CAPÍTULO VEINTIDÓS

La Máquina del Tiempo aceleraba marcha atrás, impulsada por combustible de alto octanaje de pentotal sódico. Las hojas del Calendario volaban al viento. Se le acercaban cada vez más, hasta que las cifras en negro sobre blanco le cegaban y luego se metían dentro de él, golpeadas por imágenes muy recientes.

2 de Junio de 1957, sábado. John Havilland oyó comentar a los mayores del Instituto que, en un cementerio de coches junto al barrio negro de Ossining, había un verdadero chollo de cromados. El viejo guarda te vende adornos de capó por una jarra, y si te saltas la verja puedes birlar algo chachi y darte el piro antes que te trinque. Jimmy Vandervort sacó un buldog de camión Mack por treinta y nueve centavos. Fritz Buckley, uno de Buick del 48 de papo, enfocándole la linterna a la cara cuando le pidió para un trago. Johnny piensa en la cantidad de cromados que puede regalar a su padre para adornar la capota del Ford Vicky recién comprado. Coge varios autobuses para llegar a Ossining y se pasea una hora por las calles del barrio negro, a la sombra de la cárcel de Sing Sing.

Las calles le recuerdan Hiroshima después de la bomba atómica; montones de escombros frente a casas abandonadas; desagües atascados con botellas y rebosando aguas sucias; chuchos famélicos buscando algo o alguien que morder. Hasta los negros recuerdan la bomba atómica, con su aspecto desnutrido y suspicaz, como alcanzados por la lluvia radioactiva. Johnny se estremece, recuerda las películas de terror que ha visto sin que lo sepa su madre. Pero esto da más miedo, y robar allí le va a hacer más hombre.

Johnny va a preguntar a un negro por el desguace cuando algo familiar le llama la atención: el flamante Ford de su padre aparcado junto a una vieja casa de madera con parches de cartón, llena de pintadas obscenas y cruces gamadas. Johnny se cuela por una ventana, atraído por algo irresistible.

Dentro, a oscuras, pisando tablas podridas, la atracción se concreta en la risa de su padre desde arriba. Se orienta por su voz de barítono mezclada con chillidos de otro hombre. Mientras va subiendo las escaleras, aferrado al pasamanos, escucha además un rechinar y ruido de máquinas mezclado con voces.

Llega al piso de arriba y ve una puerta; entorna los ojos en la oscuridad para ver si es verde. Las risas y ruidos crecen, se entreabre sola la puerta; Johnny se asoma a mirar.

Un fuerte olor le golpea mientras sus ojos se clavan en la espalda de su padre y de otro hombre en uniforme que contemplan algo que da vueltas. El olor es a sangre, excrementos y sudor.

Un paño verde rebordeado como los de poker está en el suelo, lleno de monedas y billetes arrugados. Las paredes y el techo con manchas rojas brillantes que gotean hasta el suelo. Johnny aguza la vista y ve que su padre tiene un cincel en la mano. Lo mueve contra la cosa que gira y brota un chorro rojo. El de uniforme exclama:

—¡Mierda! Eso son diez puntos.

Retrocede, mete la mano al bolsillo y saca un fajo que lo deja caer al tapete. El objeto giratorio va parándose y empieza a discernirse.

Una mujer desnuda está sujeta a un tablero de contrachapeado, montado sobre un soporte de ladrillos. Tras él un sistema de transmisión a base de cadenas de moto y correas trapezoidales. La mujer tiene los tobillos esposados y las muñecas clavadas al tablero. Sangre palpitante mana de heridas en el tronco y miembros, y una pelota de goma encajada en la boca y sujeta con tiras de esparadrapo.

Johnny se muerde la mano para ahogar un grito, sintiendo crujir sus dedos entre los dientes. Mira con fijeza a la primera mujer desnuda de su vida, y al ver su vientre hinchado sabe que está preñada.

