—Si fuese Ben —le dijo Louise a Zoe—, yo no haría una guerra de desgaste, o lo que sea que estás haciendo, yo iría a la casa y armaría un escándalo.
Miraba la figura agachada de Zoe mientras limpiaba unos parterres de plantas secas. Era extraño que no le hubiese pagado un extra al jardinero a horas para que se lo hiciera; quizás el dinero de la cuenta conjunta se había terminado. Zoe había admitido su táctica en un momento de debilidad, pero notando el desagrado de Louise, no se había vuelto a referir a ello desde entonces.
—Pero no es Ben. —Zoe se irguió y se tocó la espalda que comenzaba a dolerle—, y ésa es la diferencia.
—¿No tendrás todavía miedo de él?
Zoe eludió la pregunta.
—Veo las cosas de modo distinto. Eso es todo.
Recogió el desplantador y una bolsa de bulbos de tulipán.
—Éstos los plantaré luego. ¿Quieres entrar a tomar un café?
—Será mejor que lo tomemos en mi casa, tengo que vigilar a los niños.
Las confidencias en una atmósfera doméstica oliendo a pudín de arroz quemado tendían a desvirtuar su dolor. Clarissa estaba dormida en el capazo y Christopher estaba pintando ruidosamente en su caballete.
Zoe intentó explicarse, bajando la voz por el niño: ella había creído que Lowell estaba enamorado de una fotografía victoriana, y eso era locura. Ahora veía que probablemente era una fotografía de la zorra con la que se acostaba. Jane Leeson le había hablado de una chica disfrazada. O sea que no estaba enfermo de la cabeza, sólo era infiel, y ésa era una forma suave de decirlo. Lo hubiese dicho de modo distinto, pero alguna gente menuda podría estar escuchando.
Louise miró a su hijo y le sugirió que podía llevarse el caballete al patio. Hacía frío allí, protestó el niño, y ¿por qué estaba Zoe cuchicheando? ¿No sabía que eso era de mala educación?
Diez minutos después, instaladas en la quietud de la sala, Louise hizo algún sondeo. ¿La había descrito Jane? ¿No sólo el vestido, sino cómo era?
Zoe ya no tenía más ganas de hablar de ello. Aquel crío había sido un impertinente. Louise debería educarle mejor. Si ella y Lowell hubiesen tenido un hijo… no dejó que el pensamiento acabase.
Se encogió de hombros.
—Cabello largo recogido en un moño. Tuvo que levantarse algunos mechones sueltos del cuello cuando Lowell le puso la gargantilla de cuentas.
—¿De cuentas?
—Así es como ella las llamó.
La chica del gato también tenía el pelo largo, recordó Louise, pero lo llevaba suelto. Podría ser la misma. La memorable parte del encuentro había sido el ansia de Lowell por estar con ella.
—¿Te dijo Jane algo más?
No era tanto lo que Jane le había dicho lo que había arrastrado la conversación como lo que Jane había dado a entender. Lowell parecía interesado, le dijo. Y había cerrado fuertemente la boca mientras sus ojos le habían contado el resto a Zoe. La zorra le había dejado frío. ¿Mensaje recibido y entendido?
—Pensó que probablemente había una «amistad». —Zoe sonrió amargamente—. Lowell se marchó con ella sin presentarles. Ya te lo había contado antes.
—Lo que no implica necesariamente irse a la cama.
Pero probablemente así era. El instinto de Zoe podía estar en lo cierto.
—Sigo pensando que deberías ir y hablarle.
Zoe estaba callada.
Louise luchó por no decirlo… y perdió.
—Ben y yo iremos contigo si quieres.
Ya se lo había sugerido a Ben y no se había mostrado cooperativo. Había ido la última vez, le recordó, por las manos de Lowell… bueno, en parte. Si Lowell tenía otra mujer eso era asunto suyo y de Zoe. La cosa tenía entonces otra dimensión. Ya no era sólo un caso de depresión y abandono. Así que no te metas.
—No creo que sirva de nada ir a verle —dijo Zoe—, aún no.
Cambió de tema.
—¿Os dijo cuánto le había ofrecido el ganadero por la casa?
—No. Aparentemente necesita un acceso a la carretera de más abajo.
—¿Mencionó Lowell su nombre?
Louise tenía buena memoria.
—Sí, Ballater. Posee la finca que hay sobre la colina —Cogió la jarra de Zoe y le puso café recién hecho—, pero no puedes hacer nada ahí, ¿no es así? La casa está a nombre de Lowell.
