——{8}——

—Tengo que pasarme por el banco —le dijo Lowell—, así que haremos tus compras de cumpleaños en Bristol y utilizaremos la furgoneta.

Rose había sugerido Cheltenham y el Mercedes. Las dos cosas sonaban a clase alta, muchísimo más que Broadmead y la furgoneta. La finca, evidentemente, prosperaba.

Suponía que su saldo bancario se iba gastando lentamente. Necesitaba un estado de cuentas. Desearía no necesitarlo. Le hubiese gustado extender un cheque importante para algo especial en el cumpleaños de Rose, quizás una joya particularmente espléndida, pero no podía. Ya no era una niña, o no lo sería pasado mañana. Su adorable e intemporal Rose había alcanzado la mayoría de edad.

Mientras iban en el coche pensó que una joya preciosa no le iría. Aquel día llevaba un anorak azul marino (la mañana había comenzado nublada) y pantalones de pana morados. Él la había convencido de que se recogiese el pelo. Como lo había llevado antes, hacía mucho tiempo. Tuvo buen cuidado en no establecer la relación demasiado a menudo en su mente, la idea era extraña, era mejor no creerla, y por supuesto no debía hablar de ello, pero en momentos como aquél no podía apartarla, ni tampoco quería hacerlo. Rose había muerto. Rose estaba viva de nuevo. ¿Por qué no? ¿Disparate místico? Muchas de las religiones más importantes del mundo creían en la reencarnación, en el espíritu en progreso, y la creencia era un sentimiento básico. No podía intelectualizarse. El creyente seguía creyendo contra todo argumento racional. Los hindúes, por ejemplo…

Ella irrumpió en sus pensamientos.

—¿Te acordaste de dar de comer al gato?

—¿Qué? —La furgoneta dio un salto hacia adelante cuando su pie apretó el acelerador. Aminoró—. Lo siento. ¿Qué decías? ¿El gato? Sí, me acordé.

Transportado a la realidad se preguntó si lo había hecho. Había tenido intención de hacerlo. Había guardado un trozo de cecina a propósito.

—Bien —dijo ella.

Estaba encantada de que a él le gustase Middy a pesar de que a veces era un condenado estorbo. Los gatos machos lo eran a menudo. Tenía la costumbre de saltar sobre la cama y arañarle cuando estaban haciendo el amor. Todos los arañazos de amor debían ser suyos, le dijo una vez con pesar. Otro hombre le hubiese dado una patada que lo hubiera enviado al infierno. Lowell era amable.

Descubrió que había habido fuerza en su música. Le había puesto sus grabaciones y había comenzado a entender lo que él había perdido. Su nocturno, el de ella, había empezado como hielo sobre el agua oscura, le dijo, y luego el hielo se había desecho y en el agua había calor, seres vivientes, belleza. Esperaba que algún día alguien lo tocase, si valía la pena.

Nunca sabía cómo responder a aquella clase de charla y se quedaba callada. La requería mental y emocionalmente. Tenía la extraña sensación, a veces, de que estaba siendo moldeada como un trozo de arcilla en la persona que él quería que fuese. Su voluntad era a veces más fuerte que la suya, y aquello era algo nuevo. Él no era un machista, sino todo lo contrario, un ser delicado y considerado; pero era algo más y lo que ese algo era, no lo comprendía. Y era una de las razones por las que siempre volvía.

Aun cuando a veces la asustase.

Pero aquello formaba parte de la excitación de ser amada. Era una Experiencia de Adulto. Con E mayúscula, con A mayúscula. ¿Verdad que sí?

Aparcar en Bristol era difícil, pero Lowell consiguió encontrar un agujero en un aparcamiento de grandes almacenes cerca de Broadmead, el mayor centro de compras de la ciudad. Dijo que iría sola a comprar durante un par de horas, que no quería que estuviese con ella mientras daba vueltas por las secciones de ropa. Al contrario que a Zoe, a ella no le gustaba comprar ropa. Quedaron en encontrarse para comer en un restaurante de Union Street.

La vio seguir su camino por entre la gente en la acera de Lewis, con cara de aburrimiento ante la perspectiva de gastarse el dinero de su abuelo.

Se preguntó cuánto debía de quedarle a él.

Media hora más tarde lo supo.

De las aproximadamente mil quinientas libras de la venta del Volvo, menos los gastos, que él consideraba legítimamente suyas, añadidas a las cuatro mil de su cuenta conjunta con Zoe, quedaban ciento setenta libras. No podía ni imaginarse adónde había ido a parar el dinero y pidió ver al director. Al director no se le podía ver, le dijo el empleado, ¿quería hablar con el jefe de contabilidad? Con cualquiera que le pudiese explicar cómo se había volatilizado tanto dinero en menos de tres meses.

