——{13}——

Para Zoe el día de paseo había sido agradable. Eddie había complacido a su madre besándola. En realidad les había besado a todos. Había hecho felices a sus padres porque era evidentemente feliz. El niño no estaba languideciendo en un entorno extraño. Habían comido juntos en un pequeño restaurante lleno de vigas de imitación a roble y manteles de un rojo brillante. Pasaron la tarde en Winchester dando vueltas por las tiendas y visitando la catedral. Ben mostró a los chicos los arcones mortuorios que contenían los restos de Canuto y Christopher gritó:

—¡Retírate mar! ¡Retírate mar! Me estás mojando los pies.

Eddie, de repente adulto y cohibido, le dijo en voz baja que se callara.

—No seas tan niño.

Louise y Ben se sonrieron el uno al otro y Zoe se sintió excluida. Después, cuando fue la hora de llevar a Eddie a la escuela, Louise le besó en la verja y su padre fue con él hasta la puerta principal. Los ojos de Louise se llenaron de lágrimas y se cogió con fuerza al brazo de Zoe.

—Me alegro de que hayas venido.

En general, ella también se alegraba. Pero no lamentaría llegar a casa. Eddie se había convertido en un niño muy civilizado. Christopher no. No quiso sentarse en las rodillas de Louise a la vuelta. Quería sentarse delante en las rodillas de Zoe. Zoe hizo ver que no le oía. Llevaba un traje de tweed a cuadros en tonos verdes y marrones y no quería que le pusiera encima sus dedos pringosos… o peor aún. Durante toda la tarde había estado comiendo golosinas, un helado y ahora estaba otra vez con el azúcar candi. Louise le dijo que los niños no podían ir delante en los coches. Enfadado, se echó sobre Ben e intentó coger el volante y Ben le pegó en la mano.

—¿Quieres matar a tu queridísima familia?

El que alguien quisiera matar a alguien en aquella tarde tan emotiva y agradable era un concepto que iba más allá de la comprensión de todos ellos. El cielo se estaba oscureciendo en un gris madreperla. Clarissa, medio despierta, pero contenta, iba murmurando para sí. Christopher por fin se había quedado dormido y Louise, con la barbilla suavemente apoyada sobre la cabeza del niño, iba pensando en el hijo que no estaba con ella.

Fue la primera en darse cuenta de la furgoneta amarilla cuando entraban camino del garaje, y sintió una oleada de verdadero placer. El hijo pródigo, si se le podía llamar así, había vuelto. Zoe no volvería a una casa solitaria después del alboroto y las molestias y el calor de una familia normal.

—Mira —dijo.

Zoe se puso rígida. Se había estado imaginando aquel encuentro durante algún tiempo. Siempre de forma distinta. A veces estaba arrepentido. A veces distante. Siempre dándole un poco de miedo. Su último encuentro en la casa era inolvidable.

Aparentaba estar más calmada de lo que se sentía.

—Parece que Lowell ha vuelto.

—No antes de tiempo —dijo Louise—, pero bienvenido.

Ben detuvo el coche y luego miró a Zoe. Su mujer estaba dando por sentado demasiado. Le preguntó a Zoe si quería que entrase con ella.

—Pero tengo que llamar primero al hospital.

—Tráelo a tomar algo después de que hayamos metido en la cama a los niños —sugirió Louise—. Es decir, si quieres. Haz lo que te parezca mejor.

—Será mejor que lo vea sola.

Zoe se detuvo en el camino y miró a su casa. Había luz en todas las habitaciones que daban al frente y las cortinas estaban corridas. Nunca se había imaginado el encuentro de noche cuando el jardín estaba oscuro con sombras y el aire era frío por la llegada de la noche. Temblando ligeramente buscó a tientas su llave y fue hacia la puerta principal.

Lowell había tenido demasiado tiempo para pensar y sus pensamientos eran tortuosos. Había andado por un laberinto sin salida conocida. Rose, destruida de alguna forma que él no podía entender, estaba en el centro. Ella había estado allí, creía, engatusada, persuadida con engaños para que fuera. ¿Pero cómo? ¿Por qué? No estaba en su temperamento entrevistarse con Zoe. Si estaba embarazada de él, Zoe sería la última persona a quien ella se lo diría. ¿O no? ¿No había comprendido en absoluto su forma de ser? ¿Había ido a conocer la reacción de Zoe? No podía creerlo. Se lo hubiera dicho. Entonces, ¿por qué había ido?

