Rose detuvo su coche detrás de la furgoneta de Lowell en el preciso instante en que las campanas dejaron de sonar.
No recordaba claramente el viaje. Todo lo que podía recordar era el frío. Había conducido con todas las ventanas abiertas y el viento había azotado el interior del coche, helándole las manos, los tobillos. Estar encerrada era insoportable. Era mejor helarse que ahogarse. Restos del viaje del ácido cruzaban todavía sus pensamientos como una cuerda deshilachada. Hasta que no estuviese libre del recuerdo no podría pensar con claridad. El que hubiese llegado sana y salva a su destino se debía, creía, a reflejos bien entrenados. Y a la suerte. No estaba en estado de cuestionarse qué clase de suerte. Estaba allí porque tenía que estar.
Estaba rodeada de extensos campos, de un reluciente verde plateado a la luz de la mañana. Había nubes que cruzaban rápidamente el profundo azul del cielo. La libertad era una simple cuestión de respirar, de moverse.
Según se acercaba a la casa vio que una oscura espiral de humo salía de la aislada chimenea. La presencia de Lowell era inaceptable, pero por algún tiempo tenía que ser aceptada. Se había metido en su dominio, se había apoderado de su casa. Se habían amado sexualmente y había estado bien, hasta que había intentado convertirla en algo que no era.
Y la dejó sin saber quién o qué era.
Al ir allí ahora estaba buscando su identidad, aunque ella no se lo dijo con esas palabras. Ella era Rose, se repetía a sí misma. Y no se sorprendió de la necesidad de que se lo dijeran. Estaban a finales del siglo XX. ¿Entonces? El viaje del ácido había sido fuera del tiempo. No encajaba en ningún lugar de la historia. Así pues, ¿por qué aquella fuerte sensación de pasado? Una sensación que se hacía más y más fuerte según iba andando por el sendero hacia la puerta.
—Se pueden poner límites, también se pueden ignorar —dijo «ella». Hacía ya algún tiempo que «ella» había aprendido cómo hablarle dentro de su cabeza. Su expresión, divertida, sonriente, no cambió perceptiblemente. Habían vuelto a la antigua relación, la de antes de que ella se encarnase. También entonces tenían discusiones, pero la unión de las mentes no había sido tan completa. Él notó ahora que el dominio de «ella» se hacía mayor, un dominio al que daba la bienvenida. Desde que mató a Zoe no sabía muy bien qué hacer. Cuando las campanas dejaran de sonar, y lo acababan de hacer, se suponía que debía hacer algo, ¿pero qué? La respuesta de «ella» era clara y consoladora.
Recordó que había traído una botella de whisky de la casa y que estaba en la caja de cartón en el cobertizo. Fue y se puso un poco en un vaso, no mucho, y le añadió agua. Lo consideró como una bebida de celebración, el paso con éxito de un límite. Pero el asesinato no era algo que celebrar. Cuando no podía ver el retrato en la pared salían sus más oscuros pensamientos. Era como ir de la luz a la sombra.
—¡Lowell! —La voz era muy clara. Encantado de ser llamado a la luz, la obedeció.
Y vio a la extraña. A la parodia.
Rose había entrado silenciosamente y estaba acurrucada junto al fuego calentándose. Tenía los muslos con piel de gallina mostrados a través del corte de su falda de terciopelo negro. Sus dedos, que le dolían por el repentino calor, se iban poniendo gradualmente de un color más normal. No se había lavado la cara desde que se la pintó para la fiesta y las lágrimas que había derramado durante el demente terror del viaje habían emborronado la máscara naranja alrededor de sus ojos de forma que le bajaba grotescamente por las mejillas. Su pelo, azotado por el viento, parecía clavado sobre su cabeza como lanzas ensangrentadas. No tenía ni idea de cuál era su aspecto y no podía entender el silencio de Lowell. Estaba de pie junto a la puerta mirándola fijamente como si fuese una aparición.
Le dijo bruscamente que había estado conduciendo mucho rato y que tenía frío.
—Al menos por una vez tienes encendido un buen fuego, y me iría bien beber algo caliente.
Su voz era la voz de Rose. Sus rasgos eran los rasgos de Rose, pero grotescos. Las palabras de Leeson cuando vio la fotografía por primera vez le vinieron a la mente. Había dicho que parecía una puta. Aquella criatura parecía una puta. Su blusa de satín rojo estaba abierta hasta casi el ombligo.
Ella vio la dirección de su mirada.
