LA CENA

—No sé cómo pueden comer esas cosas —comentó Harry señalando los calamares.

—Son deliciosos —declaró Norman—. Calamares a la plancha.

No bien se hubo sentado a la mesa, Norman se dio cuenta de lo hambriento que estaba. Y comer lo hacía sentirse mejor, pues el hecho de sentarse ante una mesa, con un cuchillo y un tenedor en las manos, le daba una reconfortante sensación de normalidad, hasta el punto de que casi le resultaba posible olvidar dónde se hallaba.

—En especial, me gustan fritos —dijo Tina.

—Calamari fritos —dijo Barnes—. Maravillosos. Son mis favoritos.

—A mí también me gustan fritos —corroboró Jane Edmunds, la cual estaba sentada muy tiesa y tomaba su comida con movimientos precisos.

Norman observó que, entre bocado y bocado, la mujer apoyaba el tenedor en la mesa.

—¿Por qué no han frito los calamares? —preguntó Norman.

—Aquí abajo no se pueden hacer frituras en sartén o freidora —explicó Barnes— porque el aceite caliente forma una suspensión y se pega a los filtros de aire. Pero la comida a la plancha sale muy bien.

—Bueno, no sé cómo están los calamares, pero los camarones me parecen riquísimos —dijo Ted—. ¿No es así? —le preguntó a Harry, que también estaba comiendo camarones.

—Los camarones están excepcionales —respondió—. Deliciosos.

—¿Saben cómo me siento? —preguntó Ted—. Como el Capitán Nemo. ¿Recuerdan que vivía bajo las aguas de la generosidad del mar?

—Veinte mil leguas de viaje submarino —precisó Barnes.

—James Mason —recordó Ted—. ¿Recuerdas cómo tocaba el órgano? Du-du-du, da da dadaaaaa… Era la Tocata y fuga en re menor, de Bach.

—Y Kirk Douglas.

—Kirk Douglas estaba magnífico.

—¿Se acuerdan de cuando luchó con el calamar gigante?

—Eso fue grandioso.

—Kirk Douglas tenía un hacha, ¿recuerdan?

—Sí, y le cortó uno de los tentáculos al calamar.

—Esa película me produjo un miedo tremendo —dijo Harry—. La vi cuando era chico y me asusté muchísimo.

—A mí no me dio miedo —declaró Ted.

—Eras mayor —contestó Harry.

—No tan mayor.

—Sí, lo eras. Para un niño era terrorífica. Es probable que ésa sea la razón por la que ahora no me gustan los calamares.

—No te gustan los calamares —razonó Ted— porque son gomosos y repugnantes.

—Esa película hizo que yo quisiera alistarme en la Armada —rememoró Barnes.

—Me lo imagino —dijo Ted—. ¡Era tan romántica y emocionante! Se trataba de una visión real de las maravillas de la ciencia aplicada. ¿Quién hacía el papel del profesor?

—¿El profesor?

—Sí. ¿No recuerdas que había un profesor?

—Recuerdo vagamente a un profesor. Un tipo viejo.

—Norman, ¿recuerdas quién era el profesor?

—No, no lo recuerdo.

—¿Estás ahí sentadito y vigilándonos Norman? —preguntó Ted.

—¿Qué quieres decir?

—Te pregunto si estás analizándonos para ver si nos estamos volviendo chiflados.

—Sí —dijo Norman sonriendo—. Eso estoy haciendo.

—¿Qué tal nos portamos? —inquirió Ted.

—Yo diría que es muy significativo que un grupo de científicos no pueda recordar quién hizo el papel de profesor universitario en una película que a todos ellos les encantó.

—Bueno, Kirk Douglas era el héroe, ése es el porqué. El científico no era el héroe.

—¿Franchot Tone? ¿Claude Rains? —preguntó Barnes.

—No, no lo creo. ¿Fritz… no sé qué?

—¿Fritz Weaber?

Oyeron una crepitación y un siseo y después los sonidos de un órgano que tocaba la Tocata y fuga en re menor.

—Grandioso —comentó Ted—. No sabía que aquí abajo tuviésemos música.

Jane Edmunds regresó a la mesa y dijo:

—Hay una gran colección de cintas, Ted.

—No sé si esto es lo más adecuado para la cena —opinó Barnes.

—Me gusta —aprobó Ted—. Ahora sólo nos falta una ensalada de algas… ¿No era eso lo que servía el Capitán Nemo?

—¿Quizá algo más ligero? —preguntó.

—¿Más ligero que las algas marinas?

—Más ligero que Bach.

—¿Cómo se llamaba el submarino? —preguntó Ted.

Nautilus —apuntó Jane.

—Oh, cierto. Nautilus.

—Ése fue también el nombre del primer submarino atómico, que se botó en mil novecientos cincuenta y cuatro —dijo Jane, y brindó a Ted una amplia sonrisa.

—Cierto —reconoció éste—. Cierto.

«Ted encontró la horma de su zapato en cuanto a trivialidades irrelevantes», pensó Norman.

Jane fue hasta la portilla y exclamó:

—¡Oh, más visitantes!

