CAPÍTULO OCHO

Lloyd se despertó en su covacha, y antes de despertarse del todo ya estaba haciendo cuentas; treinta y seis horas desde el ultimátum del Holandés y ninguna pista nueva: denunciar la desaparición de Herzog. Más de cien horas desde la masacre de la licorería y todas las pistas en punto muerto. Había que empezar con los trescientos mil coches amarillos y a escarbar entre ladrones a mano armada, estrujarles, amenazarles para sacar toda información posible; cien por ciento de trabajo sucio.

Lloyd se estiró y saltó de la cama plegable, se fue a la cocina y abrió la nevera, para que el frío le espabilara. Se le puso carne de gallina y echó mano a una caja de queso fresco medio vacía, comiendo con la cuchara que estaba pegada dentro. Casi atragantado por aquella pasta pegajosa contempló los tres huecos que se había adjudicado ante la ausencia de su familia; la covacha para dormir, pensar y estudiar; la cocina para sus platos de gastrónomo como queso o carne de lata; y el cuarto de baño para el aseo. Cuando empezó a hacer cuentas de cuántas horas hacía que faltaban Janice y las niñas, su calculadora mental se atascó: si empiezas a hacer números acabas loco y si sigues tratando de corregir las cuentas, harás alguna locura. Espera. Si llamas a tu mujer, verá que no has cambiado. Es el penoso juego de esperar.

Terminó el desayuno y se dio una ducha (caliente, helada, templada), se puso la camisa de la víspera y un traje de verano nada adecuado para la época del año, el único bien planchado. Se sentó en la mesa musitando «Ahora o nunca» y se puso a escribir.

28/4/84

A: Jefe de Detectives.

De: Sargento det. Lloyd Hopkins, Rob. y Hom.

Señor:

Hace cuatro días me llamó el capitán Arthur Peltz, jefe de la Comisaría de Hollywood. Me dijo que investigase la desaparición desde hace un mes de Jack Herzog, de la Sección de Personal de Central Parker, que colaboraba en ocasiones con la Brigadiíla Antivicio de Hollywood. Visité su domicilio (intacto) que había sido borrado por un profesional de toda huella digital. Pregunté al mejor amigo, al que fue sargento de LAPD, Martin Bergen, quien me dijo que no lo había visto desde hacía un mes y que estaba «raro» los últimos tiempos. Estuve con la amiga de Jack Herzog. Confirmó la larga ausencia y la «rareza» de Herzog. Creo que Herzog ha sido víctima de un homicidio bien planeado y que debe investigarse esta desaparición. Soy consciente de que debía haber informado antes, y mi única intención al no hacerlo era encontrar pruebas (circunstanciales) de su conducta. El capitán Peltz me ordenó que informara inmediatamente, pero incumplí esa orden.

Respetuosamente, Lloyd Hopkins. +1114

Releyó sus propias palabras y quedó satisfecho de sacudirse de encima la cólera de los jefazos. Arrancó la hoja del bloc y la guardó en la chaqueta. Colocó el revólver y las esposas en el cinto y se fue a la puerta; con la mano en la cerrradura, oyó el teléfono.

Esperó hasta diez timbrazos; sólo Penny aguantaba tanto.

—Habla, el níquel es tuyo.

Penny se echó a reír.

—¡No, ya no, papi! Ahora es mi dólar cuarenta.

—Perdona, me olvidé de la inflación. ¿Algún tanto, Pingüino?

—El rollo de siempre igual. ¿Y tú? ¿Alguna chavala?

—¡Penny Hopkins! ¡No puedo creer que digas eso!

—Claro que puedes. Ya salí de la cuna. Tú mismo lo dijiste; y no has contestado.

—Bueno, y la respuesta: no, ningún ligue.

La risa de Penny subió una octava.

—Vale. Mamá me leyó esa primera carta tuya, ¿sabes? Hablamos de ello la otra noche. Dijo que la carta era demasié, que tú eres excesivo. Y aunque confieses ser un cochino mujeriego, tu confesión es demasié. Pero la carta le impresionó.

—¿Roger sigue con vosotros?

—Sí. Mamá se acuesta con Roger, pero piensa en ti. Una de estas noches la voy a entrampar para que confiese que tú eres su gran amor. Te contaré palabra por palabra lo que diga.

—Quiero que volváis todas, Pingüi. —Notó que un trozo de su corazón se le iba flotando hacia San Francisco.

