0720 HORAS

No había podido disuadirla. Beth había insistido en salir y conectar los explosivos colocados alrededor de la nave espacial. Era una idea fija en su mente.

—Pero ¿por qué, Beth? —le había preguntado Norman.

—Porque me sentiré mejor después de hacerlo —había respondido ella.

—Pero no hay motivo alguno para ello.

—Me sentiré mejor si lo hago —había insistido ella y, al final, Norman no la pudo detener.

En ese momento la vio: era una pequeña figura, de cuyo casco surgía una sola luz refulgente, que iba de un cajón de explosivos a otro. Los abría y sacaba conos amarillos grandes que se parecían bastante a los que se utilizan para delimitar carriles cuando se efectúan reparaciones en las carreteras. Interconectaba los conos y, cuando el circuito estaba completo, en la punta de ellos brillaba una lucecita roja.

Norman vio lucecitas rojas a todo lo largo de la nave espacial, y eso hizo que se sintiera inquieto.

Cuando Beth salía, él le había dicho:

—Pero no irás a conectar los explosivos que están cerca del habitáculo.

—No, Norman, no lo haré.

—Prométemelo.

—Ya te lo dije: no lo haré. Sí eso te desagrada, no lo haré.

—Me desagrada.

—Está bien, está bien.

Ahora las luces rojas formaban un rosario que se extendía a lo largo de la astronave, a partir de la cola apenas visible que se erguía desde el fondo coralino. Beth iba cada vez más hacia el norte, hacia los restantes cajones que estaban sin abrir.

Norman miró a Harry, que roncaba con gran sonoridad, pero seguía inconsciente. Norman se paseaba por el Cilindro D como un león enjaulado; después, se dirigió a los monitores.

La pantalla parpadeó.

YA VOY.

—¡Oh, Dios! —exclamó.

Pero, acto seguido, pensó: «¿Cómo puede estar pasando esto? No puede ser. Harry sigue fuera de combate. ¿Cómo es posible que esto ocurra?».

YA VOY POR VOSOTROS.

—¡Beth!

En el intercomunicador, la voz de Beth sonó con estridencia:

—Sí, Norman.

—Lárgate de ahí, de inmediato.

NO TENGÁIS MIEDO.

—¿Qué pasa, Norman? —preguntó Beth.

—Recibo algo en la pantalla.

—Vigila a Harry. Tiene que estar despertándose.

—No, sigue igual. Regresa aquí, Beth.

VOY AHORA.

—Muy bien, Norman, voy hacia allá.

—Rápido, Beth.

Pero no necesitaba decirlo: ya veía la luz del casco de Beth, que subía y bajaba con rapidez, mientras ella corría por el fondo del mar. Se encontraba a noventa metros del habitáculo, por lo menos. A través del intercomunicador, Norman la oía respirar con dificultad.

—¿Puedes ver algo, Norman?

—No, nada.

Se esforzaba por mirar hacia el horizonte, que era el sitio por el cual siempre había aparecido el calamar. La primera señal siempre había sido un lejano fulgor verde. Ahora no se veía.

Beth jadeaba.

—Puedo sentir algo, Norman. Siento el agua…, una ola grande…, fuerte.

La pantalla destelló:

OS MATARÉ AHORA.

—¿Ves algo por ahí? —preguntó Beth.

—No. Nada en absoluto.

Vio a Beth, sola sobre el lodoso fondo. Su luz era el único centro de la atención de Norman.

—Lo puedo sentir, Norman. Está cerca. ¡Dios bendito! ¿Qué pasa con las alarmas?

—Nada, Beth.

—¡Jesús!

Mientras avanzaba apresurada, el sonido de su respiración llegaba como jadeos sibilantes. Beth estaba en buen estado físico, pero no se podía esforzar en esa atmósfera. No le sería posible durante mucho tiempo, pensaba Norman. Ya podía ver que la mujer se estaba desplazando con menor velocidad. La lámpara del casco subía y bajaba con más lentitud.

—¿Norman?

—Sí, Beth. Estoy aquí.

—Norman, no sé si lo voy a lograr.

—Beth, tú lo puedes lograr. Reduce tu velocidad.

—Está aquí. Lo siento.

—No veo nada, Beth.

