Si Jane Leeson hubiese sido una mujer que examinara sus móviles, se hubiera absuelto de toda acusación de despecho. Ella era, creía, una persona práctica y una buena amiga. La amiguita de Lowell había salido del estudio y se había dejado la bolsa de lona con un vestido y abalorios. Lo último podía ser valioso o no, no entendía de joyas. Si también hubiese dejado su nombre y dirección hubiera podido empaquetarlos y enviárselos, pero no lo había hecho. Como a lo largo de la semana no había ido a recogerlos, tendrían que devolvérselos vía Lowell. La dirección de la casa de Lowell tampoco la tenía, por lo tanto la bolsa tendría que llevarla a la casa que anteriormente habían compartido Lowell y Zoe. Era lo práctico. La buena amiga actuaba como debería hacerlo una buena amiga. Eso era todo.
Su esposo no estaba de acuerdo, pero no pudo disuadirla. Para paliarlo, escribió una carta a Lowell y esperó que Zoe no la abriese.
No encontrar a nadie en la casa fue una decepción. Jane había ido hasta casa de Zoe con la esperanza de fomentar problemas: las ropas y los abalorios de la otra mujer evidenciaban tangiblemente los amoríos de Lowell. Había preparado frases de indignación y de simpatía, y se sintió defraudada por la media hora interesante que se había prometido. Después de llamar varias veces al timbre, puso de mala gana en el buzón la carta de su esposo, que tan mezquinamente había cerrado antes de que ella pudiera leerla, y se llevó la bolsa hasta la sala de calderas en la parte posterior de la casa. Allí no se mojaría si llovía. Si no hubiese tenido que ir a clase de artesanía a las once de aquella mañana hubiera vuelto a pasar más tarde, pero como no podía; llamaría. Había hecho lo razonable, le dijo después a su marido. Había hecho todo lo que parecía sensato en las circunstancias. Ni siquiera podía censurársele su forma de conducir cuando se fue de la casa de Zoe. El otro coche había derrapado contra el suyo e hizo que se olvidase de la llamada telefónica. ¿Quién podría culparla por ello?
Lowell, que iba por la calle en dirección contraria, había sido testigo de la colisión, de poca importancia, y decidió no hacer nada. Otros conductores la habían visto también, así que se lo dejaba a ellos. No había reconocido a Jane Leeson, si lo hubiese hecho podría haber parado. O quizás no. Su conciencia social, embotada por una noche de insomnio, estaba apenas despierta. En su estrecho mundo sólo había lugar para Rose. Cuando ella volviese a él, debía obsequiarla con un verdadero plan de acción. Y para ello, la cooperación de Zoe era necesaria.
Le pareció extraño entrar de nuevo en su propia casa. Puso la llave en la cerradura casi de manera furtiva, se quedó de pie en el pequeño vestíbulo y olió el lugar: pulimento de suelo mezclado con la amarga fragancia de unos crisantemos en un jarrón azul. Había una carta en el felpudo; un sobre de papel de Manila dirigido a él y con la indicación de «personal». Le daba la seguridad del derecho que tenía a estar allí y lo cogió y se lo puso en el bolsillo de la chaqueta antes de cruzar el vestíbulo con sus blancas puertas, que daban a las salas de recibidor. Los dorados tiradores de las puertas brillaban. Se sintió abrumado por tanto brillo, y echó de menos la suave oscuridad de la casa.
Era difícil creer que había vivido allí alguna vez.
¿Por qué Zoe y él, en el primer flujo de riqueza, habían decidido que era realmente deseable una residencia conveniente? Parecía un decorado a escala de un melodrama de clase media, lleno de bagatelas domésticas, muy limpio. La alfombra china en el centro del vestíbulo no mostraba mancha alguna, hasta que él la pisó con sus zapatones enlodados. Anteriormente se hubiera sentido culpable. Hubiese recogido cuidadosamente los trozos de barro y los hubiese puesto en el cubo de la basura. Ahora los miró, se encogió de hombros, y empezó a hacer un rápido recorrido por la casa. Estaba vacía. La frustración se mezclaba con el alivio. Hubiese sido menos inquietante terminar rápidamente con el encuentro, pero por otro lado, la demora le dejaba más tiempo para pensar y hacer planes mientras esperaba su regreso.