—Lo sé; yo quiero ir, y Anne también. Carol y Mamá desean quedarse. Empate.

—¿Están bien Anne y Caroline?

—Anne, enganchada con filosofía oriental y naturismo; Carol, colgada por el rockero chalado de aquí al lado, ese que colgó los libros. Un mierda.

—Lo normal en quinceañeras. —Se echó a reír—. A ver: John, el Viajero Solitario, ¿te suena?

—A prehistoria, papi. Años sesenta. Rock salvaje. Caroline tiene un disco de él: Bad Boogaloo.

—¿De veras?

—Claro, ¿por qué?

—Un caso que llevo. Con el Holandés. Tal vez no sea nada.

La voz de Penny se volvió suave y persuasiva.

—Papi, ¿cuándo me cuentas lo que pasó justo antes de la separación? No soy tonta, sé que te pegaron un tiro. Tío Peltz casi lo confesó a mamá.

Lloyd suspiró; la charla llegaba a lo de siempre.

—Espera dos años, nena. A los quince, cuando estés harta de vivir, te abriré mi corazón. Hoy sólo importa lo que debo a muchas personas.

—¿Qué les debes, papi?

—No lo sé, nena. Y eso es lo gordo.

—¿Cuando lo sepas me contarás?

—Serás la primera en saberlo. Te quiero, Pingüi.

—Yo también te quiero.

—Tengo que irme.

—También yo. Besos, besos, besos.

—Para ti.

—Adiós.

—Adiós.

Con aquel «¿Qué les debes, papi?» en su mente, bajó en coche hasta Central Parker. Le quemaba la carta en el bolsillo. Primero vería su correo y luego la dejaría a la secretaria del jefe. Subió en ascensor hasta el quinto, entró en su cuchitril y vio al instante la nota: «Hopkins, llama a Dentinger, Dept. R. H. ref; requis. armas».

Cogió el teléfono y marcó Beverly Hills, Robos y Homicidios.

—Detective Dentinger —pidió a la telefonista.

Oyó pasar la llamada y después una voz aburrida.

—Dentinger. Diga.

Lloyd fue directo y brusco.

—Sargento Hopkins, LAPD. ¿Qué tienes de la pesquisa del arma?

—Mierda —musitó muy bajo como para él mismo y dijo por el teléfono—: Un robo con escalo de hace doce días. Un revólver 41 entre la lista de robados. No te lo dijimos antes porque Robos piensa que es un truco, ya sabes, para el seguro. Dice que le robaron un montón, pero el caco entró por un ventanuco del sótano y no pudo sacar todo aquello por allí. Me han endilgado el paquete para ver si podemos empapelar al denunciante. Te doy la lis…

—¿Pero hubo robo?

—Te diré lo que creo —suspiró— . Sí, lo hubo. Robó cosas pequeñas, joyas, el arma y quizás alguna mierda que no denunció, como coca. Para mí que está enganchado y a modo. ¿Te lo cuento? El tío tiene esas antigüedades, en estuches de museo, con munición auténtica de la Guerra de Secesión y sólo denuncia una. No dudo que sea cierto, pero a cualquier tonto se le ocurre esconder la otra y decir al seguro que se llevaron las dos. ¿No tengo razón?

—Toda la razón. Dame datos de la víctima.

—Ahí van: Morris Epstein, cuarenta y cuatro años, calle Elevado ocho, uno-seis-siete; se titula agente literario, pero en realidad es el clásico pájaro nocturno ricachón de Hollywood. Ya sabes, vivir a todo tren de préstamos y mierda sin saber de dónde le va a caer el siguiente chollo. Personalmente, creo…

Lloyd no aguantó el final del rollo. Colgó de golpe y se precipitó al ascensor.

El 8.167 de Elevado era una casa del barrio residencial de Beverly Hills, estilo español y color salmón. Lloyd comprobó que el mote «ave nocturna ricachón» era adecuado; césped sin segar, setos sin recortar y un Mercedes marrón sin lavar.

Bajó del coche y llamó; le abrió un hombre menudo, de pelo rubio entrecano muy bien cortado; al ver a Lloyd, echó la cremallera del chándal y lo cerró hasta arriba.

—¿No eres de «Rueda tus propios Films»?

Lloyd sacó la placa y el carnet.

—Policía de Los Ángeles. ¿Morris Epstein?

El hombre reculó despacio; Lloyd le siguió.

—¿No está fuera de su territorio?