La charla con el jefe de contabilidad en su lujoso despacho no fue muy reveladora en principio. Era muy fácil en aquellos tiempos de precios altos gastar tanto dinero, le dijeron. Compras a plazos, hipoteca, facturas de calefacción, etc. etc. Lowell le explicó que no tenían ningún plazo y que la casa era en propiedad. Había pagado la hipoteca con facilidad cuando estaba en la cumbre de su éxito. En cuanto a facturas de calefacción… estaban en verano. ¿Qué era lo que quemaba su mujer en los días que refrescaba? ¿Polvo de oro? El contable, dándose cuenta de que no podía salirse con excusas, se esforzó un poco más y le dio algunos hechos. La señora Marshall había abierto su propia cuenta personal. Hacía ingresos en ella, pero no cargos. ¿Le ayudaba eso a aclarar la situación? Sí. Zoe estaba dejando seca la cuenta conjunta. Lowell se sintió como un soldado sin munición en un campo de batalla. Aquélla era la forma en que Zoe declaraba la guerra. No podía culparla. Era una indeseable egoísta. Una egoísta impenitente. Él no tenía intención de cambiar su modo de vida, pero sobre cómo se mantendría, no tenía ni idea.

Desde luego, podía unirse a unos cuantos millones de personas más y cobrar del paro. Finalmente tendría que hacerlo. Significaría una visita a su casa para recoger su cartilla de la Seguridad Social y luego pasar por la complejidad y las humillaciones de cobrar dinero del Estado. Dinero al que tenía derecho, se recordó a sí mismo. Pero aún no estaba preparado para volver a su casa y buscar los documentos. No quería ni verla ni olería. Con el tiempo tendría que hacerlo, pero todavía no. Tenía miedo de cómo podría reaccionar si se encaraba con Zoe ahora. Era más prudente no verla.

Extendió un cheque por ciento sesenta libras, dejando diez en la cuenta y cogió el dinero en billetes de diez en lugar de en billetes de veinte, porque hacía más bulto y era más tranquilizador. Aún quedaba una hora para su cita con Rose y decidió dar una vuelta por las joyerías para encontrar algo asequible.

También Rose, en su búsqueda de un vestido, se hizo más consciente del dinero. El tejido era una porquería, o demasiado elegante, o tan aburrido que daba ganas de vomitar. Si uno quería calidad tenía que pagar cientos de libras, así que se gastaría las sesenta libras en otra cosa, ¿pero en qué? Paseaba bajo una arcada cuando vio la nueva boutique Tissot. Había un par de botas marrón oscuro con botones en el escaparate al lado de un abanico de encaje y un parasol. Estaban agrupados alrededor de una mesa blanca de metal llena de chucherías, adornos para el pelo, pendientes, una gargantilla. La gargantilla, decía una tarjetita, estaba hecha de alas de mariposa. Si aquello era verdad, y ella no podía creerlo, ¿cuántas mariposas habían matado, y cómo habían puesto las alas en las bolitas de cristal? Curiosa, entró en la tienda. Una vez dentro, se olvidó de la gargantilla. Aquélla, descubrió, era su clase de tienda.

Olía a alcanfor, como si los vestidos viejos que colgaban de los percheros acabasen de ser sacados de viejas cómodas. Era un buen olor. Y los vestidos tenían buen tacto cuando ella les pasaba la mano: finos algodones, muselinas, sedosas lanas, nada sintético. Un gran cartel, iluminado por un proyector al final de la tienda, anunciaba la exposición James Tissot que tenía lugar en la galería de arte. Ella no había oído hablar nunca de él, pero le gustó la fotografía de las mujeres victorianas en el «HMS Calcutta». Una llevaba un vestido blanco con un lazo amarillo en el culo. Rose se rio entre dientes. ¿Cómo reaccionaría su abuelo ante aquello?

Una vendedora salió de detrás del mostrador y le preguntó si podía servirle en algo.

—Sólo explíqueme —dijo Rose— quién es Tissot, qué es este sitio, de qué va todo esto.

Tissot, le dijo la vendedora, era un artista francés de mediados del siglo XIX, un contemporáneo de Degas. Se especializó en retratos de señoras de la época y estuvo particularmente interesado en su vestimenta. Su amante sirvió de modelo en muchos de ellos. Se llamaba señora Newton.

—La exposición —continuó diciendo—, probablemente hará revivir el interés en la época, así que cogimos algunos de los vestidos de nuestra tienda de trajes de teatro en Clifton y los añadimos a la mezcla de épocas que tenemos aquí. Todo son copias, desde luego. El tejido auténtico valdría un dineral. ¿En qué época está usted interesada?

