——{Epílogo}——

La audiencia del juez de primera instancia estaba muy concurrida para la encuesta postmortem. La muerte, en circunstancias poco usuales, de un músico famoso en tiempos fue extensamente publicada en la segunda página de la mayoría de los diarios. Un catedrático de música, un excolega de Lowell, le rindió un homenaje en la sección necrológica del «Daily Telegraph». Se discutió la posibilidad de un oficio en recuerdo suyo.

Teniéndolo todo en cuenta, pensó Zoe, había hecho bien en ir. Llevaba su abrigo de visón. Un pañuelo de Dior en tonos púrpura y gris cuidadosamente colocado alrededor de su cuello disimulaba la gran magulladura. Unas gafas negras camuflaban sus emociones. La viuda debía parecer afligida.

El que fácilmente hubiese podido haber una doble investigación si las manos de Lowell hubiesen estado menos deformes y hubiesen sido capaces de ejercer la suficiente presión, era algo que no debía publicarse nunca. Si hubiera estado menos bebido podía haberse dado cuenta de que no estaba muerta y haberla liquidado de algún otro modo. Igualmente, si hubiera estado sobrio, quizás no hubiera sucedido.

Fue casual que Ben la encontrase a tiempo. Había oído marchar la furgoneta, le dijo después a ella, y había ido para invitarla a cenar algo, a beber algo, a tener compañía. Las luces brillaban en todas partes y la puerta de atrás estaba abierta. Con mucho tacto había dicho lo menos posible sobre haberla encontrado semiinconsciente, y haberla resucitado, pero su disgusto y su cólera eran evidentes. Cuando algo más tarde ella fue capaz de hablar, dolorosa y no muy coherentemente, le impidió que llamase a la policía. Aquello era un asunto de familia, insistió. El tío de Lowell, sir Howard, debía ser informado, pero nadie más. Lowell podría tener que ser internado en un hospital psiquiátrico. Si así era, cuanto menos se dijese, mejor. El que la vergüenza familiar debiera ser evitada tan dramáticamente fue un respiro bien acogido. Fue lo bastante sensata como para no decirlo.

Ben, sentado a su lado, la miraba con ansiedad. Había intentado disuadirla de asistir a la investigación judicial, allí no se la necesitaba y había sido demasiado herida física y emocionalmente para poder soportar mucho más. Pero parecía sorprendentemente tranquila. En ningún momento de la recuperación había llorado. La reacción de Louise había sido mucho más emocional. Un amigo había muerto y le lloraba. Su ataque a Zoe era horrible, dijo, pero no podía culpársele enteramente.

—Se fue furtivamente a aquella casa como un cangrejo ermitaño, porque no era feliz en casa. Si no hubiera ido allí, si hubiera ido a alguna otra parte, hubiera estado bien. Aquella horrible pocilga le influyó de algún modo.

Ben le dijo que el colapso mental de Lowell era debido a una serie de factores que le causaban estrés. El catalizador fue la chica. La chica de la que había hablado a gritos con Zoe. La que había hecho de él un héroe. Rose. La exquisita ironía no se le escapaba. Tenía curiosidad para escuchar su testimonio y se preguntó cómo reaccionaría Zoe. Pero el turno para subir al estrado de los testigos le tocaba primero al vaquero.

Craddock, viéndose y sintiéndose incómodo en un traje azul marino que no le sentaba bien, fue lacónico. El gato había desenterrado un avispero y las avispas le habían picado. De mala manera. Por un momento había corrido como un loco alrededor del toro, molestándole. La señorita Ballater debió dejar solos a ambos animales. No era prudente intervenir. El señor Marshall estaba intentando apartar a la señorita Ballater cuando el toro embistió. No tuvo suficiente tiempo. Se mató.

Se sonó la nariz en su pañuelo caqui, se lo volvió a poner en el bolsillo, y esperó con rigidez a que le interrogaran de nuevo.

El juez de primera instancia, un hombrecito pacífico de marchitos ojos azules y pelo rojizo, tenía parientes agricultores. Un toro, del tamaño y del peso del Charoláis, tenía tendencia a usar los músculos más que los cuernos. En aquel caso, el pinchazo del cuerno había sido tan cortante como una daga. Y no había sido seguido de ninguna brutalidad; ni lo había aplastado, ni lo había lanzado por el aire, sólo había retrocedido. Según el informe de la autopsia, sin embargo, no había ninguna duda de que el pulmón de Marshall había sido perforado por el cuerno.

Le preguntó al vaquero si había algo que quisiera decir, como único testigo cercano de la embestida.

Craddock hubiera podido decir mucho, pero por respeto al coronel Ballater era mejor permanecer callado. Desde luego, eran habladurías. Cuentos de viejas. El juez le diría que decía tonterías, como él les había dicho a los del pueblo cuando fue a tomar una cerveza con ellos la otra noche. Anne-Marie se aparecía en el aniversario de su ejecución. Era un tiempo de violencia. Demasiadas tragedias, como la muerte del músico, habían sucedido en el pueblo en aquella fecha para que fuesen coincidencias. Había sido condenada con pruebas circunstanciales. Quizás equivocadamente. La sangre inocente buscaba la sangre de los inocentes.

Craddock había oído historias similares a la señorita Marshall cuando le compraba hierbas medicinales para sus verrugas muchos años atrás. Anne-Marie Ballater podía haber hecho un mal casamiento cuando se casó con Tarrant, un labriego, le dijo, pero durante el tiempo que vivió en la casa con él y con su niña pequeña ella había sido feliz. Había sido una casa feliz.

Entonces, ¿por qué les había dejado para acostarse con su amante en Londres? Craddock se burló. ¿Podía la bola de cristal de la señorita Marshall decírselo?

