CAPÍTULO CINCO

Las fotos que sacó Goff en secreto no le habían preparado para la belleza de aquella mujer; los informes, tanto verbales como escritos, de Goff no se aproximaban ni con mucho a describir aquel halo de refinamiento que la envolvía. Una puta de mil pavos la noche, dentro de un vestido de otros seis mil. El doctor John Havilland se apoyó en el respaldo fingiendo quedarse sin habla. De momento, que ella lleve el mando, que crea que su encanto afecta a su profesionalidad. Como Linda Wilhite ni se inmutó ante su mudo homenaje, rompió aquel largo silencio previo.

—¿Podría decirme algo sobre usted misma, señorita Wilhite? ¿Acerca de las razones que la han impulsado a una terapia?

Linda recorrió el despacho con la mirada, acariciando los brazos de la silla. Paredes de roble reluciente, un Edward Hopper auténtico, sillas tapizadas en cachemira pura; nada de sofá.

—A usted le gustan las cosas buenas.

—También a usted. Lleva un vestido precioso.

—Gracias. ¿Para qué suelen venir a verle la mayoría?

—Porque quieren cambiar de vida.

—Desde luego. ¿Sabe usted cómo me gano la vida?

—Sí. Es una prostituta.

—¿Cómo lo supo exactamente?

—Llamó a mi despacho y concertó una entrevista sin pedir hablar personalmente conmigo, y no dijo quién le había aconsejado mi consulta. Cuando una mujer se pone en contacto de esa forma doy por supuesto que está en la vida. He ayudado a muchas prostitutas y he publicado monografías sobre mis investigaciones, sin violar el anonimato de mis pacientes. En jerga delictiva, yo soy «legal». No tengo recepcionista ni secretaria; no confío en esa clase de personas. Por todo esto, las mujeres de la vida confían en mí.

Linda hizo un gesto hacia su vestido y la tapicería.

—Este vestido es de mil trescientos dólares y los zapatos de seiscientos. Me gustan las cosas bellas, como a usted, y los dos ganamos mucho dinero. Pero yo para ganar mi dinero me estoy matando y tengo que parar.

Havilland se inclinó hacia adelante mientras iba asimilando las palabras de la mujer. Moduló su voz hasta lo más bajo posible y dijo:

—¿Está dispuesta a dejar tonterías sin importancia como vestidos de mil dólares por alcanzar su verdadera fuerza? ¿Está dispuesta a bucear en su pasado para saber por qué antepone sus deseos de lujo a su propia integridad? ¿Desea hundirse hasta llegar a cero para que yo le pueda llevar tan lejos como usted pueda llegar?

Linda vaciló ante la avalancha de preguntas. Dijo:

—Sí.

Havilland se levantó, se estiró y decidió actuar a fondo. Se volvió a sentar y le explicó:

—Linda, mi terapia es un camino de dos direcciones. Lo que tú creas que debo conocer y lo que yo considero que debo saber pueden ser cosas distintas. Quisiera que esta sesión fuera sólo de preguntas y respuestas. Aventuraré algunas educadas conjeturas acerca de tu persona y me dirás hasta qué punto he acertado. Pretendo crear una especie de relación instintiva. ¿Me sigues?

Linda preguntó con voz temblorosa:

—¿Cómo de lejos está ese «tan lejos como yo pueda llegar»?

El doctor John Havilland echó atrás la cabeza y se rió.

—Mi conjetura educada es que tú puedes lanzar el balón hasta fuera del campo y hasta el pueblo de al lado.

Linda sonrió.

—Entonces, vamos a ello.

Havilland se levantó y se acercó a la ventana, contemplando el hormigueo de coches y gente veintiséis pisos más abajo. Tosió mientras pulsaba la tecla oculta de la grabadora.

Volviendo a mirar a Linda, dijo:

—Tienes treinta y uno o treinta y dos, familia numerosa del norte, Michigan o Wisconsin. La mejor y más brillante de tus hermanos, ellos te adoran, ellas te envidian. Tus padres, nuevos ricos, no se sienten seguros; les aterra perder una posición ganada con tanto esfuerzo. Dejaste la universidad en el último curso y tuviste varios trabajos sueltos antes de que una serie de desengaños te llevase, poco a poco, a la vida. ¿En cuánto acerté?

Linda ya estaba meneando la cabeza.

—Tengo veintinueve, hija única, de Los Ángeles. Mis padres murieron cuando tenía diez. Viví adoptada en varios hogares hasta que terminé el bachiller. No fui a la universidad. Mis padres eran casi pobres. Me hice prostituta con plena conciencia, como ahora tengo plena conciencia de dejarlo. No me catalogue como un caso típico, por favor.