Oyó un sonido rápido y entrecortado, como de dos cosas duras que se golpean. En un primer momento pensó que era estática en la línea, pero después se dio cuenta de que eran los dientes de Beth que castañeteaban: la mujer estaba tiritando. Con semejante esfuerzo físico debería haber entrado en calor y, en cambio, se estaba enfriando.

Norman no entendía el porqué.

—… frío, Norman.

—Ve más despacio, Beth.

—No puedo… hablar… cerca…

Contra su voluntad, estaba reduciendo cada vez más la velocidad. Había entrado en la zona iluminada por las luces del habitáculo y ya estaba a menos de nueve metros de la escotilla, pero Norman se daba cuenta de que sus brazos y piernas se movían con lentitud, sin coordinación.

Y entonces pudo ver, por fin, que algo revolvía el lodoso sedimento que había detrás de Beth, en la oscuridad que se hallaba más allá de las luces. Era como un tornado, una nube remolineante de sedimento cenagoso. Norman no podía distinguir qué había dentro de la nube, pero percibía el poder que tenía en su interior.

—Cerca… Nor…

Beth tropezó y cayó. La nube remolineante se desplazó hacia ella.

OS MATARÉ AHORA.

La mujer consiguió ponerse de pie, miró hacia atrás y vio la nube rotatoria que se le aproximaba. En aquella masa lodosa había algo que llenaba a Norman de un horror profundo, de un horror que se remontaba a su niñez. Era el material básico que constituía las pesadillas.

—Normannnnn…

Entonces, el psicólogo empezó a correr, sin saber realmente qué iba a hacer, impulsado por lo que acababa de ver, pensando sólo en que tenía que hacer algo, ponerse en acción. Pasó por el Cilindro B, entró en el A y buscó su traje, pero no disponía de tiempo para ponérselo y, por la escotilla abierta, el agua negra estaba borboteando y remolineando. Vio la mano enguantada de Beth por debajo de la superficie, agitándose con desesperación. Estaba allí, justo debajo de él, y era la única compañera que tenía ahora. Sin pensarlo, saltó hacia el agua negra y se hundió en ella.

La repentina sensación de frío le hizo sentir ganas de gritar; le laceraba los pulmones. Al instante, todo el cuerpo se le quedó insensible y, durante un segundo, experimentó una espantosa parálisis. El agua lo volteó y lo lanzó como si lo hubiera atrapado una gran ola; se hallaba impotente para luchar contra ella. Su cabeza golpeó contra la cara inferior del habitáculo. No podía ver absolutamente nada.

Palpó en derredor, en busca de Beth, estirando los brazos a ciegas en todas direcciones. Los pulmones le ardían. El agua le hacía girar sobre sí mismo en círculos; lo ponía cabeza abajo.

Tocó a Beth; la perdió. El agua seguía haciéndole dar vueltas.

Agarró algo: un brazo. Norman ya estaba perdiendo el sentido del tacto. Se sentía cada vez más lento y más atontado. Por encima de él vio un anillo de luz: la escotilla. Hizo un movimiento de pataleo, pero no tuvo la impresión de desplazarse. El círculo no se acercaba.

Pataleó cada vez más, arrastrando a Beth como un peso muerto. Quizá ella estaba muerta. Los pulmones le quemaban. Era el dolor más intenso que había experimentado en toda su vida. Luchó contra él, y luchó contra el agua furiosa que le hacía dar vueltas sobre sí mismo. Siguió pataleando hacia la luz. Ése era su único pensamiento: patalear hacia la luz, acercarse a la luz, alcanzar la luz, la luz…, la luz…

La luz.

Las imágenes eran confusas: el cuerpo de Beth, envuelto en el traje de buceo, resonaba contra el metal, dentro de la esclusa. La propia rodilla de Norman sangraba sobre el borde de la escotilla, y las gotas de sangre salpicaban el suelo. Las temblorosas manos de Beth se extendían para cogerse el casco, lo hacían girar intentando que se destrabara del traje. Manos que temblaban. Agua en la escotilla, agua que brotaba y succionaba. Luces en los ojos de Norman. Un dolor terrible en alguna parte de su cuerpo. Herrumbre muy cerca de su cara; un borde metálico afilado. Metal frío. Luces en sus ojos, luces que se volvían mortecinas, se extinguían… La negrura.

