—¿Cuántos trajiste? —preguntó Harry, girando el disparador.
—Cinco —dijo Norman—. No pude cargar con más.
—¿Pero funcionó?
Estaba examinando la bulbosa punta explosiva.
—Sí, funcionó: le volé todo el tentáculo.
—Vi que el calamar se alejaba y me imaginé que le tenías que haber hecho algo.
—¿Dónde está Beth?
—No sé. Falta su traje. Es posible que haya ido a la nave.
—¿Que haya ido a la nave?
Norman frunció el entrecejo.
—Lo único que sé es que, cuando desperté, se había marchado. Descubrí que estabas en el habitáculo y después vi el calamar. Traté de comunicarme contigo por radio, pero supongo que el metal bloqueó la transmisión.
—¿Beth se fue?
Norman estaba empezando a enfadarse, ya que se había acordado que Beth permaneciera en la consola de comunicaciones, vigilando los sensores, mientras él estuviese afuera. ¿Era posible que se hubiese ido a la nave?
—Falta su traje —repitió Harry.
—¡Hija de puta! —exclamó Norman.
De repente, se puso furiosísimo. Dio patadas a la consola.
—Cuidado con eso —le advirtió Harry.
—¡Maldición!
—Tómalo con calma. Vamos, tranquilízate, Norman.
—¿Qué demonios piensa esa mujer que está haciendo?
—Por favor, siéntate, Norman. —Harry lo condujo a una silla—. Todos estamos cansados.
—¡Estás en lo malditamente cierto, al decir que estamos cansados!
—Calma, Norman, calma… Recuerda tu presión arterial.
—¡Mi presión arterial está bien!
—No; no creo que ahora esté bien —opinó Harry—. Estás morado.
—¿Cómo pudo dejarme salir y marcharse luego como si tal cosa?
—Peor aún: ella también salió.
—Pero no se cuidó de vigilarme.
En ese preciso instante se dio cuenta de por qué estaba tan enfadado: porque tenía miedo. Allí abajo sólo quedaban tres de ellos, y se necesitaban entre sí, dependían unos de otros. Pero Beth no era de fiar, y eso hacía que él sintiera miedo. Y que estuviera furioso.
—¿Me podéis oír? —La voz de Beth se oyó por el intercomunicador—. ¿Alguien me oye?
Norman cogió el micrófono, pero Harry se lo arrebató:
—Yo lo haré —dijo—. Si, Beth, te oímos.
—Estoy en la nave —dijo Beth. Su voz sonaba mal a causa de la estática—. He descubierto otro compartimiento a popa, detrás de las literas de la tripulación. Es bastante interesante.
«Bastante interesante —pensó Norman—. ¡Jesús! Bastante interesante». Le arrancó el micrófono a Harry y dijo:
—¡Beth! ¿Qué demonios estás haciendo ahí?
—Ah, hola, Norman. Volviste bien, ¿eh?
—A duras penas.
—¿Tuviste problemas?
Por la voz, Beth parecía indiferente.
—Sí, los tuve.
—¿Estás bien? Pareces enfadado.
—Ya lo creo. Estoy furioso. Beth, ¿por qué saliste cuando yo estaba fuera?
—Harry dijo que tomaría mi lugar.
—¿Que Harry dijo…? —Miró a Harry, el cual hacía gestos negativos con la cabeza.
—Se ofreció para hacerse cargo de la consola en mi lugar. Me dio el visto bueno para ir a la nave. Como el calamar no estaba en las cercanías, parecía un buen momento para salir.
Norman tapó el micrófono con la mano:
—No recuerdo eso —dijo Harry.
—¿Hablaste con ella?
—No tengo ni idea de haber hablado con ella.
—Pregúntaselo, Norman, y él te lo confirmará —continuó Beth.
—Dice que nunca dijo eso.
—Pues entonces está borracho —sentenció Beth—. ¿Crees que iba a abandonarte cuando estabas fuera? ¡Dios santo! —Hubo una pausa—. Jamás haría eso, Norman.
—Lo juro —dijo Harry a Norman—. En ningún momento conversé con Beth. No hablé con ella, en absoluto. Te expliqué que, cuando desperté, se había ido. No se hallaba nadie aquí. Y afirmaría que Beth siempre tuvo la intención de visitar la nave.
