CAPÍTULO TRES

El hombre del Toyota amarillo dejó la carretera de Cañón Topanga y tomó la autopista Costera, aminorando en los semáforos para no llegar antes del ocaso a la casa del doctor, en la playa. La disminución de la luz diurna le producía siempre alivio, y le traía el recuerdo de un peligro anterior ya superado. Con la oscuridad volvía a ser la tenaz mano derecha del doctor, el único, además del Noctámbulo, que sabía hasta qué punto justo podía sangrar, estrujar, ordeñar y explotar a sus «Solitarios».

La primavera era para él un enemigo taimado. Tenía que librar largos combates con el sol, lo que hacía más placentera la noche. Esta mañana se había levantado al amanecer, y durante ocho horas comprobó por teléfono la solvencia de clientes que estaban anotados en las agendas de las prostitutas, pacientes del doctor. Todo un día de trabajo, con el colofón de la tarde en la licorería: su primera triple carambola mortal que tal vez se completase con una ronda por los bares de solteros de South Bay en busca de más solitarios ricos.

Calculó el tiempo a la perfección. Cuando salía de la autopista y tomaba el sendero de acceso, empezó a sonar en el parking la música de introducción del doctor. Seis coches, seis almas solitarias; toda la casa. Debía darse prisa en llegar a la sala de altavoces antes de que el doctor se impacientase.

Ya en la casa, el hombre no hizo caso del cuarteto de música barroca y se dirigió a un pequeño cuarto de control insonorizado, lleno de aparatos de sonido. Tenía un equipo de grabación con seis micros, uno para cada habitación, con seis pares de auriculares y una gran consola con doce discos capaz de registrar cualquier sonido en los dormitorios con sólo pulsar un botón.

Empezó su trabajo poniendo los altavoces a tope. El estruendo le aturdió y bajó el volumen. Los solitarios todavía rezaban los salmos hinduistas para sumirse en trance, un estadio previo necesario a las exhortaciones del doctor. Tomó un bloc de notas y un bolígrafo, y ocupó una silla de cuero a esperar que se encendieran las luces rojas de los amplificadores, la señal para escuchar, grabar, registrar y emitir su opinión como asesor ejecutivo del doctor John Havilland.

Llevaba dos años en ese puesto; dos años rondando por todo Los Ángeles en busca de presas humanas. El doctor le había curado de sus impulsos incontrolados y, en compensación, él se había convertido en el brazo que ejecutaba las obsesiones personales de Havilland.

Según explicaba el doctor, a la «explosión consciente» de los años sesenta, seguía ahora la «implosión de la consciencia» y por ello mucha gente abandonaba los viejos credos americanos de hogar, amor, patria y de la contracultura de aquella década. Como vestigios de la ingenuidad anterior a los sesenta sólo quedaban tres hechos concretos: Dios, sexo y drogas. Aplicando, sabiamente combinados, estos tres elementos en personas idóneas, sus posibilidades podían ser infinitas.

La tarea era encontrar personas idóneas. Havilland describía el prototipo de estas piezas para su ajedrez así: «Hombre o mujer de raza blanca, un rico heredero inadaptado e inmaduro; un ser asustadizo, débil, mortalmente aburrido y sin ambiciones, dado al misticismo. Huérfanos que viven de fondos o rentas fijas; o apartados de toda su familia, con ingresos sólidos y regulares. Que acepten sin reservas el concepto de ‘Maestro Espiritual’ (lo que quieren es que alguien les dicte lo que deben hacer). Muy dados a drogas y sexo. Se creen rebeldes, pero su rebeldía sólo se materializa en tímidos movimientos de masas. Encuéntralos para mí. Te será más fácil de lo que piensas, pues mientras tú los buscas, ellos me están buscando a Mí».

La búsqueda lo llevó a bares de lujo, a despachos de hombres serios, a la morada de seis gurús, a conferencias sobre no importa qué, desde movimientos sociales de Nueva Izquierda hasta macrobiótica para amas de casa. Fruto de ello fueron seis personas que cayeron de lleno en la doctrina de Havilland tragando el anzuelo, sedal y plomo. De paso, ayudó al doctor en otros trabajos, asaltando las casas de sus pacientes; recogiendo información que pudiera llevar a captar más adeptos. Poniendo anuncios de sexo para ricos viejos en revistas clandestinas y así cazar solitarios. Planificando sesiones de capacitación y acopiando montones de datos ilegales para los archivos secretos.

Había ido progresando a ojos del doctor; era imprescindible para proveer arcilla humana. Muy pronto Havilland acometería el más ambicioso de sus proyectos, con él a su lado. La pasada noche había demostrado con creces su temple.