Se puso a pasear en círculos por el despacho, pasando su mirada de Linda a la alfombra persa que amortiguaba sus pasos.

—¿Acaso ser un caso típico es un crimen? No, no contestes, déjame seguir. Sientes placer cuando copulas con cierta clase de clientes, hombres mayores que tú, y te duele pensar que vayan con otras. Si das con un cliente atractivo dejas correr tu fantasía y luego te odias por tu debilidad. Desprecias a las putas que se creen terapeutas o algo así. El dilema clave es tu naturaleza conservadora, basada en la ética del trabajo, maleada por la certeza de que lo que haces es una mierda, antítesis de todos tus instintos morales y de decencia. Llevas años en esa controversia, intentando razonar, con libros de autotratamiento y con prácticas religiosas; pero ya no te sirven de consuelo y has acudido a mí. ¿Touché, señorita Wilhite?

El tono de voz del doctor había ido subiendo, como oleadas de unas verdades que Linda veía que iban a seguir creciendo en trascendencia e intimidad sin que se rompiera su confianza en aquel hombre. Sus manos bailaban en el regazo, buscando algo suyo que tocar. Cuando se posaron en la seda verde las retiró con un gesto brusco.

—Sí. Sí. Sí. ¿Cómo puede saber esas cosas?

El doctor volvió a la silla y estiró las piernas, hasta casi tocar los zapatos de cocodrilo de Linda.

—Linda, soy el mejor que hay. Hablando en plata, soy una jodida obra de arte.

Ella se echó a reír hasta que sintió un rubor que le subía por la blusa.

—Tengo un amiguito que dice lo mismo de mí. Colecciona arte precolombino, o sea, que su opinión cuenta. ¿Y sabe lo más gracioso? Me llama jodida obra de arte y nunca me folla; sólo me saca fotos. ¿No es para mondarse?

Havilland se echó a reír con ella, primero a carcajadas, luego más pausado. Cuando se calmó, preguntó:

—¿Y qué hace ese señor con tus fotografías?

—Las amplía, luego las enmarca y las cuelga en su alcoba.

—¿Y tú cómo te sientes con ello? ¿Venerada? ¿Adorada?

—Me…, me siento digna de belleza.

—¿Tus padres se percataron pronto de tu belleza? ¿Solían adularte por ella?

—Mi padre, sí.

—¿Te sacaban fotos tus padres?

Linda se estremeció ante la palabra «fotos».

—No —tartamudeó.

—Te has puesto pálida, Linda. ¿Por qué?

Linda volvió a estremecerse y respondió:

—¡Está ocurriendo todo tan deprisa! No pensaba contarlo hoy porque aquello me parece muy remoto. Mi padre era un violento. Era estibador y solía boxear sin guantes en los muelles de San Pedro, por apuestas. Siempre apostaba fuerte por él mismo, ganara o perdiera; cuando ganaba, nos llenaba de regalos, y si perdía, se enfadaba y rompía todo. Casi siempre era mitad y mitad, triunfo, derrota, triunfo; nunca sabía lo que me esperaba.

»Entonces, yo tenía diez años, a papá le tocó una racha de perder siempre. Se puso peor y rompió a puñetazos todas las ventanas. Era invierno, sin un penique, sin calefacción y aquel terrible frío que entraba por las ventanas. Nunca olvidaré aquel día. Volvía de la escuela y vi a la policía delante de casa. Papá había tapado a mamá la cabeza con una almohada y le había disparado en la cara. Luego metió el cañón en su boca y disparó. Me mandaron a un hogar para huérfanos y dos días después la matrona me dijo que tenía que identificar los cadáveres. Me mostraron las fotos de la autopsia, papá y mamá con la cara deshecha. Lloré y lloré, pero no podía dejar de mirar aquellas fotos.

—¿Y después, Linda?

—Me fui a vivir con una pareja de ancianos que me trataban como a una princesa. Le birlé a la matrona aquellas fotos y me obligaba a mí misma a reírme y a disfrutar contemplándolas. Las fotos aquellas me liberaban de la vida asquerosa que sufría y era como mi venganza contra mis padres. Yo…

Havilland alzó la mano interrumpiéndola.

—Déjame que yo termine. ¿Tus padres adoptivos te cogieron cuando te burlabas de las fotos y te castigaron? ¿Y desde entonces nada fue igual con ellos?

—Sí.

El doctor volvió a pasear en círculos, tecleando suavemente la pared.

—Unas últimas preguntas y hemos terminado la sesión. ¿El hombre…, el cliente por el que te sientes atraída, es de tipo corpulento, educado e inteligente, pero con cierto grado de violencia?