—Sí —admitió—, es una forma estúpida de vestirse en un día frío, pero vine corriendo. Tenía que llegar aquí.
Ella se dio cuenta de que la mano que sostenía el vaso de whisky temblaba y se preguntó si estaba borracho. ¿O aquélla era una explicación demasiado sencilla? En los pocos días que hacía que se habían visto él había cambiado ligeramente. Sus ojos no eran los ojos de Lowell que recordaba, llenos de amor por ella. Su impetuosa afirmación de sí misma parecía una discreta postura comparado con el cambio ocurrido en él. Notó un trauma más profundo que el suyo propio.
Dijo su nombre, convirtiéndolo en una pregunta:
—¿Lowell?
Él miró a la fotografía de la pared para guiarse, pero había un silencio desnudo en su cabeza. Cruzó la sala y puso el vaso de whisky sobre la mesa. Las velas se habían consumido y las colocó en fila sobre la bandeja. Si hacía cosas con las manos su cerebro podría comenzar a trabajar de nuevo. No sabía cómo llevar la situación. Se esperaba que dijese algo, pero no sabía qué palabras decir.
Rose, para romper el silencio, le preguntó cómo estaban sus manos.
Lo bastante fuertes como para matar, recordó. Desordenó la hilera de velas, volviéndolas a colocar. ¡Sus malditas manos!
—¡Lowell! ¿Por qué demonios no me hablas?
Ecos de la antigua Rose. Los recuerdos emergieron. La había desnudado cerca del fuego: su pelo largo había brillado a su luz.
—¿Qué te has hecho en el pelo? —le preguntó casi en un susurro, de pie, medio de espaldas a ella.
—Me lo he cortado —dijo secamente—, como puedes ver.
Su mente, obnubilada por el ácido, se estaba aclarando y se dio cuenta de la extraña forma en que había arreglado la habitación. Parecía haber hecho una cripta de ella. ¿Cuál era el propósito de poner la mesa contra la pared? Con todas las velas gastadas encima parecía un tosco altar pequeño. El punto focal era una pequeña fotografía color sepia.
Se levantó y se acercó para verla.
El reconocimiento fue seguido por una violenta ira que le hizo latir violentamente el corazón. Aquél era el retrato original, el retrato del que le había hablado el fotógrafo. Estaba mucho más claro que el del «Illustrated Police News». Aquí el parecido era tan grande que podría estar mirando su propia imagen en un espejo. Pero los ojos eran distintos, se dijo. Diferentes. Lo que fuera que hubiese detrás de los ojos de aquella mujer de otro tiempo no estaba en los suyos ahora.
Yo no soy tú, le dijo a la fotografía en silencio.
Yo no fui acusada de matar a puñaladas a mi amante. Y a nuestro hijo. A nuestro niño de un mes. ¡Dios! ¿Qué clase de monstruo sería yo? ¿Qué clase de monstruo eras tú? Tú. A mí no me llevaron, enferma y aterrorizada, a aquella terrible habitación aquella horrible mañana. Ni me colgaron por el cuello hasta morir. Fue a ti, a ti, no a mí. A ti.
La sonrisa de la otra mujer era burlona.
Rose se dio la vuelta, temblando.
—Intentaste convertirme en ella.
—Ella es Rose.
—¡No seas tan condenadamente imbécil! —No sabía si pegarle o llorar.
Él le dijo amablemente que se sentara, que le haría algo caliente, como le había pedido antes.
—No hay necesidad de afligirse por nada.
Las palabras iban acudiendo a su mente con facilidad, como si un apuntador le estuviese dictando las palabras apropiadas. Se dio cuenta de que aquella pequeña y grotesca parodia debía ser tratada amablemente, hasta que supiese algo más de ella.
Ella no estaba segura de poder confiar en su cambio de humor. Era demasiado rápido, demasiado amable. Sus ojos tenían una mirada poco franca, como si desconfiase de revelar sus pensamientos.