Norman recordó con cuánta prontitud Beth estuvo de acuerdo en permitir que fuera él al submarino, hasta el punto de haber quedado sorprendido. «Tal vez Harry tenga razón —pensó—. Quizá Beth lo había estado planeando todo el tiempo».
—¿Sabes lo que creo? —dijo Harry—. Que se está volviendo loca.
A través del intercomunicador, Beth preguntó:
—¿Ya habéis aclarado la confusión?
—Sí, Beth —respondió Norman.
—Me alegro —manifestó Beth—, porque aquí, en la nave espacial, he hecho un descubrimiento.
—¿De qué se trata?
—Encontré a la tripulación.
—Habéis venido los dos —dijo Beth.
Estaba sentada frente a una consola en la confortable cubierta de vuelo, color canela, de la nave espacial.
—Sí —dijo Norman.
Beth presentaba buen aspecto. Casi podría decirse que mejor que nunca. Más fuerte, más fresca. «A decir verdad, está muy hermosa», pensó Norman.
—Harry creyó que el calamar no volvería —dijo.
—¿El calamar estuvo por aquí?
Norman le resumió lo ocurrido, el ataque de que había sido objeto.
—¡Jesús! Lo siento, Norman. Nunca habría salido, de haber tenido la menor sospecha de lo que iba a pasar.
Norman pensó que Beth no daba la impresión de hallarse a punto de perder la razón. Parecía coherente y sincera.
—De todos modos, lo herí, y Harry pensó que ese gigantesco animal no regresaría.
—Y logramos ponernos de acuerdo acerca de quién debería quedarse en la retaguardia, por lo que decidimos salir los dos.
—Bueno, venid por aquí —les indicó Beth.
Los guió hacia popa, a través de la cabina de la tripulación; pasaron las veinte literas de los tripulantes y el gran comedor. Norman se detuvo en el comedor, y lo mismo hizo Harry.
—Tengo hambre —confesó Harry.
—Comed algo —dijo Beth—. Yo ya lo he hecho. Hay una especie de barras de fruta seca, o algo por el estilo, bastante sabrosas.
La zoóloga abrió un armario del comedor, sacó barras envueltas en papel metálico y entregó una a cada uno de los científicos. Norman arrancó el papel y vio una cosa que parecía chocolate. La notó seca.
—¿Hay algo para beber?
—Por supuesto. —Beth abrió la puerta de una nevera—. ¿Queréis coca-cola dietética?
—Estás bromeando…
—El dibujo de la lata es diferente, y me temo que esté tibia, pero no hay duda de que es coca-cola dietética.
—Voy a comprar acciones en esa compañía —dijo Harry—, ahora que sabemos que va a seguir existiendo dentro de cincuenta años. —Leyó el rótulo: «Bebida oficial de la Expedición Viajero a las Estrellas».
—Sí, es una promoción publicitaria.
Harry giró la lata y vio que el otro lado estaba impreso en japonés.
—¿Qué querrá decir esto?
—Quiere decir que no debes comprar esas acciones, a pesar de todo —repuso Beth.
Norman bebió la coca-cola con una vaga sensación de inquietud: el comedor parecía sutilmente modificado desde la última vez que él lo había visto. No estaba seguro; en aquel momento sólo le había dedicado una breve mirada, pero, por lo común, tenía buena memoria para la disposición de los elementos de una habitación. Su esposa siempre bromeaba al respecto, diciéndole que no se perdería en ninguna cocina.
—No recuerdo que hubiera una nevera en el comedor.
—En realidad, tampoco yo me percaté —coincidió Beth.
—A decir verdad —continuó Norman—, toda esta sala me parece diferente. La veo más grande y…, no sé…, distinta.
—Se debe a que tienes hambre —comentó Harry sonriendo.
—Puede ser —admitió Norman.
Era posible que Harry tuviera razón. En la década de los sesenta se habían llevado a cabo varios estudios sobre la percepción visual, los cuales demostraron que la interpretación variaba en función de la predisposición de los sujetos sometidos a las pruebas. Por ejemplo: cuando se les mostró una serie de diapositivas borrosas, los que estaban hambrientos vieron comida en todas ellas.