—Sí —murmuró, asombrada, Linda.

El doctor sonrió.

—En la primera sesión, medalla de oro mundial. ¿Te viene bien pasado mañana, miércoles, para la segunda? ¿Digamos a las diez y media?

Linda Wilthite se incorporó, sorprendida de que sus piernas le pudieran sostener. Se alisó el vestido y asintió.

—Sí. Aquí estaré. Gracias.

Havilland la tomó por el brazo y la acompañó hasta la puerta de la antesala.

—Ha sido un placer.

Después de marcharse Linda, el doctor, con los datos de las pesquisas de Goff y los que él había sacado en la entrevista, apagó las luces y se dedicó a su juego de viajar por el tiempo.

Cuando Linda tenía dos años y vivía en San Pedro con sus pobres padres blancos, él tenía doce y entraba a escondidas en las casas de ricos de Bronxville y Scardale, en Nueva York, para deshechizar su alma de Noctámbulo contemplando en silencio viviendas ajenas, unas veces robando y otras no.

A los catorce, ella practicaba el sexo con estúpidos surfers de Huntington Beach, cuando él, con veinticuatro, se licenciaba con el número uno en la facultad de Medicina de Harvard. El legendario Doctor John el Viajero Nocturno, el genio en drogas y abortos, que extasiaba a sus profesores con disgresiones sobre las teorías de Kinsey, Pomeroy y Havelock Ellis.

Cuando ella desarrollaba su exquisita belleza en una cadena de hogares adoptivos, llena de dudas con la muerte de sus padres y el sangriento legado de apostasía que le quedó, él…

La Máquina del Tiempo chirrió, se estremeció y se paró. Una puerta verde se abrió y dejó ver un hombre de uniforme gris junto a un Ford Victoria descapotable del 56 color salmón; estaba lleno de chicas vestidas de fiesta, y justo antes de estallar en llamas ellas se reían apuntándole con el dedo.

El Noctámbulo se acercó a la pared y encendió la luz en busca de seguridad. La halló en los trofeos que contenía la vitrina; diplomas de Harvard y Nueva York, de los hospitales de San Vicente y Castleford; pergaminos que sencillamente decían que era el mejor. Las fechas le aclararon por qué rechinaba la máquina del tiempo. Linda era fuerte; había resistido a un cataclismo, como él. Esto exigía superponer ambas vidas desde el principio.

1956 Scardale, Nueva York. Johnny Havilland, de once años, conocido por «mimitos» y «mierdilla». Mamá que le da al jerez, la típica señora rica blanca que no ha dado golpe en la vida. Papá, con mucha pasta, cuyos disparos de escopeta han diezmado las alimañas de seis condados de Nueva York. Johnny odia la escuela; odia jugar al balón; le encanta soñar y oír música de su radio.

Su padre le considera un miedica y organiza un ritual para hacerle hombre; que dispare al viejo perdiguero canelo de casa. Johnny se niega y su padre le envía a un reformatorio regido por una secta de monjas fanáticas. Éstas le encierran en un sótano lleno de ratas, sin pan ni agua y con una pala para defenderse. Pasan dos días. Johnny se acurruca en un rincón, gritando hasta quedarse ronco mientras las ratas mordisquean sus piernas. Al tercer día, le vence el sueño y se despierta al ver una enorme rata que sale corriendo con un trozo de su labio. Johnny grita, coge la pala y mata a golpes a todas las ratas.

Al día siguiente papá le lleva a casa, atusándole el pelo y llamándole el ratonero de papá. Johnny se va derecho al armero, coge una escopeta del doce y se va al cercado, donde juegan cinco pointers de pelo corto y un labrador. Johnny se carga a los perros y se queda mirando a su padre; éste palidece y se desmaya. Pasan las semanas; su padre le rehúye, pero él sabe que su padre le ha obsequiado con un don más preciado que su reciente hombría. Él ama a su padre y hará cualquier cosa por complacerle.

1957. La Puerta Verde de Jim Lowe escala los primeros puestos de venta de discos y llena a Johnny de portentos sobre secretos ocultos.

Medianoche, otra noche más sin dormir.

En vigilia hasta que llegue el día crujiendo.

Puerta Verde, ¿cuál es el secreto que guardas?

Johnny quiere saber el secreto para contárselo a su padre y hacer que le ame.

La búsqueda del secreto empieza trepando por un canalón hasta el sombrío desván de una casa vecina. Johnny encuentra unos coyotes de juguete con ruedas en las patas y unos maniquíes de escaparate. Los maniquíes tienen destrozados la cara y el sexo, los muñones pintados de rojo chorreante simulando heridas. Johnny roba un ojo de cristal de un coyote y lo deja en la mesa de su padre. Éste jamás menciona el hecho. Johnny nota que su padre le tiene terror.

