Tras veinticuatro horas de trabajo sin parar, de reuniones en Robos/Homicidios y papeleo en Central Parker, Lloyd se fue hasta el Edificio Century City a la búsqueda de la más pequeña de las agujas del pajar. En el coche trató de ser sincero consigo mismo y decidió que la investigación era un fracaso. No había poli en toda California sur que no sacudiese hasta el último árbol en busca de Thomas Goff, y él, jefe del caso y famoso «Gran Cerebro», no había encontrado recurso sicológico alguno para empezar con algo. Quizá la coincidencia de los discos con el apodo del famoso doctor podía hacer que éste se interesase en el caso Goff y tal vez le dijese a Lloyd su punto de vista. Todo muy cogido por los pelos, pero al menos suponía movimiento.
Las últimas veinticuatro horas en Central no reportaron nada, salvo papeleo inútil. Nueva York respondió rápido y mandó un télex de seis páginas sobre Goff. Lloyd se enteró de que era un sátiro que se ligaba a mujeres en los bares, las camelaba y luego les propinaba palizas; que le gustaba robar descapotables último modelo, que «no había cómplices conocidos»; que había salido de Attica en libertad completa, sin condicional, tal vez un truco para que abandonase el estado de Nueva York.
La decepción mayor del día fue la reunión en el despacho de Thad Braverton cuando leyó una nota del Gran Jefe, toda pomposa, ordenando amnesia total con los informadores sobre el caso Goff «por razones de seguridad pública». Lloyd rompió en carcajadas y tuvo que sentarse todo cabreado ante las miradas asesinas de Thad Braverton y Ted Gaffaney, Asuntos Internos, antes su jefe. Sabía que seguridad pública era relaciones públicas: el cerrojazo era para evitar que oliesen posibles delitos en Jack Herzog y su relación con Martin Bergen, ex policía, pero la verdadera razón era que jefecillos de policía trabajaban por la noche en grandes Empresas Industriales como Jefes de Seguridad. No convenía apretarles las clavijas; era posible que un bombardeo masivo de los medios informativos sacase a Goff de su madriguera, pero al Departamento le preocupaba más cubrirse el culo.
Lloyd dejó el coche en el aparcamiento subterráneo del parque Century, subió hasta la calle en ascensor y contempló el rascacielos del sanacocos, todo de cristal y acero, con un patio espacial a la entrada. El directorio indicaba John Havilland, Dr. 2604. Tomó el ascensor externo de cristal hasta la planta veintiséis y recorrió el largo pasillo hasta una puerta de roble con la placa del médico. La empujó, esperando encontrarse con una sonrisa sacarinosa de la enfermera. En vez de ello se quedó extasiado ante las fotos de la mujer más bella de toda su vida.
Era alta, esbelta, de rasgos clásicos, pero con pequeños defectos que la hacían más atractiva, al menos le apartaba de la belleza ideal e insípida. La nariz un poquito en punta; su mentón con un hoyuelo que le daba aire de testaruda. Un torrente de pelo oscuro le caía por las mejillas y armonizaba con grandes ojos de mirada intensa, pero algo enigmática; se acercó al muro para comtemplarla de cerca y vio que no eran fotos de estudio, sino instantáneas, y este hecho le sorprendió más aun. Cerró los ojos y la imaginó desnuda; no pudo asociar ambas imágenes y supo por qué. Su belleza hacía infructuoso todo intento de fantasía. Había que verla desnuda de verdad o no verla en absoluto.
—Exquisita, ¿no es así?
Las palabras no afectaron al ensueño de Lloyd. Al abrir los ojos no veía ni escuchaba, ni sentía nada, fuera del poder femenino que tema ante sí. Al notar un golpecito en el hombro se volvió y se encontró frente al hombre bajo, con blázer azul oscuro y pantalón gris de franela, que alzó su mirada hacia él, tendiéndole la mano con expresión divertida en sus ojos castaño claro al ver su reacción ante las fotos.
—Soy John Havilland. ¿Qué puedo hacer por usted?
Lloyd recobró su aspecto profesional, tomó la mano del doctor y la estrechó con firmeza.
—Sargento Hopkins, policía de Los Ángeles. ¿Puedo robar unos minutos de su tiempo?
El doctor sonrió y asintió.
—Claro. Vamos al despacho. —Apuntó a una puerta de roble—. Tengo media hora hasta la próxima consulta. Está ruborizado, sargento, pero no le culpo por ello.
—¿Quién es?
—Una de mis pacientes. A veces creo que es la mujer más bella que he visto en mi vida.
—Yo también lo he pensado. ¿Qué dice ella de ser su chica calendario?
Las mejillas del doctor se sonrojaron; Lloyd comprendió que aquel hombre se sentía cautivado por algo más que los lazos de la profesión.