Sus propios pensamientos se hicieron más disciplinados. El L. S. D. le había hecho sentir culpable por el aborto. Las palabras de la enfermera, oídas por casualidad, de que el aborto era un crimen, siempre la habían inquietado, le habían ocasionado pesadillas. Y por eso su mente había reconstruido la escena de la ejecución que había leído en el fotógrafo. Todo parecía muy sencillo y verosímil. Siempre había sido fácil para ella solucionar sus problemas allí en la casa. Ahora la estaba curando, como sabía que lo haría. Calmándola de nuevo. Nada terrible le había sucedido a la gente que había vivido allí en el pasado. Habían vivido vidas ordinarias, ni demasiado buenas, ni demasiado malas. El olor de la casa era su olor, una mezcla de lo agradable y de lo desagradable: hongos, flores, sudor, humo de la leña. Los sonidos de la casa eran sus sonidos: risa, suspiros, un pequeño llanto, una pequeña discusión. Allí había habido amor, y ternura y dolor. Era un lugar de heridas y de cicatrización. Aquella mujer de la fotografía nunca había vivido allí. Cerca del pueblo de Mardale, decía el informe de la policía. Y luego en Londres. Allí no. Nunca allí. No tenía nada que ver con la casa, ni con ella. Ignórala. Olvídala.
Pero no podía.
Lowell abrió una lata de sopa y la calentó. Había suficiente para dos, pero él no quería. Puso la mitad en una jarra y se la llevó. La intrusa entretanto había ido a su dormitorio, había encontrado un viejo suéter y se lo había puesto. ¿Qué intentaba hacer?, se preguntó. ¿Simplemente calentarse, o establecer alguna clase de vínculo entre ellos?, ¿o ambas cosas? Sintió una ligera agitación sexual, pero no lo suficientemente fuerte como para establecer un puente con el pasado cercano. Ella era aún una extraña, una chica que había entrado, no alguien a quien había amado con pasión y ternura. No era Rose.
Ella le cogió la jarra y puso las manos a su alrededor. La sopa olía apetitosa y sabía a cara, no a raciones de hambre.
—¿Cómo te las estás arreglando para la comida?
—Me aprovisioné cuando fui ayer a casa.
—¿Viste a tu mujer?
Una ligera vacilación, una mirada hacia la fotografía, y luego, con aire despreocupado:
—Sí, vi a Zoe.
Tu matrimonio es cosa tuya, pensó Rose, y evidentemente estás cortando cualquier discusión sobre ello. Bueno. Vuelve con ella. Sal de mi casa. De mi vida. De repente decidió hablarle de Greg, mostrándole como algo más de lo que era.
Él la escuchó en silencio, con la mente en otra parte. No le importaba con quién se acostaba aquella putilla. A quién quería o a quién no quería. Se estaba acordando de Zoe, de sus manos alrededor de su cuello. De la sensación del pulso fuerte y débil. La policía descubriría pronto su cuerpo, había sido un loco no escondiéndolo. Era necesario actuar mientras aún tuviera libertad para hacerlo. El instinto de conservación había estado muy abajo en la lista de prioridades. Ya era hora de ponerlo en primer lugar.
O eso le decía la voz de su cabeza.
Consideró las posibilidades.
Había comida suficiente en la furgoneta para ir tirando, pero no mucha gasolina. No tenía objeto irse con ella. No iría lejos. Necesitaba protegerse allí.
¿Pero cómo?
Rose cogió la jarra y se la llevó para lavarla. Vio el plato de Middy en el suelo y los restos de lo que parecía salmón en lata. Las dificultades financieras de Lowell parecían haber terminado.
Él la siguió al cobertizo y ella le señaló una lata de gambas.
—¿Para Middy?
—Sí.
—Lo alimentas con lo mejorcito.
—Lo alimentaba.
Ella percibió una expresión atenta en su rostro. Era extraña. Se persuadió de que la estaba imaginando.
—¿Qué quieres decir?
Él no respondió directamente.
—¿Hay zorros por ahí?
—Sí, a veces. ¿Por qué?
—¿Qué se hace con ellos? ¿Se envenenan?
—Claro que no. Craddock, el vaquero, los despacha con un rifle. Mató un par el año pasado. Eran animales hermosos.
No podía comprender su interés y le miró con inquietud.
—Middy era un hermoso animal.
Él vio su expresión y por un momento la otra voz se desvaneció y le permitió unos momentos de cordura. No le hagas daño. Esa chica que está a tu lado es de carne y hueso, es Rose. Sal de tu abismo, extiende tu mano hacia ella.
Puso su mano suavemente sobre la suya, pero ella dio un paso atrás, y la mano cayó.
—¿Qué estás intentando decirme, Lowell?
Roto el contacto, la voz volvió con fuerza.
—Encontré el cuerpo de Middy esta mañana. Había sido atacado por un animal grande, probablemente un zorro. Necesito un rifle para un par de días. ¿Podrías conseguirme uno de la finca?