Continúa la escalada de asaltos a viviendas; los amplios hogares de Westchester son sus maestros y amigos. La conquista del amor paterno se va disipando poco a poco, mientras llegan fugaces olas de pasión que él asocia con corredores y alcobas oscuros. Se abren de golpe, puerta verde tras puerta verde; junto a la penúltima está el hombre del uniforme y la última se abre al más negro de los vacíos.

La oscuridad se intensifica cada vez que la Máquina del Tiempo se avería, la aguja se para siempre en el dos de junio de 1957. El vacío abarca varios meses. El inexperto Johnny Havilland que entró en él es un novato comparado con el autosuficiente John que emergió…

El mismo fallo de memoria de siempre, pensó el Noctámbulo. Su padre estaba cuando entró en él y ya no estaba cuando volvió a tener conciencia continuada de los hechos. Sacó las fotos tomadas por Goff y las extendió en la mesa como una baraja. Linda cobró vida; su boca denotaba perplejidad. Quería saber por qué Él era tan grandioso.

Volvió a recoger las fotos, haciendo que Linda suplicase la respuesta. Sonrió. Se lo diría. Y sin necesidad de la Máquina del Tiempo.

1958.Papá hace meses que no aparece por casa; a mamá, en una niebla perpetua de jerez, no parece importarle. Seguían llegando los cheques cada dos meses, de un fondo de acciones libres de impuestos que el padre de su padre había adquirido hacía medio siglo. Era como si un guiñol gigante hubiese arrebatado aquel hombre a la eternidad, dejando sus bienes materiales como un cebo para que Johnny pudiera tener «cualquier cosa que deseara».

Johnny ansiaba más conocimiento. Lo ansiaba porque sabía que le daría dominio sobre el sufrimiento físico al cual todos, salvo él, estaban sujetos. El dolor por la desaparición de su padre se había transformado como por ensalmo en un cristal de una dirección. Podía mirar hacia afuera y verlo todo, pero nadie podía mirar hacia adentro y verle a él. Con esta invulnerabilidad, John Havilland buscó conocimiento.

Y lo halló.

En 1962 se graduó en el Instituto de Scardale con el número uno, aclamado por el director como «enciclopedia humana». Siguió la Universidad de Nueva York y otros honores académicos que culminaron con el título de medicina de Harvard, con matrícula de honor y una llave de oro Fi-Beta-Kappa.

En la facultad de Harvard, John Havilland pudo compaginar su deseo de conocimientos y de dominar los sentimientos humanos con el dominio real de las personas. Al igual que las incursiones en casas ajenas, de su temprana edad, empezó trepando canalones y entrando por ventanas. Antes cogía chucherías para congraciarse con su padre, y ahora preguntas y respuestas que le convertirían en el patriarca espiritual de innumerables almas sumisas.

La irrupción por una ventana le proporcionó grabaciones de entrevistas realizadas por Alfred Kinsey en 1946 y 1947. Los entrevistados se definían con frases escuetas; luego se les pedía que hablasen de ellos mismos. El cambio era sorprendente, todos se creían con algún defecto físico. Las preguntas y respuestas eran uniformes, contenían asuntos mundanos, lujuria, culpabilidad y adulterio, cosas que el sistema de inmunidad de John Havilland había superado desde su temprana adolescencia.

Tras doscientas horas de escuchar las grabaciones, John sabía dos cosas: una, Kinsey era un interrogador astuto, un científico que creía que las confesiones valían por ellas mismas. Y dos, que esa confesión no era suficiente; Kinsey fracasó porque no hizo que los pacientes hablasen sin cortapisas de otras fantasías que no fueran follar y mamar. No consiguió que confesaran sus turbios deseos grandiosos, porque él no sentía ninguno. Los pacientes eran unos burros que no distinguen la mierda de la gloria. Kinsey aplicaba la ética freudiana: conocer las pautas de comportamiento para que el paciente tenga una visión objetiva y pueda arrinconar todas sus neurosis al montón de basura de cosas inútiles. Hacerle ver sus fantasías desbocadas y terrores para que vuelva a ser un encantador, feliz y aburrido ser humano.

