CAPÍTULO VEINTITRÉS

Lloyd dejó de un golpe el teléfono, enfadado por las noticias del Holandés; dos mujeres y un hombre reaccionaron al oír «puerta verde» y «más allá del más allá», pero luego se cerraron como ostras, primero con amenazas de denunciar malos tratos policiales y luego salmodiando «patria infinítum, patria infinítum». Ninguna crisis de nervios, ninguna confesión de los errores del pasado; sólo indignación por la táctica de meter miedo y la expulsión de sus casas de aquellos policías pasados de moda. El Holandés iba a lanzar otros policías distintos tras los seguidores del gurú, pero estarían ya con sus comas mántricos. Sólo quedaban él, Linda con el Mágnum y, posiblemente, William Nagler.

Miró el reloj de la cocina: 7.45. Linda seguiría con la terapia. Podía esperar un rato, llamar y tranquilizarse o podía actuar. El tic tac del reloj le volvía sordo. Cerró la casa con llave y cogió el coche.

Vio unas luces que venían de frente, de una furgoneta que se paró junto a él. Salió y se encontró con Bergen delante de las luces, las manos en los bolsillos. Llevaba el revólver bien visible al cinto.

—Mi abogado consiguió un mandato del juez. Fred Gaffaney está que caga petardos.

—Los chapuceros no deben jugar con chatarra. Olvídame. No tengo cuentos para ti.

Bergen se rió.

—En el Cuerpo estaba enamorado de esta pipa. Procuraba que se percatasen de él, incluso fuera de servicio. Estuve enamorado del revólver hasta que tuve que usarlo. Y cuando eso llegó, lo tiré al suelo y eché a correr. Jack está muerto, Hopkins.

—Cuéntame algo que no sepa.

—El rollo es mío, todo mío.

—Te equivocas, Bergen. Es asunto del Departamento, y por tanto, cosa mía.

Bergen dio un puntapié al parachoques del Matador y reculó a trompicones hasta el motor de la furgoneta.

—¡Maldito seas, se lo debo a él! ¿No te das cuenta? Lo único que tenía era lo que me daba Jack, e incluso eso estaba bastante retorcido. ¡Algún jodido de mierda le llevó donde no tenía que haber ido a sentir unas cosas que no tenía que haber sentido; y era por mí por quien sentía, estoy en deuda con él! Por favor, Hopkins, no me hagas decir la palabra. No me hagas decir la jodida palabra.

Lloyd elevó una petición por todos aquellos inocentes que se sentían culpables e iban tras el peligro.

—¿Qué es lo que quieres, Bergen?

Martin Bergen, ex sargento de LAPD, se enjugó las lágrimas.

—Sólo quiero saldar la deuda con Jack.

—Entonces sube al coche. Vamos a Cañón Laurel, a jugar a buenos y malos con un sospechoso.

William Nagler no estaba en casa. Lloyd aparcó al otro lado, frente a la casa roja puntiaguda y llamó a las puertas principal y trasera. No respondió nadie, no había luz y no se sentía nada. Miró al buzón, sólo facturas de tarjetas de crédito, y se volvió al coche con su dudoso compañero. Se sentó al volante.

—¿Vas a airear el asunto?

—No. No me fío del cuarto poder. Trataré de solucionar los interrogantes por instinto. ¿Alguna vez ibas de paisano?

—Sí. En Venice. Antivicio. Yo voy a ser el bueno. ¿Vale?

—No. Apestas a alcohol y te hace falta un afeitado. Eres corpulento, pero yo soy más. Me toca mí ser el salvador. Yo hago las preguntas; tú te haces el faltón. No tienes más que pensar que eres el típico cerdo fascista que aparece en tu periódico, y te saldrá bordado.

Bergen se rió.

—Eres el clásico bromista que corea un chiste y, al minuto siguiente, se mete con el que lo suelta, lo que significa una de dos: o te gusta joder a la gente o no andas bien de la cabeza. ¿Cuál de las dos es?