Se creyó lo que le decía y le dio mucha pena. Middy había estado allí al principio de su relación cuando la excitación de hacer el amor con él estaba en su cénit. La muerte del animal parecía subrayar aquella separación. Acentuaba el final.
—Lo siento.
Unas semanas antes hubiera corrido a sus brazos. Ahora no.
El año anterior había visto las entrañas esparcidas de un corderito. El recuerdo, superpuesto al recuerdo de Middy, era nauseabundo. La muerte sangrienta del gato era probablemente la causa del extraño comportamiento de Lowell. El shock, la ira y el alcohol habían destruido la razón de su mente.
¿Lowell con un arma? Era un músico, no un suministrador de muerte. Ni siquiera podía poner una ratonera sin cortarse. Parecía sensato disuadirle.
—No creo que mi abuelo te preste un rifle, no tienes permiso.
—No tiene por qué saberlo.
No, pensó, no tiene por qué. Los rifles no estaban bajo llave. No sería difícil entrar en la finca sin que la vieran y coger uno. Pero pronto notarían la falta.
—¿Sabrás cómo utilizarlo?
—Sí. —Había algo de nerviosismo en su voz. Estaban perdiendo el tiempo discutiendo.
—No me gusta matar —replicó—, ni siquiera para vengar a Middy, ni suponiendo que el animal vuelva, que probablemente no volverá.
—¿Crees que a mí me gusta matar?
Sudaba por el esfuerzo que hacía para controlarse. ¿Qué intentaba hacer, obligarle a estar allí discutiendo la ética? Recordaba claramente a Zoe, extendida boca abajo sobre el suelo de la cocina, con los dedos tocando un charco de leche derramada, oliendo a agrio.
Ella se encogió de hombros.
—De acuerdo. Si debes hacerlo… Te enseñaré donde los guardan.
Después, decidió, sería asunto suyo. Tanto si devolvía el rifle como si no, lo haría él solo. No quería saber nada más de él. Ni allí ni en ninguna parte.
Se miró la cara en el pequeño espejo que había encima del fregadero. ¡Dios santo, tenía un aspecto espantoso! ¡Como una piel roja loca! No podía ir a la finca con aquel aspecto.
Puso agua del cubo que había bajo la bomba en una palangana y encontró el jabón de Lowell que era del más basto de cocina. Se enjabonó las manos y luego se frotó las mejillas. El agua de la palangana se volvió de un tono canela oscuro. Puso más, se enjuagó la cara y luego, de espaldas a él, pidió una toalla.
Él no se movió. Todo lo que ella hacía parecía un acto deliberado para detenerle. El temido y conocido redoble comenzaba a sonar de nuevo en su cabeza y las paredes se le acercaban.
Ella se volvió a tiempo de ver su expresión; los ojos entrecerrados, los labios firmemente apretados. Parecía no respirar.
Y luego expulsó suavemente el aire.
La voz era tranquilizante. Tómatelo con calma, Lowell. Hay tiempo. Ve a la finca con ella. Tranquilízate.
Le alcanzó una toalla y consiguió sonreír.
—Iremos a buscar el arma ahora.
El viento doblaba la hierba desigual de los bordes del sendero y el sol, oscurecido intermitentemente por nubes que corrían, enviaba rayos sobre el verde grisáceo de los lejanos prados. Aquí afuera, lejos de la casa, el día tenía la vitalidad de la juventud. Una bandada de estorninos volaba y se lanzaba y se elevaba y luego, juntos, se alejaban rápidamente sobre el campo del ganado Charolais como si fueran aviones en miniatura.
Rose miraba a Lowell dando zancadas delante de ella. No hacía tanto tiempo habían paseado por allí, el uno al lado del otro y con las manos cogidas. Sus momentos de verdadera tranquilidad eran raros, pero él los había encontrado con ella. Recordó cómo dormía brevemente después de haber hecho el amor y luego se despertaba lentamente y la buscaba para asegurarse de que aún estaba allí.
O de que aquella otra mujer estaba aún allí.
Parecía haber estado comunicándose con la fotografía. Incluso cuando él no la miraba ella notaba su conciencia de la imagen. Era más real para él que ella misma. Estaba libre de él. Era una buena sensación ¿verdad? No tendría que mimarlo más. Ya no tendría que vigilar más su lengua. La última cosa rara que tenía que hacer para él era buscarle un rifle. Y no lo haría si podía.
Apretó su paso para ir con él. ¿Por qué andaba tan deprisa?
—Lowell, ve más despacio, no puedo seguirte.