¿Por qué estaba allí su ropa?

¿Dónde demonios estaba Rose?

En la primera hora después de haber encontrado su vestido y la gargantilla podía haber estado dispuesto a aceptar una explicación racional, o incluso una pasmosa negación de estar implicada. Pero según había ido pasando el tiempo había necesitado intentar calmarse. Un poco de whisky ayudaría. Un segundo whisky le había hecho pasearse de nuevo por la casa. Un tercero le llevó al jardín donde estuvo mirando los preciosos e inalterados macizos de flores. Se dijo para sí que se estaba comportando como un loco, que sus sospechas no tenían fundamento, pero ya no se creía lo que él mismo se decía.

El enigma se fue haciendo más feo según iba oscureciendo.

Necesitaba luces por doquier y fue por toda la casa encendiéndolas. Y luego se fue a sentar en la silla azul de dralón en la inmaculada salita, con la botella de whisky al lado y el vestido de Rose puesto cuidadosamente sobre el sofá, como si ella estuviese dentro de él y viva.

No oyó llegar a Zoe.

Pero notó que estaba en la puerta mirándole.

Sus primeras palabras, dichas sin pensar y debido al nerviosismo extremo, fueron imprudentes:

—Has estado bebiendo.

No respondió. La reconocía como a un extraño que uno ve de vez en cuando en la calle. No podía convencerse de que había vivido con aquella mujer, que habían dormido juntos, comido juntos, planeado juntos sus vidas. Ésa que está ahí es tu mujer, Lowell, es mejor que te lo creas. La mujer del retrato de boda. La mujer que sabe de Rose.

Dio un paso hacia la salita y vio un vestido rojo oscuro sobre el sofá. Sobre el brazo del sofá había una gargantilla de coral. Al principio ella no los asoció con la descripción de Jane Leeson. ¿Qué eran? ¿Ofrendas de paz? Una bata nueva. Totalmente inadecuada. Coral. Probablemente una imitación. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? Exclamar entusiasmadamente: ¡Oh Lowell, qué amable, bienvenido al redil!

La miraba mirando el vestido.

Ella no sabía qué hacer o qué decir y deseaba que él hiciese o dijese algo para romper el silencio. ¿Pensaba quedarse a pasar la noche? Si era así, no quería dormir con él. ¿Debería ofrecerle algo de comer? O un café… Que era probablemente lo que necesitaba. ¿Sería eso falta de tacto como lo había sido su primer comentario visto retrospectivamente? Había hecho todo lo que había estado en su mano para hacerle volver y ahora sabía clara y definitivamente que no le quería. Así no.

—Bueno —dijo tontamente en tono burlón—, ha pasado mucho tiempo.

Hizo un gesto vago hacia la gargantilla. Parecía que esperase algún tipo de comentario. ¿Pero cuál? Había vuelto con una chuchería… Con unas cuentas caras.

—¡No las toques!

Él había creído que iba a tocarlas.

Cuentas. La descripción de Jane Leeson. Un vestido largo, antiguo, de color marrón. Había llevado allí la ropa de su fulana. Indignada, le miró a los ojos por primera vez.

Él vio en su rostro lo que esperaba.

—Así que conoces a Rose.

¿A quién? Nadie le había dado un hombre a la mujer con anterioridad.

—Si estás hablando de tu… —Había estado a punto de decir fulana, pero se lo tragó.

—¿Mi qué?

—No lo sé… quienquiera que sea con quien te has estado juntando.

—No hagas ver que no la conoces. Ha estado aquí.

¿Qué le pasaba? Debía de estar más bebido de lo que le había parecido. O más loco.

—¿Por qué tendría que venir aquí?

—Eso es lo que quiero saber. Dímelo.

Dios mío, pensó, no sé cómo llevar esto. Negó con la cabeza en silencio.

—Ella ha estado aquí. Pusiste su vestido y la gargantilla en la sala de calderas. ¿Qué ibas a hacer con ello? ¿Quemarlo?

—No sé de qué estás hablando.

—Sí lo sabes, Zoe. Y me lo vas a decir.

Intentó que su voz sonase razonable.

Los tonos suaves tenían la sedosa amenaza de un intento inquisidor de arrancar una confesión. Pero ella no tenía nada que confesar.

—¿Su ropa en el cuarto de calderas? De veras no sé qué quieres decir.