Sin apartar la vista de la casa, Lloyd le contestó:

—No me tientes la polaina. ¿Querías estar aquí? Pues ya estás.

Si no te comprendiese, te habría trincado por ocultar armas y de una patada en el culo volvías a la misma celda.

Lloyd se rascó la barba de tres días y le apuntó al brazo.

—Rectifico lo que te dije de que no me gusta tu estilo. Lo que quise decir era que tienes estilo, pero no sabes usarlo.

Lloyd encendió la luz interior y miró a Bergen.

—No me hables de estilo; he leído algo de tus primeros tiempos; eras cojonudamente bueno. Podías haber llegado a ser alguien, sabías decir cosas que merecen nombrarse. Pero no sabías qué hacer con ello, porque ser bueno de verdad asusta de verdad. Yo sé lo que es miedo, Bergen. Dos negros se cargaron a tu acompañante y echaste a correr. Lo comprendo y no te juzgo por ello. Pero pudiste ser algo grande y has decidido ser un jodido chismoso de prensa, y eso no lo comprendo.

Bergen jugueteaba con los mandos de la radio.

—¿Eres católico, Lloyd?

—No.

—¡Mierda jodida! De todas formas, vas a escuchar una confesión; Jack Herzog me enseñó a escribir. Hizo de negro en mis primeros relatos, luego corrigió las cosas realmente escritas por mí. El forjó mi estilo, el que podía llegar a algo grande era él. Es extraño, Hopkins. Deberías de ser un pragmático, pero creo que, en realidad, eres un romántico inocente con un raro olfato para la mierda. Tiene gracia. Jack me dio todo lo que soy. Hizo de mí un novelista con estilo, no muy original, y un periodista competente. Él estaba escribiendo una novela, y yo era su corrector, le ayudaba a que fuera algo coherente, pero él cada vez estaba más loco. Yo nunca llegaré a ser algo grande. Pero si tuviera tu cabeza, tu empuje y tus cojones, sería algo más que un pies planos lleno de gloria.

Lloyd encendió la radio; oyó los mensajes en códigos uno y dos.

—Estamos empatados, Marty, y condenados a ello para toda la vida. Pero tenemos suerte de poder jugar la partida.

Bergen se quitó el revólver de su cinturón, bajó la ventanilla y se quedó contemplando la luna.

—Eso es lo que creo.

Transcurrieron dos horas en silencio. Bergen dormitaba mientras Lloyd miraba las ventanas de la fachada, preguntándose si llamar a Linda; si los devotos del doctor habían dado la voz de alarma a toda la comunidad y a Nagler. No, decidió; Havilland estaba muy bien protegido, sus adoradores no tenían comunicación unos con otros y los contactos a través de cabinas estaban concertados de antemano. Sus investigaciones estaban siendo bloqueadas y no podía descubrir nada más; entonces la verdad apareció: estaba siendo lógico, porque Linda era parte del juego, parte de él mismo, y si ella caía, la partida estaba perdida para siempre.

Poco después de las diez, un Porsche descapotable plateado se paró frente a la casa. Sacudió a Bergen.

—Nuestro nene está aquí. Tú sigues mis pasos y cuando me apriete la corbata, me interrumpes y sueltas «más allá del más allá» y «traspasar puertas verdes». Este tío ni tiene nada que ver con Jack Herzog, así que ni sueltas su nombre. ¿Lo has comprendido todo?

Bergen asintió y cuadró los hombros preparado para su actuación. Lloyd cogió una linterna y abrió el coche justo cuando el hombre salía del Porsche y cruzaba la acera para ir a la casa. Bergen cerró de un portazo, lo que hizo que se volviese a mirar. Lloyd le gritó:

—¡Policía!

El hombre se quedó helado, y luego se acercó a su coche. Lloyd le enfocó a la cara, lo que le hizo levantar las manos para cubrir sus ojos.

—E… el coche es mío; tengo los papeles en la guantera.

Lloyd estudió su cara; rubio, fofo, instruido, fueron sus primeras impresiones.

—No me cabe duda. ¿Es usted Willian Nagler?