Se detuvo, no respondió y siguió caminando.
—Muy bien —le espetó—, sigue. Yo voy a descansar.
Se fue a sentar en el muro que rodeaba el campo de ganado y se aflojó los zapatos. Zapatos baratos. Plástico verde oscuro con tacones altos y delgados y hebillas plateadas. Bonitos. ¿Cómo reaccionaría su abuelo ante su nueva imagen?, pensó. Los pocos días que había estado separada de la finca y de él, la habían llevado a la libertad. La diversión ya no era lo que más le interesaba. Más de una vez en el pasado le había ofrecido pagarle los estudios en una escuela para señoritas, le había sugerido Suiza, o quizás Francia. Su negativa sería ahora menos enérgica. Valía la pena intentar algo, cualquier cosa que fuera diferente.
Echaría de menos la casa, pero no la finca.
Desde aquel lugar estratégico sobre el muro podía ver claramente la casa: melancólica, antigua, tranquilizadoramente familiar. Era evidente que hubo un tiempo en el que había sido parte de la propiedad de los Ballater. Le había preguntado la historia a su abuelo, pero se había negado a explicársela. Nadie más parecía saberlo, o no querían decirlo. Si su abuelo la compraba para hacer un acceso a la carretera la tendrían que derribar. No debía suceder. Quizás más tarde, cuando tuviese su herencia, podría hacer una mejor oferta y comprársela a Lowell.
Él iba hacia ella, con la cara roja de cólera.
—¡Por Dios! ¿Se puede saber que haces ahí, sentada?
—Estoy cansada. Los zapatos me hacen daño.
Los miró. Eran ridículos. Ella era ridícula. Su blusa carmesí era una pequeña franja de rojo bajo el suéter donde se juntaba con su corta falda negra. Su pelo corto y tieso brillaba chillonamente al sol. Parecía un payaso, incluso con la cara limpia. Era una burla detestable, una caricatura de Rose hecha con veneno, un pintarrajo de algo hermoso.
Inquieta por su expresión, se volvió y miró hacia el campo donde pacía el ganado. Una pequeña criatura negra iba urdiendo su camino a través de la hierba, una compleja pauta de movimientos: un resbalón hacia un lado y un poco en semicírculo. Una burla de algo. Una burla del toro Charolais.
Desde aquella distancia se veía como un pequeño caniche negro. Los perros eran lo bastante cortos como para acosar a animales que podían desquitarse. Seguramente debía de ser un perro. Un gato tendría más sensatez.
Rose se puso los zapatos y se subió a una piedra plana encima del muro para poder ver con más claridad.
Era un gato. Middy.
La alegría de que el gato estuviese vivo fue seguida por la inquietud de que pronto no lo estaría. César avanzaba patosamente, con dificultad, pesadamente, como un boxeador borracho por los golpes preparándose gradualmente para la acción.
Lowell también había visto a Middy. ¡Maldito sea por reaparecer en el mal momento! Murmuró algo sobre el gato que había encontrado malherido, que había tomado por Middy, la próxima vez podría serlo. Aún necesitaba el arma.
Rose no le escuchaba. Middy de vez en cuando se portaba insensatamente, pero nunca se había portado así antes. Sus travesuras eran extraordinarias. El toro era bastante manso en circunstancias normales, ella siempre había podido controlarlo, pero su paciencia tenía límites.
Iba avanzando muy lentamente con una incredulidad casi cómica hacia su atormentador. Middy pasó como un rayo delante de sus pezuñas y luego, como una goma elástica estirada al máximo y soltada repentinamente, volvió de un salto haciendo un arco que le llevó hasta las ancas del toro. Le hincó las garras en la carne bajo los espesos rizos blancos y le hizo sangre.
Rose, sin saber qué hacer, pero consciente de que debía hacer algo antes de que mataran a aquel estúpido animal, saltó al campo. Middy estaba de nuevo sobre la hierba, corriendo y dando vueltas alrededor del toro. César le miró moviendo su gran cabeza de un lado a otro.
Rose se adelantó con cuidado y luego se agachó, lista para coger al gato en donde creía que sería su ruta de vuelta. El gato la vio y se desvió. Los círculos cambiaron para convertirse en un zigzag como los rayos de un relámpago ahorquillado, desde donde estaba Rose corriendo rápidamente hacia adelante en dirección al toro antes de que ella pudiese cogerlo. Los zigzags se hicieron más cortos, atrayendo el toro hacia ella. Por dos veces casi cogió a Middy; el gato estaba tentadoramente cerca. La próxima vez cogería a aquella criatura idiota, y la apartaría del peligro.
