquinaria legal; durante los nueve días que estuvo suspendido de empleo e incomunicado, Lloyd vio cómo el Estado, el Condado y la Ciudad empapelaban al doctor John D. Havilland, acusándole de un montón de crímenes; se abrieron una inmensidad de juicios basados en el informe de noventa y cuatro páginas del agente que lo arrestó y de los escritos encontrados al mismo Havilland.
La primera acusación era por asesinato a Marty Bergen. El fiscal del Distrito de Malibú esperaba que fuese un «caso abierto y cerrado», ya que un veterano policía muy respetado fue testigo del crimen, y el acusado no tenía parientes ni amigos que pudieran hacer reclamaciones embarazosas tanto contra el sargento Lloyd Hopkins o la misma LAPD por extralimitarse de su jurisdicción en el «arresto».
No tardaron en aparecer más cargos cuando los federales, que investigaban la muerte de Howard Christie, se sumaron al caso y se incautaron de «todo» lo del despacho de Century City, la vivienda en Beverly Hills y la casa de Malibú. Las notas manuscritas le originaron tres cargos por asesinato en primer grado, luego que expertos calígrafos cotejaron la escritura comprobada del doctor con las anotaciones de su diario en las que ordenaba a Thomas Goff «matar al dueño de la licorería» de Sunset con Autovía Hollywood «como prueba a su deseo de ir más allá del más allá». Los mismos cargos, tres asesinatos en primer grado y un cargo por complicidad criminal.
Los federales encontraron las mensualidades de un almacén en Los Ángeles Este y al registrarlo se encontraron con el Toyota amarillo y el cadáver en descomposición de Thomas Goff. En la guantera una huella digital de Havilland. Otro cargo más de asesinato,
Se puso en marcha la maquinaria legal; durante los nueve días que estuvo suspendido de empleo e incomunicado, Lloyd vio cómo el Estado, el Condado y la Ciudad empapelaban al doctor John D. Havilland, acusándole de un montón de crímenes; se abrieron una inmensidad de juicios basados en el informe de noventa y cuatro páginas del agente que lo arrestó y de los escritos encontrados al mismo Havilland.
La primera acusación era por asesinato a Marty Bergen. El fiscal del Distrito de Malibú esperaba que fuese un «caso abierto y cerrado», ya que un veterano policía muy respetado fue testigo del crimen, y el acusado no tenía parientes ni amigos que pudieran hacer reclamaciones embarazosas tanto contra el sargento Lloyd Hopkins o la misma LAPD por extralimitarse de su jurisdicción en el «arresto».
No tardaron en aparecer más cargos cuando los federales, que investigaban la muerte de Howard Christie, se sumaron al caso y se incautaron de «todo» lo del despacho de Century City, la vivienda en Beverly Hills y la casa de Malibú. Las notas manuscritas le originaron tres cargos por asesinato en primer grado, luego que expertos calígrafos cotejaron la escritura comprobada del doctor con las anotaciones de su diario en las que ordenaba a Thomas Goff «matar al dueño de la licorería» de Sunset con Autovía Hollywood «como prueba a su deseo de ir más allá del más allá». Los mismos cargos, tres asesinatos en primer grado y un cargo por complicidad criminal.
Los federales encontraron las mensualidades de un almecén en Los Ángeles Este y al registrarlo se encontraron con el Toyota amarillo y el cadáver en descomposición de Thomas Goff. En la guantera una huella digital de Havilland. Otro cargo más de asesinato, treinta días de suspensión, y por tomarse la justicia por su mano, un palmetazo.
El último testigo fue un médico nombrado por el Colegio de Los Ángeles. Dijo que, en su opinión, la pila de cargos contra Havilland era la puntilla, pues su caída por las escaleras poco antes de su detención le causó lesiones irreversibles en el cerebro. Pasaría el resto de sus días sin saber quién ni qué era, ni dónde estaba. El golpe reabrió antiguas lesiones en su cabeza, multiplicando por cuatro su fallo anterior. Concluyó diciendo:
—Intenté hacerle ver que yo era médico, que estaba allí para examinarle. Era como explicar la teoría de la relatividad a un nabo. No dejaba de mirarme con expresión turbada. No tenía idea de que todo había terminado.
Para Lloyd no había terminado. Quedaba la película de terror y quedaba el comportamiento de Linda en Playa Womb. Y por último, cuando se aclarase eso, quedaba el homenaje a Marty Bergen.
A los nueve días la prensa seguía hablando de «La masacre de Malibú»; Lloyd fue liberado de su «prisión voluntaria». Aún quedaban veintiún días de los treinta y le pidieron que se quedara en Los Ángeles dos semanas más a disposición de los infinitos fiscales que se ocupaban de Havilland. Se le prohibió hablar con la prensa y hacer ninguna clase de trabajo policial.
Cuando por fin pisó la calle vio que Havilland era causa de una fama malsana. El siquiatra seguía en primera página en los periódicos y muchos artistas de cabaret lo utilizaban en mofas crueles. El Big Orange lo llamaba «El Médico Brujo» y el disco de 1958 de David Seville y los Chipmunks sonaba por doquier. El Médico Brujo, se había vuelto a lanzar y estaba entre los 40 principales. Charles Manson fue entrevistado en su celda de Vacaville y definió a Havilland como «un menda frío».