El hombre bajó a la calzada y palmeó el capó con aire de propietario.

—Sí, lo soy. ¿A qué viene todo esto?

Lloyd se le acercó hasta casi tocarle; Nagler dió un paso atrás y subió a la acera; sacó la placa y la alumbró con la linterna.

—Policía de Los Ángeles, sargento Hopkins; él es el sargento Bergen. ¿Podemos entrar y hablar con usted?

Nagler arrastró los pies, bailoteando de miedo. Lloyd vio que aquel devoto era patituerto, casi deforme.

—¿Por qué? ¿Trae una orden? ¡Oiga! ¿Qué está haciendo?

Lloyd se volvió para ver a Bergen inclinado dentro del coche, revisando bajo los asientos. Nagler se abrazó a sí mismo y dijo:

—¡No lo haga! ¡El coche es mío!

—Tranquilo, compañero, este hombre está colaborando, o sea que tranquilo. —Lloyd se volvió hacia Nagler y le dijo en voz baja—: Es uno de los de guante negro, pero lo tengo atado en corto. ¿Podemos entrar? Aquí fuera hace frío.

Nagler se apartó un mechón lacio que le caía por la frente. Lloyd le miró abiertamente y añadió competente, listo y asustado a la primera valoración:

—¿Qué quiere decir de guante negro?

Muy oportuno, Bergen se incorporó y se acercó a Lloyd.

—Deberíamos dar un meneo al coche; el pollo este es drogata, te lo digo yo. ¿Con qué vuelas, ciudadano? ¿Caballo? ¿Polvo? Dame treinta segundos para junar la guantera y te saco un arresto por posesión de mercancía sin cortar.

Lloyd le miró con cara de enfadado.

—Esto es una investigación de rutina por un caso de robo, no una redada narco, y he dicho que tranquilo. Señor Nagler, ¿podemos entrar?

Los pies de Nagler empezaron otra danza del miedo.

—No me han robado nada; en mi vida me han robado y no sé nada sobre robos.

Lloyd posó una mano en el hombro y se acercó a su oreja.

—Han forzado todas las casas de esta calle. Unas veces roban y otras no. Un chivato nos contó de un chalado peligroso que le chifla la ropa interior. Lo que quiero es comprobar los cajones de su dormitorio en busca de huellas.

Nagler se soltó de él.

—No, no puedo permitirlo. No, sin una orden judicial.

Apuntando a Bergen, Lloyd le dijo:

—Aquí él es el jefe; yo soy experto en huellas. Si no puedo mirar sus armarios, se cabreará y le detendrá por drogata. Su hija murió de sobredosis y eso le saca de quicio; por favor, coopere, señor Nagler, por nuestro propio bien.

Nagler miró por encima del hombro y vio a Bergen a cuatro patas revisando los tapacubos delanteros del Porsche.

—De acuerdo, agente. Pero mantenga a ése alejado de mí.

Lloyd lanzó un silbido, Bergen abandonó su pesquisa.

—El señor Nagler va a colaborar, sargento. Hagámoslo rápido; es un hombre muy ocupado.

—Como todos los drogatas. —Echó un último vistazo al coche y se acercó—. Seguro que está fichado. Miraré la lista de sospechosos; podríamos colgarle una buena por droga sin corte.

—Se inclinó hacia Lloyd con gestos de borracho. Aprovechó para murmurarle:

—¿Qué tengo que hacer ahí dentro?

Lloyd simuló un ataque de tos.

—Busca papeles de propiedad, algo de Malibú. Revisa todo, por si encuentras algo ilegal para meternos con él. Actúa de forma amenazadora.

Nagler les abrió y encendió la luz del vestíbulo. Les indicó el interior y evidenció su nerviosismo temblando y abrazándose él mismo; su defecto al andar aumentó; casi se tocaban las puntas de los pies. A Lloyd le recordó esos animales que se hacen una bola cuando tienen miedo, escapando del medio exterior. Lloyd sintió ganas de estrangular a Havilland al ver tanto pánico, y a sí mismo por lo que estaba haciendo. Cazó una mirada de Bergen; él pensaba lo mismo, tenía que refrenarle durante esta actuación. Al ver que su ira se iba transformando en lástima, la revivió pensando que el médico gurú iba a escabullirse entre sus dedos gracias a agujeros legales.