No, concedió Zoe, no podía hacer nada, pero el tiempo lo haría, pensó. Y cuantos más regalos le hiciera a su fulana, antes llegaría el momento. Se preguntó si debía contratar un detective privado para saber quién era la chica. Pero ¿importaba realmente quién fuese? Darle un nombre no arreglaría la situación. En cierto modo, podía empeorarla.
Bebió un sorbo de café de la gruesa jarra de cerámica. Su último gran desembolso había sido un juego de té Royal Doulton. Muy bonito. Si hubiese sido sensata hubiese comprado las tazas de café a juego. Habría acelerado el final.
¡Oh Dios!, ¿por qué quería reír y llorar al mismo tiempo? ¿Por qué la estaba mirando Louise de aquella manera?
—Creo que sería bueno —dijo fríamente, sin pensarlo realmente— que Lowell y yo nos divorciásemos.
Louise se quedó callada.
—Lo tengo a mis espaldas como un viejo lobo de mar.
Y lo quieres seguir teniendo ahí, pensó Louise. Zoe, altiva, estirada… temblaba sintiéndose herida, airada, sola. ¿Era posible sentirse así sin amor? ¿O era amor propio? De todos modos, ¿quién era ella para juzgar? Había muchas formas de luchar por un hombre… sucias la mayoría de ellas.
Rose iba a verle por las noches ahora.
Aunque él no tenía por qué saberlo, era un gesto de desafío, que lentamente se iba convirtiendo en una necesidad sexual. El enfado de su abuelo al volver tarde de Bristol, especialmente porque había ido allí con Marshall, había sido explosivo. Esperaba que volviese sobre la medianoche todo lo más tarde, a juzgar por la llamada telefónica y la duración del concierto, así pues, ¿dónde había estado hasta las dos de la madrugada? Le dijo que el coche de Cenicienta había tenido pana: un pinchazo. De hecho, llegaron a casa de Lowell mucho antes de la medianoche e hicieron el amor. La luna de septiembre proyectó sus rayos sobre la cama y sobre las esquinas de la habitación de forma que todo parecía vivido, bastante desolado, algo fantasmal. Después él la acompañó a casa, aunque ella hubiera querido quedarse. No le dejó que llegase hasta su casa. Si había jaleo, ella sabría cómo llevarlo. Después de todo, tenía dieciocho años. Oficialmente adulta. Su vida era suya para vivirla como quisiera.
La conciencia de Lowell fluía y refluía cuando pensaba en Ballater y en la inquietud del viejo. Rose detenía el reflujo y alentaba el flujo y él permitía que fuese así. ¿Qué daño había en aquella extraña, deliciosa relación que doblegaba la voluntad? Nunca se había sentido tan realizado, tan en paz consigo mismo. La vida había empezado a repartirle ases de nuevo; el comodín con las manos retorcidas estaba ahora relegado al fondo de la baraja.
Empezó a subir de nuevo cuando Greg Farrel entró en la casa con la seguridad jactanciosa de un hombre que anteriormente había entrado en ella muchas veces. Eran las siete de la tarde y Lowell estaba chafando galletas de gato en agua caliente para Middy.
Los dos hombres quedaron igualmente sorprendidos.
Lowell vio un joven alto, pelirrojo, de unos veintidós años vestido con ropa de motorista. Antes de que hablase sabía que sería descarado y fanfarrón; un hijo de puta.
Farrel notó la hostilidad.
—¡Oh! —exclamó—. ¿Quién es usted?
—Estaba a punto de hacerle la misma pregunta.
El gatito arañaba la pernera del pantalón de Lowell y dejó la comida en el suelo. Estaba muy caliente. Middy, a punto de lamerla delicadamente, dio un salto hacia atrás.
Farrel miraba con interés. Dar de comer a un animal que vivía allí implicaba que el tipo también vivía allí.
—La puerta estaba abierta —dijo a modo de disculpa—. Creí que Rose estaría aquí.
—Ayudaría a que progresáramos en nuestro mutuo entendimiento —replicó Lowell fríamente— si me dijera quién es usted.
Farrel imitó la voz pedante de Lowell mentalmente, pero no tuvo agallas para iniciar un enfrentamiento con su ironía.
—Greg Farrel —dijo, y alargó la mano—. Mucho gusto, señor. —Había descubierto que a la generación anterior le gustaba la cortesía.
Lowell no hizo caso de la mano.
—Aún no me ha dicho usted por qué ha entrado en mi propiedad… y qué tiene usted que ver con Rose.
