Un alférez llevó a Norman hasta su camarote, que era pequeño y gris, más parecido a la celda de una prisión que a cualquier otra cosa. La bolsa que había traído estaba sobre la litera; en un rincón se hallaba una consola y un teclado de ordenador y, al lado, un grueso manual con tapas azules.
Se sentó sobre la dura e incómoda cama, y se reclinó contra una tubería de la pared.
—Hola, Norman —dijo una voz suave—. Me alegra ver que te metieron en esto a la fuerza. Todo este asunto es culpa tuya, ¿no?
En el vano de la puerta había una mujer de pie.
Beth Halpern, la zoóloga del equipo, era un paradigma de contrastes: alta y angulosa, de treinta y seis años, se le podía llamar bella, a pesar de sus rasgos fuertes y de las características casi masculinas de su cuerpo. En los años transcurridos desde que Norman la vio por última vez, Beth parecía haber acentuado aún más sus facetas masculinas. Era levantadora de pesas y también corredora pedestre, de manera que las venas y los músculos le resaltaban en el cuello y los antebrazos. Por debajo de los pantalones cortos asomaban unas poderosas piernas. Llevaba el cabello corto, apenas un poco más largo que el de un hombre. Pero al mismo tiempo usaba joyas y maquillaje, y se movía de modo seductor. Su voz era suave y los ojos grandes y límpidos, en especial cuando hablaba sobre los seres vivos que estudiaba; en esos momentos, Beth se volvía casi maternal. Uno de sus colegas de la Universidad de Chicago se había referido a ella como «madre naturaleza con músculos».
Norman se puso de pie y ella le dio en la mejilla un beso rápido e indiferente.
—Mi cuarto es contiguo al tuyo. Oí que habías llegado. ¿Cuándo entraste?
—Hace una hora. Me parece que todavía soy presa del shock —comentó Norman—. ¿Crees todo esto? ¿Crees que es real?
—Sí, lo creo.
Beth señaló el grueso manual azul que estaba al lado del ordenador.
Norman lo cogió y leyó el título: Reglas que rigen la conducta del personal durante las operaciones militares secretas. Hojeó páginas de denso texto jurídico.
—Viene a decir —resumió Beth— que debes mantener la boca cerrada o pasarás mucho tiempo en una prisión militar. Y nada de llamadas, ni internas ni al exterior. Sí, Norman, creo que tiene que ser real.
—¿Hay una nave espacial ahí abajo?
—Hay algo ahí abajo. Es muy emocionante. —Beth empezó a hablar con más rapidez—. ¡Vamos! Nada más que para la Biología, las posibilidades producen vértigo. Todo lo que sabemos sobre la vida es resultado de estudiar la que hay en nuestro propio planeta; pero en cierto modo toda la vida que hay en la Tierra es lo mismo: todo ser vivo, desde las algas hasta los seres humanos, está construido, básicamente, según el mismo plan, con el mismo ADN. Ahora tenemos la oportunidad de ponernos en contacto con vida que es por completo diferente. En todos los sentidos. Resulta emocionante. ¡Vaya si lo es!
Norman asintió con la cabeza, aunque en realidad estaba pensando en otra cosa.
—¿Qué dijiste respecto a que no se pueden hacer llamadas internas ni al exterior? Prometí a Ellen que la llamaría.
—Bueno, traté de llamar a mi hija y me dijeron que los enlaces de comunicación están cortados. No resulta fácil creerlo, porque la Armada tiene más satélites que almirantes; pero juran y perjuran que no hay línea disponible para llamar afuera. Barnes dijo que daría su aprobación a un cablegrama. Eso es todo.
—¿Qué edad tiene Jennifer ahora? —preguntó Norman.
Se sintió complacido por haber podido rescatar el nombre de la memoria. ¿Cómo se llamaba el marido? Era físico, según recordaba, o algo así. Un hombre de cabello muy rubio, color arena. Tenía barba y usaba corbatas de lazo.
—Nueve. Ahora es lanzadora de la Liga de Menores de Evanston. No es muy buena estudiante, pero es una excelente lanzadora. —En su voz había un matiz de orgullo—. ¿Cómo está tu familia? ¿Ellen?
—Muy bien, y los niños también. Tim se encuentra ya en segundo año de la facultad, en Chicago, y Amy se halla en Andover. ¿Cómo está…?
—¿George? Nos divorciamos hace tres años —dijo Beth—. George pasó un año en el CERN, en Ginebra, buscando partículas exóticas, y creo que encontró lo que quería: la mujer es francesa y él afirma que es una excelente cocinera. —Se encogió de hombros—. De todos modos, en mi carrera me va bien. Durante todo el año pasado estuve trabajando con cefalópodos: calamares y pulpos.
—¿Y fue interesante?
—Sí. Fue muy interesante llegar a conocer la apacible inteligencia de estos seres, de los pulpos, en particular. Produce una sensación extrañísima… No sé si sabes que el pulpo es más astuto que un perro, y sería una mascota muy superior. Se trata de un ser maravilloso, listo, muy emocional… Lo que sucede es que nunca pensamos en ellos de esa manera.