—Siéntese, señor Nagler. Primero quiero hacerle unas preguntas.

Nagler obedeció, asintiendo. Lloyd atravesó el vestíbulo y entró en el salón, decorado con sillas ultramodernas y un gran sofá hecho con sacos de legumbres y tubería industrial. Bergen le pisaba los talones, inmediatamente se acercó a un bar con ruedas.

Se sentó en un sillón que crujió bajo su peso. Lloyd vio las paredes cubiertas de pósters de películas del oeste. Nagler se sentó al borde del sofá y le dijo:

—Por favor, ¿podría acabar pronto con esto?

—Por supuesto. Tiene un salón muy agradable; a propósito, ¿es aficionado al cine? —Lloyd sonreía señalando los pósters.

—Soy un director artístico independiente y un productor aficionado. Y ahora, por favor, formule las preguntas. —Miraba preocupado a Bergen.

Bergen soltó una carcajada y se tragó un vaso de escocés.

—Esta choza apesta, seguro que tras la fachada del cine hay un montaje de narcotráfico. ¿Cuál es tu campo, ciudadano?, ¿nieve, espid, hierba? ¡Claro que sí! ¡Polvo de ángel!

Nagler movía nervioso las manos, mirando suplicante a Lloyd. Bergen se puso otra copa y la vació de un trago. Dijo vacilante:

—¡Dios, voy a vomitar! ¿Dónde está el baño?

Lloyd indicó la parte trasera, mientras Nagler juntaba los pies, claramente furioso. Bergen salió disparado, articulando sonidos guturales y tapando la boca con las manos. Lloyd meneó la cabeza.

—Señor Nagler, me disculpo por el comportamiento de mi compañero.

Nagler musitó como para sus adentros:

—Es un hombre imposible. Con un concepto del karma desastroso. A menos que cambie radicalmente, nunca pasará del bajo rendimiento actual.

Lloyd vio que la recitación del eslogan le había devuelto la tranquilidad. Le hundió el suyo, afilado como un cuchillo.

—Sí, le compadezco. Tiene que traspasar muchas puertas antes de llegar a encontrarse a sí mismo.

La cuchilla hizo sangre. Nagler se relajó por completo. Lloyd compuso una sonrisa para decir «almas gemelas».Pensó «engánchalo ahora» y le dijo:

—Sí, necesita consejo espiritual. La solución para él es un maestro espiritual. ¿No lo cree así?

El rostro de Nagler se iluminó, pero al instante se oscureció por la duda y el miedo; al fin, suspiró:

—Sí… Por favor, termine cuanto antes, se lo ruego.

Lloyd se quedó en silencio, sacó bloc y boli pensando por dónde llevarle con sus preguntas. Nagler se agitó al oír a su espalda unas pisadas.

—¡Atención, ciudadano!

Lloyd alzó la vista del bloc y vio a Bergen agitándose junto al sofá con una pipa de vidrio de medio metro de boquilla.

—Estabas muy seguro, ¿no, ciudadano? Nada de droga en casa. Pero te olvidaste la última disposición del Estado. Esta pipa y el éter de tu cuarto de baño son un delito menor.

Le lanzó la pipa a sus rodillas. Éste se agitó de pies a cabeza y se cubrió el rostro con las manos. La pipa saltó al suelo y se hizo pedazos. Bergen estaba resplandeciente y sonreía de oreja a oreja.

—Es jodidamente irónico. Escribí un editorial denunciando esta ley como fascista que, sin duda, lo es; y ahora estoy aquí haciéndola cumplir. ¿No es esta vida una mierda?

Sacó un fajo de papel impreso y le dijo a Lloyd:

—Levanta acta de esto.

