—La marihuana es una cosa —dijo Greg—, pero no estoy por los alucinógenos.
—Barato —respondió Rose, citando al camello—. El precio de unos cuantos litros de gasolina y directo al paraíso.
Estaban sentados sobre la cama del apartamento de Greg en Gloucester, en un segundo piso. Abajo, la fiesta que acababan de dejar, estaba haciendo retumbar el edificio. Aquella nueva Rose que había descendido sobre él se había unido al llamativo tropel, por razones que no quería revelar, y había perdido algo de su individualidad. Con pinturas de guerra como el resto de ellos, se había mezclado con la subcultura.
Él no quería una novia punk.
Él quería a Rose.
Ella notó su desaprobación y no le importó. En aquel momento de crisis no podía soportar un limbo tranquilo. Tenía que afirmarse en voz alta, temerariamente. Un cambio de aspecto era como poner una redecilla sobre un espejo; tenía los mismos ojos, pero se consolaba viéndose a sí misma de forma distinta. Ésta es la que soy. Cómo soy. Ésta soy yo, ahora.
Había ido a su encuentro cuando la metamorfosis se hubo completado a su entera satisfacción: no sólo el corte de pelo punk, corto y de punta, teñido de rojo y horroroso, sino también el maquillaje, una máscara de dominó color naranja y una curva ocre sobre las mejillas, y la ropa, estrecha, chillona, lo más distinta posible a la imagen de la época victoriana. No esperaba que él la recibiese con exaltada alegría, sus emociones no eran tan extremadas como las de Lowell, gracias a Dios, pero tampoco esperaba que se sintiera desconcertado.
Se dio cuenta de que era más fácil vestir el cargo que desempeñarlo. Las pastillas deberían ayudarle.
Rose sostuvo dos de ellas en la palma de la mano.
—Una para ti, una para mí.
Había pasado unos cuantos días en un hotel barato cerca del muelle de Bristol, demasiado herida mentalmente como para pensar en ir a ninguna parte. Finalmente, forzada por la necesidad de comprar cosas básicas, había encontrado al camello en los lavabos de uno de los grandes almacenes. Siempre se había imaginado que la venta de drogas era un negocio dominado por los hombres y se sorprendió cuando una rubia de aspecto formal, vestida con un abrigo tres cuartos color azul marino se le acercó. El sexto sentido de la mujer, o el radar por el que funcionaba, le había llevado directamente allí y el trato se había cerrado sin discusión.
Greg, aliviado de que el ácido no hubiese sido obtenido en la localidad, no estaba sin embargo contento. Nunca había tenido contacto directo con los camellos, los estudiantes que compraban la droga la compartían, y si no le ofrecían, pasaba sin ella.
—Te arriesgaste mucho.
Ella se encogió de hombros.
—Abajo están fumando hierba… También eso es peligroso.
—¿Sabe tu abuelo que estás aquí?
—Le llamaré mañana, si decido quedarme.
Su suposición de que él quería que se quedara era correcta, a pesar de las evidentes dificultades. Una amiga ocasional llamada Gail era una de ellas. Un baño compartido con otros tres estudiantes, todos aves de rapiña, era otra.
—¿Por qué has venido? —Se lo había preguntado antes y su respuesta había sido evasiva.
Ahora también lo fue.
—Gracias por tu entusiástica bienvenida.
—Me alegro de tenerte.
—Por tu aspecto, se diría que rebosas de alegría —le dijo ásperamente.
—Te lo digo de verdad. Tira esas pastillas al water y ven a la cama conmigo.
Ella hizo un gesto de impaciencia.
—Necesito evadirme… mentalmente. Luego… No puedo ahora… Ahora no te deseo. —Cuando me tocas pienso en Lowell. Necesito hacerle desaparecer. Aniquilarle. Hacer que se vaya.
Era lo bastante perspicaz como para saber que sufría por algún tipo de herida emocional que no tenía nada que ver con él. ¿Con Marshall, quizás? Si aquel tío raro le había dado una patada, estupendo. Había acudido a él, aún mejor. Así que dale tiempo.
Se oyó un estruendo abajo, porque alguien había volcado el tocadiscos, a lo que siguieron unos minutos de silencio. Luego la música volvió a sonar.
Las tabletas de L. S. D. eran dos gotas menudas en la palma de su mano.
—Supongo que deberíamos tomárnoslas con agua.
Rose fue hacia el lavabo y enjuagó un vaso. Tenía marcas de dentífrico. Lo volvió a enjuagar y se lo dio a él.
—No —le dijo.
—Por favor. —Su voz era persuasiva—. Estaré muy sola por ahí sin ti.