Primero, como un ladrón inspeccionando el conjunto, fue de habitación en habitación de nuevo, haciendo un inventario mental de sus bienes disponibles. Corrección: de los bienes disponibles de ambos. Excepto unos cuantos adornos y unos cuadros, él lo había pagado todo. Aunque la ley lo permitiese, que no lo permitiría, no podía dejar a Zoe privada de todo, excepto de adornos y cuadros. La valoración del seguro de los contenidos era probablemente menor de lo que debería serlo en aquellos días de precios en alza, pero podía tomarse como guía y la suma dividida por dos podía ser considerada como justa.
¿Justa para quién? Seguramente no para Zoe. No había hecho nada mal… ni bien. Se había atrincherado en la virtud. La culpa era suya.
Parecía una acción mezquina abrir su armario, pero no lo pudo resistir. Había cubierto el abrigo de visón con una funda de nylon. Se podía ver parte de las mangas y le recordó a Middy durmiendo bajo la colcha.
Cada vez era más difícil alimentar al gato… y a sí mismo.
Abrió su propio armario. ¿Había llevado alguna vez aquellos elegantes trajes a rayas? No mires demasiado ese smoking… tu traje de conciertos… Esos días han pasado. Pero todavía necesitaba camisas y calcetines y un abrigo de invierno. La maleta de piel de cerdo era suya; la puso sobre la cama y la llenó de lo indispensable.
El dormitorio daba al jardín. Lo tenía arreglado. Los márgenes estaban pulcramente rastrillados y los rosales podados. Era una mujer muy eficiente. Intentó refrenar sus pensamientos: eso es frío y despectivo de algún modo. Es tu mujer, no un autómata que trabaja en la casa. Y le estás haciendo daño.
Se alejó de la ventana y se dirigió al cuarto de baño contiguo. La podía oler allí: su talco, su jabón. Se le vino a la cabeza que siempre se había bañado en privado, con la puerta cerrada contra él. Si, en el futuro, podía proporcionarle un cuarto de baño a Rose, a ella no le preocuparían tales inhibiciones.
Pero él no podía proporcionarle nada a Rose hasta que tuviese un trabajo. Los esfuerzos de Zoe para empujarle a tomar empleos inadecuados habían sido molestos y resistibles. Pero el obligarse a sí mismo, por Rose, era distinto. Era ya hora de salir de lo que todos los demás consideraban el fango y hacer de nuevo todo lo convencional. Fue hacia el estudio y abrió su escritorio. Había en él tres montones de cartas, atadas con gomas. Zoe había escrito una pulcra notita en cada uno: De Lowell. Nuestras. Mías. No se preocupó de las Nuestras, pero cogió rápidamente las suyas. Cuatro eran circulares: dos para recordarle que sus suscripciones a un club del libro y al club de golf habían caducado. Había estado demasiado ocupado con su composición para echar de menos los libros, e incluso si pudiese permitirse jugar al golf sus manos no le dejarían. La última carta era de su agente musical. Había la posibilidad de que una de sus grabaciones fuese utilizada como tema musical para un anuncio… Si pudiese ir a Londres en un próximo futuro podrían discutirlo. La carta se expresaba cuidadosamente, dejaba entrever que la oferta podría ser considerada como una degradación de su talento, pero si no fuese demasiado susceptible, podría aceptar la oferta, que era negociable.
La carta tenía quince días.