Lloyd se levantó, tomó los impresos y se acercó al devoto tembloroso. Venciendo su repugnancia, dijo a Nagler:

—Tiene derecho a permanecer callado, tiene derecho a asistencia legal durante el interrogatorio. Si no puede conseguir su propio abogado se le proveerá de uno de oficio. ¿Tiene alguna declaración que hacer ante estos hallazgos, señor Nagler?

La respuesta fue una serie de sacudidas de todo su cuerpo. Nagler se apoyaba contra la pared, temblando. Lloyd le tocó suavemente en el hombro y sintió casi una descarga eléctrica. Mirándole los pies vio que retorcía el uno contra el otro, como sacando brillo a los tobillos. La brutalidad de aquella postura hizo que volviera la vista a Bergen, buscando algo de cordura. La imagen se volvió contra él.

Bergen estaba en el bar bebiendo escocés de la botella. Al ver a Lloyd que le miraba, le dijo:

—¿Qué, descubriendo cosas de ti mismo que no te gustan, no?

Lloyd se acercó a él y le arrancó la botella.

—Vigílalo. No le toques ni le digas nada; déjale en paz.

Esta vez la respuesta de Bergen fue una sonrisa de auto desprecio; sonrisa que parecía el espejo de su propia alma. Con la botella en la mano salió al pasillo. Cogió el teléfono y llamó a Linda; dejó sonar más de diez veces; no contestó. Consultó al reloj: las 10.40; probablemente se cansó de esperar su llamada y había salido.

Lloyd colgó el teléfono; vio que le interesaba más oír la voz de Linda y tranquilizarse que saber si tenía las huellas en la Mágnum. Se acordó de los papeles que le había dado Bergen; los sacó y los extendió en la mesita del teléfono.

Era un folleto de una inmobiliaria, de casas en Malibú y la Colonia Malibú; sujetos con clips, bonos de aparcamiento gratuitos en la PCH, para el periodo del 1 de Junio del 84 al 1 de junio del 85: oyó sonar una campanita de «bingo». Los promotores de la costa regalaban a sus clientes preferidos bonos de aparcar, de cien dólares al año, señal clara de que Nagler tenía alguna casa en Malibú (casa que utilizaba Havilland, pero que él tenía la escritura y pagaba los impuestos para mantener el secreto del doctor). Havilland no celebraba reuniones de sus admiradores en la consulta o en su piso de Beverly Hills, pero una casa en la costa a nombre de un devoto leal era un buen lugar para encuentros personales o de grupos.

Leyó el nombre de la agencia en la portada: «Promociones Ginjer Buchanan», e indicaba el teléfono; Lloyd lo marcó esperando que algún tenaz vendedor estuviese en la oficina a esa hora. Sólo contestó un mensaje grabado; llamó a información y consiguió el número del domicilio de Ginjer Buchanan en Pacific Palisades; otra respuesta grabada, ésta con música «reggae» y el discurso de la vendedora.

—Deje su mensaje aquí y le llamaré desde la «zona entre dos luces».

Lloyd pensó que LAPD era tanto vigilante como inquilino de esa zona, revolvió todos los cajones en busca de escrituras o títulos de propiedad en Malibú. Nada, sólo ofertas de equipo de cine y papel y sobres con membrete de Nagler. Volvió al vestíbulo a mirar por toda la casa; en el baño y la cocina seguro que no había nada; al fondo vio una puerta entreabierta.

Entró y palpó la pared buscando la llave; se encendió la luz del techo: un cuarto pequeño, abarrotado de tomavistas, rollos de película y material de revelado, todo en desorden. El suelo, un montón de material en desuso y cascotes desprendidos de las paredes. En una mesa reposaba un tomavistas en buen estado; miró por el visor y contempló un par de piernas, inertes, con medias blancas.

Iba a seguir mirando cuando le llegó del salón un estruendo de cánticos y salmodias; se fue allí. Vio y escuchó un conjunto doble de música.

