Jane Leeson entró en el estudio fotográfico y le dijo a su marido que la amiga de Lowell estaba en recepción.
—Se cree que sólo tiene que entrar para que le hagas la fotografía.
La mayoría de la gente así lo creía. A veces tenían suerte.
Aquel día Leeson tenía una hora libre antes de ir a una boda. Intercalar un retrato era posible. Si él quería.
—Realmente tienes tiempo —le dijo Jane. Pero notó que no tenía ganas. La reacción de su marido a la infidelidad de Lowell había sido reprimida. No había querido hablar de ella—. Lowell no está con ella —le dijo—. Ha tenido la decencia de mantenerse a distancia. Así que desde ese punto de vista, no es embarazoso.
El embarazo no era el factor inhibidor. Leeson estaba alterado.
—No puedes mezclar el negocio con la amistad —le instó Jane—, y de todos modos, la amistad no es tan íntima. No hay razón por la que no debas hacer la fotografía.
Leeson, taciturno por naturaleza, le había dicho muy poco acerca de la fotografía original y nada sobre la investigación que él y el archivero de Bristol habían hecho sobre ella. Dejando aparte cualquier otra cosa, la historia no era realmente lo suyo.
—¿Qué lleva puesto?
—La ropa normal que llevan las chavalas ahora: una camiseta amarilla y vaqueros de peto. Lleva una bolsa de lona, o sea que a lo mejor lleva algo más adecuado ahí. ¿La hago pasar?
A Rose, que no recordaba a los Leeson, le había sorprendido la expresión de Jane Leeson cuando entró en la tienda. Al pensar en ello creyó que debía de tener que ver con su aspecto, con su ropa informal. Las mujeres de los retratos que había en la pared llevaban un elegante surtido de cachemira y perlas o simplemente vestidos caros.
Rose pensaba que la fotografía sería una forma diplomática de dar a entender que no pensaba ir tanto por allí. Ella y Greg habían intercambiado fotos cuando se fue. No había problema. No había búsqueda del alma. Pero con Lowell nada era sencillo. Se estaba haciendo demasiado intenso. Demasiado serio. Ya era hora de enfriarlo.
Observó que había un vestidor en recepción, y cuando la recepcionista volvió le dijo de ir y cambiarse. Pero le contestaron que entrase directamente: el tiempo de Leeson era precioso.
Leeson esperaba que su imaginación hubiese exagerado el parecido, pero cuando la chica entró vio que no era así. La mujer de la fotografía victoriana y aquella chica tenían lazos de sangre. Tenía que haber una relación. Aunque separadas por varias generaciones, se veía claramente. Observó la inclinación de su barbilla y la curva de sus pómulos cuando se acercó a su terreno.
Rose se le quedó mirando, sintiéndose un poco desconcertada por la penetración de su mirada.
—Bueno —sonrió, después de la presentación preliminar—. ¿Paso la prueba?
—¿Qué quiere decir?
—Supongo que usted escoge. ¿Soy fotogénica?
Lo era. Mucho. Como su antepasada: una belleza desafortunada.
Intentó encontrar un término medio que pudiera satisfacer su ambición artística y acallar su conciencia. Había una silla sobre una pequeña plataforma frente a la pantalla. Le pidió que se subiera en ella.
—¿Quiere usted decir… así como estoy?
—Sí.
—¿Para probar y fijar una pose… o algo así? Tengo que cambiarme antes de que me tome la foto.
Lowell te tomó en su cama, pensó Leeson sombríamente. Era macabro.
—Sólo quiero mirarla unos momentos.
Sus ropas eran lo más distintas posible del atavío Victoriano de la otra. Su cara era joven y fresca y no debía ser matizada… pero serían necesarias unas sombras. Tendría que hacerse algo en el pelo.
—¿Ha pensado alguna vez en echarse el pelo hacia atrás… en hacerse una trenza?
—Desde que dejé la escuela no.
—Creo que le favorecería de ese modo.
