Norman escribió en su libreta: El sujeto es un matemático negro de treinta y tres años, que pasó tres horas dentro de una esfera de origen desconocido. En el momento de recuperarlo, fuera de la esfera, el sujeto se hallaba en estado de estupor y no reaccionaba a estímulos: no sabía cuál era su nombre, ni dónde estaba ni qué año era. Fue traído de vuelta al habitáculo y durmió durante una media hora; después despertó de repente y se quejó de tener dolor de cabeza.
—¡Oh, Dios!
Harry estaba sentado en su litera, sosteniéndose la cabeza entre las manos y gimiendo.
—¿Te duele? —preguntó Norman.
—De una manera brutal. Machacante.
—¿Algo más?
—Tengo sed. ¡Dios! —Se lamió los labios—. Estoy muy sediento.
Extremada sed, escribió Norman.
Rose Levy, la cocinera, apareció con un vaso de limonada. Norman le pasó el vaso a Harry, el cual se lo bebió de un solo trago, y lo devolvió.
—Más.
—Mejor traiga una jarra —sugirió Norman.
Levy salió y Norman se volvió hacia Harry, que todavía se sostenía la cabeza y gemía.
—Tengo que hacerte una pregunta.
—¿Qué pregunta?
—¿Cuál es tu nombre?
—Norman, no necesito que me psicoanalicen en este preciso instante.
—Tan sólo dime tu nombre.
—Harry Adams, por el amor de Dios. ¿Qué te pasa? ¡Oh, mi cabeza!
—Antes no lo recordabas… —dijo Norman—. Cuando te encontramos.
—¿Cuando me encontraron? —preguntó Harry.
Parecía estar otra vez confuso.
Norman asintió con la cabeza.
—¿Te acuerdas de cuando te hallamos?
—Tiene que haber sido… afuera.
—¿Afuera?
Harry miró hacia arriba, súbitamente furioso, y con los ojos relampagueantes de ira:
—¡Afuera de la esfera, remaldito idiota! ¿De qué crees que estoy hablando?
—Tómalo con calma, Harry.
—¡Tus preguntas me están volviendo loco!
—Muy bien, muy bien. Tranquilo.
Norman hizo más anotaciones: Emocionalmente inestable. Furia e irritabilidad.
—¿Tienes que hacer tanto ruido?
Norman alzó la vista, perplejo.
—Tu lápiz —dijo Harry—. Suena como las cataratas del Niágara.
Norman dejó de escribir. Tenía que ser una jaqueca, o algo similar. Harry se sostenía la cabeza con las manos, con delicadeza, como si su cráneo estuviera hecho de cristal.
—¿Por qué no pueden darme una aspirina, en el nombre de Dios?
—No queremos darte ningún medicamento durante algún tiempo porque, en el caso de que te hayas lastimado, tenemos que saber dónde está el dolor.
—El dolor, Norman, está en mi cabeza. ¡Está en mi remaldita cabeza! Ahora, ¿por qué no me dan una aspirina?
—Barnes dijo que no lo hiciéramos.
—¿Barnes está aquí todavía?
—Todos estamos aquí todavía.
Harry alzó la vista con lentitud.
—Pero se dijo que subirían a la superficie.
—Lo sé.
—¿Por qué no os habéis ido?
—El clima empeoró mucho y no nos pudieron enviar los submarinos.
—Pues deberíais marcharos. No tendríais que estar aquí, Norman.
Rose Levy llegó con más limonada. Mientras bebía, Harry miró a la mujer.
—¿También usted sigue aquí?
—Sí, doctor Adams.
—En total, ¿cuánta gente hay aquí abajo?
—Somos nueve, señor —respondió Rose.
—¡Jesús! —Harry devolvió el vaso y Rose lo volvió a llenar—. Todos ustedes deberían irse. Deberían abandonar este sitio.
—Harry —dijo Norman—, no nos podemos ir.
—Tenéis que iros.
Norman se sentó en la litera que estaba frente a la de Harry, lo observó mientras éste bebía. El matemático tenía manifestaciones, bastante típicas, de shock emocional: irritabilidad, flujo nervioso maníaco de ideas, temor inexplicable por la seguridad de los demás… todo eso era característico de quienes, a consecuencia de accidentes graves, como un accidente automovilístico de importancia o la caída de un avión, sufrían un shock emocional. Al producirse un hecho de este tipo, el cerebro lucha por asimilarlo; por darle sentido, por rearmar el mundo mental, aun cuando, en torno de éste, el mundo físico estuviese hecho añicos. La mente entra en una especie de marcha forzada y trata presurosamente de rearmar las cosas, de hacer que vuelvan a estar como deben, de restablecer el equilibrio.