Bergen estaba de pie junto a un Nagler de rodillas; tocaba una guitarra imaginaria y cantaba: «¡Tenían un viejo piano y lo tocaban fuerte detrás de la puerta verde! ¡No sé lo que hacen, pero ríen un montón tras la puerta verde! ¡No me dejan entrar y no sé lo que hay tras la puerta verde!»

Cuando Bergen se calló, recordando más versos, prevaleció el cántico de Nagler. «Patria infinítum, patria infinítum, patria infinítum.» Era como un mosconeo acompasado por puñadas que con manos en posición de plegaria el devoto daba contra su pecho, parecía surgir de un salmo mucho más antiguo y oscuro que Havilland y su padre/asesino. «Patria infinítum, patria infinítum, patria infinítum, patria infinítum, patria infinítum.»

Bergen dio un brinco ante la presencia de Lloyd y gritó destacándose sobre Nagler:

—¡Hola, Lloyd! ¿Crees que estaré entre los cuarenta principales con esto? ¡Puerta verde, puerta verde, puerta verde!

Lloyd agarró a Bergen y lo incrustó contra la pared, silabeando:

—Deja ya de joder y no bebas ni una gota más. Registra la casa entera a ver si encuentras escrituras o declaraciones de patrimonio. Y no digas una jodida palabra más, sólo hazlo.

Bregen intentó sonreír, pero le salió una mueca.

—Vale, sargento.

Le soltó y vio cómo se despegaba despacio de la pared. Cuando se marchó, la letanía de Nagler dominaba otra vez la estancia. «Patria infinítum, patria infinítum, patria infinítum.»

Lloyd se arrodilló junto al adorador, vio que a cada golpe de pecho se sumía en un trance más profundo; memorizó cada detalle de su flagelación, o para prever su movimiento siguiente. Cuando sus ojos vidriosos y su respiración anhelante se grabaron en su mente le dio un bofetón con toda su alma que le sacó del trance, derribando al arrodillado devoto al suelo.

—¡Doctor!

Lloyd, que también había perdido el equilibrio, consiguió sujetarle por los hombros y exclamó:

—Havilland ha muerto, William. Antes de morir dijo que eras un imbécil, un chiflado y un patán.

Nagler enfocó sus ojos vidriosos en Lloyd.

—¡No! ¡No! ¡No! Patria infinítum, pa…

Lloyd le clavó los dedos en la nuca.

—No, William, no lo hagas; no puedes volver.

—¡Doctor!

—Ssss. Ssss. Ssss. No puedes, Bill. No puedes volver.

—¡Doctor!

Lloyd hundió más sus dedos, hasta que Nagler rompió en sollozos. Retiró las manos de él.

—Me contó cómo te utilizaba. Que te hacía pagar sus facturas, que tu cine era una mierda, que te hacía comprar equipos carísimos pero que tus producciones…

Lloyd se detuvo cuando Nagler empezó a balbucir asustado:

—Lapel… Lapel… de horr…

—Ssss. Ssss. Tranquilo, piensa las palabras.

Nagler levantó los ojos hasta Lloyd; su cara oscilaba entre el terror y el júbilo. Al final, éste prevaleció durante tiempo suficiente para decir:

—La película de horror. Doctor John hizo una película de terror. Por eso sé que usted miente en lo que «él» ha dicho de mí. «Él» aprecia mi talento. Yo monté la película y el doctor dijo que… dijo que…

Lloyd se levantó, ayudó a incorporarse a Nagler y le indicó el sofá; cuando se sentó, estudió su rostro. Parecía un hombre a punto de entrar en la cámara de gas, que no sabía si quería morir o no. Sabía que la parte gozo/muerte del adorador le inducía a dar respuestas lúcidas. Lloyd sintió impulsos de empujarle a la vida/dolor; suspirando, se sentó junto al extasiado joven e hizo un disparo al azar.

—En realidad Havilland no ha muerto, Bill.

—Eso ya lo sé. Ha estado aquí esta mañana con… —Se detuvo y sonrió de forma mecánica—. Ha estado aquí esta mañana.

—Completa la frase, Bill.

