A Greg Farrel le llevó unos días el darse cuenta de que estaba siendo examinado, tanto social como profesionalmente. Era una experiencia incómoda. Ballater dirigía la finca como un ejercicio militar. Era un buen estratega, delegaba con cuidado y hacía un completo uso de las computadoras, trabajando desde su despacho la mayor parte del tiempo. Farrel descubrió pronto que vivir en la casa era como ser un suboficial muy joven en un comedor de oficiales mayores. Supuso que las cenas serían un infierno. El año anterior pensó que Rose exageraba al describir la experiencia.
—Te rompes la cabeza para encontrar algo de qué hablar —le dijo— y bebes el vino en una copa de cristal de Waterford. Se te calientan los pies en los condenados zapatos y quieres salir y andar por el fango.
Aquello justamente lo resumía. Había límites a lo que uno podía decir sobre producción lechera y la CEE. Las opiniones de los profesores de la Facultad de Agricultura no eran necesariamente las mismas que las de aquel anciano de apariencia severa, y él no sabía lo suficiente de nada todavía como para entrar en una discusión. De todos modos, discutir era una mala política. Era buena política escuchar educadamente y decir que sí. Era buena política disculparse, encantadoramente si era posible, por no haber llevado ropa más adecuada. Camisetas de colores y téjanos, era toda la que tenía.
Se preguntó cuánto valía la finca.
Rose, mirándole desde el otro lado de la brillante mesa de caoba, imaginó lo que se estaba preguntando.
Aquella primera tarde subieron andando a la colina, lejos de la casa de Marshall, a una pequeña plantación de álamos temblones. Cerca había una hondonada cubierta de hierba, un lugar no del todo privado, pero que era imposible ver desde la finca. Allí se podía oír en la distancia el incesante ruido de un tractor, y el suave mugir de las bestias. Y muy cerca el deslizarse de un animalito por la hierba y el seco y frágil sonido de las hojas al voltear.
Rose dijo:
—Aún soy yo. Detesto que mi abuelo intente planificar mi vida.
Él la entendió.
Con todo, el plan podía no ser malo. Arcaico, desde luego, pero tenía sus cualidades. Su familia no podía permitirse que se estableciera como granjero independiente. Su padre, preocupado por no haber seguido la tradición familiar de abogacía, había hecho el viejo chiste de que se casara con la hija de un hombre rico.
En aquel caso… nieta.
Y deseable.
Pasó la mano suavemente por los pechos de Rose.
Ella lo dejó aún más claro.
—Odio la agricultura. Un día me iré de aquí. No me quedaré nunca.
Quizás era así, pero se la podía persuadir.
Ella le apartó la mano con impaciencia. Comparado con Lowell era un aficionado: patoso e insensible.
—¿Has traído marihuana? —le preguntó.
Sí, pero en aquellas nuevas circunstancias podría ser poco sensato admitirlo.
—No.
La vacilación al responder había sido algo larga. Ella le sonrió.
—¿Sabes que «kif» en marroquí significa paz y tranquilidad? Me irían bien las dos, así que… dame.
No la llevaba encima. Estaba en su equipaje. Después quizás admitiese que la tenía, pero aún no estaba seguro de lo que iba a hacer; sería tonto estropear la oportunidad en un momento tan prematuro del juego.
Si me estuvieses protegiendo por mi bien, pensó ella, estaría enfadada contigo, pero no tanto.
—¡Por el amor de Dios! —le espetó—, ¡no hace daño!
—Quizás, pero no es legal, y ya tuviste problemas anteriormente.
—Si vas a empezar sacando a relucir las respuestas adecuadas por los motivos equivocados le caerás muy bien a mi abuelo. ¿Qué estás haciendo? ¿Practicando?
Estaba empezando a molestarle. Y a excitarle. Había algo distinto en ella este año. Hasta cierto punto, parecía indiferente a él, e incluso a la marihuana. Le dio la impresión de que a ella no le preocupaba tanto si se la daba o no. Así pues, ¿dónde conseguía sus estimulantes?
Sólo al cabo de varios días de trabajo duro cosechando, rematados por noches célibes, descubrió por qué Rose mantenía cerrada con llave la puerta de su habitación.