Se dirigió al teléfono y llamó a la oficina de Londres. No hubo respuesta. Le llevó tres o cuatro minutos darse cuenta de que era sábado y de que no había nadie allí. Tendría que esperar hasta el lunes para saber si la oferta seguía en pie. Fuera lo que fuese lo aceptaría. Degradación del talento. Susceptible. Palabras siniestras. El anuncio debía de ser bastante malo. Pero no le importaba.
Buscó en el escritorio varios documentos necesarios que el mundo burocrático querría ver ahora que volvía a él y los llevó a la maleta de la habitación, junto con la carta de su agente.
Recordó que había un encendedor de plata en el cajón del escritorio, que ahora que casi había dejado de fumar utilizaba raramente. Y una estilográfica chapada en oro, la que utilizaba antes para firmar autógrafos, un recuerdo de los buenos tiempos. Volvió a buscarlos. Si no se convertía en un millonario de la televisión componiendo basura musical, podría venderlos por unas cuantas libras.
La fan que le había regalado la pluma había hecho grabar en ella L. M. Una pluma Lowell Marshall. ¿Estaría Peterson, de la fábrica de pianos, aprovechándose aún de su nombre?, se preguntó. ¿O su nombre ya estaba muerto?
Era un recuerdo desagradable.
Ve y toca unas cuantas notas en tu propio piano; no hay nadie aquí para poner mala cara a los sonidos que haces ahora. Prueba la melodía del nocturno si te dejan las manos.
Zoe había puesto un jarrón de flores de otoño sobre el Bechstein. Le había dicho que no pusiera nunca nada sobre él. Podía hacer lo que quisiera con el resto de la casa, pero el piano era suyo. Quitó el jarrón y lo puso sobre una mesa improvisada al lado de la fotografía de la boda. ¿Por qué seguía aferrándose a eso? La cogió y la examinó. Ya no eran los mismos. Estuvo tentado de ponerla boca abajo.
Cuando ella volviera habría follón sobre cuestiones más importantes. No empeores las cosas. Recuerda el último encuentro que tuviste con ella. No, por el amor de Dios, no lo recuerdes.
Volvió al piano y se sentó mirando las teclas… temeroso de tocar. El nocturno es tuyo, Rose. Una expresión de mis sentimientos por ti. Mis dedos no pueden tocarlo de la forma que yo querría. Haré un desastre, pero tengo que intentarlo.
Era como un ciego andando por un pasillo conocido. Sin color. Sin luz. Sin tonalidad. Un paseo que empezó vacilante y que luego ganó algo de confianza. Pero no la suficiente. Una interpretación accidentada, torpe. Inacabada. El final no lo sabría hasta que Rose volviese a él. Y Zoe tenía voz y voto.
Zoe, que había salido de excursión con Ben y Louise para visitar a su hijo mayor en la escuela primaria, apenas apreciaba la belleza del campo de Hampshire por el que estaban pasando. Desde que habían comenzado el viaje, Christopher había estado mascando azúcar candi. Estropeándose los dientes, le dijo a Louise quien, no deseando mencionar el mareo ante Christopher, le insinuó que había cosas peores. Zoe, tardíamente, comprendió. ¿Y Ben no le podía haber dado una pastilla? Los doctores las recetaban con demasiada facilidad. Él iba canturreando mientras conducía, y de vez en cuando contribuía a la conversación, un hombre plácido y satisfecho de su familia. Su clase de hombre. Sus manos sobre el volante eran robustas, fuertes, capaces. La clase de manos que se desenvolvían con todo, las manos de quien podía proveer. Tranquilizadoras. Agradables de coger. Habían tocado brevemente las suyas cuando la había ayudado a ponerse el cinturón de seguridad. Un contacto accidental. Deseó que hubiese sido intencionado.
Tuvo un repentino recuerdo de Lowell sobre el escenario de Roma en un concierto, con sus dedos corriendo sobre las teclas como criaturas salvajes. Manos seguras, brillantes. Las borró de su mente y se volvió para mirar a Clarissa que estaba durmiendo plácidamente. Los dos chicos se parecían a Louise, el bebé era como su padre. Si ella y Lowell hubiesen tenido un hijo hubiera sido un híbrido extraño, quizás difícil de amar. Posiblemente dotado. Probablemente inestable. Con una carga ya era suficiente.