—Pues yo no. La forma en que llevo el pelo tiene que ir con mi vestido. —Rose se bajó de la silla y cogió la bolsa de lona—. Está aquí.
Lo sacó y lo sostuvo frente a ella, con el espléndido tejido rojo brillando contra su piel.
—Hay una gargantilla de coral que hace juego.
Él le comentó ásperamente que la había visto antes, en el concierto.
—Estaba con Lowell Marshall.
Ella creyó que empezaba a comprender. Aquella gente era amiga de Lowell, y quizás de su mujer. No lo aprobaban.
—Así es. Estaba con Lowell. La fotografía es para él.
—Entonces debe dejar que la haga a mi manera.
—¿A su manera? ¿Qué quiere decir?
Él le habló un poco de la interpretación artística sin demasiadas esperanzas de que ella estuviese de acuerdo.
—Usted es joven, lozana… totalmente de este tiempo y de esta época. Quiero resaltar eso. La ropa que lleva ahora es la adecuada. Me gusta su aspecto, excepto su pelo. Necesita cogérselo atrás.
—A Lowell le gusta arreglado más formalmente, apartado de la cara, pero no en trenza.
—Estropea el aire pícaro.
—Pero yo no soy picara. Él no me ve así. Tengo que posar con el vestido Victoriano y con el pelo como se lo he dicho. —Se pasó los dedos por él con exasperación—. No así de despeinado. Me lo peinaré.
—Por favor… tiene que ser a mi manera.
Se dio cuenta, para su asombro, de que se lo estaba rogando.
Luego añadió:
—O de ninguna.
—Quiere usted decir que me vaya a otro sitio.
—No.
Tenía que dar alguna clase de información.
—Si Lowell le pidió que se hiciera el retrato en traje de época, creo que es un necio. No la estaba viendo con claridad. Creo que él debería apreciarla por lo que es: una atractiva chica joven de hoy.
—Pero él me ve de la otra manera. Me habló de otra fotografía… Decía que…
Él la interrumpió.
—¿Así pues la ha visto?, ¿la que Lowell hizo ampliar?
—No, ¿por qué? ¿Qué pasa con ella? ¿Era un desnudo o algo así?
—No, no era un desnudo. Era una mujer victoriana posando al lado de una urna.
Ella recordó el trozo de piedra labrada que a veces Lowell sostenía en la mano. Parte de una urna, le dijo.
—¿Y qué hay de malo en ello? ¿Por qué no debería posar así si eso le gusta?
Él habló imprudentemente.
—Creo que es un poco morboso.
—¿Morboso? ¿Qué quiere decir?
Lamentó la indiscreción y no respondió.
Ella empezaba a preocuparse.
—¿Por qué es morboso vestirse como alguien del pasado? ¿Quién era ella?
—No importa. Sólo alguien que vivió hace mucho tiempo. Mejor que la olvidemos.
—Pero ¿por qué? ¿Qué le sucedió?
Se estaba haciendo cada vez más difícil mentir.
—Supongo que estos días sería lo que se llama una víctima de las circunstancias. Vivía no muy lejos de donde creo que está la casa de Lowell… En algún lugar de aquella zona. Y luego se trasladó a Londres con su hija, una niña pequeña. No conozco los detalles. Su final no fue feliz. Pero de todos modos, eso forma parte del pasado. Una fotografía suya, aquí, hoy, debe ser feliz. Por eso quiero hacerle una tal como está ahora.
—¿Cómo estoy ahora? ¿Qué quiere decir?
No sabía lo que quería decir, o mejor, lo sabía, pero no quería admitirlo. Era difícil ser racional.
—Quiero decir una fotografía suya vestida tal cual. No de la forma en que ella hubiera podido vestirse.
—¿Me parezco a ella?
—Tal como está ahora… no.
No era convincente.