Lloyd cerró la puerta.

—Te lo voy a poner fácil, Epstein. Elay indicios de que el 41 que denunciaste como robado se ha empleado en un triple homicidio y quiero tu otro revólver para hacer comprobaciones. Colabora y diré a los de Beverly Hill que inflaste algo, pero sin mentir en tu declaración para el seguro, ¿comprendes?

Se quedó lívido. Se le formaron gotitas de saliva en la comisura de los labios. Muy furioso, alzó el brazo señalando la puerta y espetó:

—Salga de aquí o le demando por acosarme. Tengo amigos en la Universidad y puedes pasarlas canutas, pies planos.

Lloyd avanzó apartándole el brazo y entró en el salón art-decó con enormes espejos dorados y pósters de películas. En la mesita había una cuchilla y restos de polvo blanco. Junto a la chimenea un armario. Empezó a abrir cajones hasta dar con una bolsita llena. Se dio vuelta y vio a Epstein a su lado con el teléfono en la mano.

—No me asustas. Es un registro ilegal. Una llamada a Jerry Brown, somos uña y carne, y estás jodido, hijo de puta.

Lloyd le arrebató el aparato, arrancando el cable de la pared y lo dejó de golpe en la mesita. El cristal estalló en mil pedazos que saltaron hasta el techo. Epstein retrocedió hasta la pared balbuciendo.

—Mira, colega, podemos arreglar esto. Po…

—Pasó el tiempo de los arreglos. Trae el revólver. Ahora.

Epstein bajó la cremallera y se frotaba el pecho.

—Sigo diciendo que este registro y captura es ilegal.

—Es un registro legal con incautación coincidiendo con una pesquisa por fraude ¡El revólver, el estuche! ¡No toques el arma!

Se rindió; subió con rabia la cremallera y salió. Lloyd hizo un rápido registro en los restantes cajones, pensando si iría o no a Beverly Hills a comprobar la lista de lo robado. Dentinger había dicho que no encontraron huellas, pero tal vez Tráfico tuviera algo sobre coches japoneses amarillos o algo para activar su sesera.

Acabó con los cajones y miró la repisa de la chimenea. Oía los pasos de Epstein cuando se fijó en un jarrón con cerillas de anuncio. Sacó un puñado; eran de un bar de Avenida Uno Oeste, que vigilaba Jack Herzog.

—Tu revólver, pies planos.

Lloyd se volvió; Epstein traía un reluciente estuche de palorrosa. Se acercó y lo tomó. Abrió la tapa y vio un enorme revólver pavonado, con cachas de madreperla, en un nicho rojo de terciopelo. En huecos aparte, balas de punta blanda y forro de cobre. Sacó un bolígrafo y lo metió en el cañón para alzarlo. Grabados al ácido había unos números en el cañón: 9471.

—¿Satisfecho?

Lloyd bajó el cañón y cerró la tapa.

—Satisfecho. ¿De dónde los sacaste?

—Una ganga. Del productor de una serie sobre la guerra civil que yo monté el año pasado.

—¿Sabes el número de serie del otro arma?

—No, pero sé que tenían números correlativos. Oye, ¿creen de verdad los de Beverly Hills que mentí en la lista?

—Sí, pero les diré lo bien que has estado colaborando. He visto cerillas de Avenida Uno Oeste. ¿Paras mucho por allí?

—Sí, ¿por qué?

—¿Has visto allí a éste? —Sacó la foto de Jack Herzog.

—No.

—¿Y este otro? —Le mostró el retrato robot.

Epstein lo miró fijo y se quedó dudando.

—Tío, esto es la hostia de raro. Estuve esnifando una noche fuera del Bruno’s Serendipity con un tío jodidamente parecido a ése. Era casi igualito.

Lloyd sintió que dos pistas separadas se transformaban en una sola de forma increíble.

—¿Dijo cómo se llamaba?

—No, sólo esnifamos, luego nos separamos. Pero fue muy raro. Era un pesado que no hacía más que decir si yo tenía familia y que tenía que conocer a un tipo amigo suyo muy listo y formidable. ¿Qué te pasa, pies planos? Estás blanco.

Lloyd apretó la caja con fuerza. Sus nudillos crujieron.

—¿Le diste tu nombre?

—No. Le di una tarjeta.

—¿Le hablaste de tus armas?

—Pues… —tragó saliva—, sí.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Hace dos, quizá tres meses.

—¿Has vuelto a verle?