Pero esta habitación sí presentaba un aspecto diferente, de verdad. Norman no recordaba, por ejemplo, que la puerta que llevaba al comedor estuviera a la izquierda, como ahora. La recordaba situada en el centro de la pared que separaba el comedor de la cabina de las literas.
—Por aquí —dijo Beth, guiándolos aún más hacia popa—. En realidad lo que me intrigó fue la nevera. Una cosa es almacenar gran cantidad de alimentos en una nave de prueba a la que se envía a través de un agujero negro, y otra molestarse en abastecer un frigorífico. ¿Para qué? Eso me hizo pensar que, después de todo, podría haber una tripulación.
Entraron en un corto túnel de paredes de vidrio. Sobre los tres científicos brillaban luces color púrpura intenso.
—Ultravioleta —dijo Beth—. No sé para qué es.
—¿Desinfección?
—Quiza.
—Tal vez tenga como objeto mantener el tostado solar en la piel —sugirió Harry—. Vitamina D.
Después llegaron a una sala grande que no tenía parangón con cosa alguna que Norman hubiese visto antes: el suelo refulgía en color púrpura; toda la habitación estaba bañada por una luz ultravioleta que venía desde abajo. Montada en las cuatro paredes había una serie de anchos tubos de vidrio; dentro de cada uno se hallaba un estrecho colchón plateado. Todos los tubos parecían desocupados.
—Por aquí —indicó Beth.
Escudriñaron a través de uno de los tubos: otrora, la desnuda mujer había sido hermosa, eso aún se notaba. Su piel era color moreno oscuro y se veía surcada por profundas arrugas; el cuerpo estaba marchito.
—¿Momificada? —preguntó Harry.
Beth asintió con un gesto de cabeza.
—Es la mejor suposición que se me ocurre. No abrí el tubo porque tuve en cuenta el riesgo de infección.
—¿Qué era esta sala? —preguntó Harry, mirando en derredor.
—Tiene que ser algún tipo de cámara de hibernación, pues cada tubo está conectado, en forma independiente, con un sistema mantenedor de vida, fuente de alimentación eléctrica, purificadores de aire, calefactores y demás, situados en la sala de al lado.
Harry contó los tubos.
—Hay veinte tubos.
—Y veinte literas —agregó Norman.
—Entonces, ¿dónde están todos los demás?
—No lo sé —dijo Beth.
—¿Esta mujer es la única que queda?
—Así parece. No encontré a nadie más.
—Me pregunto cómo murieron —dijo Harry.
—¿Fuiste adonde está la esfera? —le preguntó Norman a Beth.
—No. ¿Por qué?
—Nada más que por curiosidad.
—¿Te planteas si la tripulación murió después de que recogieran la esfera?
—Sí.
—No creo que la esfera sea agresiva ni peligrosa en ningún sentido —declaró Beth—. Es posible que la tripulación haya muerto por causas naturales durante el transcurso del viaje. Esta mujer, por ejemplo, está tan bien conservada, que no se puede menos que pensar en la radiación. Quizá recibió una dosis grande de radiación. En torno de un agujero negro hay niveles tremendos de radiación.
—¿Imaginas que la tripulación murió al pasar a través del agujero negro y que, a posteriori, la nave espacial, bajo control automático, recogió la esfera?
—Es posible.
—Es bastante atractiva —comentó Harry, observando a través del vidrio—. ¡Vaya, vaya! Los periodistas se volverían locos con esto, ¿no? Erótica mujer del futuro hallada desnuda y momificada. Vean reportaje filmado en nuestra edición de las veintitrés.
—Es alta —dijo Norman—. Debe de medir más de un metro ochenta.
—Una amazona —corroboró Harry—. Con las tetas grandes.
—Ya es suficiente —pidió Beth.
—¿Qué pasa? ¿Te ofendes en nombre de ella? —preguntó Harry.
—No creo que haya necesidad de hacer ese tipo de comentarios.
—En realidad, Beth —agregó Harry—, se parece un poco a ti. Beth frunció el entrecejo.
—Lo digo en serio. ¿La has mirado bien?
—No seas ridículo.
Norman la contempló a través del cristal, protegiendo su mano del reflejo de los tubos púrpura de luz ultravioleta, situados en el suelo. En verdad, la mujer momificada se parecía a Beth; era más joven, más alta y más fuerte, pero, de todos modos, se parecía a ella.