Ella sabía que él estaba siendo evasivo y notó que de alguna forma estaba intentando protegerla. ¿De qué? ¿De Lowell? El comportamiento de Lowell, a veces casi paranoico, empezaba a tener un motivo y la fotografía de la otra mujer estaba en el centro de todo. Lowell había intentado formarla a la imagen de aquella mujer. Se había sentido complacido hasta la euforia cuando ella compró la ropa de la época victoriana. Casi se le había caído la baba, cuando ella se la puso. Hasta el momento, no podía ver claramente el motivo. Aquel fotógrafo sí.
Tenía las manos frías y notaba seca la garganta.
—¿Por qué fue triste su fin?
Él deseaba poder cortar la conversación. Nunca debiera haber llegado a aquel punto.
—No tiene que preocuparla.
Ella insistió.
—Pero presiento que sí. ¿Murió de muerte natural… violenta…? ¿Cómo?
Empezó a manosear nerviosamente el trípode y no respondió.
—¿Fue… asesinada?
Le salió ásperamente.
Él vaciló. Era imposible engañarla con afirmaciones vagas… y quizás imprudentes. Pero era extraordinariamente difícil decírselo. La palabra hablada era, de un modo u otro, brutal. Y también la palabra escrita, pero quizás menos.
Sacó la fotocopia del «Illustrated Police News» del escritorio donde la había guardado junto con la fotografía original; debajo de un montón de negativos viejos, lejos de los ojos curiosos de su mujer. Antes de dársela, volvió a mirar la fotografía. El que había hecho la copia la había tiznado y no estaba tan clara como el original. Pero esperaba que aquello amortiguara el choque. Allí la similitud no era tan impresionante. El párrafo de debajo, escrito en la prosa arcaica, florida y pomposa del XIX, tendría menos impacto, esperaba, que el relato actual de un asesinato similar. Toda la sórdida confusión estaría distanciada por su estilo de presentación.
—Una tragedia del pasado —dijo, dándole el papel a Rose—. Sucedió hace más de cien años. Lowell encontró casualmente la fotografía original en algún lugar de la casa, creo. No se puede aplicar ni a usted ni a él. Léalo si quiere. Y luego olvídelo. No es la clase de aventura desafortunada que se conmemora con una fotografía divertida, si eso es lo que quiere usted hacer. Si Lowell hubiese conocido la historia, lo que le sucedió a la mujer, no hubiese querido que se hiciera usted la foto de forma similar a la otra. Naturalmente, él no sabía que es historia.
El estudio estaba protegido de la luz por gruesas cortinas azules, y mientras las corría para que ella pudiese leer con más facilidad, un haz de sol cayó sobre su pelo. La miró, conmovido por su belleza, preocupado por su creciente palidez. Había intentado protegerla de lo que podía ser una desagradable historia familiar, se dijo a sí mismo, y ella no había querido ser protegida. Quizás instintivamente. Era mejor que supiese la verdad. Una verdad desagradable. Pero la suya era una aventura desagradable. Posiblemente peligrosa. Ciertamente perjudicial. Lowell debía acostarse con una mujer de su edad y dejar a aquella chica en paz.
Al cabo de unos momentos Rose le devolvió el papel. La había metido en un paisaje de pesadilla. Tenía que ser recorrido. ¿Desde dónde? ¿Hasta dónde? Ella no lo sabía.
Leeson esperaba que ella dijese algo, pero se quedó callada. Le preguntó si el nombre de la mujer significaba algo para ella.
—¿Había oído hablar de ella antes?
Le miró fijamente sin comprender, sin que la pregunta le penetrase, y murmuró algo incoherente.
Inquieto por su reacción, que incluso en aquellas circunstancias, parecía extremada, intentó calmarla.
—No deje que lo que ha leído la trastorne. Ya ha pasado. Se ha terminado. El sufrimiento de hoy es suficiente para todos nosotros.
Los ojos de la muchacha le enfocaron lentamente mientras se daba cuenta de que él le hablaba, intentando ser amable.
—Sufrimiento —repitió la palabra. Y luego la rechazó, haciendo como si empujara con las manos.
—No —dijo—. ¡No!