Su padre coge una manivela que está en la parte superior e inclina su cuerpo para hacer más fuerza y ponerla en movimiento. El tablero empieza a girar volteando con la mujer cabeza abajo y arriba; el hombre de uniforme grita:

—¿Van diez pavos a una ruleta de aborto?

Johnny mira al cincel que desciende, se esfuerza en tener los ojos abiertos, tiene que verlo, sabiendo que «va a ocurrir», pero en vez de ello, ve a papá sentado junto a él en la noria del Bronx, susurrando que todo va bien, que puede dar todas las vueltas en la noria que quiera, comer todo el azúcar de algodón que quiera, que mamá va a dejar la bebida y que van a ser una familia de verdad. Entonces el de uniforme grita:

—¡Es un niño!

Escucha su propio alarido que se le escapa, y el de uniforme se lanza contra él con el cincel en la mano. Su padre le clava un cuchillo y le clava «a él» una aguja, mientras murmura:

—Tranquilo, Johnny; tranquilo, cielo; tranquilo.

La Máquina del Tiempo llega a una época nebulosa, llena de tranquilizantes, de su madre llorando y de Baxter el abogado que dice el dinero estará siempre, de hombres serios y con trajes baratos que le preguntan sin parar:

—¿Dónde está tu padre? ¿Conoces a un hombre llamado Duane McEvoy?

La madre les grita:

—¡No! No preguntéis al niño, no sabe nada.

Baxter le lleva a un programa triple de cine de terror en White Plains y le dice que papá se ha marchado para siempre y que él es su amigo. A mitad de La Maldición de Frankestein, le abordan imágenes de la cosa que da vueltas. Todo empieza a regresar y la noria se difumina, machacada por una película en Cinemascope y Tecnicolor de una cesárea.

—¡Es un niño!

Johnny echa a correr del cine, hace auto stop hasta el barrio negro. Los mismos negros atómicos, los mismos perros escuálidos, pero la manzana de la casa está quemada hasta los cimientos.

Pero ocurrió aquí.

No, fue todo una pesadilla.

Pero ocurrió «de verdad» aquí.

No lo sé.

Pasan semanas. La prensa atribuyó el incendio a «negritos descuidados jugando con cerillas» y gracias que no hubo heridos. Johnny llora la muerte de su padre y escucha a su madre hablar con Baxter; le dice, varias veces, de comprar a los polis de una vez por todas, sin mirar el precio. Baxter al fin le llama y dice que todo está arreglado, pero ella tiene que destruir todo lo que tenía su padre, hasta en las cajas de seguridad del banco. Johnny ha husmeado el despacho de su padre y sabe que no hay más que libros, armas y munición; pero el banco era algo que se le había pasado. Coge las llaves en el despacho de su padre y falsifica una nota para el director del First en Scardale. El viejo chocho traga anzuelo, sedal y plomada, haciendo chistes de niños de doce años que hacen recaditos para papá. Johnny sale del banco con un sobre marrón lleno de acciones azules y un diario de cuero negro que parece una biblia.

Johnny va a la estación, quiere ir a un cine de la ciudad. Un vagabundo, nada normal en Scardale, le pide limosna para el billete del tren; Johnny le da las acciones. Cuando parte el tren hacia Manhattan abre el diario y lee las palabras de su padre: Las palabras demuestran que lo que vio el 2 de Junio de 1957 era completamente real.

Desde 1948, solo o con un guarda de Sing Sing llamado Duane McEvoy, papá ha torturado y matado a dieciocho mujeres, en el Condado de Westchester y más al norte en sus cotos favoritos para cazar patos. Se describen, con todo detalle, mutilaciones, violaciones y descuartizamientos. Johnny tiene que esforzarse para leerlo todo. El bondadoso objeto giratorio gana terreno cuando llega a la Gran Estación Central. Entoces Johnny llega a pasajes donde ve lo mucho que le quiere su padre y todo se vuelve confuso.