La Dirección del Hospital Penitenciario del Condado declaró a Havilland un vegetal, y Lloyd supo resistir su malsano impulso de visitar a su adversario en la celda acolchada y lanzarle a lo que quedaba de cerebro «película cobarde». En vez de ello se fue al 4109 de Windemere.
Ningún precinto de «escena del crimen» LAPD, ni federales en puertas ni ventanas; sólo capas de polvo en las rendijas. Una casita corriente de Hollywood Hills. Suspiró mientras la rodeaba a pie. No había mencionado a Olfield en su informe final ni en memorándums anteriores, y los federales, o bien no toparon con su nombre o decidieron ignorarlo. En sus prisas por ocultar a Jack Herzog, LAPD y FBI dejaron sueltos a perros dormidos que fueron fieles peones de John Havilland.
Penetró en la casa por una ventana trasera y se fue derecho al dormitorio. Un colchón en un suelo de moqueta, la misma imagen que la cinta del taller de Nagler. Junto a la ventana, manchas de un marrón rojizo. Pensó en el esparadrapo recogido del jardín la víspera del holocausto de Malibú, se agachó a verla: era sangre.
Registró la casa; ningún efecto personal, ni ropa ni equipo de aseo. Sólo comida, mobiliario e instalaciones. Olfield había volado y, a juzgar por el polvo, llevaba buena ventaja.
Volvió a Central Parker, apartó de su mente a Linda y llegó a una conclusión: Olfield o Havilland destruyeron la película; si alguien la encontró, él habría oído hablar de ello. Una vez más teorías y pruebas circunstanciales.
A Artie Granfield le llevó menos de diez minutos identificar la sustancia marrón del trozo de moqueta como sangre grupo 0 +. Ya con hechos, llamó a Desaparecidos y pidió datos de mujeres blancas de ese grupo denunciadas en los diez últimos días. Sólo encajaba una: Sherry Lynn Shroeder, 31 años, comunicación de sus padres hacía seis días. Lloyd lloró cuando el empleado le dijo el último puesto de trabajo: Cosméticos Júnior Miss.
La había visto entrar por la puerta.
Con su cara regada de lágrimas, salió corriendo de Central Parker; no bastaba con que no fuera culpable; tampoco bastaba que la mujer a quien amaba fuera inocente de toda culpa, sólo manipulada síquicamente por un demente. En el párking dio puñetazos al capó, patadas a la defensa, rompió la antena e hizo de ella un misil de odio. Lo lanzó contra el bloque de doce pisos que simbolizaba todo lo que él era, rezó por Sherry Lynn Shroeder y se fue a hurgar en las profundidades del delito de su puta/amante.
Llamó a Telecrédito; Linda tenía un saldo de 71.843,00$; no hubo ingresos ni retiradas importantes los últimos diez días. Olfield había cancelado tres cuentas de ahorro y corrientes y vendido un importante paquete de acciones IBM por 91.350,00$.
Se fue al aeropuerto con fotos de los dos; Olfield tomó un avión para Nueva York cuatro días después de la matanza, pagó en efectivo y usó un nombre falso. Linda le acompañó hasta la puerta de embarque; un maletero avispado lo recordaba; no parecían novios, más bien hermanos; ella afectuosa y él despegado.
Lloyd volvió a la ciudad celoso, cansado y en cierto modo con temor de ir a su casa. Temor de olvidarse de algo. Tenía que enfrentarse enseguida a Linda, pero antes quería rendir homenaje a un amigo caído.
La casera le abrió la puerta del piso donde vivió Marty Bergen y le contó a Lloyd que los del Orange Insider habían venido a llevarse los pocos muebles viejos y la máquina, porque esa fue su última voluntad. Les había dejado, pues no valía nada, pero se guardó la carpeta con el libro que estaba escribiendo, porque le debía dos meses de renta y tal vez vendiéndolo a algún periódico serio resarcía la deuda. ¿Era eso un delito?
Lloyd denegó con la cabeza, sacó la cartera y le dio todo lo que tenía. Se lo quitó de la mano agradecida y corrió a su casa, volviendo con una caja de cartón rebosante de papeles. Lloyd la cogió e indicó la puerta; la mujer hizo una reverencia y le dejó solo.
El borrador pasaba de quinientos folios a máquina, con tantos comentarios al margen que en realidad era una coautoría. Era un relato de dos guerreros medievales, uno pródigo y otro casto, enamorados de la misma dama, una princesa que para acceder a ella había que atravesar muros de fuego concéntricos, y en cada anillo monstruos cada vez más espantosos y sanguinarios. Los dos guerreros partieron como rivales, pero a medida que se acercaban a la princesa se iban haciendo amigos, luchando juntos contra los demonios cada vez que franqueaban un anillo, más atentos al otro que de uno mismo. Cuando sólo quedó el muro final, renegaron de la coexistencia y se aprestaron a un duelo a muerte.