—Ya lo he hecho. El doctor estuvo aquí esta mañana. Fin de la frase.

—No. Principio de la frase. Pero sobre otro asunto. No habrás creído que soy policía, ¿no?

Nagler lo negó con la cabeza.

—No. El doctor John me dijo que en nuestro programa había una posibilidad de filtración del tres por ciento. Ahora sé dónde está exactamente ese fallo. Lo vi mientras rezaba. Usted es un inspector de la renta. Yo pagué las facturas de teléfono del doctor mientra él estuvo esquiando en Idaho el pasado diciembre. Usted investigó esos datos, porque Hacienda lo puede todo. También investigó mis cuentas y las del doctor, y vio que todos los años le envío un cheque importante. Seguro que no lo declaró entre sus ingresos. Usted quiere dinero a cambio de silencio. Está bien, fije usted la cantidad y le extenderé un cheque. —Se rió—. No, qué tonto soy, el cheque deja rastro; le daré en metálico. Diga cuánto.

Lloyd quedó estupefacto ante tal capacidad de recuperación; cinco minutos antes, era una masa informe que se arrastraba. Ahora era el plantador sudista autoritario y condescendiente. El punto de inflexión había sido una película de terror y el material roto del cuarto trastero. Intentó doblegarlo.

—¿No le sorprende que mi compañero sabe tanto como para entonar esa canción?

—Una canción es una canción.

Lloyd metió mano al bolsillo y sacó una foto.

—Y una película es una película. Bill, es hora de que sea sincero. El doctor me ha enviado para comprobar tu lealtad. —Le mostró la foto de Goff—. Yo continúo en su tarea de reclutar. Te acuerdas de éste, ¿no? En el programa del doctor hay un hombre casi igual que él. Sé todo sobre las reuniones en Malibú, que has comprado esa casa para el doctor y que le pagas el teléfono. Sé de las llamadas desde cabinas, que no os habláis fuera de esas reuniones. Sé todo eso porque soy uno de los vuestros, Bill.

Primero dolor, luego gozo, ahora perplejidad. Lloyd había apartado la vista para que fuera empapándose de la foto de Thomas Goff; cuando volvió a mirarle había roto la foto en trocitos; supo que era arcilla en sus manos. Se sintió como un torero entrando a matar.

—También te mentí en que el doctor John había dicho que tu cine era de mierda. La verdad es que le encanta cómo haces cine; hoy mismo me ha dicho que quiere que tú dirijas el guión que está haciendo. Me ha d…

Lloyd se detuvo cuando vio oleadas de dolor apoderarse de Nagler.

—Patria infinítum, patria infinítum, patria infinítum, patria infinítum.

Se acordó de Linda y se fue al teléfono. Estaba marcando cuando un toque en el hombro le hizo dar un salto, luego volverse y apretar los puños.

Era Bergen, extrañamente sobrio.

—No encontré ningún título de propiedad, pero sí el diario de nuestro amigo, bajo la cama. Puro Renacimiento insólito, Hopkins. Gótico puro.

Lloyd le cogió el cuaderno de piel y se sentó en el escritorio. La primera anotación era del 13 de Noviembre de 1983 y todas con una caligrafía exquisita y alargada. Bergen se sentó a su lado mientras él hojeaba; el «programa» de Havilland, con personajes en clave: el «Lugarteniente» que sería Thomas Goff; el «Zorro», el «Banderillero», el «Ratón de biblioteca» el «Catedrático», el «Músculo» y «Billy el Niño», que tenía que ser el propio Nagler.

Las notas indicaban que Havilland hacía ayunar a sus fieles treinta y seis horas, permanecer desnudos frente a espejos de cuerpo entero recitando «mantras de terror» ante grabadoras hasta que la «consciencia subliminal del sueño» les dominase y les hiciese balbucear «fantasías trascendentes» que luego él analizaba en busca de «puntos clave» para transformarlas en «pasto real». Los apareaba sexualmente en Beach Womb, cortando el coito para anotar sus signos vitales y «medir el estrés»; les hacía matar a perros y gatos como «entrenamiento contra la flojera moral». El «Lugarteniente» interrumpía sus sueños hipnóticos con llamadas de madrugada e interrogatorios brutales sobre sus sueños.