—Estaban en una bolsa de lona. Tú doblaste el vestido y pusiste un imperdible con la gargantilla de coral.

Suponía que tenía que seguirle la corriente, pero no sabía cómo.

—Has estado bebiendo y dices tonterías. Te haré un poco de café. Hablaremos de nuevo cuando me puedas decir razonablemente de qué va.

Iría hacia la cocina, pensó, y saldría por la puerta de atrás. Allí era necesario Ben.

Lowell, viendo en ella culpabilidad en todo momento, la siguió rápidamente. No se escaparía. Estuvieron juntos en la cocina, él con la espalda en la puerta, bloqueando la salida.

—Tienes que decirme cómo hiciste que viniese aquí, qué le dijiste, qué te dijo… qué le sucedió.

Ella notó que la histeria le iba en aumento. Era como un juego loco de consecuencias en una fiesta macabra. ¿Qué era lo que se suponía que le había hecho a aquella fulana desconocida? Abre el último papel y todo te será revelado.

En un esfuerzo para dominar la histeria se puso a hacer cosas normales: puso la tetera a hervir, leche a calentar, café instantáneo en dos jarras marrones. Pero su aparente indiferencia enfurecía a Lowell.

—¡Basta! ¡Contéstame!

Se dirigió hacia ella y ella retrocedió, sonriendo neciamente, con el cuerpo bañado en sudor.

—Lowell… no entiendo. ¿Cómo te puedo contestar cuando no te entiendo?

—Deja de mentirme. Ella vino y tú…

—¡No, no y no! He estado fuera todo el día. No sé quién…

—No hoy. Recientemente. ¿Qué le sucedió? Por Cristo, si le has hecho daño… si la has…

La amenaza, no expresada, la aterrorizó. Empezó a balbucear en un intento de que su cólera disminuyera. No estaba bien, le dijo. Todo podría arreglarse. Mientras tanto, sé sensato. Deberían haberse reunido antes. No era demasiado tarde aún para… bueno, para intentar… oh, Dios mío, para intentar tranquilizarse.

Él la miraba, con los ojos vidriosos. La boca de Zoe se abría y se cerraba, arrojándole palabras que no hacían contacto en su mente. Parecía insustancial, irreal, muy lejana, mientras que la cocina parecía cerrarse sobre él y luego retroceder al compás de unos golpes en su cabeza como redobles de tambores primitivos.

Se acercó a ella.

—¿Dónde está Rose?

La pregunta, que había hecho gritando, le pareció poco más que un susurro. Ella se encogió temerosa apartándose de él, apretándose contra el horno, preguntándose si podría pasar de lado y dirigirse hacia la puerta. Intentó dar un par de pasos, pero él alargó las manos y la agarró rápidamente por los hombros. El contacto con ella le produjo un breve sentido de la realidad. La voz de la razón, hablando con claridad sobre la cacofonía de su cabeza, le previno para que se retirase. Para que parase. Casi le hizo caso.

Ella sintió cómo los dedos, clavados en sus hombros, se relajaban ligeramente y luego volvían a apretar más fuertemente de modo que no pudiera moverse. Se sintió débil. Indefensa. Ninguna palabra podía rasgar el aire para calmarle.

Preguntaba de nuevo:

—¿Dónde está? ¿Qué sucedió aquí? ¿Dónde está Rose?

Finalmente ella perdió el control y le gritó presa del pánico:

—¡No sé dónde está la mala puta… no lo sé… no lo sé!

Se produjo un silbido de leche hirviendo derramándose por la cocina detrás suyo y consiguió ladearse y coger el cazo. Su objetivo era darle en toda la cara con el líquido hirviendo, pero no pudo por la forma en que él la sostenía, pero un poco le salpicó la cara.

El dolor repentino y abrasador, inesperado y agudo, le indujo a un torbellino de furia incontrolable. Sus manos deformes eran torpes en su garganta y esta vez, mientras ella luchaba, dando patadas y boqueando, era piel sobre piel, no un ataque de fantasía que no hacía daño alguno. Apretó con toda su fuerza, empujándola hacia el suelo, mientras una estridente parodia del nocturno sonaba fortísimo en su cabeza.

Lowell no recordaba haberse marchado de la casa algo después y haberse metido en la furgoneta. Había un período en blanco, sin memoria, como un sueño negro, sin sueños, seguido de un lento despertar a hechos demasiado horrorosos para ser contemplados. Así que no pienses. Sólo sé.