La cerraba porque no estaba allí.
La vio por casualidad, cerca de la medianoche, dirigiéndose hacia el camino de abajo. Al principio pensó que podría ser sonámbula. Su largo vestido parecía una bata pasada de moda, pero Rose no se ponía nada en la cama. Y andaba como si supiese hacia dónde iba. En un santiamén salió de su habitación y tomó el sendero que cruzaba el campo, y ya no se la veía. Anduvo un poco por el camino, hasta pasada la furgoneta de Marshall, y no pudo encontrarla. El único lugar en el que ella podía desaparecer en tan poco tiempo era en la casa de Marshall. Volvió sobre sus pasos y se quedó por allí un momento, pero hacía demasiado frío para estar mucho rato. La noche siguiente llevaba su chaqueta de cuero y botas calientes y se colocó cerca del campo en el que apacentaba el ganado Charolais, el lugar estratégico desde el que Rose vigilaba la casa de Lowell antes de conocerle. Ella volvió justo después del amanecer.
A la luz de la primera hora de la mañana pudo ver que llevaba una capa negra sobre un vestido rojo oscuro. No lo había visto antes. Su pelo estaba despeinado, como si acabara de levantarse de la cama y sus mejillas, a pesar de lo fresco del día, estaban sonrojadas como si hubiese hecho el amor recientemente.
No le había visto, pero notó que podía haber alguien allí y miró por encima del hombro. Él se retiró hasta el abrigo del muro. Rose se encogió de hombros y siguió andando tranquilamente hacia la casa. La puerta principal estaba entreabierta. Ahora sabía quién era y se quedó esperando en el vestíbulo hasta que Greg se reunió con ella.
Avergonzado de que le hubiesen cogido espiando, su tono fue agresivo:
—¿Te lo has pasado bien?
—Mejor que nunca.
Sus ojos eran burlones.
—¿Lo sabe el viejo?
—No seas ridículo.
Se preguntó qué valdría su silencio.
Pero él no tenía precio. Le gustaba ella. Su orgullo estaba herido. Su cuerpo era joven, fuerte… El año anterior ella había gozado con él. Si su nuevo amante hubiese sido uno de sus compañeros hubiese sido insultante, pero no tanto.
Dijo la primera cosa que le vino a la cabeza.
—Él es fantasmagórico. La casa es macabra. Y tu vestido parece un sudario rojo ensangrentado.
Ella hizo el signo de la «V» vuelto del revés, un reniego silencioso, y se dirigió hacia la escalera.
Aquella noche, durante la cena, Greg preguntó a Ballater sobre la casa de Marshall.
—Siempre creí que la casa le pertenecía, señor.
Ballater dijo que esperaba que un día lo fuese. Notaba que la conversación debía de tener algún objeto, pero no estaba seguro de cuál era. Greg dijo que había visto a Marshall brevemente.
—Dice que no tiene relaciones agrícolas.
Ballater le explicó el historial de Marshall mientras Rose escuchaba en silencio.
—¿Viene alguna vez a visitarle, señor?
Ballater respondió tranquilamente que no le había invitado.
—Por negligencia mía, pero tiendo a no ser sociable.
Y añadió secamente:
—Rose fue a un concierto con él.
—De música clásica —terció Rose—. No lo que te gusta a ti, Greg.
Era más seguro llevar la conversación hacia otra dirección.
—Sucedió que iba a ir a Bristol y me llevó. Fui a comprar ropa.
—Y no trajo ninguna —observó el abuelo—, o si trajiste, no la he visto.
—No había nada adecuado.
La ropa era para Lowell. Para la casa. Para la persona en la que se convertía cuando iba allí. La pulla de Greg de que el vestido era como un sudario le dolía. Había estado diciendo estupideces.
—Me gusta la música rock; algo con un colosal buen ritmo dentro. —Greg lo remedó con los dedos sobre el borde de la mesa y miró a Rose—. A ti también te gusta.
Ella entendió las implicaciones sexuales de la mímica y esperó que no lo hiciera su abuelo.