Fue algo más tarde cuando Rose se dio cuenta de que había dejado la bolsa de lona con el vestido marrón y la gargantilla en el estudio. No importaba. El vestido era sólo apropiado para quemarlo. Se lo imaginó ardiendo en el jardín de Lowell. Rojo, el color de un sudario sangriento, como Greg había dicho. Tenía razón.
Sus pasos la habían llevado al aparcamiento; cómo, no podía recordarlo. Había pasado una hora, en algún lugar, como polvo en el viento. La gente iba y venía. Haciendo girar los motores. Cerrando puertas de golpe. El aire olía a gasolina. El capó del Peugeot estaba frío cuando se apoyó temblando en él. Era imposible conducir hasta casa sin peligro, conducir sin peligro a ninguna parte. Necesitaba estar sola. Ordenar su cabeza. Librarse de la voz de pesadilla que por primera vez había hablado clara y terriblemente a la plena y racional luz del día.
Ballater recibió aquella tarde a las siete una llamada telefónica de Rose. Durante un tiempo no volvería a la finca, le dijo. Quería ser libre para hacer sus cosas, ser independiente, quizás buscar un trabajo. Volvería a ponerse en contacto con él cuando tuviese una dirección. No tenía que preocuparse por ella. Estaba perfectamente bien. Era totalmente capaz de cuidarse.
Las palabras le habían salido atropelladamente y cuando quiso responder, ella ya había colgado.
Era evidente que no estaba perfectamente bien.
La había visto un momento a la hora del desayuno y no le había parecido preocupada por nada. Le había dicho que se iba a Bristol de compras. Él le ofreció redondear el dinero que le había dado con otras veinte libras y ella había aceptado con educada desgana. Había el suficiente dinero en su cuenta de ahorro para que no tuviese problemas. Y tenía el coche… el pequeño.
Desde el punto de vista práctico podía, como había dicho, cuidarse de sí misma.
¿Y emocionalmente?
Tenía dieciocho años, pero no su prudencia. Según Craddock seguía viendo a Marshall a pesar de todas sus advertencias. Había escuchado la información sin comentarlos. El espionaje gratuito de Craddock, aunque bien intencionado, le enojaba.
Después de tres días de no tener noticias de ella y de tres noches de no dormir por la preocupación, bajó a la casa.
Lowell, tenso también por la ausencia de Rose, estaba trabajando en el nocturno. La música reflejaba su disposición y había perdido su anterior tranquilidad. Los cielos nocturnos eran sombríos y sin estrellas. Las notas sobre el pentagrama se resistían a moverse, pero le absorbían completamente. Cuando fue a abrir la puerta a la llamada de Ballater, le saludó sin entusiasmo, molesto por la interrupción.
Ballater, aliviado de ver que estaba allí, le preguntó si podía entrar.
—Necesitamos hablar.
Lowell se disculpó:
—Claro. Lo siento.
Hizo un gesto para que Ballater le siguiera a la sala y le indicó la silla cerca del hogar vacío.
Ballater vio las hojas manuscritas sobre la mesa y su ansiedad disminuyó un poco. Aquel músico de talento, aunque acabado, no estaba escondiendo a Rose, aunque pudiera saber dónde estaba. Se preguntó cómo interrogarle con tacto.
Lowell, de nuevo en el mundo real en el que la música no afectaba, le miraba fijamente. Aquélla no era una visita de cortesía. La angustia creciente venció a la discreción.
—¿Está bien Rose?
Ballater tuvo cuidado en no comprometerse.
—Eso creo, sí.
Una respuesta extraña, pensó Lowell. Recogió cuidadosamente en un montón el manuscrito de música y puso su pluma atravesada encima. O estaba bien, o no lo estaba. Hacía casi una semana que no había ido a verle, pero ya había sucedido antes cuando el patán pelirrojo estaba en la finca. No significaba que algo terrible le hubiese sucedido. Podía tener un resfriado.
Podía estarse enfriando. Aún más. Y eso sería terrible para él. ¿Una exageración? No.
Esperó que Ballater se explicara o le dijera la razón de su visita.
