—Hábleme de sus sueños.
Linda Wilhite ponderó las palabras, pensando si el doctor se refería a despierta o dormida; decidió que a esto último. Cogió el borde arrugado de su falda Levi’s y dijo:
—Casi nunca sueño.
Havilland acercó unos centímetros la silla y formó un triángulo con los dedos.
—Las personas que sueñan pocas veces viven fantasías muy activas. ¿Es éste su caso?
Linda frunció el ceño ante la pregunta. El doctor acercó los dedos hasta dos palmos de su cara.
—Por favor, respóndame, Linda.
Linda quiso apartar aquellos dedos de un manotazo, sólo para ver las manos en el regazo del doctor.
—No me atosigue tanto.
—Sé concreta. Piensa lo que vas a decir.
Linda exhaló lentamente las palabras.
—Casi no hemos empezado y ya está mandando. Tenía pensado varias cosas para comentar con usted, cosas que me han venido a la mente últimamente, y empieza a acosarme a preguntas. No me gusta esa conducta agresiva.
El doctor plegó el triángulo.
—Y, sin embargo, te atraen los hombres violentos.
—Sí, pero ¿qué tiene que ver con ello?
—Touché, Linda. Pero antes que me disculpe, permíteme que te explique. Me pagas ciento quince dólares por sesión, te lo puedes permitir porque ganas mucho dinero con algo que desprecias. Yo veo este tratamiento desde un punto de vista práctico: saber por qué eres una puta, y se acaba la terapia. En cuanto dejes de serlo no me necesitas, ni tienes dinero para pagarme; tú y yo seguiremos por caminos diferentes. Me interesa mucho tu dilema, Linda; por favor, perdona mis prisas.
El corazón de Linda se ablandó ante la disculpa de aquel hombre brillante. Balbució:
—Lo…, lo siento por ser tan brusca. Sé que está de mi lado y que sus métodos son muy buenos. Respondiendo a su pregunta, sí; tengo muchas fantasías en mi vida.
—¿Puedes darme más detalles?
—Hace unos años posé con ropa, y sin ella; las fotos fueron a acabar en un libro cursi de lujo para mesitas de salón. Un equipo espantoso de artistas maricas y técnicos; me colocaban frente a acondicionadores que me agitaban el pelo y me ponían carne de gallina, a estufas que me hacían sudar a chorros, y a moverme de aquí para allá como a una muñeca. Era como follarme a un tío de ciento veinte kilos y además borracho.
Havilland musitó:
—¿Y?
—Y empecé a pensar que asesinaba a aquellos maricones, y que alguien lo filmaba, y que luego alquilaba un teatro enorme y lo llenaba con chicas de la vida. Aplaudían la película y me aplaudían a mí como si fuera Fellini.
El doctor se echó a reír.
—No fué tan difícil, ¿verdad?
—No.
—¿Y es muy frecuente esa fantasía?
—Pues… no.
—¿Pero tienes variaciones sobre ese tema?
Linda sonrió:
—Debería haber sido policía. Le sacaría a la gente todo lo que usted quisiera. De acuerdo, tengo otras fantasías sobre cine, no hay que ser ningún genio para ver que son de la muerte de mis padres. Yo estoy tras la cámara. Un hombre mata a una mujer y luego se suicida. Yo lo filmo, es real e irreal. Quiero decir que lo que ocurre es real, pero que no están permanentemente muertos. Así es como interpreto esta fantasía. Lo que creo es que…
Havilland le interrumpió:
—Interpreta tu fantasía.
—¡Déjeme terminar! —cortó Linda; luego bajó la voz—. Iba a decir que de alguna forma eso conduce al amor. Esas personas, reales, irreales o lo que sean, mueren para que pueda comprender lo que supuso mi infancia jodida y machacada. Luego me encuentro con ese hombre grandón, violento. Un solitario, nada de mierda de hombre. Lleva una vida parecida a la mía, yo le hago ver la película y nos enamoramos. Fin de la fantasía. ¿No es empalagosa y horrible?
