0640 HORAS

Norman se retrotrajo varios años, a los lejanos días de su práctica hospitalaria, cuando había trabajado en el hospital estatal de Borrego. Su jefe de investigación lo había enviado para que elaborara un informe sobre la evolución de un paciente. El hombre frisaba los treinta años, y era agradable y bien educado. Norman habló con él sobre los más diversos temas: la transmisión hidromática del «Oldsmobile», las mejores playas para practicar surf, la reciente campaña presidencial de Adlai Stevenson, la técnica de lanzamiento del jugador de béisbol Whitey Ford; hablaron hasta de la teoría freudiana.

El paciente no podía ser más encantador, si bien fumaba de modo incesante y parecía estar poseído por una tensión subyacente. Al fin, Norman se decidió a preguntarle por qué había sido enviado al hospital.

No recordaba el porqué. Se disculpaba, y parecía sincero al afirmar que no podía recordarlo. Sometido a un interrogatorio reiterado que le hizo Norman, el sujeto empezó a perder encanto y a ganar en irritación. Por último, se volvió amenazador e iracundo, daba puñetazos en la mesa y le exigía a Norman que hablara de cualquier otra cosa.

Entonces, Norman cayó en la cuenta de quién era ese hombre: Alan Whittier, el cual, cuando era adolescente, había asesinado a su madre y a su hermana en la casa rodante que tenían en Palm Desert; luego mató a otras seis personas en una estación de servicio, y a tres más, en la explanada de estacionamiento de un supermercado, hasta que, por último, se había entregado a la policía, sollozante e histérico, presa de la culpa y del remordimiento. Whittier permaneció diez años en un hospital, y durante ese período había atacado con brutalidad a varios asistentes.

Ése era el hombre que Norman tenía frente a sí. Estaba enfurecido, pateaba la mesa y golpeaba la pared con el respaldo de su silla. Se dio vuelta para huir de la sala, pero la puerta que tenía a sus espaldas estaba cerrada con llave: lo habían encerrado, que es lo que siempre hacían durante las entrevistas con los pacientes violentos.

Detrás de Norman, Whittier había levantado la mesa y la había arrojado contra la pared, y estaba a punto de abalanzarse sobre Norman, que se hallaba aterrorizado. En ese momento oyó el ruido de los cerrojos, y enseguida tres enormes asistentes se precipitaron en el interior de la habitación, agarraron a Whittier y se lo llevaron a rastras. El enfermo seguía chillando y maldiciendo.

Norman se apresuró a ir a ver a su jefe y le exigió que le dijera por qué lo había engañado. El jefe le preguntó:

—¿Sientes que fuiste engañado?

—Sí. Me engañaron.

—¿Pero no te habían dicho de antemano cómo se llamaba ese paciente? ¿El nombre no te dijo nada?

Norman contestó que, en realidad, no le había prestado atención.

—Será mejor que prestes atención, Norman. Nunca te puedes permitir bajar la guardia en un sitio como ése. Es demasiado peligroso.

Y ahora, al mirar a Beth, que estaba al otro lado de la habitación, Norman pensó: «Presta atención, Norman. No te puedes permitir bajar la guardia, porque te las estás viendo con una persona loca, y no te habías dado cuenta».

—Veo que no me crees —dijo Beth, todavía muy tranquila—. ¿Te sientes en condiciones de hablar?

—Por supuesto.

—¿De pensar con lógica?

—Claro que sí —repuso Norman, mientras pensaba: «No soy yo el que está loco».

—Muy bien. ¿Recuerdas cuando me dijiste lo de Harry? ¿Cómo todas las pruebas lo acusaban a él?

—Sí. Por supuesto.

—Me preguntaste si yo podía pensar en otra explicación, y te respondí que no. Pero sí hay otra explicación, Norman. Algunos puntos que tú, convenientemente, pasaste por alto la primera vez. Como las medusas. ¿Por qué las medusas? Porque fue a tu hermano menor a quien picó una medusa, Norman, y fuiste tú quien se sintió culpable después. ¿Y cuándo habla Jerry? Cuando tú estás presente, Norman. ¿Y cuándo detuvo su ataque el calamar? Cuando tú quedaste inconsciente por un golpe, Norman. No Harry, sino tú.

La voz de Beth sonaba tan serena, tan razonable… Norman hizo un gran esfuerzo por reflexionar sobre lo que estaba diciendo. ¿Sería posible que Beth tuviera razón?

—Trata de verlo desde esta perspectiva: eres un psicólogo que está aquí abajo con un grupo de científicos que tratan con hechos concretos. Nada hay para ti aquí abajo, eso tú mismo lo dijiste. ¿Y no hubo una época de tu vida durante la cual sentiste que, en lo profesional, se te hacía a un lado? ¿No fue ése un período desagradable para ti? ¿No me confesaste una vez que odiabas ese período de tu vida?

—Sí, pero…

—Cuando empiezan a ocurrir todos esos hechos extraños, ya el problema deja de ser algo medible y pesable, y se convierte en un problema psicológico. Te viene de perlas, Norman, pues ése es el campo de conocimiento que dominas. De repente, te conviertes en el centro de atención, ¿no es así?

«No —pensó Norman—, esto no puede ser cierto».