Fue una locura peligrosa. Luego no pudo justificar su debilidad y no lo intentó. Fue la más extraordinaria experiencia sensorial que había sentido nunca y una experiencia que no quería volver a repetir jamás. No había materia en la cama en la que se tumbó apretado contra Rose. La pared a su espalda flotaba a su alrededor con la suavidad de una pluma. Creyó que se había levantado y sintió sus pies hundirse a través del suelo, mientras la música de abajo subía como el vapor y era respirada más que oída. Ansiaba encontrar algo firme a lo que asirse, pero no había nada sólido en ninguna parte. Todo era blando, viscoso, oliendo a agrio. Se agarró a sus brazos, pero sus dedos traspasaban la carne como si fuese un hombre ahogado deshaciéndose en una terrible disolución. Según se iba pasando el efecto del ácido, su cuerpo, como una película que fuese hacia atrás, de la muerte a la vida, se volvió sólido de nuevo. Pudo notar los huesos de las piernas, sus brazos, sus dedos… Según su esqueleto se iba volviendo a juntar.
Su recreación, como la creación de Adán el primer día, había tomado algún tiempo. La fiesta de abajo había terminado. La habitación estaba silenciosa y oscura. Había estado fuera durante algunas horas. Si la experiencia de Rose había sido la misma, pensó amablemente, necesitaría una de sus costillas para endurecerse. Le ofreció una, muy en serio, en la oscuridad. Ella no respondió. Alargó la mano para tocarla. No estaba allí.
La calle de las afueras, estrecha y desierta, parecía extenderse delante hacia un cono de luz que nunca se agrandaba ni disminuía. Rose, exhausta de correr, aminoró un poco el paso y tomó grandes bocanadas de aire. Por fin tuvo el aliento suficiente para hablar:
—Yo no maté a mi hijo. Era un feto, unas cuantas células… Aún no era un niño. No sentí nada.
La enfermera, en algún lugar donde no se la veía por la noche, se deshizo de los restos sangrientos, que tampoco se veían. Su voz, apenas algo más que un susurro, era clara:
—El aborto es un asesinato.
Rose empezó a correr de nuevo, con pasos irregulares como latidos de corazón aterrorizados.
—Tenía catorce años, era demasiado joven, el doctor estuvo de acuerdo. No sentí nada. Nada.
Era necesario seguir repitiendo aquello. Las palabras daban vueltas alrededor en círculos como aros echados a rodar por un pasillo, un pasillo largo de paredes pintadas de blanco, con una puerta al final.
La puerta debía permanecer cerrada.
Más allá estaba el dolor.
Una gran caída en la oscuridad.
La voz acusadora estaba cambiando, asumiendo un timbre distinto con resonancias amenazadoras. La acusación no era de asesinato de un niño nonato. No se le pondría un sombrero negro a una promiscua chica de catorce años. Ahora era una mujer, responsable de sus acciones. Era asesinato en primer grado. Había matado a sangre fría.
—¿Pero a quién? —gritó—. ¿A quién?
La pregunta, incontestada, reverberó como si su cráneo fuese una caverna llena de un mar furioso. El mar, como las lágrimas, era caliente sobre su rostro. Había ratas en el agua, con la barriga hinchada, ahogadas. Cuando el mar llegase a lo más alto de la cueva… a sus narices…
Tomó una bocanada de aire con estremecimiento.
Aquello le sucedía a Alicia. Su padre le leía la historia, hacía mucho tiempo. Y estuvo ahora con ella, brevemente: «Deja de llorar, Rose. Alice no se ahogó. Creció. Tenía el cuello torcido… como una serpiente». Se volvió hacia él en busca de consuelo. No estaba allí.
Bajas corriendo una calle larga y silenciosa. Sola. Las sombras son como fosos negros y la luz del alumbrado es demasiado brillante. Brillante como el sol. Pero es de noche. Medio de noche, medio de día. ¿Pero cuál de los dos?
Le llaman amanecer.
¿Cómo conoceré al amanecer cuando llegue? La luz está encendida toda la noche. Así que ¿cómo lo sabré?
Sigue corriendo, como el mundo se inclina hacia el día, corre más deprisa. Haz que siga estando oscuro, obliga a que siempre sea de noche, no dejes que la mañana llegue.
Iba corriendo locamente cuando los dos estudiantes de la facultad la vieron y la reconocieron de la fiesta como la novia de Greg. Se imaginaron que estaba teniendo un mal viaje y se acercaron rápidamente antes de que pudiera hacerse daño. Ella sintió unas manos que la sujetaban firmemente y uno de ellos le puso la bufanda sobre la boca para ahogar su grito.
Se sintió morir.
Se dieron cuenta de que estaba perdiendo el conocimiento.
La llevaron entre los dos al piso de Greg, que estaba un par de calles más allá. Si aquello era mescalina o algo así, era poco probable que la volviera a probar. Se encontraron con que Greg también estaba flotando, pero se iba normalizando gradualmente, así que era su deber quedarse por allí. Era más fácil poner a Rose sobre el sofá de la sala donde habían hecho la fiesta después de haber apartado los restos a patadas, que llevarla arriba. Se sentaron y la vigilaron mientras Greg daba vueltas por la habitación con pisadas exageradamente fuertes.
