Janet Ross terminó la serie de estimulaciones profundamente deprimida. Se quedó inmóvil en el pasillo, viendo como se llevaban a Benson. Tuvo una última visión de los blancos vendajes que cubrían su cuello cuando la enfermera llegó al extremo del pasillo; entonces desapareció.
Janet camino en la dirección opuesta, a través del umbral de puertas multicolores de Neuropsiquiatría. Por algún extraño motivo, se le ocurrió pensar en el «Ferrari» amarillo de Arthur. Era tan maravilloso, elegante e intrascendente; el juguete perfecto. Deseó encontrarse en Montecarlo, bajando del «Ferrari» de Arthur vestida con su traje de Balenciaga y subiendo las escaleras del Casino para jugarse algo que no tuviera más importancia que el dinero.
Consultó el reloj. Dios Santo, eran sólo las 12,15; tenía la mitad del día por delante. ¿Qué efecto produciría ser pediatra? Probablemente era divertido. Acariciar a los bebés, dar inyecciones y aconsejar a las madres sobre la higiene infantil. No era un mal sistema de vida.
Recordando las vendas del hombro de Benson, entró en Telecomp. Necesitaba hablar a solas con Gerhard, pero encontró la sala llena de gente: McPherson, Morris, Ellis, todos estaban allí, Y todos rebosaban de jubilo, mientras brindaban con las tazas de plástico y sorbían café.
Alguien le puso una taza en las manos y McPherson la rodeó con un brazo en un gesto paternal.
—Tengo entendido que hoy hemos encariñado a Benson con usted.
—Sí, en efecto —dijo, intentando sonreír.
—Bueno, ya debe estar acostumbrada.
—No exactamente —replicó.
La sala se hizo más silenciosa, el ambiente festivo se desvaneció. La molestó un poco, pero no demasiado. No había nada divertido en provocar sexualmente a una persona por medio de choques eléctricos. Era fisiológicamente interesante, turbador y patético, pero no divertido. ¿Por qué todos lo encontraban tan cómico?
Ellis extrajo una pequeña botella de uno de sus bolsillos y vertió un poco de líquido claro en el café de Ross.
—Café irlandés —dijo con un guiño—. Es mucho mejor.
Ella asintió, buscando a Gerhard con la mirada.
—Bébalo, bébalo —le instó Ellis.
Gerhard estaba hablando de algo con Morris. Parecía una conversación muy importante; entonces oyó que Morris decía:
—¿… Me pasa el tónico, por favor?
Gerhard rió, y Morris también. Era una especie de chiste.
—No es tan malo, considerando las circunstancias —observó Ellis—. ¿Qué opina usted?
—Lo encuentro muy bueno —repuso ella, bebiendo un pequeño sorbo. Se las ingenió para escapar de Ellis y McPherson y se acercó a Gerhard, que estaba momentáneamente solo porque Morris había ido a llenar de nuevo su taza.
—Escucha —dijo—, ¿puedo hablar contigo un momento?
—Por supuesto —contestó Gerhard—. ¿De qué se trata? —Y bajó la cabeza para oír mejor.
—Quiero saber una cosa. ¿Te es posible controlar a Benson desde aquí, por el ordenador principal?
—¿Te refieres a controlar la unidad implantada?
—Sí.
Gerhard de encogió de hombros.
—Creo que sí, pero ¿por qué molestarse? Sabemos que la unidad implantada está funcionando.
—Lo sé —dijo ella—, lo sé. Pero ¿lo harás, de todos modos, como una precaución?
Gerhard no dijo nada. Su mirada parecía decir: ¿Precaución contra qué?
—¿Me harás este favor?
—Bueno —respondió él—, perforaré una subrutina alertadora en cuanto se hayan ido —e indicó al grupo con la cabeza—. Haré que el ordenador le examine dos veces por hora.
Ella frunció el ceño.
—¿Cuatro veces por hora?
—¿Por qué no cada diez minutos? —pidió ella.
—Está bien, cada diez minutos.
—Gracias —dijo Janet, Entonces bebió la taza de café, y sintió calor en el estómago; y después abandonó la habitación.