La sensación de calor era desagradable. En los oídos tenía un rugido sibilante. Alzó la vista y vio a Beth, sin su traje. Norman la veía desproporcionadamente importante y grande. Ella estaba ajustando el gran calefactor de ambiente; después, lo encendió. La mujer todavía tiritaba, pero estaba encendiendo la calefacción. Norman cerró los ojos: «Lo logramos —pensó—, todavía estamos juntos. Todavía estamos bien. Lo logramos».

Se relajó.

Sobre el cuerpo sintió una sensación de hormigueo. «Debe de ser por el frío —pensó—. Tiene que ser consecuencia de que el cuerpo está recobrando su temperatura normal». La sensación de hormigueo, de algo que se arrastraba, no era agradable. Como tampoco lo era el siseo que oía: como un silbido, intermitente.

Mientras yacía sobre la cubierta, algo se le deslizó con suavidad por debajo del mentón. Abrió los ojos y vio un tubo blanco plateado. Entonces se esforzó por ver y descubrió los diminutos ojos redondos y brillantes, la lengua que oscilaba. Era una serpiente.

Una serpiente marina.

Quedó petrificado. Miró hacia abajo, moviendo nada más que los ojos.

Tenía todo el cuerpo cubierto de serpientes marinas.

La sensación de hormigueo provenía de docenas de serpientes que se le enroscaban alrededor de los tobillos, se le deslizaban entre las piernas, sobre el pecho. Percibió el movimiento de algo frío que se le deslizaba sobre la frente; cerró los ojos, horrorizado, el cuerpo de la serpiente se arrastraba por encima de su cara, le bajaba por la nariz, le frotaba los labios; después, se alejó.

Al oír el siseo de los reptiles recordó que Beth había dicho que eran muy venenosos… «Beth —pensó—. ¿Dónde está Beth?».

Norman permanecía inmóvil. Sentía que las serpientes se le enroscaban alrededor del cuello, pasaban sobre sus hombros y se deslizaban entre los dedos de las manos. No quería abrir los ojos. Experimentó un súbito acceso de náuseas. «Dios mío —pensó—, voy a vomitar».

Notaba serpientes debajo de sus axilas, y otras que le paseaban por las ingles. Súbitamente, empezó a invadirle un sudor frío. Luchó contra las náuseas.

«Beth», pensó. No quería hablar. «Beth…».

No cesaba de oír el siseo y entonces, cuando ya no lo pudo soportar más, abrió los ojos y vio la masa de carne blanca que se enroscaba y retorcía, las diminutas cabezas, las lenguas bífidas que se balanceaban… Volvió a cerrar los ojos.

Sintió que una de las serpientes reptaba sobre la piel desnuda de su pierna, por debajo del mono.

—No te muevas, Norman.

Era Beth. Norman percibió la tensión de su voz. Alzó la vista, pero no podía verla; sólo veía su sombra.

Oyó que exclamaba:

—Oh, Dios, ¿qué hora es?

Y él pensó: «Al diablo con la hora, ¿a quién le importa qué hora es?». Eso no tenía ningún sentido para Norman.

—Tengo que saber qué hora es —estaba diciendo Beth.

Escuchó el sonido de sus pisadas sobre la cubierta. «La hora…».

¡Se estaba alejando! ¡Lo abandonaba…!

Las serpientes se le deslizaban sobre las orejas, debajo de la barbilla, por encima de las ventanillas de la nariz. Los cuerpos de los reptiles estaban húmedos y resbaladizos.

En ese momento percibió otra vez las pisadas de Beth sobre la cubierta, y un sonido metálico cuando la zoóloga levantó la tapa de la escotilla. Abrió los ojos y la vio, inclinada sobre él: cogía las serpientes en grandes puñados y las arrojaba al agua a través de la escotilla. Los reptiles se le retorcían en las manos, se le liaban alrededor de las muñecas, pero Beth se las sacudía y las tiraba a un lado. Algunas no caían en el agua y se enroscaban en la cubierta. Pero la mayor parte ya no estaban sobre el cuerpo de Norman.

Una de las serpientes le reptaba por la pierna, en dirección a la ingle. Norman sintió que se deslizaba con rapidez hacia abajo: ¡Beth estaba tirándole de la cola!

—Con cuidado…

Ya no tenía la serpiente encima. Había salido lanzada sobre su hombro.

—Puedes levantarte, Norman —dijo Beth.

Se puso en pie de un salto y enseguida, vomitó.