Otras seiscientas horas largas de escucha le enseñaron dos cosas más: que justo cuando Kinsey le decía a un paciente, «Hábleme de sus fantasías», brotaba la verdad más profunda que yacía en los más recónditos laberintos de su mente detrás de una puerta verde. Y dos, que él, John Havilland, era capaz de hacer que determinadas personas (rigurosamente seleccionadas y con informes secretos sobre su vida), por medio de estímalos adecuados, rompieran esas puertas para perpetrar sus fantasías, más allá de los convencionalismos de moral y de conciencia. El mismo Havilland podría rebasar así su ya absoluto conocimiento de la estupidez humana y acceder a un nuevo reino de la noche, que aún no podía ni imaginar. La noche está para ser conquistada; sólo quien se halla por encima de sus leyes puede conseguir el botín y sobrevivir.

Ahora, con una misión clara a cumplir, tenía que encontrar los medios para su ejecución y movilizarlos. Era el año 1967. Una masa de estudiantes, urbanícolas y hippies inundaban de drogas y rock duro los patios de Harvard; todos con ganas de protestar por lo que sea, intentar lo que sea e ingerir lo que sea con tal de encontrarse a sí mismos, perderse o realizar alguna «experiencia trascendental». Se respiraba un ambiente de cambio social, produciendo una «explosión de conciencia», como la llamaban y predicaban unos fatuos idiotas, la mayor parte de los cuales no alcanzarían a ver cómo dos años después este movimiento se disolvía en su propia inconsistencia y daba paso a un furor reaccionario. John decidió ser un apóstol de esta cultura juvenil. La gente iría tras él. No tenía otra opción.

Ganó un sólido prestigio clandestino entre los estudiantes cuando realizó gratis dos abortos en su aséptico apartamento de Beacon Hill; su apodo, «doctor John el Noctámbulo», se hizo famoso con un disco lanzado en una fiesta de porro. Era una canción criolla que berreaba loas al sexo y a la droga, con dos saxofones, batería y piano eléctrico. Un profesor antropólogo, en plena juerga, le plantó la funda del disco en plena cara y gritó:

—¡Éste eres tú, tío! ¡Te llamas John y estás en Medicina! ¡Ponte ese nombre!

El mote perduró, ayudado por las actividades del joven doctor en la fabricación de LSD y anfeta líquida. No era raro que algún estudiante fabricase droga; pero que un doctor la reparta sin restricción alguna, era una sensación. La gente empezó a frecuentar su apartamento, en pos de su sabiduría. Él les daba lo que querían oír, el amasijo de ideas sobre contracultura que escupían sus héroes. Nunca vieron que les estaba captando, ni cuando les dijo que «sí» había restricciones.

Empezaron las experiencias. ¿Quieres «de verdad» saber quién eres?, preguntaba al futuro conejillo de indias. ¿«De verdad» quieres llegar a conocer la profundidad de tu potencial? ¿Te das cuenta que si investigo tus más secretas fantasías conseguirás este fin de semana mucho más que con el sicoanálisis en toda tu vida?

Iba preseleccionando entre los que se dejaban caer por su apartamento. Todos, hombres y mujeres, eran de un mismo tipo; estetas sin creatividad, niños de papá con inquietudes místicas, cuyos relatos de rebeliones descubrían siempre una fuerte dependencia de sus padres. ¿Un fin de semana para colaborar en la tesis doctoral de John? Por supuesto que sí.

Los fines de semana empezaban con hierba de primera clase y unos cuestionarios sexuales redactados en clave de humor. Más hierba y preguntas verbales; luego, el doctor les entretenía contando anécdotas sexuales fruto de su invención. Y cuando casi caían rendidos de tanta hierba y por la música, el doctor John les chutaba pentotal sódico y narraba cuentos de terror, para ver lo que respondían. Si respondían con alegría, pasaba a relatos más macabros, entremezclando historias de horror con la propia del sujeto, historias que iban desde asesinatos masivos familiares hasta fabulosos triunfos sexuales. Cuando el sujeto quedaba dormido, el Viajero Nocturno se dormía junto a él, disfrutando al sentir los cuerpos vestidos y casi tocando y compartiendo sus pesadillas.

El resto del fin de semana les daba dosis cada vez menores de pentotal complementado con imágenes visuales; transportaban al sujeto al punto de unión entre fantasía y realidad donde aún tenían algo de consciencia. Feroces antibelicistas se carcajeaban al ver niños abrasados con napalm; luego sentían remordimientos pasajeros y terminaban por reírse jubilosos ante la recién descubierta libertad. El doctor les enseñaba imágenes de sus bien amados padres rebajados en denigrantes actos con animales domésticos; los sujetos los adornaban con detalles sangrientos y bromas humorísticas. El psique desbordaba las puertas verdes, retrocedían hacia la normalidad y hacían que las revelaciones de fin de semana maceraran pacíficamente, a la espera del momento propicio, del catalizador propicio o simplemente a la espera de nada.