—No. Ya no recalo en Bruno’s. Apesta.

—¿Le viste subir al coche?

—Sí, uno amarillo y pequeño.

—¿Marca y modelo?

—Extranjero. No sé más. Oye, ¿qué pasa aquí? Vienes aquí, me atizas, me rompes la mesa… —Se interrumpió al ver que el otro corría a la puerta—. ¡Oye, bofia, vuelve otro día! ¡Montaré una serie cojonuda sobre un cabrón como tú!

Con las luces del techo y la sirena a tope, Lloyd llegó al Central Parker en veinticinco minutos; un récord. Con la caja bajo el sobaco, subió volando los tres tramos hasta el piso de Huellas e Investigaciones. Siguió al mismo ritmo cruzando despachos hasta el de Artie Cranfield, quien dejó su Penthouse y le dijo:

—Macho, vaya agite que te traes.

Lloyd recobró algo su aliento:

—Un agite de cojones, y quiero unos favores. Aquí dentro hay un arma. ¿Puedes empezar a buscar huellas desde ya? Después de ello, será precisa una comprobación balística.

—¿El arma de un sospechoso de asesinato?

—No, pero es del número seguido del que creo que es el revólver de la licorería. La munición es de época, como la del otro, tal vez fundidas en una misma colada; las estrías pueden ser tan parecidas que podemos establecer…

—No podemos establecer conclusiones de ese tipo. Esas teorías no se sustentan en un tribunal.

—Artie, te juego veinte a uno a que esto se resuelve en las calles. Ahora ¿quieres espolvorear el culito del bebé para mí?

Artie tomó un lápiz y abrió con él la caja; metió otro por el cañón y apoyó su punta en la misma tapa quedando bien sujeto. A continuación sacó un frasco de polvos para huellas y los paseó con un pincel por todas las superficies de acero, madreperla y palorrosa. Al terminar, hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Huellas muy suaves de guantes en la culata, y raspones en el cañón; por si acaso, he mirado la caja, huellas muy claras, probablemente tuyas y de guantes. Abrieron la caja con mucho cuidado. Te enfrentas a un profesional, Lloyd.

Lloyd meneó su cabeza.

—En realidad sabía que no íbamos a sacar nada. Se llevó el otro, pero creí que habría tocado también éste.

—Y lo hizo; con guantes quirúrgicos. —Artie se echó a reír.

—Que te jodan. Vamos a bajar este monstruo a los tanques a ver cómo escupe.

Artie abría la marcha por el laboratorio hasta un pequeño local donde unos depósitos enterrados estaban dispuestos con agua y capas de algodón, alternadas. Lloyd metió tres balas en el tambor del 41 y disparó a la lámina de agua de arriba. Se oyó un eco amortiguado; Artie abrió la trampilla de la primera zona de algodón y sacó las tres balas.

—¡Perfecto! Hay un microscopio en mi despacho. Pide las tres balas del crimen y vamos a compararlas.

Lloyd firmó un recibo por las balas extraídas a los muertos y las llevó al despacho de Artie en una bolsa de las de pruebas. Éste las colocó en el portaobjetos izquierdo de un potente binocular y en el izquierdo las otras tres recién disparadas. Más de media hora las estuvo estudiando, una a una, en grupos, todas juntas. Al fin se levantó, se frotó las manos y explicó sus conclusiones.

—Salvando el hecho de que las primeras están aplastadas al chocar contra cráneos y las de las tanquetas no, y que en aquéllas las estrías se alteraron por el impacto, yo diría que las marcas son todo lo idénticas que pueden ser en dos armas distintas. Agarra a ese bastardo, Lloyd. Dale fuerte donde más le duela.

El Bruno’s Serendipity era un bar nocturno de hombres/sala de backgammon en Autovía Rodeo, en plena calle comercial de Beverly Hills. El interior era oscuro y elegante, con una larga barra de cuero negro con lentejuelas que ocupaba una parte y cómodas butacas y tableros iluminados de backgammon en la otra. Las dos zonas se dividían por una cortina de terciopelo y lentejuelas, con una tarima justo en el centro que era visible desde ambos lados. Lloyd sonreía al acercarse a la barra: una disposición logística perfecta.

El barman era un joven delgado, con pelo cortado a lo punk. Lloyd se acomodó y sacó la cartera. De ella extrajo uno de veinte y el esquema robot, dejando ver la placa y el carnet.