—Harry tiene razón.
—Quizá eres tú, procedente del futuro —sugirió Harry.
—No. Es evidente que esa mujer es veinteañera.
—Quizá sea tu nieta.
—Nada probable —dijo Beth.
—Nunca se sabe —replicó Harry—. ¿Jennifer se parece a ti?
—En realidad, no. Pero está en esa edad desmañada… Desde luego, no se parece a esa mujer… Y yo tampoco.
A Norman le impresionó la convicción con que Beth negó cualquier semejanza o relación con la mujer momificada.
—Beth —dijo—, ¿qué supones que ocurrió aquí? ¿Por qué es esta mujer la única que queda?
—Creo que era importante para la expedición —repuso ella—. Tal vez la capitana o la subcapitana. Los demás eran hombres, en su mayoría, e hicieron algo necio, no sé qué, algo contra lo que ella los previno y, como resultado, todos ellos murieron. Esta mujer fue la única que quedó viva en esta nave espacial. Y la pilotó de regreso a la base. Pero algo le fue mal, algo que no pudo evitar, y murió.
—¿Qué le fue mal?
—No sé. Algo.
«Fascinante», pensó Norman. En verdad, nunca antes lo había considerado así, pero aquella sala, y en realidad toda esta nave espacial, era un enorme Rorschach. O, con más precisión, un TAT (Thematic Apperception Test), un test psicológico, de percepción temática, consistente en una serie de imágenes ambiguas. Se pide a los sujetos digan lo que, según ellos, muestran esas imágenes. Dado que las láminas no ofrecen un argumento claro, son los sujetos quienes elaboraban ese argumento… y los argumentos dicen mucho más sobre quienes los narran que sobre las imágenes.
Ahora Beth les estaba narrando su fantasía sobre esta sala: que una mujer había estado a cargo de la expedición, que los hombres no le habían hecho caso y que habían muerto, y que sólo la mujer había quedado viva.
Eso no decía mucho sobre la nave espacial, pero sí decía muchísimo sobre Beth.
—Lo tengo —exclamó Harry—. Lo que quieres decir es que fue ella quien cometió el error y pilotó la nave de vuelta, pero demasiado lejos en el pasado. Una típica mujer al volante.
—¿Tienes que burlarte de todo?
—¿Y tú tienes que tomarlo todo con tanta seriedad?
—Esto es serio —objetó Beth.
—Te narraré un cuento diferente —dijo Harry—. Esta mujer cometió un grave error. Tenía que hacer algo, y se olvidó de hacerlo o lo hizo mal. La pusieron en hibernación. Como resultado de su error, el resto de la tripulación murió y la mujer jamás despertó de la hibernación, nunca se dio cuenta de lo que había hecho, porque no era consciente de lo que estaba pasando.
—Estoy segura de que prefieres esa historia —dijo Beth—. Es acorde con el típico desprecio que siente hacia las mujeres el varón negro.
—Tranquilidad —recomendó Norman.
—Te sientes agraviado por el poder femenino.
—¿Qué poder? ¿A levantar pesas le llamas «poder»? Eso no es más que fuerza… y proviene de una sensación de debilidad, no de poder.
—Eres una comadreja esmirriada —murmuró Beth.
—¿Qué vas a hacer, pegarme? ¿Es ésa tu idea del poder?
—Sé lo que es el poder —dijo Beth, mirándolo con ferocidad.
—Calma, calma —rogó el psicólogo—. No sigamos con esto.
—¿Qué opinas, Norman? ¿También tú tienes un relato sobre el tema? —le preguntó Harry.
—No. No lo tengo.
—Oh, vamos —dijo Harry—. Apuesto a que sí lo tienes.
—No —repitió Norman—. Y no voy a mediar entre vosotros dos. Tenemos que estar todos juntos en esto; tenemos que trabajar en equipo mientras permanezcamos aquí abajo.
—Es Harry quien se propone desunirnos —acusó Beth—. Desde el comienzo de este viaje trató de crear problemas con todo el mundo, con sus comentarios maliciosos.
—¿Qué comentarios maliciosos?
—Sabes muy bien a qué me refiero.
Norman se dispuso a salir de la sala.