Tras cuatro meses de estos fines de semana, el doctor tuvo que suspender los experimentos. Se habían vuelto fastidiosamente monótonos; llegó a un punto en que podía predecir la reacción de sus pacientes con toda exactitud. Tenía que avanzar a saltos de gigante, pero sabía que aún estaba lejos de poder darlos.

Al graduarse como médico en Harvard, fue destinado como interno al Hospital de San Vicente, en el Bronx, Nueva York, donde hacía turnos de doce horas atendiendo a familias de la asistencia social. Era una medicina aburrida y cada día estaba más impaciente; envió su historial a todos los hospitales del área de Nueva York cuya plantilla de siquiatras era escasa; para una plaza de siquiatra se requieren tres años de residente y quería dominar a sus instructores desde el primer día de su ingreso.

Envió dieciséis instancias y le admitieron en los dieciséis hospitales. Investigó durante tres meses y decidió el Hospital de Castleford, a una hora de Nueva York. Sueldo escaso, personal administrativo alcoholizado; la plantilla de siquiatría eran cuatro médicos ya mayores y una ATS adicta a los fármacos. Tenían contratos importantes con la Comisión de Justicia para Libertad Condicional, lo que suponía muchos convictos remitidos por los jueces. Haría su juego con la mayor suavidad y le darían carta blanca. El cuatro de marzo de 1971, el doctor John Havilland se trasladó a su nueva sede, junto a las oficinas centrales del Hospital de Castleford, en Nyack, Nueva York. Sabía que algo iba a suceder y tenía razón: después de seis meses de asesorar a seres aburridos del arroyo, encontró a Thomas Goff.

En su primera sesión Goff estuvo muy movido y ocurrente, a pesar de sufrir una fuerte jaqueca.

—Mi meta en esta vida es hacer excelentemente bien «nada». Mi fallo fue que me gustaba hacerlo con coches robados… Haré lo que sea con tal de no volver a la cárcel, desde la pesca submarina de algas hasta consolar a solteronas judías en Miami Beach. ¿Qué me recomienda, doc? ¿Hacer que me crezcan aletas o la fimosis? ¡Dios, estos dolores de cabeza me matan!

El instinto de Havilland le dijo que era una pieza que encajaba perfectamente y que empezase a actuar de inmediato. Siguió a su instinto y le inyectó en la vena una fuerte dosis de Demerol. Mientras estaba inmerso en una nube indolora por la droga le hizo preguntas y supo que tenía tendencia a atacar a los demás y que no hablaba nunca de ello porque era motivo para meterle en la cárcel. Había herido a mucha gente, pero fue compañero de celda del «hombre del bolso de basura» y desde entonces tenía aquellas horribles jaquecas, y ¿no era de color beige aquel estrafalario techo sicodélico? ¡Devuélveme mis dolores de cabeza!

Mientras estaba inconsciente del todo, Havilland iba leyendo la ficha. Thomas Lewis Goff, 19/6/49; cabello castaño rojizo, ojos azules: uno setenta y ocho, setenta y dos kilos; abandonó los estudios en bachiller superior; coeficiente intelectual 171. Robos de coches, ladrón y chulo. Sospechoso en tres intentos de violación con agravantes; sobreseídos los tres casos al negarse las mujeres a testificar. Culpable en primer grado de robo de coche, precedido de otros dos. Condenado a cinco años; enviado a Attica el 4/11/69; considerado preso modelo. En libertad provisional tras las últimas revueltas, después de que los siquiatras de la prisión diagnosticaron que se volvería neurótico si continuaba encarcelado. Jaquecas sicosomáticas y fobia a la luz diurna, que se iniciaron durante la revuelta, cuando estuvo encerrado en una celda de aislamiento junto con el llamado Paul Mandarano, un convicto de asesinato conocido por «el asesino del bolso de basura». Mandarano se suicidó colgándose de los barrotes y Goff permaneció allí junto al cuerpo hasta que se sofocó la revuelta. «No presenta lesiones neurológicas; se le califica muy adecuado para la libertad condicionada.»

El destino había premiado al doctor John Havilland. Cuando Goff recobró el sentido, le dijo:

—Todo va a ir bien, Thomas. Te ruego que confíes en mí.

El Noctámbulo estudió con detalle las pesadillas de Goff, luego las adormeció con drogas y fantasías hasta que Goff ya no podía estar seguro de si Attica y el hombre del bolso de basura habían existido alguna vez. Bajo la acción del pentotal sódico y de la hipnosis para retroceder al pasado, el doctor le llevó hasta el comienzo del cambio traumático; se enteró que Paul Mandarano se había ahorcado con una bolsa de basura color beige y que un ventilador fuera de la celda agitaba constantemente los extremos sueltos de la bolsa contra los barrotes, lo que, combinado con los faros para la vigilancia que giraban regularmente, hacía que Goff pasase las noches en un horrible cambio de luces y sombras viendo acurrucado desde un rincón de la celda pasar la imagen del cadáver en descomposición de la luz cegadora a la negrura. Un simbolismo clásico: la luz aumentaba el terror, y la sombra hacía disminuirlo. Tras siete meses de tratamiento en una habitación fresca y en penumbra, el pánico de Goff a la luz del día se había reducido a magnitudes soportables.