Ahora estaba lo suficientemente sobrio para saber que era necesario conducir con un cuidado especial, pero sin que se le viera demasiado cuidadoso. No iría bien que le hicieran la prueba de la alcoholemia. Sus emociones estaban metidas en distintos compartimentos y cerró aquéllos que podían impedirle una vuelta sin peligro a la casa. Era consciente de haber encontrado tráfico en los alrededores de Bristol y trechos de carreteras peligrosas en el campo de Gloucestershire. Era consciente de sentir frío en la furgoneta y del desagradable olor a gasolina. El antivaho del parabrisas no funcionaba y tenía que esforzarse para ver.

Llega a casa, se dijo. Concéntrate.

No se permitió pensar en Zoe hasta que llegó al campo de la entrada de la casa. Y el pensamiento fue incoherente. Algo acerca de la gran extensión del cielo nocturno. Una incredulidad en la mortalidad. El remordimiento era un dolor físico. Inexpresable.

Cuando bajó de la furgoneta sintió un suave ronroneo y la cálida caricia de un gato frotándose contra sus piernas. Middy, solitario, había ido a darle la bienvenida. Lo cogió y lo mantuvo cerca. Necesitando amor. Dándolo. El gato ya no era la criatura huesuda de cuando Rose se lo dio. Estaba flaco y hambriento. De repente recordó la comida en la furgoneta.

—Hoy —le dijo—, comerás.

A la luz de la linterna sacó algunos de los artículos de lujo de la caja de cartón y metió la leche. Era tentador llevar a la casa uno de los sacos de leña y tener una última noche de calor… Una tentación que no podía resistir. Vaciando a medias uno de los sacos sobre el suelo de la furgoneta vio que podía arrastrarlo con su mano derecha y coger la caja con la izquierda. Con la linterna equilibrada en la caja podía ver adónde iba.

La palabra «supervivencia» le vino a la mente. La casa era un santuario. Si pudiese llegar a él sin tirar nada… Si el gato se apartase de sus pies…

La fucsia de al lado de la verja rota derramó unas cuantas flores muertas al pasar rozándola. Las malas hierbas del camino, quebradizas por la escarcha, eran montecillos blancos y resbaladizos en la oscuridad que conducía hasta la puerta. Dejó en el suelo el saco de leña, puso la caja a su lado y buscó la llave. Al abrir la puerta, el olor familiar de la casa le tranquilizó.

Haz un fuego, se dijo. Enciende velas. Ten una hoguera grande y brillante. Ya no es preciso ser cuidadoso con la pequeña provisión de leña. Utilízala toda. ¿Por qué no?

La amontonó en la chimenea, añadió un poco de combustible más ligero y con cuidado hizo una pirámide de carbón encima. Cuando el fuego prendió las paredes de la casa bailaron con sombras color azafrán. Encontró más velas, una docena sin usar en una caja. No tenía soporte para todas. Usa, pues, cualquier cosa: jarras, hueveras… Ponías en una bandeja para recoger las gotas.

Luz. Necesitaba luz.

Finalmente, abrió la caja de cartón y puso las latas y los paquetes sobre la mesa. Las latas de sardina, salmón y cecina los colocó al final. Aquello era de Middy. El resto era sólo comida que podía mirar y no querer.

Middy, impacientándose, maullaba de hambre.

—¡Está bien —dijo de mal humor—, está bien, está bien!

Llevó la lata de sardinas hasta el cobertizo, la abrió y vació su contenido en el plato del gato. Middy pasó empujándole las piernas cuando se inclinó, casi tirándole.

—¡Maldito seas, ten calma!

Sintió una necesidad repentina de lavarse las manos en agua caliente, pero no pudo encontrar cerillas para encender el fuego. Buscó el encendedor en el bolsillo y sus dedos tocaron el duro cuadrado de un sobre. De repente los acontecimientos de las últimas horas le agarraron en un espasmo violento y desesperado. Casi operando con control remoto lo sacó, lo miró y recordó que lo había encontrado sobre la estera en aquella otra casa, en aquella otra vida. Una vez más le proporcionó una sensación de identidad, pero esta vez no era tranquilizador. Era mejor ser una no-persona. Dejar de ser.

Se lavó las manos intentando olvidar la carta. Extinción era un concepto imposible. Su cuerpo estaba incómodamente vivo. Sentía comezón en sus manos. Y había una ampolla en su mejilla donde le había salpicado la leche hirviendo.