Pero sus temores eran infundados: el vacío generacional en este caso le había llevado a una tierra lejana. El muchacho había manifestado una preferencia, eso era todo. La música rock se oía en las discotecas, suponía. Eran lugares con luces giratorias y cuerpos que giraban. Los lógicos lugares de encuentro para los jóvenes imbéciles de hoy.
Le dijo a Farrel que él no tenía ninguna objeción si quería llevar a Rose a una discoteca, siempre que volvieran a una hora razonable.
—Utiliza el coche pequeño —le sugirió—. El Peugeot.
Cuando pasó la medianoche Lowell supo que ella no iría. El gato, sentado sobre su rodilla, bostezaba y se estiraba voluptuosamente. Una de sus patas acarició el cuello de Lowell, un tacto ligero como el de una pluma, con las garras muy escondidas bajo la piel. La ceniza del leño crepitaba en la chimenea.
La sala estaba iluminada por velas, porque a Rose no le gustaba el olor de su lámpara de parafina. Dirigió su mirada hacia ellas, concentrando su atención en trivialidades, para evitar la ansiedad. Recordó las largas y delgadas velas encarnadas que Zoe ponía en los candelabros de plata cuando tenía invitados. Velas para impactar. Era difícil leer a la luz de una vela. O componer. Así que trabajaba en el nocturno durante el día, consciente de la contradicción.
Tenía tendencia a hablar mucho mentalmente cuando Rose no estaba allí. Un diálogo consigo mismo. Controlable. Se dijo que ella no iba a ir, que había una razón completamente buena para su ausencia. No estaba muerta en un campo… ni la habían asaltado, ni violado. Siempre había insistido en que no debía ir a buscarla, que ella podía ir en cualquier momento. O no ir.
El diálogo aquella noche podía ser controlado y racional, pero no le tranquilizaba. No podía estar allí sentado sin hacer nada.
Puso a Middy en el suelo, cogió la linterna y fue andando por el sendero del campo arriba. El gato le seguía, pisando suavemente la oscura hierba. El aire de la noche tenía un olor a sudor rancio, como la esencia destilada de la ansiedad. No había fragancia en ningún sitio. La linterna formaba arcos amarillos en los setos vivos. Serpenteaba a través de la maleza. Exploraba. Buscaba y no encontraba nada. El cielo, cuajado de estrellas, le produjo vértigo y tropezó y cayó. Todo era demasiado inmenso… estaba demasiado silencioso… demasiado oscuro. Se sentó acurrucado donde había caído, con la cabeza apoyada sobre sus rodillas y las manos sobre los ojos. Sin moverse. Desorientado. El tiempo parecía haberse detenido. No era consciente de nada más que de la necesidad de respirar.
Middy se frotó suavemente contra él y el trance, casi cataléptico, se rompió. Confundido, algo asustado, se puso lentamente en pie y miró a su alrededor. Estaba allí, en lugar conocido, todo era normal. Nada estaba mal. Sólo una extraña reacción, un extraño estado de ánimo. Ya había pasado.
Subió la colina hasta cerca de la finca y cuando llegó a la cima contempló la casa. Unas cuantas luces pálidas brillaban en las ventanas, pero no había ni señal de Rose. Ni de nadie.
Al cabo de un momento, se persuadió de volver. Buscarla era invadir su intimidad. Podía estar con aquel gamberro pelirrojo. Si se los tropezaba en la oscuridad y estaban… Pero ella no… Era perfectamente natural… Tenía dieciocho años y él… Se obligó a decirlo y en voz alta:
—Podrían estar haciendo el amor. Vuelve a tu cama. Acéptalo.
Cuando volvió a la casa lo apagó todo excepto una de las velas y se la llevó hacia el dormitorio. La cama se veía fría, poco atractiva. ¡Por Dios, no podía aceptarlo! La quería. La necesitaba. Si se alejaba de él permanentemente, no sabía lo que haría.
Había momentos en los que Rose se sentía como si estuviese partida en dos; una experiencia más interesante que dolorosa. Dos hombres la querían. Dos hombres la tenían, en distintos grados. El sexo con Greg iba mejorando un poco, iba aprendiendo a ser menos egoísta, a pensar en el placer de ella. Era una relación fácil, tranquila… sin peleas, sin tensión, sin representación.