—Siempre odiaré las ostras, doctor, pero a veces tendré que ver a otras personas cuando las comen. La luz del día es algo muy difícil de evitar, pero como dijo Nietzsche, «aquello que no me destruye, me hace más fuerte». ¿No es así, doc?

El Viajero Nocturno sentía estremecimientos de amor ante las palabras de Goff. Era normal que Goff le amara, pero la reacción recíproca le resultaba intolerable.

—Sí, Thomas, Nietzsche tenía razón. Y a medida que sigamos viajando juntos, te convencerás de ello más todavía.

Aquel viaje quedó interrumpido durante más de diez años.

Thomas Goff desapareció, se fue entre la neblina de lo que nunca sería más que un brebaje, mezcla de fantasía y realidad. El doctor lamentó la pérdida del que iba a ser su mano derecha y se concentró en la práctica de la siquiatría, en especial en el tratamiento a delincuentes y prostitutas de Castleford, y después, como médico particular en Los Ángeles. Investigó y archivó sus conocimientos, escribió y publicó varias monografías y se creó una fama de eminencia agresiva que crecía y crecía, mientras los planes de conquista seguían bullendo en su interior. Y entonces, un día, Thomas Goff llamó a su puerta, gimoteando.

—Mis dolores de cabeza han vuelto, doctor; son mucho peores que antes. ¿Podría ayudarme, por favor?

El destino le había vuelto a hacer un guiño.

—Sí —dijo John Havilland.

Se sucedieron una serie de scanners, electroencefalogramas, análisis de sangre y tratamientos intensivos. Cada prueba física o mental era un paso más hacia la meta de salida de la misión encomendada al Noctámbulo. Los últimos diez años de Goff habían sido fuera de serie; Havilland los describía así en su diario:

«Desde mis anteriores análisis del sujeto, éste ha seguido asumiendo las pautas clásicas de una conducta criminal. Es un claro ejemplo de la conducta sociopática-criminal que se describe en los textos, pero con una notable diferencia: su comportamiento criminal es de origen patológico, pero no actúa de forma patológica. Goff muestra gran adaptabilidad para sujetar sus impulsos violentos a niveles circunspectos a la hora de elegir sus víctimas, y siempre se detiene antes de infringir grandes daños personales o de matar. Durante diez años ha perpetrado numerosos robos nocturnos en la costa este y nunca le han detenido. Asaltó y violó a doscientas mujeres, experimentando en ello una liberación sexual «sin llegar a la mutilación criminal que caracterizó sus acciones antes de la terapia de 1971»; dado que Goff es un sicópata, en el estricto sentido de la palabra, esa moderación ‘y su orgullo por ella, ¡que atribuye a mi terapia anterior!’, es mucho más que extraordinaria; resulta casi increíble. Es evidente que cree a ciegas que yo le salvé la vida (por quitarle su horror a la luz diurna y porque amortigüé sus recuerdos sobre el suicidio que presenció en Attica), y que, implícitamente yo le he enseñado una moderación que le ha dotado prácticamente de carta blanca para cometer crímenes. En efecto, Goff (¡con un coeficiente 171 de inteligencia!) dice que le he enseñado a pensar. Es evidente que este criminal busca conmigo una relación paterno-filial, y que sus ‘jaquecas’ son un ardid sicosomático para continuar juntos y cumplir unos objetivos que él intuye que yo tengo en proyecto. Su atracción hacia mí no es homosexual, ni directa ni encubierta: Goff simplemente me asocia, en un plano estímulos-sensaciones, con la paz, la calma y la realización de sus sueños.»

Tres semanas de cura intensiva con codeína y alucinógenos calmaron los dolores de cabeza de Goff; el Viajero Nocturno atacó a fondo y consiguió una victoria total.

—¿Sabes que yo te amo, Thomas?

—Sí.

—¿Sabes que yo estoy aquí para llevarte tan lejos como tú puedas llegar?

—Sí.

—¿Me vas ayudar a que yo ayude a otras personas como lo he hecho contigo?

—Sí. Sabe usted que le ayudaré.

—¿Me ayudarás a que yo consiga el conocimiento?

—Todo lo que usted diga, yo lo haré.