La escuela primaria era una abadía del siglo XIV, con un bloque moderno de ciencias, situado entre los árboles. Según se acercaban a la puerta principal, Louise intentó no emocionarse. Ben le había advertido que no tratase al chico como a un niño pequeño, especialmente delante de otras personas.
—Puede que prefiera que le demos la mano a que le besemos.
—¡Oh, maldita sea! —exclamó—, sólo tiene diez años.
Ben tenía nueve cuando fue a la misma escuela, le recordó. ¿Qué intentaba demostrar?, le preguntó ella agriamente, ¿su habilidad para sobrevivir?
Tenían que ver primero al director, y luego tener una charla con el profesor. Como Clarissa podría despertarse y llorar, sería mejor que Zoe le diera una vuelta por los jardines en su cochecito, durante una media hora aproximadamente, si no le importaba. Chris podía ir con ellos, debidamente dominado por el entorno académico, esperaba Louise, como para que se estuviese un rato tranquilo.
Zoe había esperado que le encargasen del bebé. Era razonable. Niños con camisas y pantalones grises y corbatas rojas iban paseando en grupos. Se estaba celebrando un partido de rugby. Lo estuvo mirando un momento hasta que la pelota se acercó demasiado. Era mejor cambiarse de sitio y quedarse en la zona ajardinada. Por lo que Louise le había dicho, aquélla era una escuela primaria de clase media, no una de las instituciones doradas. Ben estaba siguiendo una tradición familiar al enviarle allí. Louise se oponía a que se fuera. Era inhumano. Desacertado. Ben había ganado la discusión.
Lowell, en el pasado, había evitado las discusiones. Su palabra favorita había sido «tonterías». Sus frases favoritas: «No me molestes». «Haz lo que te parezca». Ella no había tomado a mal que se encerrase en la música cuando su música había ganado la aclamación mundial. El resentimiento había empezado con el declive de su habilidad. La pérdida de destreza debería ser compensada de otra forma. Un hombre como Ben hubiese hecho frente al desafío valientemente y con sentido común. No hubiese abandonado a la familia.
Ni se hubiese buscado a alguien más.
Era difícil olvidar la fotografía. La chica tenía una mirada maliciosa. Joven, pero no inocente. Hermosa y consciente de serlo. Inquietante. Mala. ¿Habría ido de putas una noche y la había encontrado? ¿O ella le había encontrado a él? ¿Le dejaría ahora que el fondo estaba vacío? El amor, si él se engañaba pensando que era amor, no podía vivir del aire. No importaba lo que Louise pudiera pensar de su táctica para hacer frente a la crisis; ella creía que había llevado la situación del mejor modo posible. ¿Qué otra cosa podía haber hecho?
—¡Qué criatura más preciosa lleva usted ahí! —dijo una voz detrás suyo. La maestra de gimnasia de los pequeños, con unos muslos robustos y una camiseta demasiado ceñida, se detuvo en su camino hacia el campo de rugby y sonrió a Clarissa que estaba abriendo los ojos soñolientamente—. ¿Niño o niña?
—Una niña —dijo Zoe.
—Entonces no será uno de nuestros futuros alumnos —comentó riendo la maestra—. Debe usted de estar muy orgullosa de ella.
—Sí —dijo Zoe.
¿Para qué molestarse en dar explicaciones? Hubiese sido bonito ser la madre de la niña de Ben.
Ya era mediodía y Zoe no había vuelto. Lowell fue a ver si el coche estaba en el garaje. Allí estaba. Así que había salido con alguien. Probablemente con Louise. Para él era difícil contactar con la gente en aquellos días, incluso con los viejos amigos, y no pudo obligarse a ir hasta la puerta de al lado a preguntar por ella.