—Señor, ¿qué le apetece tomar?

Lloyd le metió el billete en el chaleco y mostró el dibujo.

—Policía de Los Ángeles. ¿Has visto alguna vez a éste por aquí? Acércalo a la luz y míralo bien.

—Pues claro. Un montón de veces. Un cachondo, va a pelo y a pluma. Digo, le he visto en charlas muy animadas e intensas tanto con tías como con tíos. ¿Qué ha hecho?

Lloyd le miró con expresión grave.

—Se dedica a abusar de jovencitos. ¿Cuándo estuvo la última vez?

—Dios mío, la semana pasada. ¿Un gavilán de pollitos?

—Eso es. ¿A qué horas suele venir?

El joven indicó las mesas de juego.

—¿No ve lo muerto que está esto? Antes de las ocho no viene ni un alma. Abrimos tan pronto porque a media tarde suelen venir algunos ejecutivos a por priva.

—He visto que no hay aparcamiento. ¿Tenéis algún arreglo para aparcar?

—No hace falta. Cuando cierran los comercios hay mogollón de sitio. —Apuntó a la tarima junto a la entrada—. Va a junarle fetén. Luego, cada vez que entra alguien, empieza a sonar música disco y unas luces del techo, primero blancas, luego azules y al fin rojas, se encienden todas. Seguro que le guipa a modo.

Lloyd dejó un dólar en el mostrador y cogió el taburete del extremo de la barra.

—Ginger Ale con lima. Y tráeme cacahuetes o lo que tengas. Hoy me he olvidado de almorzar.

Durante seis horas Lloyd estuvo con Ginger Ales, barrenando alguna lógica que le aclarase sus dos casos que se fundían en uno. Salvo la impresión de que podía descifrarlo no salió nada de todas sus elucubraciones que se acompañaban por el juego de luces cada vez que se abría la puerta. A partir de las seis, todo el que entraba se veía envuelto en ráfagas de luces acompañadas de «Fiebre de sábado noche» en estéreo a tope. La mayoría eran jóvenes y bien vestidos que daban unos pasos de baile antes de ir a la barra o a las mesas. Lloyd escrutaba cada cara masculina al darle de lleno la luz blanca; nadie con el más mínimo parecido a su sospechoso. Poco a poco, hombres y mujeres se fueron fundiendo en un remolino andrógino que le daba dolor de ojos, lo que, unido a las delicadas o estridentes oberturas, le iba desenfocando los sentidos.

A las once se fue al servicio; metió la cabeza en un lavabo con agua fría. Revivió, se secó con toallas de papel y volvió. Iba a coger un taburete cuando el retrato robot en vivo pasó por delante de sus narices.

Su piel se erizó y tuvo que cerrar su derecha para reprimir el impulso de sacar su 38. El hombre le clavó los ojos una décima de segundo y Lloyd retiró la mirada, pensando «Cógele afuera, en el coche». Entonces oyó un jadeo ronco a su espalda y luego un clic metálico.

Ambos se volvieron a la vez. Lloyd vio al del retrato robot alzar su monstruoso revólver y disparar contra él. Se dejó caer sobre sus rodillas cuando salió un estallido de rojo y un disparo le ensordeció. El tiro reventó botellas de la barra y el salón se llenó de gritos. Lloyd rodó por el suelo hacia la cortina de lentejuelas, sacó su arma y rodó hacia atrás, buscando mejor posición de tiro, mientras que cuerpos frenéticos le ocultaban el blanco. Otras dos atronadoras explosiones; el espejo del bar saltó en pedazos; el griterío aumentaba. Lloyd se apartó rodando de la cortina y dio contra una mesa de juego. Se puso en pie justo cuando otro disparo daba en el marco de la cortina y la arrojaba al suelo. La gente se acurrucaba bajo las mesas en un amasijo de piernas y cuerpos. El humo cegaba la zona del bar, pero a través de él vio que su adversario describía un arco con el revólver en busca de su diana.

Lloyd extendió el brazo, la muñeca bien sujeta con la izquierda para apuntar mejor. Hizo dos disparos, altos, y vio al otro dar la vuelta y echar a correr a los servicios. Le persiguió, tropezando en cuerpos temblorosos, se pegó a la pared junto a la puerta y empujó suave con un pie. Oyó un jadeo nervioso en el interior. Abrió de un golpe y disparó a ciegas a la altura del pecho, saltando hacia atrás justo cuando otro tiro hacía saltar la puerta en pedazos.