—¿Adonde vas?
—El público os abandona.
—¿Porqué?
—Porque sois bastante aburridos.
—¿Ah, sí? —replicó Beth—. ¿De modo que el Señor Psicólogo Indiferente decide que somos aburridos?
—Así es —admitió Norman, mientras seguía andando por el túnel de vidrio, sin mirar atrás.
—¿Quién crees que eres? ¿Te parece que puedes juzgar a los demás? —le gritó Beth.
Norman continuó su camino.
—¡Te estoy hablando a ti! ¡No te atrevas a irte cuando te estoy hablando!
Norman entró otra vez en el comedor, y empezó a abrir cajones buscando barras de fruta seca. Otra vez tenía hambre, y la búsqueda hizo que dejara de pensar en sus compañeros. Debía admitir que estaba alterado por el modo en que se desarrollaban las cosas. Encontró una barra, rompió el papel metálico y se la comió.
Estaba alterado, pero no sorprendido, pues ya hacía mucho que, en estudios que realizó sobre mecánica de grupo, había comprobado la veracidad del antiguo dicho: «Tres son una multitud». En una situación de extrema tensión, los grupos de tres personas eran siempre inestables. A menos que cada uno de los integrantes tuviese responsabilidades claramente definidas, el grupo mostraba tendencia a producir lealtades fluctuantes, de dos contra uno. Eso era lo que estaba sucediendo ahora.
Terminó la barra y se apresuró a comer otra. ¿Cuánto tiempo tendrían que estar allí abajo? Por lo menos treinta y seis horas más. Norman buscó un sitio en el que llevar algunas barras de fruta seca, pero su mono de poliéster carecía de bolsillos.
Beth y Harry entraron en el comedor, muy mortificados.
—¿Queréis una barra de fruta seca? —pregunto.
—Queremos disculparnos —manifestó Beth.
—¿Porqué?
—Por comportarnos como niños —respondió Harry.
—Estoy turbada —explicó Beth—. Me siento muy mal por haber perdido los estribos de esa manera. Me he conducido como una idiota.
Beth había dejado caer la cabeza y miraba fijamente el suelo.
«Es interesante la manera en que cambia —pensó Norman—, y pasa de una agresiva confianza en sí misma, a lo diametralmente opuesto, la humildad de la culpa. Nada intermedio».
—No le demos más importancia de la debida —contestó Norman—. Todos estamos cansados.
—Me siento muy mal —insistió Beth—. De verdad. Tengo la sensación de haberos fallado a los dos. No debería estar aquí, en primer lugar. No merezco hallarme en este grupo.
—Beth, toma una de estas barras y deja de sentir pena por ti misma —le sugirió Norman.
—Sí —convino Harry—. Creo que te prefiero cuando te encuentras enfadada.
—Estoy asqueada de estas barras de fruta seca —dijo Beth—. Antes de que llegarais me comí once.
—Pues haz la docena completa —propuso Norman—, y regresaremos al habitáculo.
Mientras caminaban por el lecho oceánico, estaban tensos y no dejaban de vigilar para ver si se acercaba el calamar. Pero a Norman lo reconfortaba el hecho de estar armados. Y había algo más: sentía una especie de confianza interior, que le surgía de su reciente enfrentamiento con el calamar.
—Sostienes ese lanzador neumático como si supieras qué hacer con él —comentó Beth.
—Sí. Así lo creo.
Toda su vida, Norman había sido un académico, un investigador universitario, y nunca había pensado en sí mismo como un hombre de acción. Por lo menos no se sabía capaz de una acción que fuese más allá de un ocasional partido de golf. Ahora, al sostener el lanzador neumático listo para disparar, descubría que la sensación le agradaba.
Mientras caminaba se percató de la profusión de gorgonias que había en el tramo que iba de la nave espacial al habitáculo, hasta el punto de que los tres científicos se veían obligados a caminar dando rodeos. Algunos de esos celentéreos alcanzaban una altura de un metro veinte a un metro cincuenta. A la luz de las linternas presentaban brillantes colores púrpura y azul. Norman estaba completamente seguro de que las gorgonias no estaban allí abajo cuando llegaron por primera vez al lugar.