—¿Llegarías a matar por mí?

—Sí.

Aquella noche el doctor diseñó el cometido de Goff dentro de su misión: reclutar hombres y mujeres solitarios, buscadores ansiosos de espiritualidad, idealistas ricos sin familia y de carácter débil. Los habría a montones en los círculos de la contracultura y en los bares nocturnos. Goff debía calibrar sus recelos, sacarlos de ellos y arrojarlos en brazos del doctor, con la más exquisita discreción y sin violencia. También haría trabajos de robo e información, entrar en casa de prostitutas pacientes del doctor y buscar en sus agendas direcciones de clientes acomodados: el objetivo eran hombres débiles y de relación monógama con sus fulanas.

—Sé cauto y sin prisas, Goff; este proceso durará toda una vida.

El primer año el proceso proporcionó tres solitarios. El doctor estaba satisfecho del progreso que conseguía en sus mentes, pero decepcionado por la falta de conocimiento puro que obtenía. Pasaron otros ocho meses; tres adeptos nuevos. El doctor depuró su técnica y rellenó muchas hojas con sus conocimientos, pero seguía en busca de datos puros, arcilla moldeable que pudiera tener entre sus manos, disfrutarla y luego engarzarla en el tapiz humano que estaba tejiendo. La frustración le hacía dar furiosos puñetazos en su escritorio, escudriñando lagunas de su pasado que respondían a preguntas sin respuesta posible. Entonces ocurrieron dos sucesos y encontró la respuesta.

Los dolores de cabeza de Goff iban empeorando a pesar de la medicación. El doctor hizo una serie de análisis y su resultado mostró que el diagnóstico sicosomático anterior era falso. Tenía una leptomeningitis, una inflamación crónica del cerebro. Era la causa de sus jaquecas, y sin duda influyó en su conducta de los años anteriores. Por primera vez en su vida profesional el doctor se enfrentó a un dilema: se podía curar la enfermedad mediante cirujía y fármacos. Su peón de confianza sanaría y las cosas seguirían como antes. Era sabido que la leptomeningitis inducía a ataques homicidas aunque Thomas Goff, un violento sociópata, había reprimido su mal durante diez años sin dejarse dominar y traspasar la línea del asesinato a ciegas. Sin tratamiento, Goff enloquecería en poco tiempo y moriría de hemorragia cerebral. Pero si, con aplicación cuidadosa de antibióticos y calmantes, la enfermedad de Goff se activaba y desactivaba según sus impulsos de cada momento, tendría en sus manos su hombre terminal propio; ello le daría ocasión de estudiar una máquina humana totalmente desprovista de emociones, algo único en la historia de la siquiatría. Y si fuera preciso Goff podía ser la máquina de matar perfecta.

El Noctámbulo decidió sacrificar a su ayudante ejecutivo y protegido ante el altar del conocimiento.

Y entonces apareció el Alquimista.

La enfermedad de Goff evolucionaba en una «convalecencia» de tres semanas cuando le habló al doctor de un poli de Antivicio al que había conocido: un artista del disfraz, que leía biografías de héroes y que se moría por someterse a alguien. Al principio Havilland se mostró receloso: después de todo, se trataba de un policía, pero después de siete sesiones de terapia para que el Alquimista traspasase la puerta verde, el Alquimista le dio la última pieza de rompecabezas que esperaba con ansia: palancas que le permitirían manipular a cientos de personas como a marionetas. Los seis expedientes que ofreció al doctor como homenaje a su carisma fueron el primer paso: cuatro custodios de datos y dos policías legendarios. El Alquimista hizo su máximo esfuerzo en complacerle; en recompensa, le permitió atravesar la puerta verde mucho antes de su hora y él se quedó con los descubrimientos que ahora se desplegaban ante él.

Ahora el Alquimista se había ido. Sólo quedaba su legado de enormes conocimientos potenciales.

Volviendo al presente, el Noctámbulo dejó que su mente disfrutara con las carpetas que guardaba en la caja fuerte. Policías. Hombres que hacían de la violencia su modo de vida. Goff debía ser el intermediario, pero su fin se aproximaba, su enfermedad sería incontrolable dentro de poco. Su trabajo como adiestramiento empezaba a fallar, no seguía sus instrucciones de eficacia. Debía haber oteado la licorería buscando testigos y no haberse marchado hasta que el dueño quedase solo. Un asesinato era perfecto; tres, un peligro.

Havilland se acercó a la ventana y estudió el caminar del microcosmos de personas allí abajo, agitándose como animalitos en un laboratorio visto desde una mirilla de observación. Se preguntaba si llegarían a saber que él, a veces, los amaba.