Cuando las cosas se normalicen… Cuando sepa que Rose está bien… Cuando me libre de esta horrible ansiedad… Entonces me sentiré de otra manera. Me volveré sociable. Me comportaré como todo el mundo. Diré un montón de tonterías en el tono de voz adecuado. Hablaré del tiempo… del jardín… de política. Estaré cómodo conmigo mismo y con los demás. No quiero este enfrentamiento con Zoe. Mi instinto me dice que me vaya. Ahora. La casa es un refugio. Es el único lugar en el que puedo encontrar paz. La atmósfera de esta casa me está poniendo los nervios de punta. Pero no debo abandonar. Por el bien de Rose debo quedarme y esperar.
Pensó que no había comido. Aquellos días tenía muy poco apetito y podía ver por su ropa que había perdido peso. Si uno disminuye las cantidades de comida, el estómago se ajusta. Y eso está bien. Pero allí había comida y el cocinarla le haría pasar el tiempo.
Cuando hubo buscado por la cocina se quedó asombrado de la cantidad de comida que Zoe había almacenado. Además de lo esencial, había un montón de artículos de lujo: paté de foie gras, salmón ahumado, latas de manjares continentales de los que nunca había oído hablar y no quería probar. ¿Para qué se preparaba? ¿Para un banquete? ¿Para un asedio? ¿Sabía que un día él iría y miraría? ¿Y qué haría comparaciones? ¿Qué esperaba que hiciese? ¿Que suplicase para que le aliviase el hambre?
Bueno, ¿por qué no? Pero no suplicaría. Lo tomaría.
En el suelo cerca de la nevera había una gran caja de cartón. Estaba lleno de porcelana. Un juego de té Royal Doulton con un delicado diseño floral, aún envuelto en papel de tela blanco. Nuevo. ¿Cuándo iba a detener el gasto? ¿O había comprado aquello y la comida de más cuando todavía había dinero en la cuenta conjunta? Probablemente.
Su irritación iba en aumento según lo iba desempaquetando. Uno de los platos se cayó y se rompió en dos trozos. Los apartó a un lado de una patada. La caja vacía era de un tamaño apropiado y la llenó de cosas indispensables… y de unas cuantas no indispensables. Se acordó de poner comida para el gato: varias latas de carne y un par de botellas de leche fresca.
En la parte de abajo de la nevera había un bistec y también bacon y salchichas. Se hizo una parrillada, algo que no había comido hacía mucho, y lo acompañó con café de verdad.
Había olvidado que se debía comer con educación, despacio, y que el exceso producía náuseas. Antes de empezar a cocinar pensó que no tenía hambre, pero había comido demasiado. Demasiado deprisa.
Debía llevar a la furgoneta la caja de cartón antes de que ella volviese. Cargar con ella mientras le miraba sería concederle una victoria en una batalla menor… Quedaría falto de dignidad. Dignidad. Indignidad. Palabras en las que nunca pensaba en la casa. Era más pesado de lo que esperaba y tuvo que quitar las botellas de leche y algunas latas y hacer otro viaje. La furgoneta era espaciosa y decidió llenarla con un par de sacos de leña. Descubrió que había media docena de ellos en la sala de calderas, así que llévate tres. Deja tres para Zoe. Fue entonces, cuando estaba a punto de cogerlos, cuando vio la bolsa de Rose. Jane la había encajado discretamente entre dos de los sacos.
Al principio no podía creer que fuese suyo. Mucha gente tenía bolsas de lona. No se había fijado demasiado cuando fueron a comprar juntos. La curiosidad le impulsó a mirar dentro.
El vestido marrón estaba cuidadosamente doblado y la gargantilla de coral hábilmente prendida con un imperdible al corpiño. De esa forma se guardan las ropas de los muertos, para deshacerse de ellas. Irracional por la sorpresa, se quedó parado mirándolas, pensando que algo terrible le había pasado.
Le había pasado a ella allí.