Se agachó contando los tiros: cinco el loco y tres él. «Ataca y mátale.» Sacó tres balas de la cartuchera que metió en el tambor del 38 y disparó al interior con la esperanza de oír un tiro de respuesta. Al no oírlo, se abrió paso por la puerta rota justo para ver dos piernas que escapaban por la estrecha ventana encima de los retretes.

Se quitó la chaqueta y tomando impulso se metió por la ventana; sus hombros se empotraron, saltaron astillas del marco pero no pudo pasar; ni estirando y contrayendo cada centímetro de su cuerpo podía avanzar. Saltó al suelo y volvió al salón, ahora lleno de cristales rotos, muebles derribados y racimos humanos en busca de refugio. Llegaba casi a la puerta cuando se abrió de un golpe y entraron tres patrulleros con rifles en la mano que avanzaban hada él apuntando a su cabeza. Vio miedo reflejado en sus ojos y los dedos nerviosos en el gatillo; Lloyd soltó su 38.

—Soy del Departamento de Policía de Los Ángeles —dijo en tono pausado—; la placa y credenciales están en mi chaqueta.

El policía del medio le incrustó el rifle en el pecho.

—Estás sin chaqueta, mamón. Date vuelta, las manos contra la pared, encima de la cabeza, abre las piernas; muy despacio.

Lloyd obedeció moviéndose lo más lento posible. Unas manos le cachearon con brusquedad; estaba esposado cuando dijo:

—La chaqueta está en el servicio de caballeros; vine aquí en persecución de un asesino. Pedid orden de búsqueda y captura para un coche japonés…

Algo contundente le golpeó la cintura; se retorció y vio al del medio quitar el seguro, apuntándole. Los otros estaban algo detrás, con caras de asombro. Uno dijo:

—Lleva sobaquera cruzada. Miraré en el servicio.

—Pasa de todo —dijo el del medio—; nos lo llevamos. Habla con la gente y mira si hay heridos. La ambulancia estará en unos segundos, así que ayuda a los enfermeros. Jensen y yo nos hacemos cargo de este mamón.

Lloyd aguzó la vista y leyó el nombre del líder, Burnside; haciendo un esfuerzo por mantener la voz dijo:

—Burnside, estás dejando escapar a un asesino de masas, y tai vez de un policía. ¿Por qué no vas al servicio y traes la chaqueta?

De un manotazo le hizo dar vuelta a Lloyd y a empujones le llevó a la puerta y al coche celular que estaba en la acera. Lloyd miró por la ventana y vio más coches de negro y blanco, y ambulancias que se acercaban y subían a la acera. Mientras arrancaban, buscó en vano el coche japonés amarillo y sintió su cuerpo frío como el hielo.

En unos minutos estuvieron en el cuartelillo de Beverly Hills; Burnside y Jensen le empujaron por las escaleras hasta un pasillo desangelado, hasta la celda de retén. Le arrojaron dentro con las esposas puestas y Burnside comentó:

—El tío este va de listillo. Cualquier poli de Los Ángeles se hubiera llevado a uno de los nuestros si estuviera detrás de un sospechoso. Vamos a ver al jefe.

Cerraron con llave y se alejaron; Lloyd oía risas y gritos en la celda de los borrachos, al fondo. Dejó en blanco su mente y empezó a revivir despacio los últimos sucesos. Le obsesionaba una idea: el asesino le había identificado al momento como enemigo; es cierto que su envergadura y su aspecto alertarían a cualquier maleante, pero sólo le vio una fracción de segundo entre un barullo de gente y con luces oscilantes; siguió rumiando esa idea, buscando fallos y no halló ninguno. «Algo había que se apartaba del todo del esquema corriente de un criminal.»

—La ha jodido, sargento.

Lloyd lo miró: un capitán de Beverly Hills, de uniforme; en la mano tenía su chaqueta y su 38. Meneaba la cabeza despacio.

—Déjeme salir y déme el revólver y la chaqueta.

Volvió a mover la cabeza, metió la llave, tiró de la puerta y, sacando un llavín del bolsillo, le soltó las esposas. Lloyd se frotó las muñecas y recogió la chaqueta y el arma de manos del capitán, viendo que era diez años más joven que él.

—Sí. La jodimos y bien.

—Consuela oír al legendario Lloyd Hopkins admitir una vez que no es infalible. ¿Por qué no avisó al jefe de patrulla que iba a preparar un cerco? Le hubiera mandado refuerzo.