Linda miró fija al doctor, que había suavizado su expresión; sus ojos castaños parecían traslúcidos. Al no responder, ella se levantó y empezó a pasear junto a la pared llena de diplomas. En un impulso le preguntó:
—¿Donde está su famila, doctor?
—Se puede decir que no la tengo; mi padre desapareció en mi adolescencia y mi madre está en un sanatorio, en Nueva York.
Se volvió para mirarlo.
—Lo siento.
—No te disculpes; sólo cuenta lo que piensas en este mismo instante.
Linda soltó la risa.
—Pienso que me apetece un cigarrillo. Lo dejé hace ocho meses, uno de mis pequeños trucos de control, y ahora me muero por fumar uno.
Havilland se rió con ella.
—Cuéntame algo del hombre de tus amores.
Linda se paseó por la consulta, acariciando las paredes.
—En realidad, lo único que sé es que usa jerseys talla 44. Lo sé porque una vez me tocó un tío bien hecho que tenía un cuerpo perfecto y era de esa talla; lo sé porque me fijé en la etiqueta cuando se vestía. Cuando empecé con esa fantasía recordaba su cara; luego hice para olvidarla porque interfería en mi fantasía. Llegué a ir una vez a una boutique y comprar por 200 dólares un jersey de cachemira de ese tamaño.
Linda se sentó y tamborileaba los brazos del sillón.
—¿Cree que es un cuento triste, doctor?
Havilland habló con voz suave.
—Creo que voy a disfrutar llevándote más allá del más allá.
—¿Qué es eso?
—Es sólo una expresión mía cuando valoro las posibilidades de mis pacientes. Ahora quiero una respuesta rápida a un caso supuesto. Entre mis pacientes hay un joven con instintos asesinos. ¿No sería terrible que encuentre a una mujer que desee morir y que haya alguien para filmar la escena?
Los brazos del sillón de Linda se agitaron. El despacho retumbó con su voz.
—¡Sí! ¿Pero por qué esa idea me afecta tanto?
Havilland se levantó, indicó el reloj.
—Después de cincuenta minutos, ya no salvo almas. ¿El lunes a la misma hora?
Linda le tomó la mano mientras iba a la puerta. Su voz bajó hasta un murmullo.
—Aquí estaré.
Havilland se fue en coche hasta su casa/santuario en Beverly Hills y entró en el sancta santórum, la única habitación de las seis que no estaba con estantes metálicos de suelo al techo llenos de textos sicológicos. El Noctámbulo pensó en sus tres guaridas como ruedas de exploración de su conocimiento, y él mismo como el eje. La consulta de Century City era su punto de iniciación; aquel santuario su lugar de estudio y contemplación; su casa de Malibú, el puesto de mando, desde donde enviaba a sus solitarios más allá de sus más allá.
Pero el centro de trabajo estaba allí, tras una puerta a la que quitó el barniz y pintó de un verde incongruente. Era el puesto de mando de la Máquina del Tiempo.
El centro de la sala tenía una silla giratoria y una mesa con teléfono, con visión de cuatro paredes repletas de datos.
En una pared un mapa de Los Ángeles. Sus solitarios estaban señalados con alfileres rojos; los azules, las cabinas adonde les llamaba (una precaución ideada por él). Los verdes, las casas donde tenían misiones que cumplir y una pegatina marcaba a Thornas Goff, siempre en movimiento buscando más solitarios.
Otras dos paredes tenían sondas de profundidad, para mostrar el vacío de su infancia. Como muescas de la sonda, los cuarenta principales de 1957, clavados a la pared con alfileres azules y rojos, y un estante con patines de ruedas que fueron de animales de juguete, mechones de cabellos castaños robados de la Biblia familiar y un trozo de alfombra manchado de sangre.
Claves.