—Olvide mi pregunta, doctor. Hablaré sólo de trabajo.
El doctor bajó la vista y le hizo pasar a un despacho con paredes empandadas de roble. Le mostró una silla y se sentó en otra a poca distancia. Levantó la vista y preguntó:
—¿Es una visita profesional o personal?
Lloyd miró abiertamente al siquiatra. Cuando éste ni siquiera pestañeó, se dio cuenta de que estaba frente a un igual.
—Ambas cosas, doctor. Todo empieza con su apodo, y…
Havilland ya estaba haciendo un gesto negativo.
—Un apodo prestado. El doctor John, el Noctámbulo, era un cantante de los años sesenta. Me lo pusieron en la facultad porque me llamo John y salía mucho de noche. Luego he tenido bastantes delincuentes entre mis pacientes y ellos han hecho popular ese apodo. Francamente, me gusta.
Lloyd sonrió; sacó dos fotos del bolsillo.
—Tiene buen ritmo. ¿Alguno de estos hombres ha sido paciente suyo?
El doctor las miró a fondo y se las devolvió.
—No. ¿Quiénes son?
Lloyd no hizo caso a su pregunta.
—Si hubiesen sido pacientes suyos, ¿me lo diría?
Havilland juntó las yemas de ambas manos y apoyó en ellas la barbilla.
—Le hubiese dicho «sí» o «no» y a continuación: «¿Por qué le interesa saberlo?».
—Buena respuesta directa. Voy a hacer lo mismo. El rubio entró en una tienda de bebidas y mandó a tres personas al otro barrio. El moreno es un policía desaparecido y tal vez muerto. Antes de desaparecer estaba histérico y obsesionado con su apodo. Estoy seguro que el rubio lo mató. Ese rubiales es un sicópata de categoría. Hace dos días tuvimos un ejercicio de tiro en un bar nocturno; lo habrá visto en la prensa. Escapó; voy a cancelar su billete: la trena o la morgue, preferible lo último.
Lloyd se echó para atrás y aflojó la corbata, molesto por alzar la voz y perder el empate inicial con el médico en cuanto a profesionalidad. Sintió llegar una jaqueca y cerró los ojos para mitigarla. Al abrirlos, el otro sonreía de oreja a oreja y movía la cabeza con regocijo.
—Me encanta la rudeza, sargento; uno de mis fallos como curacocos. Este ambiente es de sinceridad. ¿Puedo hacerle unas preguntas sinceras?
Lloyd esbozó una sonrisa irónica.
—Dispare, doctor.
—Bueno, uno: ¿creía de veras que yo conocía a esos hombres?
—No. —Lloyd negó con la cabeza.
—Entonces es lógico suponer que ha venido a explotar mi conocimiento, de muchos sabido, sobre el comportamiento criminal.
La sonrisa de Lloyd se amplió.
—Sí.
El doctor le devolvió la sonrisa.
—Bien. Le daré mi opinión con sumo gusto. ¿Puede plantear su caso o preguntar, o lo que sea, de manera no hipótética?, ¿contarme los hechos reales, lo más resumido posible, y luego dejar que le haga preguntas?
—Lo tiene usted. Lo ha conseguido. Es todo suyo.
Lloyd se levantó hasta la ventana para mirar a la calle, dieciséis pisos más abajo. Sin volverse, habló seguido durante cuarenta minutos, dando un resumen del caso Herzog/Goff; no mencionó las fichas robadas y la relación de Herzog con Martin Bergen, pero se recreó en detalles siniestros del piso en Avenida Melbourne. Cuando terminó, el doctor suspiró.
—Dios mío, menuda historia. ¿Por qué no han hablado de ese hombre, Goff, en la tele? ¿No contribuiría a cazarlo?
Lloyd se dio la vuelta.
—Los jefazos han ordenado bloqueo total de los medios de difusión. Seguridad pública, relaciones públicas, lo que usted quiera, me importa un rábano; mis opciones se van desvaneciendo. Ni dónde agarrarme en lo del compinche de Goff. La orden de busca y captura puede ser todo o nada. Yo mismo he buscado por los bares, pero es una aguja en un pajar. Si no doy pronto con ningún indicio, me voy a Nueva York a ver lo que saco de Goff preguntando a los que le conocen, aunque creo que no sacaré nada. Juegue el balón, doctor; me interesan sus conclusiones sobre la relación de Goff con su socio y la decoración del piso. ¿Qué opina usted?
Havilland se levantó y caminó por la sala. Lloyd se sentó y contempló sus paseos. Por fin se paró y empezó a hablar.