Si ella se había molestado por su escepticismo, no lo había mostrado. Pero tampoco le había respondido. ¿Cómo iba a hacerlo? En lugar de eso, había hablado mucho sobre la vuelta de los muertos a lugares de mucho dolor, o de una gran felicidad. Los que tenían poderes psíquicos, y algunos niños, lo sabían. Allí no había sentimientos de gran dolor, había insistido. Ni de una gran maldad, a pesar de lo que algunos de los del pueblo decían. La casa era apacible. Segura. Un buen lugar en el que estar.

Y luego le habló de Rose. A la niña le gustaba ir allí. Cuando la veía jugando por la casa sentía la presencia de la otra. Había un vínculo de sangre. No le había dicho nada a la niña, por descontado. La misma criatura parecía ignorarlo.

El juez seguía esperando una respuesta.

—¿Tiene usted algo más que decirnos que haga al caso, señor Craddock?

Craddock miró a la sala, hacia donde estaba sentado el Coronel. Sus ojos se encontraron brevemente. Se volvió al juez y negó con la cabeza.

—No señor —dijo.

Su vaquero se había portado muy bien, pensó Ballater. No había hablado demasiado. Esperaba que su nieta se comportase con el mismo buen juicio. Su apariencia, al menos, era intachable. Se había lavado aquella porquería del pelo e iba vestida de forma apropiada. Después del día de hoy, estaba seguro de que dejaría de llevar el traje de tweed para ponerse algo más chillón. Un despilfarro caro, pero no importaba. Estaba prestando juramento en voz baja y clara. Él escuchaba con inquietud. La verdad de Rose tenía muchas facetas.

Zoe, que esperaba que la fulana de Lowell fuese totalmente distinta, se sorprendió de ver una chica joven, una quinceañera, de cabello corto y bien arreglado, sin maquillaje, y con una chaqueta y falda a juego en un tono azul discreto. Una chica del campo. Inocente. Respetable. Desde luego no la chica de la fotografía, cuyos ojos había hecho pedazos con tanto ahínco… La chica a quien pertenecía el vestido Victoriano por el que Lowell se había vuelto loco… La chica que había arruinado el matrimonio. La imagen de la debilidad de Lowell, la fuerza de la otra mujer, se desvaneció. No podía haber sido de aquel modo. Seguro que Lowell fue el seductor, si aquélla era la chica. El odio hacia la Rose desconocida que había ido creciendo, como el agua contra una presa, empezó a desaparecer lentamente. Se sintió defraudada. Era necesario odiar. Se tocó el pañuelo que llevaba alrededor del cuello y se lo aflojó ligeramente. Tosió y sintió dolor. Por primera vez desde la muerte de Lowell estaba a punto de llorar. Era increíble que Lowell hubiese intentado matarla por aquella chica.

Cuanto más escuchaba Zoe el testimonio de Rose, más increíble le resultaba.

El señor Marshall poseía la casa cercana a la finca de su abuelo, le dijo Rose al juez. Le había visto ir y venir. Había un derecho de paso por el terreno de la finca que el músico a veces utilizaba. Ella iba a casa atravesando el campo donde estaba el ganado Charolais cuando el toro se volvió peligroso. El señor Marshall estaba al otro lado del muro. Se había dado cuenta y había ido en su ayuda, y también el vaquero y dos peones más de la finca, pero cuando llegaron al campo el señor Marshall ya había sido corneado. Había sido muy valeroso por su parte el protegerla de aquella forma. Era una deuda que nunca podría pagar.

La deuda que nunca podría pagar era una frase hecha bien buscada. La deuda, si había existido alguna vez, estaba siendo pagada en aquel momento. Su abuelo no le había dado instrucciones exactamente, pero le había advertido que otras personas, además de ella, podrían resultar perjudicadas. Sé prudente, le había dicho.

Estaba siendo muy prudente. Era tentador parar y arrojar una bomba en la satisfacción de todo el mundo. Echó una mirada a la audiencia. Excepto a su abuelo y a Craddock, no conocía a nadie. Montones de rostros curiosos. Una mujer envuelta en visón. Vaya una forma rara de pasar el rato en un caluroso día de otoño. Sería divertido hacer que el entretenimiento fuese realmente caliente. Nos acostamos, les diría, Lowell y yo. Era un amante fantástico. Pero al final estaba loco. Intentaba engañarme para que le consiguiera un arma. ¿A quién se imaginan que quería disparar? ¿A su mujer, quizás? ¿O a mí? Y por todo eso del heroísmo… No se engañen con eso. Tropezó y se cayó encima mío cuando César embestía… Bueno, eso es lo que parecía. Aunque durante los pocos momentos de oscuridad podía haber sido de otra forma. Y ellos se habían amado antes.

El juez le dijo con un amable interés que la muerte del músico no debía inquietar su conciencia. Él había actuado voluntariamente. No tenía ninguna culpa.

Ninguna culpa de nada, pensó ella. El aborto cuatro años antes había sido necesario después de haber hecho el amor por primera vez con un chico que apenas conocía. Necesario, pero a los catorce años, un cierto sobresalto. Había tenido un cierto cuelgue con eso. Y aquello era todo, ¿no? Bien, ¿no lo era? Lowell con su extraño comportamiento había abierto una oscura puerta en su mente y le había hecho ver las cosas ordinarias misteriosamente, de forma distinta. Su muerte la había cerrado de nuevo. Muy bien. Fin. Se acabó. Todo es normal.

El veredicto fue muerte accidental. Rose, a quien no agitaban recuerdos antiguos, antiguos terrores, de Anne-Marie, sonrió al oírlo. Muy pronto pasearía a la luz de una maravillosa tarde de otoño. Joven. Libre. Con todos los años por delante y encantada de estar viva. ¿Qué más podía desear?