La última pared tenía citas a máquina de los habitantes del vacío, ordenados siguiendo un cierto orden cronológico.
«Diciembre de 1957; Madre. ‘Tu padre era un monstruo, me alegro que se haya ido. Los administradores no nos han dicho nada, y me alegro. Prefiero no saberlo.’ (Situación actual: en un sanatorio en Yonkers, Nueva York, con alcoholismo senil agudo.)
»Marzo 1958; Frank Baxter (abogado del padre). ‘Sólo piensa en lo mejor, Johnny. Piensa que papá te quiere mucho, y por eso manda a mamá ese precioso dinero.’ (Situación: se suicidó en agosto de 1960.)
»Primavera 1958: ¿Imaginación? ¿Recuerdo del verano anterior? Policías preguntando a mi madre sobre el paradero de mi padre —serviles, obsequiosos ante el dinero—. (Situación: total indiferencia ante mis preguntas en la Comisaría de Scardale y del Condado en 1961 a 1968. ¿Sueño?)
»Junio 1958: Enfermera y médico del Instituto de Scardale (conversación escuchada): ‘Creo que el chico tiene un punto de afasia motriz. / ¡Bah, doctor! ¡El muchacho tiene un cerebro formidable, aprende lo que quiere! / Creo más en las radiografías que en su diagnóstico, enfermera Watkins’. (Situación: el doctor murió, la enfermera se fue, destino desconocido. Nota: los rayos X y otras pruebas en Harvard mostraron que no había lesiones de afasia.)»
Claves en las paredes. Ejes dentro de su propio eje y de los radios de todas las ruedas.
Havilland se balanceó en su silla, la impulsó con los pies, dio vueltas y más vueltas, hasta que el cuarto se volvió borroso y las cuatro paredes y sus claves se transformaron en una imagen de Linda Wilhite y de sus fantasías cinematográficas. Cerró los ojos y vio a Richard Oldfield desnudo frente a una cámara, mientras otros solitarios manejaban focos y equipos de sonido. La silla iba a salirse del tope cuando sonó el teléfono y congeló el momento. Respiró a fondo para alejar el ensueño; el Noctámbulo dejó que la silla se detuviese. Cuando estaba seguro que su voz sonaría pausada, descolgó y preguntó:
—¿Buenas noticias, Thomas?
La voz de Goff sonaba a la vez satisfecha y ronca por la tensión.
—Bingo en Júnior Miss. Ni siquiera tuve que hablar con el poli. Jugué con uno de sus esbirros como con un acordeón. Murray no se enterará de nada.
—¿Lo tienes?
—Esta noche. Sólo costará uno de los grandes y algo de coca farmacéutica.
—¿Dónde? Quiero saber la hora y el lugar exactos.
—¿Por qué? Me dijo que el asunto era mío.
—¡Dintelo, Thomas! —Al notar la rudeza de su voz, suavizó el tono—. Lo has hecho estupendamente. Claro que el asunto es tuyo. Sólo quiero imaginarme tu triunfo.
Goff permaneció en silencio. El doctor se lo imaginó como un niño orgulloso de su hazaña, temeroso de expresar gratitud ante alabanzas cursis. Finalmente, el niño obedeció a su padre.
—Esta noche a las diez y media. Al final del camino del Cañón Nichols, en el parque con bancos de merienda.
Havilland sonrió; echa una migaja al niño.
—Más que brillante. Perfecto. Iré a tu casa a las once. Lo celebraremos organizando la próxima reunión. Necesito tu información.
—Sí, doctor. —La voz de Goff estaba más allá del servilismo.
Havilland colgó dejando grabada la conversación; Linda había quedado en su mente un paso atrás, esperando.
A las nueve treinta, Havilland llevó el coche al Cañón Nichols y se escondió tras unos arbustos cercanos al parque. Se ocultaba y a la vez dominaba el lugar de la cita. Las luces, encendidas toda la noche para evitar citas de gays, alumbraban la escena; salvo que Goff y el guarda hablasen en susurros, oiría todo; era perfecto.