—El mundo —dijo sonriendo locamente—, es duro.
—Condenadamente duro —asintieron.
Rose, al oírles a través de la espesa y profunda oscuridad, tenía demasiado miedo de abrir los ojos. No sabía dónde estaba y estaba deseando estar de nuevo en la casa en la que se encontraba segura. Habló con los ojos fuertemente cerrados:
—Quiero irme a casa —dijo.
Las velas comenzaron a fundirse poco después de las tres de la mañana. Lowell, vagamente consciente de que la luz no era tan fuerte como antes, dejó de luchar contra el sueño y se adormeció. Middy se arrimó más a él y su sombra era un pequeño bulto en la sombra de Lowell sobre las antiguas paredes, de modo que parecían fundirse como en un embarazo grotesco.
Rose no podía racionalizar su impulso de volver a la casa. No podía racionalizar nada. Se sentía como si estuviese suspendida sobre un abismo entre un pasado oscuro y aterrador y un futuro que inexorablemente la atraía. Se había ido para escapar de Lowell, pero la casa era parte de ambos y requería su presencia. Tenía que ir allí… y pronto.
Tenía algo que ver con la inocencia. Y con una acusación que no entendía.
Los dos estudiantes que la estaban vigilando le dijeron muy sensatamente que si intentaba conducir el coche probablemente se mataría. Cuando Greg se ofreció para conducir le hicieron una advertencia similar.
Durante aproximadamente la última media hora ella había estado paseando por la habitación como un animal enjaulado, insistiendo en que la puerta debía permanecer entreabierta y la ventana abierta de par en par. No, dijo, no tenía claustrofobia. Bueno, normalmente no. En su viaje había estado en una habitación demasiado pequeña, eso era todo.
El viaje, le dijo uno de sus guardianes, podía durar un poco. El ácido producía cosas extrañas en la mente. Conducir un coche durante el amanecer no era prudente. Espera unas horas. Mejor espera todo un día.
Todo un día era demasiado esperar, incluso unas cuantas horas sería demasiado tarde. No podía explicarlo, así que no lo intentó.
—Tengo que ir a casa.
Greg entendía que «la casa» era la finca, y Ballater. Aún estaba demasiado confuso para cualquier clase de careo con el viejo. Cuando intentaba construir unas cuantas frases en su mente, excusándose a sí mismo, excusando a Rose, no sonaban lúcidas. Él se había emborrachado una o dos veces, pero aquello era diferente. El alcohol era soporífero, el cerebro se programaba a cero, se hacía un ovillo y dormía. El ácido era una bandada loca de pájaros que no podían ser camelados para descansar, hasta que estaban dispuestos.
—Yo no creo que esté completamente en mis cabales —dijo plácidamente—, ni tú tampoco, Rose. Podrías hundir el acelerador en el suelo.
En un suelo inmaterial, recordó, con la cualidad de la esponja.
Volvió a expresarlo:
—Podrías conducir demasiado deprisa.
Una brisa del sudeste llevaba el repique de las campanas de la iglesia hasta la casa. Lowell las había oído unas cuantas veces anteriormente, cuando la vida era normal y eran sólo música de fondo y el comienzo de un día ordinario.
En muchos aspectos aquel día también parecía ordinario.
Las funciones corporales seguían. Fue por el jardín hasta el retrete y se dio cuenta de que sus zapatos estaban húmedos de rocío. Una araña había tejido una tela entre una pala y la pared contra la que se apoyaba. La naturaleza, guasona, tiraba pequeñas hojas muertas a su alrededor. Sintió una en su pelo y la quitó. Era marrón y estaba seca. Limpia.
Los árboles llevaban el asunto de la muerte muy bien. Morían en una explosión de gloria. Las flores se secaban, y también la gente.
Antes de marcharse del retrete lo desinfectó con líquido de pino. Un nombre inapropiado. Un bosque de pinos olía a savia verde, a un suelo de toscas piñas sobre la tierra húmeda y dulce.
Sería agradable en esta agradable y gélida mañana deambular por los campos y escuchar las campanas.
¿Por qué no hacerlo?
Porque este día no es como otro. Cuando las campanas dejen de repicar tienes que planear tu próximo paso.
Palabras que su padre le había dicho poco antes de morir le vinieron a la memoria:
—Todo está en orden, Lowell. Encontrarás todos los papeles necesarios en una serie de sobres de papel de Manila en el cajón de arriba de la derecha del escritorio.
Un sistema de archivo extremadamente simple.
Lowell volvió a la casa y se quedó mirando el retrato de Rose. Él no tenía archivo. Ni sobres de papel de Manila. Ni deseos de ordenar su vida para que pudiese ser entregada a otra persona.
Tenía el nocturno inacabado y el retrato.
Si ellos, quienesquiera que fuesen, intentaran cogérselos, les mataría.
Era una afirmación de hecho, una fría declaración de intenciones.