—Fue todo muy rápido. Pensaba cogerle en su coche; iba a avisar a la patrulla, pero vio que era poli y se puso nervioso.

—¿Cuánto mide?, ¿uno noventa?, ¿y pesa cien kilos? No hay que ser un lince para ver a lo que se dedica.

—¿Ah, no? Pues a su gente no le fue tan fácil imaginarlo.

El capitán se puso como un tomate.

—El agente Burnside se disculpará ante usted.

—¡Estupendo! Y, mientras tanto, un sicópata asesino anda por Beverly Hills tan campante. Con una orden de búsqueda y captura ya estaría trincado.

—No agote mi paciencia, Hopkins. Dése por contento de que no hubo heridos. Si alguien muere o cae herido, yo le crucifico. Tal como está la cosa, dejaré que sus propios jefes se ocupen de usted.

Lloyd veía chispitas palpitando en su campo visual. Cerró los ojos para controlar sus latidos y preguntó:

—¿Quiere escuchar la historia?

—No. Un informe completo, y por triplicado. Suba al piso, siéntese y redáctelo ahora mismo. Sus jefes de Robos y Homicidios están avisados; mañana a las diez se presenta al detective jefe. Buenas noches, sargento.

Lloyd echaba humo; vio al capitán alejarse; esperó diez minutos para calmarse y subió a la oficina de Tráfico en el segundo piso. Un empleado le dio papel oficial y bolígrafo y durante dos horas escribió tres informes detallando los hechos del Bruno’s y resumiendo las investigaciones de la licorería y de Herzog. Copió letra a letra su carta aún sin enviar al jefe de detectives, esperando se interpretase como prueba de su «espíritu de equipo». Cuando acabó, le dejó todo al empleado y se fue al aparcamiento. Salía por la puerta cuando llamaron por el altavoz.

—Llamada urgente para el sargento Hopkins. Llamando al sargento Hopkins.

Fue al mostrador de la entrada y cogió el auricular.

—¿Sí?

—El Holandés, Lloyd. ¿Qué ha pasado?

—Mierda a montones. ¿Quién te lo ha dicho?

—Thad Braverton. Tienes que estar con él mañana,

—Ya lo sé. ¿Está cabreado?

—Depende de lo que tengas que decirle. ¿Qué pasó?

Lloyd, con su rabia y su cansancio, se echó a reír.

—No te lo vas a creer. El mismo tipo de la licorería es el que se ha cargado a Herzog. Seguro. Me disparó con el cacharro que usó en la tienda. Hicimos todo lo posible para destrozar un bar nocturno en Beverly Hills. Algo terrible.

—¿Qué? —le gritó.

—Mañana, socio. Te llamaré después de Braverton.

—La hostia bendita. —El tono ahora era más suave.

—Sí, y pinchada en un palo. ¿Alguna novedad para mí? Lo necesito.

—Sí, dos: el nombre ese tan raro que dijiste, el Viajero Nocturno. Es un viejo rockero y también el apodo de un siquiatra que atiende a fulanas caras y tipos convictos citados por los tribunales; se llama John Havilland y tiene su consulta en el Century City. Y la otra, que estás limpio en Asuntos Internos.

»Llamé a Gaffaney esta mañana y le conté la desaparición de Herzog. La bronca fue para mí, unos gritos de «Joder» de Fred.

Lloyd registró la primera noticia y se rió con la otra.

—Un buen trabajo, socio. Te llamo mañana.

—Manténte vivo, chaval. —Y Peltz se rió a su vez.

Colgó y se fue hacia el aparcamiento abriéndose paso entre coches, de negro y blanco, sin distintivos, todos dejados de cualquier forma. Al llegar a la acera vio al agente Burnside que se acercaba. Al llegar frente a él soltó una risita, y Lloyd se paró dándole una palmada en el hombro.

—¿No tienes nada que decirme?

—Claro. ¿No eres un poco mayor para husmear fuera de tu jurisdicción?

Lloyd sonrió, lanzó un corto derechazo al estómago. Burnside jadeó y se dobló. Le dio un izquierdazo a la mandíbula y por fin un directo con toda su alma en la nariz, notando un crujido en su puño. Burnside cayó al suelo hacia atrás, gimiendo y haciendo una bola para evitar más golpes. Lloyd se fue a su coche; se sentía viejo, entumecido, cansado de su oficio.