Cuando estaba con Lowell estaba en un pedestal, ni siquiera podía renegar, pero su forma de hacer el amor era fantástica. Juntos en la casa, en la cama, se sentía estallar de amor por él. Fuera de la cama era menos perfecto. ¿Cómo podía un hombre tan inteligente en todo lo demás ser tan obtuso cuando se trataba de la vida de cada día? A ella le gustaba la casa tanto como a él, proyectaba su propio hechizo peculiar, pero no era algo salido de Grimm. No tenía paredes de pan de jengibre, la despensa no era mágica, no se llenaba sola. Y se estaba quedando sin combustible para el fuego. La furgoneta, le dijo, era un gasto inesperado. Tenía que ponerle una nueva batería, y dos de las ruedas no eran legales. Dicho simplemente, la emoción de hacer caso omiso de los deseos de su abuelo empezaba a perder su sabor.
Mientras Greg estuvo viviendo en la casa se olvidó de bajar leche para el gato. Cuando volvió a la Facultad empezó a acordarse de nuevo. Mientras tanto, Lowell tuvo que arreglárselas con leche en polvo para ambos, para él y para el animal. Consideró el olvido como síntoma de una aberración temporal. Cuando la leche empezó a llegar de nuevo esperó que la aberración hubiese pasado. Rose se había divertido con un muchacho de su edad. Él se había ido. Le olvidaría. Era la voz de la razón. Obligada. Necesaria. Poco convincente.
Rose también pensó que olvidaría a Greg, pero no era tan fácil. Le escribía cartas, divertidas, con unas cuantas frases torpes diciéndole que la echaba de menos. No vivía en la residencia de la Facultad, ahora, y tenía un piso pequeño en Gloucester. Si su abuelo le quitaba los grilletes y las cadenas, le escribió, ¿le visitaría? Ella sabía que tenía la mirada puesta en el futuro, que la finca era una propiedad deseable. Él no la quería como Lowell, pero probablemente la quería tanto como era capaz de querer a nadie. Era más cómodo meterse en sus aguas poco profundas que en el mar turbulento y oscuro de Lowell. El que, según el tiempo pasaba, se fuese haciendo más oscuro y más turbulento la inquietaba. Parecía querer poseerla en cuerpo y alma. Ella se negaba a darle el alma. Tenía sus propios pensamientos y su propia manera de expresarlos. Con Lowell tenía que tener mucho cuidado en lo que decía.
Pero no podía controlar sus sueños y a veces hablaba mientras dormía. Lowell la sostenía, sin entender lo que decía. Era algo de un niño. Una vez se levantó llorando.
Él le apartó los cabellos de la frente.
—¿Qué te pasa? Dímelo.
—No lo sé. No puedo acordarme.
El sueño estaba roto en un caleidoscopio de formas que se negaban a formar un todo coherente. Había una voz, acusatoria, aunque poco clara, una confusión de palabras que provocaban un fuerte sentimiento de culpa. Completamente despierta era capaz de bloquear el mensaje. Pero permanecía, burlándose de ella, en el centro de la pesadilla.
Se sentó en la cama, librándose de los brazos de Lowell.
—¿Qué hora es?
Él encendió la vela de la cabecera y miró su reloj.
—La una y veinte.
Su vestido marrón colgaba sobre el respaldo de una silla cerca de la ventana. Las botas, bien colocadas una al lado de la otra, estaban cerca de la cama. Podía ser el escenario de una obra de época, pensó, pero no lo era. Era una noche de otoño de los ochenta y una noche de otoño cien o más años atrás. Ésta última parecía más real. Era fantasmal. Asustaba.
También era molesto.
—Lowell, necesito ir al water.
El water estaba fuera.
Él se levantó de la cama.
—Espera a que coja la linterna. Iré contigo.
Intentó meter bruscamente los pies calientes en las botas. Era todo tan absolutamente estúpido, tan condenada y jodidamente ridículo.
—Está lloviendo. Debería llevar botas de agua.
Estaba llorando de nuevo, esta vez con irritación. Él la abrazó… a su maravillosa, a su bella Rose.
Ella le apartó.
—¡Déjame! Tengo prisa.