Y luego volvió de nuevo a cambiar de dirección, y salió corriendo hacia la alta hierba que bordeaba el seto lejano.
El toro, absorto en algo que ya no estaba allí, alzó su cabeza y buscó otra presa.
Rose se quedó quieta mientras los ojos del toro se quedaban fijos en los suyos.
Había estado cerca de él en otras ocasiones, pasándole los dedos por el pelo, cuidándolo, sintiéndole afecto. Nunca le había hecho daño. Y seguramente no se lo haría nunca. Necesitaba ser aplacado, tranquilizado.
Pero en aquel momento sus ojos, alerta, inyectados en sangre, eran amenazadores, y por primera vez sintió una pequeña punzada de miedo. Ya no era su animal, sino una criatura de una gran fuerza a la que habían sacado de quicio. Su César se había hecho imprevisible.
Sería sensato retirarse. Lentamente. Cualquier movimiento debía ser tranquilo y sosegado. Dio un paso atrás. El toro bajó la cabeza y su pezuña derecha arrancó un terrón del suelo formando una nítida franja. El aire olía fuertemente a abono y al aliento de los animales.
Contó despacio hasta cinco y dio otro paso atrás.
—¡Quieto! —le ordenó suavemente, moviendo apenas sus labios. No se movió.
Dio otro paso atrás, y otro.
Pudo oír una voz lejana, la de Craddock. Él entendía al animal casi tan bien como ella. Si Lowell iba a pedirle ayuda, ella y Craddock podrían manejar entre los dos a la bestia.
Dejó de mirar al toro y vio que Lowell estaba en el campo. ¿Qué demonios pensaba que podía hacer allí? Quería gritarle que se alejase y fuese a buscar a Craddock, pero no podía arriesgarse a levantar la voz. En los pocos segundos que había dejado de mirar a los ojos al animal había perdido algo de dominio sobre él. Si empezaba a moverse perdería todo el control. Era vital imponerle su voluntad, mantenerla hipnóticamente.
Empezó a sudar por el esfuerzo.
Mírame, César, maldita sea.
Quédate quieto.
Quédate… Mírame.
Tranquilamente, César.
Mírame… Aquí.
Tranquilo… Calma.
¡Bestia!… Aquí… Mírame… Maldita sea… ¡Mira!
Repitió una y otra vez las confusas palabras, conteniendo el pánico. El toro miraba a Lowell. Lowell iba hacia él. ¿Qué cojones se creía que estaba haciendo? Déjame a César. Yo puedo manejarlo. Le conozco. No te metas en esto. No te inmiscuyas.
Estaba intentando apartar al animal. ¿No sabía que lo estaba confundiendo más? ¿No sabía nada de la naturaleza de las bestias?
El toro estaba empezando a moverse. No hacia Lowell. Sus ojos volvían a estar fijos en los de ella, pero esta vez el poder hipnótico estaba en el toro.
Dio varios pasos rápidos hacia atrás y el tacón de su zapato se partió y le hizo perder el equilibrio. Se cayó torpemente y se quedó muerta de miedo en lo que parecía un bosque de maleza verde y tupida, que se iba oscureciendo lentamente hasta hacerse negra. Pudo oír el golpe sordo de las pezuñas y sentir el peso aplastante de Lowell al echarse protectoramente sobre ella. Las pezuñas se convirtieron en latidos de corazón. Y después, ésos también se silenciaron.
En los pocos momentos antes de morir, Lowell estaba echado abrazándola en la pálida media luz de un momento, tiempo atrás. Ella era pequeña y frágil en su desnudez… su piel era cálida y perfumada… su largo, rizado y oscuro pelo, abundante y hermoso. En la cuna al lado de la cama un niño lloriqueaba dulcemente.
El dolor fue vivo, un golpe rápido entre los omoplatos, una perforación de pulmón. La almohada ribeteada de puntillas se estaba salpicando de sangre, y también el rostro y el pelo de ella. Le estaba mirando, o estaba mirando al otro detrás suyo, con los ojos azules ciegos e inexpresivos. No los podía leer. Estaba mortalmente herido para intentarlo. Quería besarla, pero tenía sangre en la boca. Sabía a sal. Como las lágrimas.
La quería a ella, y al hijo de ambos, más de lo que nunca había amado a nadie en su vida. E intentó seguir abrazándola. Pero ella le estaba apartando.