—¿Y ahora qué son? —preguntó Harry, y se apresuró a alzar la vista.

«¿Asustado? —pensó Norman—. No, tan sólo vivaz, maníaco. Interesado».

—Son hermosas —estaba diciendo Jane—. Se trata de alguna clase de medusas pequeñas. Están alrededor de todo el habitáculo. Deberíamos filmarlas. ¿Qué piensa, doctor Fielding? ¿Deberíamos salir a filmarlas?

—Pienso que, por ahora, solamente voy a comer —respondió Ted con tono algo severo.

Dio la impresión de que Jane Edmunds se sintió lastimada, como si le hubieran dado un golpe. «Tendré que vigilar esto», pensó Norman. Jane se volvió y salió del comedor. Los demás echaron un vistazo hacia la portilla, pero nadie abandonó la mesa.

—¿Alguna vez han comido medusa? —preguntó Ted—. Me han dicho que es un bocado exquisito.

—Algunas son venenosas —observó Beth—. Tienen toxinas en los tentáculos.

—¿Los chinos no comen medusas? —preguntó Harry.

—Sí —contestó Tina—. Y hacen también sopa. Mi abuela solía hacerla en Honolulú.

—¿Usted es de Honolulú?

—Mozart estaría mejor para acompañar la cena —opinó Barnes—. O Beethoven. Algo con cuerda. Esta música de órgano es lúgubre.

—Dramática —agregó Ted, mientras tocaba teclas imaginarias en el aire, siguiendo el ritmo de la música y balanceando su cuerpo como hacía James Mason.

—Tenebrosa —prosiguió Barnes.

En ese momento se oyó la voz de Jane a través del intercomunicador.

—¡Oh! Deberían ver esto. Es bellísimo.

—¿Dónde está Jane Edmunds?

—Tiene que estar en el exterior —dijo Barnes, y fue hacia una de las portillas.

—Es como nieve rosada —comentó Jane.

Todos se pusieron de pie y se dirigieron a la portilla.

Jane Edmunds estaba fuera, con la cámara de vídeo. Apenas si podían verla entre la densa nube de medusas. Los celentéreos eran pequeños, del tamaño de un dedal, y de un delicado color de rosa refulgente. En verdad, era como una nevada.

Algunas medusas se acercaron mucho a la portilla, y todos pudieron verlas bien.

—No tienen tentáculos —observó Harry—. No son más que pequeñas bolsas pulsantes.

—Ése es el modo en que se mueven —corroboró Beth—. Las contracciones musculares despiden el agua.

—Como los calamares —dijo Ted.

—No tan desarrollados, pero sí en cuanto a la idea general.

—Son pegajosas —dijo Jane por el intercomunicador—. Se están adhiriendo a mi traje.

—Ese color sonrosado es fantástico —opinó Ted—. Se ve como la nieve durante la puesta del sol.

—Muy poético.

—Eso es lo que pensé.

—Y que lo digas.

—Se me están pegando a la máscara también —informó Jane—. Tengo que desprenderlas a tirones. Dejan una huella untuosa…

Se interrumpió de repente, pero seguían oyendo su respiración.

—¿Alcanzan a verla? —preguntó Ted.

—No muy bien. Está allí, hacia la izquierda.

Por el intercomunicador, Jane dijo:

—Parecen estar calientes…, siento calor en los brazos y las piernas.

—Eso no me gusta —dijo Barnes, y se volvió hacia Tina—. Dígale que salga de ahí.

Tina corrió a la consola de comunicaciones.

Norman ya casi no veía a Jane. Apenas alcanzaba a divisar una forma oscura que agitaba los brazos…

Por el intercomunicador, Jane estaba diciendo:

—La untuosidad en la máscara… no se va… Parecen estar Corroyendo el plástico… y mis brazos… la tela está…

Se oyó la voz de Tina:

—¡Jane, Jane, sal de ahí!

—De inmediato —gritó Barnes—. ¡Dígale que de inmediato!

La respiración de Edmunds llegaba en forma de jadeos desiguales.

—Las marcas pegajosas… No puedo ver muy bien… Siento… dolor…, me arden los brazos…, me duele…, están carcomiendo a través…

—Jane, vuelve. Jane…, ¿me estás recibiendo? Jane…

—Se ha caído —dijo Harry—. Miren, se la puede ver allí caída…

—Tenemos que salvarla —exclamó Ted, y se puso en pie de un salto.

Que nadie se mueva —ordenó Barnes.

—Pero ella está…

Nadie más va allá afuera, ¿entendido?

La respiración de Jane era agitada… Tosía, jadeaba…

—No puedo…, no puedo… ¡Oh, Dios…!

Jane empezó a gritar.

Era un grito agudo y continuo, sólo interrumpido por los jadeos irregulares que hacía para tratar de respirar. Ya no podían verla a través del enjambre de medusas. Los investigadores se miraron entre sí y luego miraron a Barnes, cuyo rostro era una máscara rígida; escuchaba los alaridos de Jane con las mandíbulas apretadas.

Y entonces, de pronto, se hizo el silencio.