Bajaron por el sendero del jardín protegidos por el enorme paraguas negro de Lowell. Cuando volvieron ella no quiso volver a la cama. Quería irse a casa. Era la primera vez que le dejaba antes del amanecer.
El idilio se estaba rompiendo. No podía, no lo admitiría. Ella era parte de su vida. Parte de la casa. Su destino estaba allí.
Intentó explicárselo, pero Rose no sabía de qué le hablaba. Fue lo bastante sensato como para no ser demasiado explícito. Había encontrado una fotografía de alguien como ella, le dijo. En el pasado había pertenecido a la casa, como Rose pertenecía a ella ahora.
—¿Dónde estaba la fotografía? —dijo ella.
Su mujer la había destruido. «Pero ¿por qué?»
Se encogió de hombros.
—No importa. Te tengo a ti.
Estaban sentados a la luz de la lumbre, con las velas formando pequeñas lenguas rojas de fuego en los rincones oscuros de la sala. A Rose le pareció que repetían lo que él había dicho: Te tengo… te tengo… te tengo…
Había cogido una botella de clarete de las de su abuelo y habían estado bebiendo bastante. Quizás era el vino el que hablaba. El vino mareaba un poco, pero también tranquilizaba. Entonces, ¿por qué aquella persistente sensación de desasosiego?
Nunca había estado tan preciosa, pensó, y se lo dijo. La suave caída de sus cabellos sobre los hombros tenía destellos rojos en algunos trozos. Él rosa oscuro de la gargantilla de coral había cogido un zarcillo antes de que bajase hacia la pequeña protuberancia de sus pechos. Se inclinó y lo desenganchó.
—No debes cortarte nunca el pelo.
Ella se removió con impaciencia. Nunca tenía que hacer esto. Nunca tenía que hacer aquello.
—Si tuviese que hacerte un retrato lo llamaría Rose a la luz de la lumbre.
—Lowell, ¿quieres acostarte conmigo? —Su voz era seca—. Porque si es así, será mejor que empieces a desabrochar todos estos puñeteros botones mientras el fuego aún caliente.
Él se quedó parado.
¿Por lo de «puñeteros»?, se preguntó ella. ¿O por la forma en que lo había dicho? Probablemente por las dos cosas. Había sacudido el pedestal.
Luego, en la cama, estaba de nuevo en su papel. Él sabía cómo hacer que su cuerpo cobrase vida.
—Te quiero —le dijo ella, como se lo había dicho muchas veces antes. Dos palabras que expresaban su placer físico. Palabras que él quería escuchar. Palabras que olvidaba cuando estaba levantada y lejos de él.
Lowell se daba cuenta de que la relación había llegado a un punto en el que necesitaba seguir adelante de forma más positiva. Rose, a pesar de que hiciese el amor, se estaba intranquilizando, impacientando. Se merecía algo mejor que aquellos encuentros clandestinos. No había pensado antes en el matrimonio, pero ahora sí. Daba miedo. Divorciarse de Zoe… si la podía persuadir. Vender la casa. Si Zoe y él se la repartieran conseguiría unas cuarenta mil libras de capital. Si Zoe estuviese de acuerdo. ¿Pero por qué lo iba a estar? Lo honorable sería darle a ella la casa. Ella no había infringido nada, él sí. Una palabra extraña infringir. Fornicar… aún más extraña. No tenía la impresión de que se refiriesen a nada de lo que había hecho.
Pero Rose podía no querer casarse con él. Si no quería, ¿qué quería? ¿Que arreglase la casa? ¿Un water dentro? ¿Unos cuantos regalos caros? ¿Unas vacaciones juntos? Un paso firme hacia el siglo XX y toda la comodidad que el dinero pudiese ofrecer… si es que tenía alguno.
No lo podía creer. Zoe era la materialista, no Rose. Zoe daba mucha importancia a lo que no tenía. Rose tenía valores distintos. Rose era una chica a quien escribir música. Con la que soñar. A la que agradar.
¿Pero cómo?
¿Qué tenía que hacer para mantenerla consigo? ¿Para detener el rumbo? ¿Qué acción debía emprender? Era como un viajero vacilando en la encrucijada, dudando qué camino escoger.