—Y usted ¿qué sintió? —preguntó el doctor Ramos.

—Ira —repuso Janet Ross—. Una ira desmesurada. Me refiero a que la enfermera estaba presente, viéndolo todo. Simuló no comprender lo que sucedía, pero sé que lo comprendió.

—Usted sentía ira por… —el doctor Ramos no terminó la frase.

—Por la operación. Por Benson. Decidieron hacerla y la hicieron. Yo les había dicho desde el principio, desde el mismo maldito principio, que era una idea descabellada; pero todos, Ellis, Morris, y McPherson, querían hacerla. ¡Son tan presuntuosos! En particular Morris, cuando le vi en la sala de recuperación, recreándose con el pobre Benson, cubierto de vendas y pálido como un espectro, me puse furiosa.

—¿Y por qué?

—Porque estaba tan pálido, porque…

Se interrumpió. Buscó afanosamente una explicación, pero no pudo encontrar una respuesta lógica.

—Tengo entendido que la operación ha sido un éxito —dijo el doctor Ramos—, y la mayoría de personas están pálidas después de una intervención. ¿Qué fue lo que la enfureció?

Ella guardó silencio. Finalmente, profirió:

—No lo sé.

Oyó al doctor Ramos moverse en su asiento. No podía verle; ella yacía en el diván, y el doctor Ramos estaba sentado detrás de su cabeza. Se produjo un largo silencio mientras ella miraba el techo e intentaba hallar una respuesta. Parecía incapaz de coordinar sus pensamientos. Por fin el doctor Ramos habló:

—… La presencia de la enfermera parece ser importante para usted.

—¿De verdad?

—Por lo menos, acaba de mencionarla.

—No me he dado cuenta.

—Usted ha dicho que la enfermera estaba presente y comprendía lo que estaba sucediendo… Exactamente, ¿qué estaba sucediendo?

—Yo sentía una gran indignación.

—¿Pero ignora el motivo?

—No, no lo ignoro —replicó ella—. Era contra Morris. Es tan presumido.

—Presumido —repitió el doctor Ramos.

—Excesivamente seguro de sí mismo.

—Usted ha dicho presumido.

—Bueno, esto no significa nada; es sólo una palabra… —Se interrumpió; estaba muy enfadada, lo notaba en su propia voz.

—Ahora vuelve a estar enfadada —dijo el doctor Ramos.

—Mucho.

—¿Por qué?

Ella contestó, después de una pausa prolongada:

—No me hicieron caso.

—¿Quién no le hizo caso?

—Ninguno de ellos, ni McPherson, ni Ellis, ni Morris. Nadie me escuchó.

—¿No dijo al doctor Ellis o al doctor McPherson que estaba enfadada?

—No.

—Pero desahogo su indignación contra el doctor Morris.

—Sí. —La estaba induciendo a algo que no comprendía. Normalmente, a estas alturas, le hubiera salido al paso y comprendido su intención. Pero esta vez…

—¿Qué edad tiene el doctor Morris?

—No lo sé. Más o menos la mía. Treinta, treinta y uno… algo así.

—Más o menos su edad.

Esto la irritaba, su manía de repetir las cosas.

—Sí, maldita sea, más o menos mi edad.

—Y es cirujano.

—Sí…

—¿Le es más fácil enfurecerse contra alguien que considera su coetáneo?

—Nunca lo había pensado.

—Su padre también era cirujano, pero no tenía su edad.

—No hay necesidad de que me presente símiles —dijo ella.

—Todavía sigue enfadada.

Ella suspiró.

—Cambiemos de tema.

—Muy bien —aceptó él, con aquella voz que Janet Ross a veces encontraba agradable y a veces odiosa.