A las diez y diez, llegó el Toyota de Goff. Havilland vio a su ayudante salir y estirar las piernas y sacar el enorme revólver de su cinturón y hacía una maniobra de pistolero, apuntando en todas direcciones. Las luces dejaban ver una red de venas palpitantes en la frente, aviso de un ataque de lepto. El doctor casi oía el palpitar del corazón y la respiración agitada.
Oyó el ruido de otro coche que llegaba; Goff guardó el revólver, cubriéndolo con la chaqueta. Un sudor frío le recorrió a Havilland por el cuerpo.
Apareció un Chevrolet gris, destartalado; coleó al frenar. Salió un negro gordo con uniforme apretado, de pantalón caqui, camisa azul claro y un grueso cinturón. Hizo un alarde al cerrar la puerta de un solo golpe y al tragar de golpe un cuarto de botella de whisky. Havilland se estremeció ante el dicho favorito de Goff: «Vaciarle un cargador a un negro».
El negro avanzó despacio, ofreciendo la botella. Goff la rechazó con un gesto.
—¿Lo has traído?
Havilland aguzó la vista; las manos de Goff temblaban e involuntariamente rozaban el cinturón.
El negro soltó una risotada y dio otro trago.
—Si tienes el dinero, yo tengo el papeleo. Si traes la guita, te doy la…, ¡mierda! No rima nada con eso. Pareces nervioso, colega. ¿Qué, te has marcado bien de tu mercancía?
Goff dio un paso atrás; todo su lado izquierdo temblaba. Havilland vio cómo su pierna izquierda se torcía para salir disparada en un puntapié. El negro alzó los brazos calmándole, con miedo al verle los espasmos de la cara.
—Colega, se te altera la sesera. Te saco el material, me das la pasta y nos largamos despacito, ¿vale?
Goff logró encontrar su voz. Hablando despacio se bajaban los temblores.
—Derecho y tranquilo, Leroy; lo quieres despacito, pues vamos despacito.
—No me llamo Leroy. ¿Te enteras?
—Me entero, Amos. Ahora corta el rollo y saca el material. ¿Te enteras?
Los pulgares de Goff estaban en el cinturón. Sus manos se acercaban al revólver. Havilland vio que el negro se crispaba, luego sonreía.
—Por uno de los grandes y dos gramos de la buena, me puedes llamar todo, menos Sambo.
Volvió al coche y revolvió atrás, sacó dos cajas de cartón. Se acercó a Goff y los dejó en el suelo.
—Recién salidos de la fotocopia. Nadie lo sabe más que yo. Tu turno, jefe.
Goff metió una mano temblorosa en el chubasquero, sacó una bolsa de plástico, y la lanzó al suelo junto al coche del negro.
—Camina, Leroy. Cómprate un Cadillac y tíñete el pelo a cuenta mía.
El negro cogió la bolsa y la cerró en el puño, luego vació la botella y la lanzó al Toyota. Al dar contra el capó, saltó en pedazos. Goff se llevó la mano al cinturón, reprimió un grito y en un espasmo se llevó la mano hasta la boca, mordiéndola. Havilland ahogó su propio grito al ver que el negro alzaba las manos y retrocedía despacio hasta su coche, murmurando:
—No correré, derecho, no correré. Despaaacio, despaaacio.
Su espalda dio con la puerta y se metió al volante, levantó la ventanilla y arrancó marcha atrás. Al cesar la polvareda de su partida, Havilland vio a Goff llorando, apuntando con el revólver a la luna.
Una hora después de que Goff se marchara llorando, el doctor se fue al piso de su ayudante en Los Feliz. Miraba a la luna de reojo, distrayéndole de su atención a la carretera. Aparcó junto a la casa, comprobó el botiquín «de la verdad» de cuero negro: pentotal sódico en ampollas, diez centímetros cúbicos de morfina líquida y un juego de jeringuillas desechables. Aliviaría el dolor de Goff y evaluaría el alcance de su desliz.