¿Su propiedad? Farrel siempre había creído que aquello era de Ballater. Una casa de la finca que Rose confiscaba de vez en cuando para su uso particular.
—¿Así que Ballater se la vendió? —le dijo—. Ya veo.
Añadió:
—Creo que el gatito se ha quemado la lengua.
Middy se lamía el pecho furiosamente.
Lowell le explicó que había heredado la casa de un miembro de su familia.
—¿Por qué esperaba usted encontrar a Rose aquí?
Estaba alarmado por la posibilidad de que aquel muchacho fuera del pueblo y de que el pueblo estuviese lleno de chismes.
Farrel le dijo que era un estudiante de Agricultura y que había ido a echar una mano con la cosecha.
—Estuve aquí el año pasado. Es un trabajo de vacaciones. A Rose le gustaba bajar aquí cuando el viejo la fastidiaba.
Se preguntó si el nuevo propietario sería un confidente de Ballater. Era posible. Así que mejor no decirle nada más.
Lowell sintió una ligera sensación de traición. Rose había admitido que iba allí cuando la señorita Marshall estaba viva. ¿Por qué ocultarle que había seguido yendo desde entonces? ¿Sería aquél el gamberro que había plantado la marihuana? De repente recordó el regocijo cuidadosamente velado de la chica cuando mencionó a los gitanos. Las cosas empezaban a encajar de forma concluyente.
Farrel decidió que sería más sensato dejar nuevas huellas por el bosque… por el bien de Rose. Había metido la pata allí y sería necesario que se fuera por otro camino.
—El coronel Ballater es un ganadero competente —dijo—, teniendo en cuenta que empezó tarde. Y no me debe considerar demasiado mal o no me hubiese pedido que volviese este año. Me alojo en la casa de labranza… El año pasado me hospedé en el pueblo.
Se agachó y le dio unas palmadas a Middy.
—Lindo minino. Rose tiene mano con los animales. ¿La ha visto usted manejar aquel imponente y enorme toro?
Siguió parloteando sin esperar respuesta.
—La mayoría de los demás estudiantes de Agricultura tienen que coger trabajos durante las vacaciones que no tienen nada que ver con sus estudios… y algunos lo prefieren. Yo no. Será bueno ayudar a recoger la cosecha… Es un trabajo muy duro… satisfactorio.
Lowell notó que trataba de desviar su atención. El honesto labrador al que se le forma chepa a causa del trigo… o su equivalente moderno. Era una desviación reconfortante; se dijo a sí mismo de no cuestionarla en demasiada profundidad y aceptarla de momento. La educación, en aquel punto, requería una presentación. Le tocaba el turno de extender la mano.
—Soy Lowell Marshall, y no tengo nada que ver con la agricultura.
Pero el nombre no significaba nada para el visitante; evidentemente su fama no había penetrado en la comunidad estudiantil. Pero cuando Farrel le apretó la mano vio que Lowell hacía una mueca de dolor y se dio cuenta de que había apretado demasiado fuerte. El tipo era artrítico.
—Lo siento —se disculpó—. Maldita suerte la suya.
Era el tono que empleaba con el Coronel Ballater, muy militarista. No era el tono adecuado para aquel hombre, le pareció. Aún no le había cogido la medida. ¿Por qué, por ejemplo, estaba tan interesado en Rose?
—¿Y qué es lo que hace usted entonces, señor Marshall?
La obsesión de los activos, pensó Lowell, era siempre poner a los inactivos en categorías. Marshall, el exmúsico. En aquel momento, le dijo a Farrel, no estaba haciendo nada. Su expresión le aconsejó dejarlo así.
¿Un académico en un año sabático?, se preguntó Farrel. Rose lo sabría.
—¿No debe de ser suya la furgoneta que hay en el campo de abajo, verdad?
Desde luego esperaba una negativa como respuesta.
Lowell dijo que sí lo era.
—Supongo que más cómoda que su moto. Ha venido usted en una, creo.
Farrel dijo que sí.
—Está aparcada al lado de su furgoneta. Aún no hay acceso por carretera hasta la finca desde aquí.
—No.
No, mientras yo tenga mi casa, no lo hay.
—Entonces tendré que ir hasta casa de Ballater por la otra carretera.
Lo que hubieras hecho de entrada, pensó Lowell, si no hubieses estado tan seguro de que Rose estaba aquí.
Aquel muchacho y Rose eran de la misma edad.
El día iba teniendo menos luz.