—Cuando Jerry empieza a comunicarse con nosotros, ¿quién se da cuenta de que tiene emociones? ¿Quién insiste en tratar con las emociones de Jerry? Ninguno de nosotros se interesa por las emociones, Norman: Barnes solamente quiere información sobre armamento; Ted no desea hablar más que de temas científicos; a Harry lo único que le importa es realizar juegos de lógica. Tú eres quien se interesa por las emociones. ¿Y quién manipula a Jerry, aunque en realidad no lo logre? Tú, Norman. Nadie más que tú.

—No puede ser —dijo Norman.

Su mente estaba confundida; se esforzaba por hallar una contradicción, y por fin la halló:

—No puede ser… porque yo no estuve dentro de la esfera.

—Sí estuviste —dijo Beth—. Lo que ocurre es que no lo recuerdas.

Se sentía demolido, apaleado y deshecho. No podía recobrar el equilibrio, pero los puñetazos le seguían llegando.

—Del mismo modo que no recuerdas que te pedí que buscaras los códigos para los globos sonda —le estaba diciendo Beth, con su voz serena—. Y tampoco te acuerdas de que Barnes te preguntó cuáles eran las concentraciones de helio en el Cilindro E.

«¿Qué concentraciones de helio en el Cilindro E? ¿Cuándo me preguntó eso Barnes?».

—Hay muchas cosas que no recuerdas, Norman.

—¿Cuándo fui a la esfera?

—Antes del primer ataque del calamar. Después de que salió Harry.

—¡Estaba durmiendo! ¡En mi litera!

—No, Norman, no te encontrabas allí. Alice Fletcher fue a buscarte y te habías ido. No te pudimos encontrar y después apareciste, bostezando.

—No te creo.

—Sé que no me crees. Prefieres que el problema sea de otro. Y eres astuto. Eres diestro en la manipulación psicológica. ¿Recuerdas esos tests que practicabas? Ponías en un avión un grupo de gente, que no estaba al tanto de lo que pasaba, y después les decías que el piloto había sufrido un ataque cardíaco. Y ellos casi morían del susto. Ésa es una manipulación bastante cruel, Norman. Y aquí abajo, cuando empezaron a ocurrir esas cosas extrañas, necesitaste un monstruo. Así que Harry fue el monstruo. Pero Harry no lo era. Tú eres el monstruo, Norman. Esa es la razón por la que había cambiado tu aspecto, el porqué de que te hubieras vuelto feo: porque tú eres el monstruo.

—Pero el mensaje decía: «Mi nombre es Harry».

—Sí, eso decía. Y, tal como tú mismo señalaste, la persona que lo ocasionó temía que en la pantalla apareciera el verdadero nombre.

—Harry —dijo Norman—. El nombre era Harry.

—¿Y cuál es tu nombre?

Norman se detuvo un instante. Por alguna razón, la boca no le funcionaba. Su cerebro estaba en blanco.

—Te lo diré yo. Lo busqué. Tu nombre es Norman Harrison Johnson.

«No —pensó Norman—. No es posible que Beth tenga razón».

—Es difícil de aceptar —continuó ella con su voz lenta, paciente, casi hipnótica—, y lo entiendo. Pero, si lo piensas, te darás cuenta de que deseabas que se llegara a esto. Querías que yo lo resolviera, Norman. ¡Pero vamos, si hace unos pocos minutos hasta me hablaste sobre El mago de Oz! Me ayudaste a encontrar el camino cuando yo no entendía lo que me estabas sugiriendo… o, por lo menos, fue tu inconsciente el que me ayudó. ¿Todavía conservas la calma?

—Por supuesto que conservo la calma.

—Bien. Trata de mantenerte sereno, Norman, y consideremos esto desde un punto de vista lógico. ¿Cooperarás conmigo?

—¿Qué quieres que haga?

—Quiero ponerte fuera de combate, Norman. Como a Harry.

Norman negó con la cabeza.

—Nada más que durante unas pocas horas.

En ese instante, Beth pareció tomar una decisión: avanzó con rapidez hacia el psicólogo, y éste vio la jeringa que ella tenía en la mano, vio el centelleo de la aguja y torció el cuerpo hacia un lado. La aguja se hundió en la manta. Norman se la quitó y corrió hacia la escalera.

—¡Norman! ¡Regresa!

Pero ya estaba subiendo la escalera. Vio que Beth corría hacia él con la jeringa, y le lanzó una patada; subió hasta el laboratorio de Beth y cerró violentamente la escotilla sobre su perseguidora.

—¡Norman!

Beth golpeó la escotilla con los puños. El se paró sobre la tapa de metal, a sabiendas de que Beth nunca la podría levantar con su peso encima. Ella seguía golpeándola.

—¡Norman Johnson, abrirás esa escotilla en este mismo instante!

—No, Beth, lo siento.

Norman se tomó un respiro. ¿Qué podría hacer Beth? «Nada», pensó. Se encontraba en lugar seguro. No podría alcanzarlo; nada le haría mientras permaneciera allí.

En ese momento vio que, entre sus pies, la traba metálica que había en el centro de la tapa estaba siendo movida desde el otro lado de la escotilla. Beth giraba el volante.

Estaba encerrando a Norman.