—¿Aún los comes?
—Ah, Norman —dijo Beth sonriendo—. ¿Todavía relacionas todo con la comida?
—Siempre que es posible —dijo él al tiempo que se daba unas palmadas en el vientre.
—Pues entonces no te va a gustar la comida de este sitio: es terrible. Pero, respondiendo a tu pregunta, he de decirte que no —aclaró ella, haciendo sonar los nudillos—. Nunca podría comer un pulpo, sabiendo lo que sé en la actualidad acerca de ellos…, lo cual me trae algo a la memoria: ¿qué sabes en realidad de Hal Barnes?
—Nada. ¿Por qué?
—Anduve haciendo preguntas, y resulta que Barnes no pertenece a la Armada. Es un ex de la Armada.
—¿Quieres decir que pasó al retiro?
—Pasó al retiro en mil novecientos ochenta y uno. Primero recibió preparación como ingeniero aeronáutico en el Instituto de Tecnología de California, y después de retirarse trabajó para la «Grumman» durante un tiempo. Luego fue miembro de la Comisión Naval de Ciencias, perteneciente a la Academia Nacional; después, subsecretario adjunto de Defensa, miembro del CAASD, el Consejo para Análisis de la Adquisición de Sistemas de Defensa, y miembro de la Comisión de Ciencias de Defensa, que asesora a los comandantes en jefe de las tres fuerzas y al secretario de Defensa.
—¿Sobre qué los asesora?
—Sobre adquisición de armas —dijo Beth—. Es un hombre que pertenece al Pentágono y que aconseja al Estado respecto a la compra de armas. Así que…, ¿cómo llegó a estar al frente de este proyecto?
—Ni idea —respondió Norman; sentado en su litera, se quitó cada zapato con el otro pie, y, de pronto, se sintió cansado; Beth estaba apoyada contra el marco de la puerta—. Pareces estar en muy buen estado físico.
«Hasta sus manos se ven fuertes», pensó.
—Tal y como se hallan las cosas, ésa es otra cosa buena —dijo Beth—. Tengo mucha confianza en lo que se avecina. ¿Y con respecto a ti? ¿Crees que te las arreglarás bien?
—¿Yo? ¿Por qué no habría de hacerlo? —Norman se echó un rápido vistazo a la familiar barriga; Ellen siempre le estaba insistiendo para que hiciera algo al respecto y, de cuando en cuando, él se animaba e iba al gimnasio durante algunos días, pero nunca lograba deshacerse de la panza. En verdad, no le importaba demasiado: tenía cincuenta y tres años y era profesor universitario, ¡qué diablos!, pero en ese instante cayó en la cuenta de lo que había dicho Beth—. ¿Qué quieres decir con eso de que tienes confianza en lo que se avecina? ¿Qué es lo que se avecina?
—Bueno, son sólo rumores por ahora. Pero tu llegada parece confirmarlos.
—¿Qué rumores?
—Nos envían ahí abajo.
—¿Dónde es ahí abajo?
—Al fondo del mar. A la nave espacial.
—Pero se encuentra a trescientos metros. La están investigando con robots sumergibles.
—Hoy en día, trescientos metros no representan una profundidad tan grande —dijo Beth—. La tecnología le puede hacer frente. En este mismo instante hay allí buzos de la Armada y, según corre la voz, ellos han montado un habitáculo para que nuestro equipo pueda descender y vivir en el fondo del mar durante una semana, más o menos, y abrir la nave espacial.
Norman experimentó un súbito escalofrío. Cuando trabajaba con la FAA había estado expuesto a toda suerte de horrores. Una vez, en Chicago, en el sitio en el que se había precipitado un avión (cuyos restos estaban diseminados por todo el campo de una finca), había pisado algo esponjoso y lleno de líquido; pensó que era un sapo, pero se trataba de la mano cercenada de un niño, con la palma hacia arriba. En otra ocasión, había visto el cuerpo carbonizado de un hombre, todavía unido a su asiento por el cinturón de seguridad, sólo que el asiento había sido despedido y había caído, con el respaldo deshecho, en el patio trasero de una casa suburbana, al lado de la pequeña piscina de plástico de los niños.
Y en Dallas, Norman se había quedado observando con fijeza a los investigadores técnicos que, subidos a los tejados de las casas de los suburbios, recogían partes de los cuerpos y los metían en bolsas…
Trabajar en un equipo dedicado a desastres aéreos exigía el ejercicio del más extraordinario control psicológico, para evitar ser abrumado por lo que se veía. Pero nunca existía peligro personal alguno, ningún riesgo físico. El único era el de las pesadillas.
Pero ahora, la perspectiva de descender trescientos metros bajo el océano para investigar un naufragio…
—¿Te encuentras bien? —preguntó Beth—. Estás pálido.
—No sabía que alguien estuviera hablando de ir allá abajo.
—No son más que rumores —lo tranquilizó Beth—. Descansa un poco, Norman. Creo que lo necesitas.