Estaban en el Cilindro C. Norman sacó de debajo de su litera el pequeño bolso provisto por la Armada. Fue al baño a buscar sus elementos para afeitarse, cogió su libreta y su par adicional de calcetines y metió todo en el bolso; luego corrió la cremallera y lo cerró.
—Estoy listo.
—Yo también —dijo Ted, que se sentía desdichado y que no quería partir—. Supongo que ya no lo podemos demorar más. El clima está empeorando. Del DH-7 sacaron ya a todos los buzos, y ahora sólo quedamos nosotros.
Norman sonrió ante la perspectiva de estar otra vez en la superficie.
—Nunca imaginé que aguardaría con gusto el momento de ver el color gris naval reglamentario de un barco; pero así es. ¿Dónde están los demás?
—Beth ya recogió sus cosas. Creo que está con Barnes, en comunicaciones. Harry también, supongo. —Ted dio unos tirones de su mono—. Te diré una cosa: me sentiré contento de ver este traje por última vez.
Salieron del camarote y se dirigieron hacia comunicaciones. En el angosto corredor se cruzaron con Alice Fletcher, que iba hacia el Cilindro B.
—¿Lista para partir? —le preguntó Norman.
—Sí, señor, todo está pronto para la batalla —respondió, pero sus rasgos estaban tensos y parecía tener mucha prisa y estar sometida a una gran presión.
—¿No va usted en sentido contrario? —preguntó Norman.
—Tan sólo estoy revisando los diesel de reserva.
«¿Los diesel de reserva? ¿Para qué revisar los motores de reserva ahora que nos estamos yendo?», se preguntó Norman.
—Es probable que Jane Edmunds haya dejado encendido algo que no debía —sugirió Ted, moviendo la cabeza.
En la consola de comunicaciones el ambiente era lúgubre. Barnes estaba hablando por el micrófono con las naves de superficie.
—Dígalo otra vez —pidió—. Quiero oír quién autorizó eso.
Miraron a Tina y alguien le preguntó:
—¿Cómo está el clima en la superficie?
—Parece que empeora con rapidez.
Barnes giró sobre sí mismo:
—¡¿Por qué no hablan más bajo, idiotas?!
Norman dejó caer su bolsa en el suelo. Beth estaba sentada al lado de las portillas; se la veía cansada y se frotaba los ojos. Tina apagaba uno a uno los monitores cuando súbitamente se detuvo.
—¡Miren!
En un monitor se veía la pulida esfera.
Harry estaba parado junto a ella.
—¿Qué está haciendo ahí?
—¿No vino con nosotros?
—Creía que sí.
—No me di cuenta. Supuse que había venido.
—¡Maldición! Creí haberles dicho… —comenzó a barbotar Barnes, pero se detuvo y miró con fijeza la pantalla.
En ella, Harry se volvió hacia la cámara de televisión, hizo una breve reverencia y dijo:
—Damas y caballeros, atención, por favor. Creo que lo que van a ver les resultará interesante.
Harry se volvió para enfrentarse a la esfera. Se quedó inmóvil, con los brazos caídos a los costados, relajados. Ni se movió ni habló. Cerró los ojos e hizo una inspiración profunda.
La puerta que daba acceso a la esfera se abrió.
—No está mal, ¿eh? —dijo Harry, con una amplia y repentina sonrisa.
Después, penetró en la esfera y la puerta se cerró detrás de él.
Todos empezaron a hablar al mismo tiempo. La voz de Barnes se alzaba por encima de todas las demás, intentando hacerles callar; pero nadie le prestaba atención. De pronto las luces del habitáculo se apagaron y quedaron inmersos en la oscuridad.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Ted.
La única luz mortecina que llegaba a través de las portillas era la de los reflectores de la parrilla. Luego, también esa luz se apagó.
—No hay corriente…
—Traté de decírselo —dijo Barnes.
Se produjo un chirrido, las luces parpadearon y después se volvieron a encender.
—Tenemos corriente interna; ahora están funcionando nuestros diesel.
—¿Porqué?
—¡Miren! —exclamó Ted, señalando hacia afuera de la portilla. En el exterior vieron lo que parecía una enorme serpiente plateada que se sacudía. Entonces, Norman se dio cuenta de que era el cable que los conectaba con la superficie, que se deslizaba hacia atrás y hacia adelante, frente a ellos. A medida que iba tocando el fondo del mar, se iba enroscando y formando grandes anillos.
—¡Se soltaron de nosotros!
—Así es —ratificó Barnes—. Arriba están sufriendo los efectos de vientos huracanados y ya no pueden conservar los cables para suministro de energía y para comunicaciones; y tampoco pueden usar los submarinos. Hicieron subir a todos los buzos, pero los submarinos no pueden regresar por nosotros. Durante algunos días, por lo menos, hasta que el mar se calme.
—¿Entonces estamos varados aquí abajo?
—En efecto.
—¿Por cuánto tiempo?
—Varios días —respondió Barnes.
—¿Cuánto?
—Quizá una semana.
—Dios mío —exclamó Beth.
Ted lanzó su bolsa sobre el sofá y dijo:
—¡Qué fantástica suerte hemos tenido!
Beth se giró para mirarlo.
—¡¿Te has vuelto loco?!
—Mantengamos la calma —pidió Barnes—. Todo está bajo control. Esta no es más que una demora temporal. No hay motivo para alarmarse.
Norman no estaba alarmado, pero de pronto se sintió exhausto. Beth, en cambio, se había puesto de mal humor; estaba enojada pues consideraba que había sido engañada. Ted se mostraba excitado y ya estaba planeando otra expedición a la nave espacial, para lo cual organizaba al equipo, junto con Jane Edmunds.
Pero Norman sólo se sentía cansado. Los párpados le pesaban y llegó a pensar que iba a quedarse dormido allí mismo, de pie, frente a los monitores. Se excusó de modo apresurado, regresó a su camarote y se tendió en la litera; no le importó que los cobertores estuviesen pegajosos, que la almohada se hallase fría, y tampoco le importó que los motores diesel ronronearan y vibraran en el cilindro de al lado. «Ésta es una reacción muy fuerte de escapismo», pensó. Y después se quedó dormido.