Pero aquellas jaquecas…

Se encendió la luz del micro uno; el hombre se puso los auriculares y dejó caer el bolígrafo. Los ajustó y metió la clavija justo cuando oyó la tos del doctor, señal para que prestase atención y anotase todo lo que podía ser especial o particularmente útil.

Empezaron unas frases educadas, seguidas de elogios de dos personas a la decoración del dormitorio. El hombre oyó cómo el doctor quitaba importancia a los tapices rococó, diciendo que aquellas chucherías eran herencia familiar.

—Al grano, Doc —murmuró el hombre.

Como si le escuchara, el doctor dijo:

—Dejemos de hablar de banalidades. Estamos aquí para ir más allá de lo prosaico, no para perder el tiempo en ello. ¿Cómo resultó vuestro lío de Santa Bárbara? ¿Aprendisteis algo sobre vosotros mismos? ¿Echasteis fuera algún demonio?

Una suave voz de hombre respondió. El hombre la identificó al instante; recordó cómo lo reclutó en un bar gay de Hollywood Oeste, un ejecutivo rechoncho que parecía llevar un anuncio luminoso: «Primerizo asustado que busca identidad sexual». La caza resultó fácil, el neófito aceptó todos los criterios del doctor.

—Utilizamos coca para poner en marcha las cosas —decía la voz suave—. Nuestro hombre era viejo, temía mostrar su cuerpo. Pero la coca hizo efecto y le puso en marcha sus jugos y…

—¡Quien le puso en marcha sus jugos fui yo! —saltó una voz de mujer—. Sin bajarse del todo los pantalones, ya lo tenía cogido por los huevos. Pedía que una hembra le dominase; toda aquella ciencia ficción en las paredes, amazonas con látigos y cadenas, toda aquella mierda.

La suave voz de hombre se elevó hasta el lamento:

—Yo estaba disfrutando del preludio; el doctor habló de actuar con calma, el hombre no estaba preparado. Lo contactamos con los anuncios de sexo especial, y el doctor dijo que…

—¡Mierda! Tú querías chutarte con él, y querías gustarle al viejo; eres de esa cuerda, y si la cosa va a tu gusto hubiera sido un té a las cinco con coca.

El hombre dejó en la mesa el bolígrafo cuando el ejecutivo empezó a gimotear. Pasó un rato antes que el doctor dijera:

—Bueno, Billy, cálmate. Sal y espera fuera; quiero hablar a solas con Jane.

Se oyeron pasos en la madera del suelo y un portazo furioso. El hombre sonrió esperando una genialidad del doctor. Al oír su voz, tomó el boli con una unción parecida al amor.

—Te estás dejando dominar por la ira, Jane.

—Ya lo sé, doctor.

—Tu fuerza reside en que la uses con prudencia.

—Lo sé.

—¿Te ha satisfecho la misión?

—Sí. Me decidí por el sexo y logré darles placer.

—¿Pero sentiste un vacío después?

—Sí y no. Me quedé satisfecha. ¡Pero Billy y el viejo eran tan débiles!

—Bien, Jane. Tú mereces aparearte con egos más fuertes. Te traeré tipos de primera. Ya encontraré algún ejemplar cerebral con quien midas tus fuerzas.

—¿Y un acompañante con cojones?

—No. La próxima vez irás tú sola.

El hombre escuchó un gemido de gratitud. Sacudió la cabeza con reprobación, esperando el golpe de gracia del doctor:

—¿Te pagó los cinco mil?

—Sí, doctor.

—¿Te has procurado algo agradable como premio?

—Me he comprado un jersey.

—Podías permitirte algo mejor.

—Y… yo quería darle a usted el dinero, doctor. Compré el jersey como un símbolo de la misión.

—Gracias, Jane. ¿Va bien todo lo demás? ¿Salmodias todas tus oraciones?

A cada jaculatoria se daban golpes de pecho cada vez con más fuerza, y gritaban más alto. No dejaban de mirarse en un espejo y no mostraban miedo ni cuando empezaron a formarse hematomas.

Goff miraba a su reloj; un minuto, dos, tres; justo cuando veía que iban a desmayarse, oyó la palabra:

—¡Alto!

Havilland se arrodilló en la estera, frente a los dos hombres; éstos dejaron de contemplarse, le miraron a los ojos y extendieron el brazo derecho con el puño cerrado. Havilland buscó en el bolsillo de la bata y sacó una hipodérmica desechable y algodón. Inyectó primero al ratón de biblioteca y, secando la misma aguja, al catedrático. Ambos vacilaron sobre sus rodillas, pero se mantuvieron firmes.