Ahora no sólo había coloridas gorgonias, sino también cardúmenes de peces grandes, la mayoría de color negro con una banda rojiza a lo largo del lomo. Beth dijo que la presencia de ese tipo de peces era normal en aquella región del Pacífico.
«Todo está cambiando —pensó Norman—, todo está cambiando alrededor de nosotros». Pero no estaba seguro de eso. A decir verdad, allí abajo Norman no confiaba en su memoria: existían demasiadas cosas que le alteraban las percepciones: la atmósfera de alta presión, las lesiones que había sufrido, así como la tensión y el miedo persistentes con los que vivía.
Algo pálido atrajo su mirada, y al dirigir la linterna hacia el lecho del mar, vio una línea blanca que se retorcía sobre sí misma, provista de una larga cola, delgada y con bandas negras. En el primer momento Norman pensó que era una anguila, pero enseguida descubrió la diminuta cabeza y también la boca.
—Quietos —ordenó Beth, poniendo la mano sobre el brazo de Norman.
—¿Qué es?
—Una serpiente marina.
—¿Son peligrosas?
—Por lo común, no.
—¿Venenosas? —preguntó Harry.
—Muy venenosas.
La serpiente se mantuvo cerca del fondo, como si buscase comida. No prestó atención a los científicos, y a Norman le resultó muy agradable observarla, en especial cuando se alejaba de ellos.
—Me da escalofríos —confesó Beth.
—¿Sabes de qué clase es? —preguntó Norman.
—Puede ser una de Belcher. Todas las serpientes marinas del Pacífico son venenosas, pero la de Belcher lo es más que ninguna. De hecho, algunos investigadores creen que es el reptil más letal del mundo, ya que su veneno es cien veces más poderoso que el de la cobra real o el de la serpiente tigre negra.
—De modo que si te pica…
—Dos minutos, como máximo.
Observaron que la serpiente se alejaba escurriéndose entre las gorgonias. Después, desapareció.
—Por lo general, las serpientes marinas no son agresivas —explicó Beth—. Algunos buzos hasta las tocan, juegan con ellas; pero yo nunca lo haría. ¡Dios, víboras!
—¿Por qué son tan venenosas? ¿Para inmovilizar a la presa?
—¿Sabes? Es muy interesante —repuso Beth—. Los seres más tóxicos del mundo son, todos, habitantes del mar. En comparación, el veneno de los animales terrícolas no es nada, y aun entre éstos, el veneno más letal proviene de un anfibio, un sapo, el Bufotene marfensis. En el mar hay peces venenosos, como el pez erizo, que es un bocado exquisito en el Japón; hay moluscos venenosos, como el cono estrellado, el Alaverdis lotensis. En una ocasión, yo estaba en un barco, en Guam, y una mujer sacó del agua un cono estrellado. Las valvas son muy bellas, pero la mujer no sabía que hay que mantener los dedos lejos del borde. El animal hizo sobresalir su espina ponzoñosa y picó a la mujer en la palma; ella dio tres pasos, antes de caer presa de las convulsiones, y murió al cabo de una hora. También hay plantas venenosas, esponjas venenosas, corales venenosos. Y además, las serpientes. Hasta las más débiles de las marinas son letales.
—¡Qué agradable! —exclamó Harry.
—Bueno, pero tienes que reconocer que el mar es un ambiente en el que hay vida desde mucho antes que en la Tierra. En los océanos la vida tiene tres mil millones y medio de años, mucho más que en la tierra firme. Los métodos de competencia y defensa han alcanzado, por ello, un desarrollo superior.
—¿Quieres decir que, dentro de algunos miles de millones de años, también en tierra firme existirán animales así de ponzoñosos?
—Si llegamos tan lejos en el tiempo…
—Limitémonos a regresar —sugirió Harry.
Ahora el habitáculo estaba muy cerca: podían ver las columnas de burbujas que surgían de las fisuras.
—Está perdiendo como un miserable —dijo Harry.
—Creo que tenemos aire suficiente.
—Voy a comprobarlo.
—Como quieras —aceptó Beth—, pero yo hice un trabajo concienzudo.
Norman pensó que estaba a punto de iniciarse una nueva discusión, pero Beth y Harry abandonaron la cuestión. Los tres supervivientes llegaron hasta la escotilla y, a través de ella, treparon al DH-8.