Goff abrió la puerta al primer golpe. Estaba desnudo hasta la cintura y su torso todo sudado. Havilland entró y sintió el frío del aire acondicionado al máximo. Observó a Goff. Sus miembros estaban tensos, como para resistir un seísmo, y sus ojos amarillentos por la fiebre. Con un rápido cálculo y comparándolo con casos similares, concedió a su peón un mes de vida.
Cerró la puerta con el diagnóstico, le tomó por el brazo y le llevó al sofá. Las dos cajas estaban en el suelo, sin abrir. Goff sonrió entre temblores y apuntó a ellos.
—Vamos por buen camino, doctor John.
El doctor le devolvió la sonrisa y abrió el botiquín. Sacó una jeringuilla nueva y una ampolla de morfina, clavando la aguja en el tapón de goma y tomando una dosis suficiente para hacer efecto. Goff humedeció sus labios.
—Es el peor de todos los que he tenido. He leído algo sobre jaquecas. Al llegar a los treinta empeoran. Estoy asustado de verdad.
El doctor tomó una vena grande palpitante, detrás de la oreja izquierda. Hizo torniquete apoyando la palma en la clavícula de Goff; murmuró:
—Tranquilo, Thomas, tranquilo.
Insertó la aguja en la vena y apretó el émbolo. Salió un chorro de sangre al entrar la morfina. Ls facciones de Goff se distendieron y Havilland sonrió y rectificó su diagnóstico. Una dosis pequeña aún le hacía efecto. Sesenta días.
Los brazos se volvieron lánguidos y las venas de la frente recobraron su aspecto normal. Havilland examinó a su paciente y estudió un plan de urgencia: si volvía el dolor a la media hora, le inyectaba dosis fuertes durante treinta días y correría el riesgo de encargarle una misión más de archivos; luego lo sacaba de Los Ángeles y él ejecutaba las misiones restantes. Si el dolor se mantenía bajo, le daba cuerda para dos meses y tal vez pudiese hacer otros dos encargos más. Jugaría con él a la verdad para explicarle el motivo del dolor. El problema estaba bajo control.
Goff se sumió en una nube de droga y agotamiento. El doctor paseó por la sala, desviando adrede su interés por las cajas. El techo estaba pintado de negro.y las paredes de caqui militar. Su fobia a la luz había convertido un lugar agradable en una cámara de descompresión para la neurosis. Cada vez que venía allí, Havilland buscaba algún retazo de color, prueba de que por fin Goff había llegado a olvidar todo y a alcanzar una paz mental. Pero todo lo que se podía adquirir en negro estaba allí, desde alfombras a bisagras de armario.
Supervisó la cámara de descompresión como un posible lugar para la despedida. Sintió varias tonalidades oscuras, que le produjeron un vértigo agradable que le llevó a su niñez, a la noria del Bronx. La noria estaba a punto de atraparle cuando un incoherente trozo rosa metió una barra entre sus ruedas.
Retornando al presente, Havilland vio que era un papel rosado en la mesita junto al dormitorio, cubierto en parte por un cenicero. Lo cogió y sintió que la habitación le daba vueltas: una comunicación de la Policía, una multa de tráfico de sesenta y cinco dólares; con recargos por no comparecer, el importe ascendía a 673,10 $. Leyó las abreviaturas de su parte inferior: le habían multado por imprudencia peatonal.
La noria se paró en su punto más alto y cayó a plomo sobre una tierra de traición. Miró a Goff, que se agitaba en su sopor, frotando con sus hombros el sofá.