El doctor se levantó, sonrió y dijo:

—Pensad con plena eficiencia. Robert, se te ha asignado como misión un hogar pudiente. Una pareja, un viejo y su mujer se mueren por tus favores. Suena el teléfono. Ambos se acercan a cogerlo. ¿Adonde vas tú?

—¿A… al cuarto de baño? ¿A buscar droga?

—No. Tienes droga en tu cerebro. Es uno de tus puntos débiles. Monte, ¿qué harías tú?

—Me preguntaría por qué la llamada es tan importante que ambos corren al teléfono, además estando yo allí, que tanto les gusto. Lo que haría es correr en busca de un supletorio y descolgarlo justo cuando lo hiciera el viejo cabrón; escucharía, por si la llamada contuviera algún informe importante.

Havilland sonrió diciendo:

—¡Bravo!

Luego le dio un bofetón y musitó:

—¡Bravo!, pero cuando respondas mírame siempre a mí. Si te miras a ti mismo creerás que tu pensamiento es independiente. ¿Captas toda la falacia de ese modo de pensar?

Monte bajó la vista, luego la elevó hasta mirarle a la cara.

—Sí, doctor.

—Bien. Ahora, Robert, una pregunta hipotética. Piensa en la pura eficiencia y responde con franqueza. Mi reserva legal de drogas se va agotando, ya que la nueva ley concede solo hipnóticos y similares a médicos vinculados con hospitales. Tú las deseas con ansia, y te das cuenta que es lo que más te gusta de mi tutela. ¿Qué haces?

El ratón de biblioteca meditó; sus ojos bailaban del espejo al doctor. Goff sonrió al ver que les había inyectado pentotal. Por fin, Robert murmuró:

—Eso no ocurrirá nunca con usted. Sencillamente, imposible.

Havilland posó las manos sobre los hombros de Robert, apretándolos suavemente.

—La respuesta perfecta. La de Monte sería más intelectual, pero la tuya ha sido pura franqueza y corazón y, desde luego, es la correcta. Ahora quiero que cantéis vuestros salmos. Seguid mirando vuestra imagen, pero pensad en mí.

Cuando Havilland salió a la puerta, Goff bajó las escaleras y se dirigió al cuarto de los altavoces. Rebobinó la cinta de eficiencia en el adiestramiento y la metió en un sobre grande; luego conectó el auricular al altavoz del medio, justo a tiempo para oír gruñidos de placer sexual hombre-mujer, mezclados con risas de niña. La risa cambió a una tos de fumador y Goff se rió. Era la pelirroja que había cazado en el Club Lingerie, la que le había descoyuntado con sus posturas de yoga kundalina. Tuvo suerte de haber escapado vivo de su piso, en la urbanización Bunker Hill.

El doctor fue el primero en hablar.

—Bravo, bravo.

Su tono monótono avivó los accesos de risa de la mujer. El hombre con quien había copulado trataba de recobrar el aliento. Goff lo imaginó tumbado en la cama y al borde de un infarto. El doctor volvió a hablar.

—Luego, Helen; quiero ver el pulso de la víctima. Creo que esta vez te has pasado.

—Más allá del más allá. ¿No es nuestro lema, doctor?

Touché. Ya te llamaré el martes.

Después que la pequeña Helen saliera saltando, alegre, del dormitorio, pasaron cinco minutos de silencio total. A Goff se le encogió el estómago. El hombre era el auténtico sicópata y el Viajero Nocturno se acercaba a pasos agigantados hacia su fin. Por eso ni el ruido de vidrios rotos ni sus obscenidades, que por fin cesaron, le sorprendieron. Ni las frases preocupadas del doctor.

—No pasa nada, Richard, de verdad. A veces «más allá del más allá» significa odio. Primero has de aceptar esa realidad, luego has de trabajar en ella. No puedes odiarte a ti mismo por ser como eres. Eres básicamente bueno y poderoso, de lo contrario no estarías aquí conmigo. Pero para alcanzar tu propio yo has de superar un umbral de violencia excepcionalmente alto.

Thomas Goff recordó cuando cazó a Richard Olfield; empezó con aquella puta coja con un enganche al caballo de trescientos pavos al día. Le contó lo del agente de bolsa/culturista/receptor de cheques, que le daba quinientos por recibir una paliza, sólo porque le recordaba a la institutriz que le había maltratado de niño. Cuando se le acercó en el gimnasio, creyó sufrir una pesadilla; Olfield se parecía tanto a Goff que podía pasar por su hermano gemelo, y allí estaba levantando ciento cincuenta kilos. Pero el culturista se había rendido ante las astucias del doctor, como un bebé en busca de la teta materna.

Más cristales rotos. Sollozos de Oldfield. Havilland que le cantaba una nana, alternando con: «Tranquilo, tranquilo».