Nagler, unas veces como «yo» y otras como «Billy el Niño», explicaba que él y otros pacientes chuleaban a ricos viciosos que se anunciaban en revistas restringidas en busca de «terapistas de fantasías sexuales». Los «seminarios amatorios» de fin de semana reportaban al doctor miles de dólares. Los «grupos de Beach Womb» eran grabados por el «Lugarteniente», que a veces hacía de «Jefe» y preparaba cocaína con otras drogas que el doctor administraba a sus pacientes bajo «condiciones de vuelo de pruebas».

Lloyd pasaba páginas velozmente buscando hechos acusadores, nombres, direcciones, fechas. Con Bergen pegado a su espalda y las letanías que llegaban del salón se sentía como el único cuerdo en un mundo de locos, subrayado porque «no» había hechos, sólo relatos conocidos, plagados de nombres en clave.

Hasta que dio con una nota fechada ayer.

Ayudé a montar un equipo de rodaje en casa de «Músculo», en Hollywood Hills. Doctor John lo supervisaba. Le enseñé el manejo de la cámara. Confío en que «Músculo» no rompa nada. Me asusta y cada vez se parece más al «Lugarteniente».

Después de esta anotación venía una página en blanco; luego la última nota, con fecha de hoy. Al leerla, Lloyd sintió que un punzón se le clavaba en el espinazo.

No es real. Es fingido; hoy día se puede imitar todo con cámaras de técnica moderna. Es fingido. No es auténtico.

Lloyd apartó a Bergen de un manotazo y corrió hasta el cuarto trastero, recogió trozos de película diseminados por el suelo; encontró tres tiras de celuloide sujetas bajo la máquina de empalmar. Las pasó por el visor: un plano largo de piernas de mujer con medias de nilón blanco; otro de un colchón sobre un suelo de moqueta y un borroso primer plano de un hombre fornido con lo que parecía una placa de policía de Los Ángeles prendida de la camisa.

El punzón le atravesaba el corazón. Se acordó de la enfermera que Richard Olfield llevó a su casa la víspera. La punta se retorció, penetró y rasgó, acompañado por la salmodia incesante de «patria infinítum, patria infinítum, patria infinítum» que llegaba del salón.

Lloyd se dirigió hacia aquel sonido, encontrando a Nagler aún en su pose de mantra y a Bergen de pie junto a la chimenea vaciando botellas en el hogar, con fuego falso.

—Interrogatorio de largo alcance, Sarge. Me alejo de la tentación. ¿Qué hacemos ahora?

—Yo me voy y tú te quedas aquí. Tengo que estar con alguien y si tiene las pruebas, tendré que ir a por el gurú de nuestro amigo. Tú vigílale. Estate atento al teléfono. Si te necesito, dejaré sonar una vez, colgaré y te vuelvo a llamar.

—Quiero tomar parte en la detención.

Lloyd sacudió la cabeza.

—No. Tu sola presencia aquí es posible que me cree muchos problemas, y no voy a jugarme el puesto ni complicarte a ti.

Al ver que la cara risueña de Bergen se transformó en enfado, Lloyd prosiguió:

—¿Qué vas a hacer cuando acabe esto?

Bergen soltó una risotada mientras vertía un Courvoisier VSOP.

—No lo sé. Jack me dejó casi treinta de los grandes, tal vez vea adonde me llevan. Sabías lo de esa transferencia, ¿no?

—Sí. No lo denuncié porque sabía que Asuntos Internos iba a embargar tu cuenta como prueba.

—Eres un mierda, pero en bueno. ¿Lo sabías?

—Algunas veces.

—Y tú, ¿qué harás cuando termine esto?

Lloyd pensó en Linda, en Janice y las niñas, luego miró al destrozado William Nagler, que seguía invocando a sus demonios.

—No lo sé.