Ballater estaba intentando enjuiciar la situación objetivamente. El músico había mostrado preocupación y eso significaba lío. Pero él no conocía la marcha de Rose. Si volvía, o cuando volviese, podía ir a la casa y no a la finca. Aquella casa tenía una extraña atracción sobre ella. Y sobre Marshall. Él parecía ser parte de ella tanto como el frío suelo de piedra sobre el que estaba.
«Como lo había sido aquel otro hombre… hacía más de un siglo».
Borró el pensamiento. Aquélla era una crisis actual. Una aventura indeseable que debía terminar. Era conveniente destruir la casa para tener acceso a la carretera. Librarse de Marshall era una necesidad aún más apremiante.
—Me estaba preguntando —dijo de repente— si ha vuelto usted a pensar en lo de vender.
Lowell percibió que había algo más en la pregunta que una nueva formulación de una proposición comercial. El anciano quería que se fuera. Primordialmente por Rose.
Dijo que no tenía intención de marcharse.
Ballater echó una mirada crítica a su alrededor. La casa tenía ahora un verdadero olor a pobreza. El día era gélido y no había rastros de fuego en el hogar ni combustible nuevo esperando ser encendido. En su última visita le había ofrecido café. Aquella vez, estaba seguro de que no le ofrecería nada.
—Necesito un acceso —reiteró—. No le dé miedo darme una cifra, aunque parezca exorbitante. Podemos llegar a un acuerdo.
—A ningún precio.
Era enfático.
—¿Por qué?
La pregunta era cortante, los ojos penetrantes.
—Me gusta estar aquí.
—No puedo creerlo.
—Pero es cierto.
Ballater sacudió la cabeza. A un zorro le gustaba su madriguera… y aquel lugar era poco mejor. Un hombre de la clase de Marshall no estaba acostumbrado a la suciedad… Un hombre de la experiencia de Marshall, si estuviese completamente cuerdo, se iría.
Pero la guarida estaba, o había estado, convenientemente cerca de Rose.
—Estoy dispuesto a doblar la oferta que le hice la última vez.
—No, lo siento.
Era hora de ir directo al asunto.
—Rose se ha ido. Y no está en la finca.
Lowell cogió el lápiz sin darse cuenta. Se partió entre sus dedos. Puso los dos trozos sobre la mesa con cuidado. El viejo le miraba como si fuese un espécimen extraño detrás de barrotes. No importaba. Que mirase. No juegues conmigo. Di lo que quieres decir.
—¿Se ha ido? ¿Adónde?
—Al principio a Bristol… quizás esté aún allí…
Lowell apartó la silla de la mesa y se sentó. Un zumbido grave y de mal agüero había empezado a sonar en su cabeza.
—Explíquese.
Era imperioso.
Ballater esperó deliberadamente unos momentos antes de responder.
—La excusa fue ir de compras, pero evidentemente, con la intención de no volver. Quizás quería evitar el enfrentamiento no diciéndomelo hasta después de que se hubiese ido. Su llamada fue breve, sólo que contactaría conmigo cuando tuviese una dirección. Eso ocurrió hace tres días, y desde entonces no he sabido nada más.
—¿Ha informado usted a la policía?
—No. Es mayor de edad. Libre de hacer lo que quiera.
—Por el amor de Dios, ¿cómo puede usted ser tan complaciente? —La voz de Lowell era estridente—. Le puede haber pasado cualquier cosa.
En lo que le hubiera pasado, pensó Ballater con amargura, aquel flaco y nervioso hombre de mediana edad tenía algo que ver. Podía haberla dejado embarazada.
—Puede usted acusarme de lo que quiera —respondió con sequedad—, pero no de complacencia. Dejé de ser complaciente cuando dejaron a Rose a mi cuidado.
Miró hacia la ventana que daba al jardín. ¿Debía decirle la verdad a Marshall sobre la mata de marihuana? No, no había habido problemas de esa clase recientemente. Los problemas de familia, y Dios sabía que la suya tenía muchos, era mejor no discutirlos. De todos modos, unas cuantas indicaciones acerca de la fragilidad de la naturaleza de Rose, podrían ser oportunas.