Sin embargo, ése es un período confuso, en el que todo gira como un remolino.
Tan sólo había que esperar que pasara.
Harry terminó la limonada y devolvió el vaso.
—¿Más? —preguntó Levy.
—No, ya está bien. El dolor de cabeza se me ha calmado.
«Quizá fuese deshidratación», pensó Norman… ¿Y por qué iba a estar Harry deshidratado tras haber pasado tres horas en la esfera?
—Harry…
—Dime una cosa, Norman, ¿tengo aspecto diferente?
—No.
—¿Te parezco el mismo?
—Sí. Yo creo que sí.
—¿Estás seguro?
Harry se incorporó de un salto, se dirigió a un espejo colocado en la pared y se estudió el rostro.
—¿Qué aspecto crees tener? —preguntó Norman.
—No sé. Diferente.
—¿Diferente en qué sentido?
—¡No lo sé…! —Harry dio un fuerte golpe sobre la pared acolchada, al lado del espejo, y la imagen que aparecía en éste vibró; se dio vuelta, volvió a sentarse en la litera y suspiró—. Tan sólo diferente.
—Harry…
—¿Qué?
—¿Recuerdas lo que pasó?
—Por supuesto.
—¿Qué pasó?
—Entré.
Norman aguardó, pero Harry no agregó más: se limitó a fijar la vista en el suelo alfombrado.
—¿Recuerdas haber abierto la puerta?
Harry permaneció en silencio.
—¿Cómo abriste la puerta, Harry?
Harry alzó la vista hacia Norman:
—Se daba por hecho que todos ustedes partirían, que regresarían a la superficie. No esperaba que permanecieran aquí.
—¿Cómo abriste la puerta, Harry?
Se produjo un prolongado silencio.
—La abrí —dijo luego el matemático.
Se sentó, con la espalda bien recta, las manos a los costados. Parecía estar recordando, reviviendo lo sucedido.
—¿Y después?
—Entré.
—¿Y qué pasó dentro?
—Era hermoso…
—¿Qué es lo que era hermoso?
—La espuma —dijo Harry.
Y en ese instante volvió a quedar en silencio, con la mirada vacía y fija en un punto del espacio.
—¿La espuma? —lo incitó Norman.
—El mar. La espuma. Hermoso…
¿Estaría hablando de las luces?, se preguntó Norman. ¿Del conjunto de luces que remolineaban?
—¿Qué es lo que era hermoso, Harry?
—Vamos, no te burles —dijo el matemático—. Prométeme que no vas a burlarte.
—No me burlaré.
—¿Crees que se me ve igual?
—Sí, lo creo.
—¿No cambié en absoluto?
—No. Al menos en nada que yo pueda apreciar. ¿Crees tú que cambiaste?
—No sé. Quizá… Yo…
—¿Ocurrió algo en la esfera que te cambió?
—No entiendes lo de la esfera.
—Entonces, explícamelo —pidió Norman.
—Nada ocurrió en la esfera.
—Estuviste en ella durante tres horas…
—Nada ocurrió. Dentro de la esfera, nunca ocurre nada. Siempre es lo mismo… dentro de la esfera.
—¿Qué es lo que siempre es lo mismo? ¿La espuma?
—La espuma siempre es diferente. La esfera siempre es la misma.
—No entiendo —dijo Norman.
—Sé que no entiendes —dijo Harry, y movió la cabeza—. ¿Qué puedo hacer?
—Dime algo más.
—No hay nada más.
—Entonces, dímelo todo de nuevo.
—No serviría —dijo Harry—. ¿Piensas que os iréis pronto?
—Barnes dijo que no nos iríamos hasta dentro de varios días.
—Creo que deberíais marcharos cuanto antes. Habla con los demás. Convéncelos de que tienen que irse.
—¿Por qué, Harry?
—No puede ser… No lo sé.
Harry se frotó los ojos y se recostó sobre la litera.
—Tendrás que disculparme —dijo—; pero estoy muy cansado. Quizá podamos continuar con esto en alguna otra ocasión. Habla con los demás, Norman. Haz que se vayan. Es… peligroso permanecer aquí.
Se acostó del todo y cerró los ojos.