Cuando se aproximaba a la Unidad, vio que un grupo de periodistas habían acorralado a Ellis a la entrada del edificio. Este les contestaba con evidente mal humor; Ross oyó repetir varias veces las palabras «control de la mente».
Sintiéndose ligeramente culpable, dio un rodeo para entrar por la puerta de atrás y tomó el ascensor hacia el cuarto piso. «Control de la mente», pensó. Los suplementos dominicales iban a hacer su agosto con el control de la mente. Y más tarde habría solemnes editoriales en los diarios, y editoriales todavía más solemnes en las revistas médicas acerca de los peligros de la investigación irresponsable e incontrolada. Lo presentía.
Control de la mente. Vaya estupidez.
Lo cierto era que todo el mundo tenía la mente controlada, y todo el mundo se congratulaba por ello. Los controladores de mente más poderosos del mundo eran los padres, y eran ellos los que causaban más daño. Los teóricos solían olvidar que nadie nacía convencional, neurótico o con prejuicios; estas cualidades requerían ayuda ajena. Naturalmente, los padres no tenían intención de causar daño a sus hijo; se limitaban a inculcarles actitudes que consideran importantes y útiles para ellos.
Los niños recién nacidos eran pequeños ordenadores en espera de ser programados. Podían aprender todo cuanto les fuera enseñado, desde mala ortografía a actitudes equivocadas. Como los ordenadores, no sabían discriminar; carecían de elementos para diferenciar las ideas buenas de las malas. La analogía era absolutamente exacta: mucha gente había comentado el infantilismo y la fidelidad literal de los ordenadores. Por ejemplo, si se ordenaba a un ordenador «Ponte los zapatos y los calcetines», el ordenador respondería inmediatamente que no podía ponerse los calcetines por encima de los zapatos.
Toda la programación importante había terminado a la edad de siete años. Las actitudes raciales, sexuales, éticas, religiosas, nacionales, El giróscopo estaba en marcha, y los niños ya podían empezar su progreso por los cauces señalados de antemano.
Control de la mente.
¿Cómo llamar a algo tan sencillo como los convencionalismos sociales? ¿Estrecharse mutuamente las manos al saludarse? ¿No dar nunca la espalda en un ascensor? ¿Servir la comida por la izquierda? ¿Colocar la copa de vino a la derecha? Cientos de pequeños convencionalismos que la gente necesitaba para estereotipar las relaciones sociales; la supresión de una sola de ellas acarrearía una ansiedad insoportable.
Las personas necesitaban el control de la mente. Les gustaba sujetarse a él. Sin él se sentían irremediablemente perdidas.
Pero si un pequeño grupo de gente intentaba resolver el mayor problema del mundo en la actualidad —la violencia incontrolada—, de todas partes negaban las exclamaciones: Control de la mente, ¡control de la mente!
¿Qué era mejor, control o caos?
Salió del ascensor en el cuarto piso, pasó junto a varios agentes de la policía que bloqueaban el pasillo, y entró en su oficina. Anders estaba en ella, en ese momento colgaba el teléfono, y tenía el ceño fruncido.
—Acabamos de recibir la primera pista —anunció.
—¿Ah, sí? —Sintió disiparse su irritación ante la esperanza.
—Sí —contestó Anders—, pero que me cuelguen si sé qué significa.
—¿Qué ha sucedido?
—La descripción y las fotografías de Benson están circulando por la ciudad, y alguien le ha reconocido.
—¿Quién?
—Un empleado de Edificación y Planificación del Ayuntamiento. Dice que Benson estuvo allí hará unos diez días. En Edificación y Planificación están archivados todos los detalles específicos de todos los edificios públicos construidos dentro de los límites urbanos, y facilitan ciertos datos sobre su construcción.
Ross asintió.
—Pues bien, Benson fue a pedir datos de un edificio. Quería revisar las fotocopias de la instalación eléctrica. Dijo que era ingeniero y mostró algunos documentos acreditativos.
—Las chicas que vi en su casa dijeron que había estado buscando unas fotocopias.
—Pues, según parece, procedían de Edificación y Planificación.
—¿A qué edificio pertenecen?
—Al Hospital de la Universidad —repuso Anders—. Tiene la instalación eléctrica completa de todo el hospital. Ahora, dígame, ¿qué significa esto?
Se miraron fijamente el uno al otro.
Hacia las ocho, ella estaba a punto de dormirse de pie. Le dolía bastante el cuello y tenía dolor de cabeza. Comprendió que no le quedaba otra alternativa, o dormía un poco, o se desmayaba.
—Estaré en este piso, por si me necesita —dijo a Anders, y se alejó por el pasillo, repleto de agentes uniformados. Ya no llamaban su atención; le parecía haber olvidado el tiempo en que no se veían agentes por los pasillos.
Echó una mirada al despacho de McPherson. Este se hallaba detrás del escritorio, con la cabeza ladeada, durmiendo, y respiraba rápida y entrecortadamente, como si tuviera pesadillas. Ross cerró suavemente la puerta.
Un practicante pasó por su lado, cargado con ceniceros llenos a rebosar y tazas de café vacías. Era extraño ver a un practicante dedicado a tareas de limpieza. Al verle, un pensamiento cruzó su mente: una idea peculiar, una pregunta que no pudo llegar a formularse.
La intrigó unos instantes, pero finalmente la desechó. Estaba cansada; no podía pensar con claridad. Entró en una de las salas de tratamiento y vio que no la ocupaba nadie. Cerró la puerta y se tendió en el diván de los pacientes.