Lo expresó cuidadosamente:
—Si mi esposa, su abuela, hubiera vivido cuando Rose se quedó huérfana, le hubiera dado lo que necesitaba, y nunca recibió de su propia madre: estabilidad, un código moral. —Sonaba anticuado, pero no le importaba. La drogadicción de su madre había destruido el matrimonio—. Rose vino a vivir conmigo cuando tenía quince años; una edad difícil. La envié a un pensionado, una institución no demasiado bien escogida me temo, pero yo no lo sabía. Algunos de los amigos que hizo allí eran indeseables.
Una forma suave de decirlo, pensó. La herencia, en el caso de Rose, nunca había sido contrapesada por el ambiente. Incluso allí, en el ambiente de la finca, había tentaciones.
Miró a Marshall fríamente.
—Es inmadura y le falta juicio. Y no acepta mis consejos. Sólo me preocupa su bien. Si se diera cuenta de eso al menos, hubiese confiado ahora en mí.
Se movió incómodo y su silla rozó contra el filo del hogar haciendo caer un pequeño trozo de piedra labrada que se apoyaba contra la chimenea. Lowell se agachó y cogió el fragmento de urna, limpiándolo con la palma de la mano. Y luego se sentó sosteniéndolo.
La pregunta que Ballater se veía forzado a hacer subrayaba su propio fracaso y le salió bruscamente.
—Sé que ha sido amiga suya… Quizás ha hablado libremente con usted. ¿Podría usted aclarar por qué se ha tenido que marchar ahora de repente? ¿Tiene alguna clase de problema?
«Problema» era el eufemismo de Ballater para el embarazo. Esperaba que Marshall lo entendiera.
Lowell lo entendió.
Recordó la noche que Rose había gritado en su sueño algo sobre un niño. Se había sentado en la cama, aterrada por la pesadilla, llorando. Había intentado sostenerla, consolarla, pero ella le había apartado. Él no había tomado precauciones durante sus relaciones, pero ella le había asegurado que lo tenía controlado. Podía haber olvidado protegerse. Podría llevar un hijo suyo. Sintió a la vez culpabilidad y júbilo.
Ballater vio la expresión de Marshall e imaginó la conclusión a la que había llegado. Contuvo su cólera. Quizás era la conclusión errónea. Esperó que respondiera y cuando fue evidente que no podía, el viejo dijo lo que esperaba que fuese cierto.
—Es posible que se haya ido con el joven estudiante de agricultura, Farrel, que estuvo aquí recientemente. Tenían una cálida amistad.
Si Farrel la había metido en problemas, era con mucho la alternativa menos preocupante.
Lowell miró brevemente hacia el abismo y luego resueltamente cerró los ojos. Si Rose estaba embarazada, el niño era suyo. Cuando volviese, y seguramente volvería pronto, necesitaría que la tranquilizaran y mucha ternura. También necesitaría dinero y la estabilidad de la que hablaba el viejo. No podía darle ninguna de las dos cosas. Pero debería hacerlo. De alguna forma. La oferta del viejo de comprar la casa era tentadora, unos cuantos miles de libras podrían encontrar un uso inmediato, pero era una oferta que no podía aceptar. El dinero tendría que venir de otra fuente. Aquél era el lugar de Rose, y el suyo.
Intentó mantener el tono de su voz.
—Lo siento, me temo que no le puedo decir nada. No sé adónde ha ido Rose. Si sabe usted de ella, le estaría muy agradecido que me lo hiciese saber.
Ballater se puso en pie para despedirse. Se sentía muy cansado, muy consciente de su edad y de su incapacidad. La entrevista no había hecho más que aumentar su aversión por el músico. No tenía obligación de decirle nada.
—Gracias por compartir mi preocupación —le dijo con voz apagada. La respuesta podía no ser de compromiso, pero su mirada era decididamente fría.