El niño es mucho más listo que yo, casi me da miedo. El cerebro lo es todo. He conseguido utilizar a Duane como mi lacayo porque el idiota sabe que «yo» soy el que impide que «le» cacen. Cuando Johnny mató las ratas y disparó a los perros vi cómo se volvía frío de repente, y que se volvía más inteligente y cauteloso; sentí miedo. Deseaba acercarme a él y quererle, pero si me quedaba alejado se volvería más fuerte y más preparado para la vida.

Johnny es como un iceberg, frío y nueve décimas partes bajo la superficie.

Creo que teme matar a presas humanas; demasiado observador, demasiado asexual. Será interesante ver cómo entra en la pubertad. ¿Cómo se pondrá a prueba a sí mismo?

Johnny camina por el andén llorando sin parar. Sale por la calle 42, arroja la biblia de la muerte a un desagüe y grita una silenciosa promesa a su padre: demostrará que no le teme a nada.

Otoño, 1957. Johnny imagina víctimas posibles del Instituto de Scardale. Para cumplir el legado de su padre, imprescindible que sean mujeres. Aparte de eso Johnny va fijando sus criterios; tienen que ser presumidas, tontitas y de las lameculos que se quedan después de la clase; luego se van a casa por el pasadizo de Gart; las esperará allí con una navaja automática de Arkansas como la de Vic Morrow en La Jungla del Asfalto.

Va seleccionando mientras acecha en el paso subterráneo. Finalmente se decide por Donna Horowitz, Beth Shields y Sally Burdett, pollitas que se quedan en el Laboratorio lavando tubos de ensayo hasta la noche, haciendo la pelota a don Salcido para que les dé buenas notas. Zas, Zas, Zas. Afila bien la hoja, piensa si su padre se cargó a tres a la vez. Fija la fecha: El uno de Noviembre. Las tres nenas pasarán como siempre, entre 5.35 y 5.40; doce minutos para acabar con ellas y coger el tren de las 5.52 a la ciudad. Zas, Zas, Zas.

1 de noviembre de 1957, 5.30. Johnny está a mano izquierda del subterráneo, con vaqueros y un tabardo de caza, que había sido de su padre. Le cae hasta las rodillas; tiene bolsillos para cartuchos. La navaja sujeta al cinturón, dentro de la vaina de plástico.

Las tres víctimas se acercan a la hora; Donna Horowitz le ve y empieza a reírse; Sally Burdett le corea:

—¿Será Johnny Havilland o Cucko el Payaso? ¡Qué chaquetón más loco!

Johnny saca la navaja cuando Beth Shields pasa a su altura, burlona.

—Llorica, miedoso.

Johnny ataca pero clava la punta en su propia chaqueta; la hoja roza sus costillas y da un grito y cae de rodillas. Las chicas forman un corro y se burlan. Ve en un caleidoscopio la cesárea, la noria y a su padre coreando las risas. Lanza otro grito para apartar esas imágenes. Al no lograrlo pega testarazos contra el suelo hasta que todo se vuelve negro y callado.

Las cabezadas siguen. Una voz de mujer dice:

—Doctor Havilland, ¿está usted ahí?

El Noctámbulo es catapultado al presente. Su mirada descubre el despacho, el proyector y una pantalla plegable. La voz debe de ser Linda Wilhite llamando a la puerta. Su primera idea lúcida sobre el vacío ahora abierto de su infancia es de dar gracias a su propio Dios, que le dio el valor de romper ese vacío y le dio el valor de matar, y merecer el amor de su padre. Su destino se había cumplido con precisión de fracciones de segundo.

—Doctor Havilland, ¿está usted ahí? Soy Linda Wilhite.

El doctor se levanta y respira a fondo, luego se frota los ojos. Sus pasos parecen flotar por el pentotal, pero eso era lo previsto; técnicamente ha vuelto a nacer. Prueba su nueva voz.

—Espere, Linda. Ahora voy.