Sintió una oleada de rabia y odio al golpearle en el plexo solar; inhaló y exhaló a fondo para evitar su efecto hasta recobrar su calma profesional; cuando se sintió recuperado, extendió su equipo de la verdad en la mesita del salón, llenando una jeringuilla con morfina y otra con pentotal. Cuando la agitación de Goff se tornó violenta, le tapó las narices y contó despacio hasta diez. Goff se despertó sobresaltado. Havilland retiró la mano de la nariz y le agarró con ella la boca, apretando la cabeza contra la pared. Murmuró:
—Tranquilo, Thomas, tranquilo.
Tomó la jeringuilla y le pinchó primero en el brazo y después en el pectoral izquierdo; vio que Goff se calmaba al instante y le dijo:
—No me habías dicho que te arrestaron el mes pasado.
Goff sacudió la cabeza hasta que todo el cuerpo, hasta los pies, se agitó.
—No he estado en chirona desde Attica. Usted lo sabe, doc.
Era la ronca voz de un hombre aterrorizado contando toda la verdad.
Havilland sonrió y le susurró:
—Tu brazo izquierdo, Thomas.
Cuando éste obedeció, le inyectó 30 cc. en la vena más grande del codo. Goff jadeó y se rió tontamente. Havilland retiró la aguja y se recostó en el sofá; le dijo:
—Cuéntame lo de Cosméticos Júnior Miss.
Goff soltó una risotada y fijó su vista en la pared. Su voz era muy insegura.
—Ojeé a los guardas desde el aparcamiento del bar frente a la fábrica. Todo chusma, blancos y negros. Los negros con pinta de drogatas, y elegí a uno. Pregunté antes a los parroquianos, de forma casual. Le daba a la coca, aunque controlado, y hablaba poco. Me pareció de primera, le abordé con tacto y cerramos el trato ayer. Estuve con él hace dos horas; en esas cajas están las fichas.
Havilland sintió un chasquido, como si le metieran un cable de alta tensión en su cerebro. Goff estaba tan grave que era inmune a dosis masivas de hipnóticos. El tiempo se escapaba de su ayudante; le quedaban dos semanas, como mucho.
Thomas Goff continuaba con sus risotadas; agitaba sus manos. Havilland examinó la notificación. No citaban matrícula de coche. Estaba claro que le habían parado caminando por la calle, y al realizar un chequeo rutinario se encontraron con viejas multas impagadas. Agitó el papel frente a sus ojos. Goff no hizo caso a sus colores brillantes y se rió con más fuerza.
Havilland se incorporó y tomando impulso le arreó con la mano abierta un bofetón. Goff murmuró al recibirlo:
—Por favor, no.
Escondió la cabeza entre las manos y se acurrucó en el sofá, en una postura fetal.
El doctor se inclinó hacia él y posó una mano en su hombro.
—Necesitas descanso, Thomas. Las jaquecas están minando tu salud. Vamos a tomarnos juntos unas vacaciones. Voy a celebrar consulta sobre tus dolores y luego te trataré yo mismo. Quiero que te quedes en casa y descanses; me llamas dentro de cuarenta y ocho horas.
Goff se retorció para quedar frente al doctor; se quitó sangre de la nariz y gimió.
—Sí, pero ¿qué pasa con la siguiente reunión? íbamos a celebrarla, ¿lo recuerda?
—Habrá que retrasarla. Ahora lo importante son tus dolores de cabeza.
Los ojos de Goff se llenaron de lágrimas. El doctor sacó una ampolla de tetraciclina con morfina y preparó una inyección.
—Antibióticos; por si las jaquecas son víricas.
Goff asintió mientras el doctor encontró una vena en la muñeca y le inyectó. Las lágrimas se desbordaron ante aquel acto de clemencia y antes que sacase la aguja ya estaba dormido.
El doctor cogió las dos cajas, se sorprendió de no pensar en la despiadada información que contenían. Al apagar la luz y cerrar la puerta, le vino a la mente un saco de dormir negro, que ganó en una rifa de la facultad, y unos perros estallando de sangre roja detrás de una verja de tela metálica.