—Me convence su opinión sobre la sicosis de Goff y la influencia moderadora de su compañero zurdo, pero sólo hasta cierto punto. Además no creo que sean amantes, a pesar de los símbolos de los recortes murales. Creo que le han plantado pistas falsas de una manera subliminal; sobre todo los desnudos y los títulos escritos. Esos tópicos son reminiscencias de los años sesenta; tal vez Goff y su amigo estén influidos por los eslóganes de la familia Manson. Creo que los discos olvidados son un subterfugio de eso subliminal, todos son arquetipos de música de los sesenta. Limpiaron todo el piso de arriba a abajo y se olvidaron de los discos. Me parece chocante. Una cosa evidente es que el escondite de Goff saltó en pedazos después del tiroteo; sabía que tarde o temprano le iban a identificar y que tenía que echar a correr. Y su amigo fregó las paredes para eliminar sus propias huellas, posiblemente después de la marcha de Goff, pero no quitó los recortes ya que sólo indicaban la sicosis de Goff. No «vio» el recorte con la placa del policía porque nunca lo había visto y no sabía que Goff lo había montado. Las otras pistas de las paredes pudieron ser manipuladas de forma ambigua, pero la el armario, no. Apunta al asesinato de un policía. Si el amigo lo hubiese sabido, seguro que lo hubiera destruido. ¿Qué piensa «usted» de ello, sargento?
Lloyd estaba deslumbrado por la teoría expuesta de forma tan brillante.
—Que encaja desde todos los ángulos. Yo estaba columbrando algo parecido, pero usted se me ha adelantado un buen tramo. ¿Quiere envolverme el regalo completo?
El doctor se sentó junto a Lloyd, tan próximo que sus rodillas casi se tocaban. Dijo:
—Creo que la pista del móvil, abierta o subliminal, son los hombres desnudos, que no indican apetencias homosexuales, sino un deseo de destruir la fuerza viril. Opino que el amigo está bastante perturbado, pero Goff es un sicótico total. Creo que ambos son muy inteligentes y que están fuertemente motivados en un odio profundo contra la Policía.
Lloyd dejó que las palabras calaran en él, sin dejar de mirarle a los ojos. La tesis era sólida, pero ¿cuál sería el paso siguiente?
Al fin, Havilland bajó la vista y dijo:
—Me gustaría ayudarle, sargento. Tengo montones de fuentes de información sobre delincuentes. Mi pequeña viña privada, por decirlo de algún modo.
—Se lo agradezco. —Sacó una tarjeta y se la dio—. Está el teléfono de la oficina y de mi casa. Llámeme a cualquier hora.
Havilland guardó la tarjeta y preguntó:
—¿Puedo quedarme con la foto de Goff? Para enseñarla a alguno de mis pacientes.
—Desde luego. No diga que Goff es sospechoso de asesinato. Hágalo como sin darle importancia. Si sospechan que se trata de algo gordo, pueden intentar explotarlo por dinero o favores.
—Por supuesto. No hago otra cosa como profesional. Por mi parte, quiero que quede claro: no puedo ni quiero perjudicar el anonimato de mis informadores; bajo ningún concepto.
—No se lo pediría. No esperaba que lo hiciera,
—Bien. ¿Qué piensa hacer ahora?
—Romperme la cabeza, digerir sus teorías, repasar cuarenta o cincuenta veces el papeleo hasta que algo me muerda.
Havilland se echó a reír.
—Confío que la mordedura no sea mortal. Mire, tiene gracia. De repente me parece usted muy serio, igual que mi padre. ¿Malos pensamientos?
Lloyd se rió hasta que le dolió la mandíbula y le saltaron las lágrimas. El doctor se reía con él, formando triángulos con sus dedos. Al recobrar el aliento, Lloyd exclamó:
—Dios, qué bueno. Me reía de lo gracioso de la pregunta. En toda la semana no tenía en la cabeza más que el crimen, y cuando dijo «malos pensamientos» estaba pensando en la increíble mujer de la pared.
Havilland rió abiertamente y se le escapó:
—Linda Wilhite produce eso en los hombres. Les vuel… —se interrumpió y continuó en otro tono, rectificando—. Ella es capaz de hacer que los hombres digan su nombre a voces. Olvide lo que dije antes, Hopkins. El anonimato de mis enfermos es sagrado. No ha sido muy profesional por mi parte.
Lloyd se puso de pie, pensando que aquel pobre diablo estaba enamorado perdido, más allá de lo normal, de una mujer que armaría atascos de tráfico al cruzar la calle para comprar el periódico. Sonrió y le tendió la mano; Havilland se la estrechó amablemente y Lloyd le dijo:
—También yo cometo cantidad de pifias, doctor. Gente como nosotros la caga de vez en cuando por eso de noblesse oblige. Gracias por su ayuda.
El doctor John Havilland sonrió. Lloyd salió con la vista fija al frente, sin dirigirla a la pared donde estaban las fotos de Linda Wilhite.