Aquí se acababa el texto; había luego argumentos opuestos con dos caligrafías distintas. Los últimos capítulos denotaban un deterioro en la calidad del texto. Lloyd creyó detectar el momento en que Jack Herzog era empujado al límite de su aguante por el doctor, e intentaba crear poesía falsa del horror de su vida que oscilaba. Cuando dejó la obra, no sabía si era buena, mala o indiferente, sólo que había que publicarlo como un himno a los muertos en Los Ángeles.
El himno se transformó en elegía cuando se dirigía a casa de Linda; esperaba no encontrarla e irse a su casa, descansar y seguir pensando en lo que pudo haber sido.
Pero estaba.
Lloyd pasó por la puerta entreabierta. Linda estaba en el sofá, ojeando los anuncios del Times. Cuando levantó la vista y sonrió, él se estremeció. Fin de lo que «pudo haber sido». Iba a saber la verdad.
—Hola, Hopkins. Llegas tarde.
Lloyd indicó los anuncios:
—¿Buscas empleo?
Ella sonrió y le indicó una silla.
—No. Locales comerciales. Con cincuenta de los grandes y un aval del banco tengo un Burger King. ¿Qué te parece?
—Creo que no es lo tuyo. ¿Alguna película buena estos días?
Linda movió la cabeza lentamente.
—Vi un preestreno hace poco, y tuve un vivido relato de uno de los artistas. Destruí la única copia que había. Olvidé lo buen policía que eres, Hopkins. No creí que supieras esa parte.
—Soy el mejor. Incluso sé el nombre de la víctima. ¿Deseas saberlo?
—No.
Lloyd se frotaba las manos. Las acercó al pecho; vio que era la postura suplicante de Nagler.
—¿Por qué, Linda? ¿Qué cojones pasó contigo y Olfield?
Linda formó un triangulo con las manos; al ver lo que estaba haciendo, las metió en los bolsillos.
—El filme era una reiteración demencial de la muerte de mis padres. Havilland obligó a Richard. Pasó la película en la consulta. Me asusté y grité. Richard me sujetó, me drogaron y me llevaron a Malibú. Richard y yo hablamos. Llegué a tocar el punto de cordura y decencia que le quedaba. Le convencí de que podía marcharse de allí y olvidarse de que Havilland había existido. Nos disponíamos a hacerlo cuando Havilland dijo «Ahora». Marty Bergen podía haber venido con nosotros. Pero apareciste tú con tu rifle.
Lloyd se quedó petrificado.
—Cariño, hiciste lo que tenías que hacer, y te adoro por ello. Richard y yo salimos a escape; tú podías habernos echado toda la policía encima y no lo hiciste, por lo que sentías hacia mí. Aquí no hay buenos ni malos. ¿Te das cuenta de ello?
—No, no me doy cuenta. Olfield mató a una mujer inocente. Y debe pagar. Y además, estamos nosotros. ¿Qué hay de nosotros?
Linda dijo en un murmullo:
—Richard ya ha pagado. ¡Dios, sí ha pagado! Para que sepas, hace mucho que se fue, está muy lejos. No sé dónde, no quiero saberlo y si lo supiera, no te lo diría.
—¿Pero tú te das cuenta de lo que has hecho? ¿Te das cuenta? ¡Maldita sea!
El suspiro de Linda apenas se oía.
—Sí. Me creí con fuerzas para escapar y convencí a alguien para que lo hiciera. Se lo merecía. No me eches a mí la culpa, Hopkins. Si Havilland no hubiera atrapado a Richard, éste jamás hubiera podido matar a una mosca ¿Qué probabilidad hay de que tropiece con otro Havilland? Se acabó, Hopkins. Déjalo estar.
Lloyd miró al techo para retener el torrente de lágrimas.
—No, no se acabó. ¿Qué hay de lo nuestro?
Linda puso una mano vacilante en su hombro.
—Nunca vi a Richard herir a nadie, pero vi lo que le hiciste a Havilland. De no haberlo visto, podríamos intentarlo. Pero también eso se acabó.
Lloyd se levantó, la mano de Linda cayó de su hombro; dijo:
—Voy a por Olfield. Trataré de que tu nombre no se vea mezclado, pero si no puede ser, no será. De una forma o de otra lo cogeré.
Linda se levantó y le tomó las manos.
—No lo he dudado ni por un minuto. Esto se vuelve raro, triste y anormal, Hopkins ¿Quieres abrazarme y luego marcharte?
Lloyd cerró los ojos, reteniendo entre sus brazos a la mujer que nunca había visto, cerrando la parte de Los Ángeles del caso Havilland. Al sentir que Linda se iba desprendiendo del abrazo, dio media vuelta y se fue, pensando que se acabó, pero nunca se acabaría, y cómo haría que el libro Herzog/Bergen se publicase.
Afuera, la noche brillaba con los destellos de los semáforos y unos matorrales que ardían en la lejanía. Se fue a casa y cayó dormido encima de la cama, vestido del todo.