Escucha su voz de siempre y abre la puerta de fuera.

Allí está Linda; con aspecto nervioso, nada común en ella.

—Hola, Linda. ¿Se encuentra bien? Parece algo nerviosa.

Linda entró en la consulta por delante del doctor; se sentó en su sitio de costumbre. Havilland entró tras ella.

—Estoy sufriendo fantasías muy extrañas, violentas. —Vio el proyector y la pantalla—. ¿La ayuda visual que usted dijo?

Havilland se sentó frente a Linda.

—Sí. Cuéntame tus fantasías. Pareces muy tensa. ¿Seguro que quieres dejar el tratamiento como estás ahora?

Linda se revolvió en el asiento, agarrando el bolso sobre sus rodillas. Al disiparse las últimas brumas de pentotal, vio que además de nerviosa estaba hecha una furia.

—Sí. Sigo queriendo dejarlo. Usted también está tenso. Y un poco aturdido. Todo el mundo tiene estrés. Es la era del estrés. ¿No se ha enterado? ¡Me cago en Dios!

Havilland alzó las manos, aplacándola.

—Tranquila, Linda. Estoy de tu parte.

Linda soltó un suspiro:

—Lo siento. Me disparé.

—No importa. Cuenta tus nuevas fantasías.

—Son muy raras, son versiones del hombre del jersey. En esencia, ahora estoy siendo amenazada del mismo tipo de hombre del que antes estaba colada. Me persiguen hombres iguales que él. Las fantasías terminan pegándoles un tiro. —Metió la mano en el bolso y sacó el enorme revólver, cogiéndolo por el tambor y el cañón—. ¿Ve, doctor, cree que estoy loca?

Havilland se adelantó y tomó el arma, sujetándolo con firmeza por la culata y apuntando a la pantalla.

—Estoy orgulloso de ti —dijo, devolviéndole el arma con la culata por delante.

—¿Por qué?

—Porque como lo has dicho, ésta es una época de mucho estrés. Tú eres fuerte, y en épocas de estrés, los fuertes van más allá del más allá. Acerca la silla, quiero que veas una película que he montado para ti.

Linda movió la silla y quedó frente a la pantalla. Havilland se levantó y metió un rollo en el proyector, lo puso en marcha y apagó la luz. Salieron unos cuadros en blanco, luego planos agitados de un dormitorio y otra vez cuadros en blanco.

De pronto, una mujer rubia vestida de enfermera que empieza a desnudarse. Todos sus defectos en primer plano: una cicatriz en el vientre, venas varicosas, celulitis. Ya desnuda del todo, hace una horrenda escena de vampiresa y se tiende en un colchón, con sólo una sábana azul.

Aparece en escena un hombre desnudo, apartando la cara de la cámara. Se abrazan, luego se separan y va cada uno a un extremo del colchón. La mujer parece asombrada y el hombre entierra su cara bajo la sábana. Después de un rato largo en esta situación, la mujer se desliza bajo él y simulan pobremente el coito.

Linda sujetaba el bolso con fuerza.

—¿De qué va esto? ¿Velada de cine porno-aficionado? Creía que era una sesión de terapia.

—Ssss. Lo interesante viene ahora.

Otra vez la pantalla en blanco. La rubia, ahora vestida otra vez de enfermera, apoyada en la pared. De repente el hombre se abalanza contra ella. Otra vez en blanco, luego un plano mal tomado de una almohada transparente, en la que se incrusta el cañón de un revólver. Un dedo que aprieta el gatillo y la pantalla se llena de rojo. La cámara saca un plano de un hombre, también en rojo.

—¡Hopkins! —exclamó con un grito Linda, al verle.

Rebuscó con torpeza en el bolso y cogió el revólver. Su dedo estaba ya en el gatillo cuando se encendieron las luces y el hombre de la película salió del armario y se abalanzó contra ella, aprisionándola con todo su cuerpo.