Goff se dio cuenta de que el cambio brusco se acercaba.

Llegó en forma de un bofetón en plena cara que llenó el altavoz de carga estática.

—Eres un mierda. Un insignificante afectado. Un palanganero servil. Te preparo el mejor coño del mundo, te prometo liberarte de esa mierda de gallina que tienes por conciencia y tú vas y rompes ventanas y te pones a berrear.

—Por favor, doctor.

—¿«Por favor» qué?

—Por f…, ya sabe.

—Tienes que decirlo.

—Po…, por favor, lléveme todo lo lejos que pueda llegar.

El doctor suspiró:

—Dentro de poco, Richard. Estoy recibiendo información muy valiosa que me dará el nombre de una mujer, la más adecuada para ti. Piensa en ella mientras recites tus salmos del terror.

—Gracias, doctor John.

—No me des las gracias; tus puertas verdes son mis puertas verdes. Ahora vete a casa. Estoy cansado y, por hoy, voy dar por terminadas las sesiones en grupos.

Goff oyó al doctor acompañándole hasta la puerta. La grabadora produjo un silbido casi inaudible, que se imaginó lleno de pesadillas quietas, cada una guardada en fríos sobres que tenían información suficiente para transformar seres humanos en piezas de ajedrez.

El Alquimista y sus seis fichas eran sólo el principio. Una letanía de tópicos de Havilland hizo que Goff se estremeciese por el dolor de cabeza que le quemaba tras la cortina beige de su mente. Anoche, tres. ¿Y si los que tenían los datos no se dejaban comprar? El dolor palpitaba tras la cortina, como un gusano hambriento devorando su cerebro.

Ruido de portazos arriba; períodos de silencio, seguidos por la partida por separado de los solitarios. Mercedes y Audis que se alejaban entrando en la autopista de la costa y de nuevo silencio. Goff estaba aterrorizado.

—¿Malos pensamientos, Thomas?

Se dio vuelta en la silla, arrojando su cuaderno al suelo. Miró a los ojos castaño claros del doctor John Havilland, para retener en ellos sus ojos, tal como le había enseñado el doctor.

—Sólo pensamientos, doctor.

—Bien. Los periódicos hablan mucho de ti. ¿Qué se siente?

—Calma y oscuridad.

—Bien. ¿Te molesta la teoría de un asesino sicópata?

—No. Me divierte, porque están muy lejos de la realidad.

—¿Tuviste que liquidar a tres?

—Sí. Me acordé de su capacitación de eficiencia. Alguna otra vez tendré que volverlo a hacer.

—¿Un arma segura? ¿Ilocalizable?

—Sin duda. La robé.

—Bien. ¿Cómo siguen los dolores de cabeza?

—No mal del todo. Cuando empiezan de veras, yo canto.

—Bien. Si vuelve a nublarse tu vista, ven a verme enseguida y te pondré una inyección. ¿Sueños?

—A veces sueño con el Alquimista. ¿Era muy bueno, verdad?

—Genial, Thomas, pero se marchó. Lo borré de la faz de la Tierra.

Havilland le tendió a Goff un papel.

—Puede ser una buena cliente. Llamó pidiendo hora. Hice algunas averiguaciones con otras chicas de la vida. Cobra mil por noche. Hazte con su agenda de clientes; los que pueden permitirse ese lujo bien pueden permitirse nuestros servicios.

Goff leyó la hoja de papel: Linda Wilhite, 9819 del Bulevar Wilshire, 91 Oeste. Sonrió.

—Es un edificio fácil. He estado allí muchas veces.

Havilland le devolvió la sonrisa.

—Bien, Thomas. Ahora vete a casa y disfruta de tus sueños.

—¿Cómo sabe que disfrutaré?

—Conozco tus sueños. Yo los hice.

Goff se quedó contemplando cómo el doctor daba la vuelta y se encaminaba al patio con celosías que dominaba la playa. Dejó que se grabase en su mente la imagen de la marcha del doctor, cerró la tapa de la mesa y se fue al coche. Iba a girar la llave de contacto cuando vio en el salpicadero un plástico doblado. Quiso cogerlo y gritó; era un plástico beige. O sea, que él «lo sabía».

Rasgó en pedazos la bolsa de plástico y golpeó con sus puños el tablero hasta que el dolor adormeció los gritos de su mente. Al encender los faros vio algo blanco en el parabrisas. Bajó del coche y lo examinó. La tarjeta en relieve de «John R. Havilland M. D. Siquiatra» se le quedó mirando. Le dio la vuelta. Al dorso, con letra cuidadosa, estaba escrito: «Conozco tus pesadillas».