Si ella no hubiese hecho aquello…

Si hubiese permanecido tranquila…

Si yo… si yo…

Hacía un rato que estaba sentado junto al fuego cuando decidió abrir la carta.

Leeson había protegido la fotografía con dos trozos delgados de cartón blanco, sujetos con una goma. La nota, escrita en una gran hoja de papel, había sido metida bajo la goma y no doblada.

No había saludo, sólo unos garabatos inseguros.

Si el dejarte la ropa de la chica es una molestia, lo siento. Se la olvidó en el estudio cuando vino y no tengo ni su nombre ni su dirección. Jane y yo salimos para Italia, para un encargo fotográfico, si no la hubiésemos guardado. Jane me ha prometido darle a Zoe una explicación discreta. Como no tiene una brillante inventiva no sé qué le dirá. Hemos tenido una constante discusión sobre esto, pero ya que no conocía tampoco la dirección de tu casa, no he podido pensar en ninguna otra alternativa. Estaremos fuera hasta el veintisiete. Ven a verme al estudio cualquier día después de esa fecha y te regalaré un par de botellas libres de impuestos para compensarte si es que hay pelea.

Adjunto encontrarás la fotografía original que me trajiste hace tiempo, a la que le hice la ampliación. Te la hubiese devuelto antes, pero la información que descubrí era, como poco, inquietante. Mi reacción, bastante cobarde, fue meterla en un cajón e intentar olvidarla. Su nombre era Anne-Marie Tarrant. Si todavía no has escuchado los detalles de su historia, te informaré de ellos cuando nos encontremos.

Firmaba la nota con sus iniciales: E. L.

Lowell, con la mente demasiado destrozada emocionalmente para entender la primera parte de la carta, fue puesto en acción de inmediato por el segundo párrafo. Sacó la goma de las dos cartulinas y allí, encerrada entre ellas, estaba Rose. Su deliciosa, hermosa, no-muerta y maravillosa chica. Sintió la misma punzada de excitación, la misma conciencia sexual acusada que había sentido cuando por primera vez había sostenido aquella fotografía color sepia en los primeros días del verano. Los labios eran divertidos, y ahora conocía su sabor, su textura. Los ojos sondeaban a propósito, de un recordado y profundo azul oscuro. La voz, su voz, estaba pronunciando dulcemente su nombre con un acento familiar. El tiempo era una confusión, una extraña mezcla del Después y el Ahora. Tocó su rostro con mucha ternura y creyó notar la cálida carne. Y casi lloró de placer.

Un breve examen del segundo párrafo, de nuevo, se llevó algo del brillo. ¿Anne-Marie Tarrant? Aquello era una tontería. Leeson lo había entendido mal. «Como poco, inquietante». ¿De qué demonios hablaba? Ésta era Rose. Perfecta en su imperfección.

Antes de que la carta pudiera contaminarle de razón, la echó al fuego y contempló cómo se quemaba.

Durante mucho rato sostuvo la fotografía, tocándola suavemente, con cuidado para no marcarla, y luego la pinchó en la tabla de corcho sobre la pared. Como anteriormente, sintió la necesidad de un retrato mayor de ella, tan grande como el que Zoe había destruido. Le había roto los ojos con saña, recordó.

Ojo por ojo, Zoe. Me siento menos culpable al recordar eso.

Unas cuantas palabras de la carta de Leeson entraron en su mente… La ropa de una chica que se la había dejado en el estudio… ¿Qué chica? ¿Rose? Pero ¿por qué? Algo de una dirección. Debería haber guardado la carta. Leerla con más calma. Parecía estar ofreciendo una explicación de algo. Pero fuera lo que fuese, era demasiado tarde.

Cogió las latas de comida por el cobertizo y las amontonó sobre el escurridor. Luego volvió a la sala y empujó la mesa hasta la pared bajo el retrato.

Reúne todas las velas para que la luz dé sobre ella. Es una luz suave, una luz de vela. Puedo verla sonriéndome a través de ella.

Colocó la silla de manera que pudiera estar sentado junto al fuego y mirarla. Su presencia le ayudaría en las horas de espera de la noche. Tendría que decirle mañana a la policía lo del asesinato de Zoe, pero hoy tenía unas cuantas horas de paz. El gato le saltó sobre las rodillas y mientras le acariciaba el pelo notó que el corazón le latía muy deprisa, casi imperceptiblemente, como el discreto tic tac de un reloj.