—En ninguna, sólo miraba.

—Si su madre pertenecía al movimiento de las flores de los sesenta, éste sería el modelo de vestido que llevaría.

La vendedora se dirigió a un anaquel de vestidos de algodón de diversos colores largos hasta los tobillos.

—Las flores nunca tuvieron influencia sobre mi madre —dijo Rose secamente.

Pero estaba interesada. Le llamó la atención uno de los vestidos hecho de cotonía; el cordoncillo azul oscuro estaba decorado con hojitas verdes. Preguntó si podía probárselo… y otros más. No era su tipo de ropa, se iba diciendo a sí misma. ¿De qué servía un vestido largo hasta los tobillos en una granja? Y ella no era la clase de persona que lleva volantes alrededor del cuello ¡por el amor de Dios! Se lleva todo ahora, argüía la vendedora. Largo hasta la rodilla, largo hasta el tobillo, todo estaba de moda. Todo lo que se necesitaba era confianza en uno mismo. ¿Y qué era el estilo, después de todo, sino el valor para ser uno mismo? Los vestidos, ella se lo aseguraba, le sentarían muy bien.

Era hablar para vender, pero era cierto.

Finalmente se quedó un vestido marrón con un cuello de puntilla y una chaquetilla corta a juego que ocultaba un pequeño roto zurcido bajo el brazo. Magnífica calidad y una buena elección, le dijo la vendedora con entusiasmo. Como había sido alquilado para el teatro unas cuantas veces y no estaba perfecto, el precio era de treinta y cinco libras.

Le quedó el dinero suficiente para una capa de segunda mano de lana negra y las botas con botones del escaparate… si le iban bien. Y le fueron.

Rose, quien nunca antes se había interesado en ropa, se lo probó todo y se miró, rebosante de alegría, en el espejo largo. Estaba fantástica. Su abuelo se pondría furioso.

Cargada de paquetes, llegó media hora tarde a su cita para el almuerzo y Lowell, sentado a una mesa cerca de la ventana, ya la estaba esperando. Bebiéndose la cerveza como si estuviese abatido, pensó, antes de que él la viese. ¿Qué le pasaba? Ella estaba feliz, no quería tristeza.

—Todos mis vestidos son de segunda mano —le dijo a modo de saludo—. Me encantan. A ti no te gustarán. ¿Qué has estado haciendo?

Resistiéndome a arruinarme, casi le dijo, por no comprarte un relicario de oro que quería para ti: delicado, bello, condenadamente caro.

Le dijo que había sacado algún dinero del banco. No mucho. Y que le había comprado un regalo de cumpleaños. También de segunda mano. Y no le gustaría.

—Ponme a prueba.

Puso los paquetes debajo de la mesa y alargó la mano.

—No es tu cumpleaños hasta mañana.

—No puedo esperar.

—Por esto sí.

Estaba deprimido y repentinamente avergonzado del regalo.

Al notarlo, ella cambió de tema y le habló de la exposición Tissot.

—Vayamos a verla después de comer. No quiero comer mucho… Me iría bien una pizza o algo así.

—¡Maldita sea!, te puedo invitar a una comida decente.

—Ahora no tengo hambre. Por Dios, ¿por qué vamos a pelearnos por la comida? Si no quieres ir a la exposición, dilo.

—No tengo ninguna objeción, si es lo que tú quieres hacer.

—Sí, a menos que tengas una idea mejor.

No la tenía.

Lowell aparcó la furgoneta justo a la salida de Queen’s Road, a un par de minutos andando del Museo de la Ciudad y de la Galería de Arte. La exposición estaba ubicada en una sala que acogía el trabajo de los artistas locales de principios del siglo XIX, incluyendo a Francis Dandy. El estilo del francés era una comparación interesante. Para Lowell, la Rose del siglo XX era una comparación aún más interesante. La siguió ligeramente rezagado intrigado por su reacción ante las diversas escenas. El trepador social le divirtió.

—Mira qué ojos tan lascivos tiene ese hombre.

La chica de El ramillete de lilas la aburrió, pero el retrato de Kathleen Newton la atrajo.

—¿Qué libro crees que es ése que lleva bajo el brazo? ¿El Decamerón? Era su amante, ¿sabes?

Lowell no lo sabía.

—¿Dónde te enteraste de ese chisme escandaloso?

—En una tienda… esta mañana.

—Esta conversación es increíble, acláramela.

Sonreía. Ella estaba encantada de verle feliz de nuevo.

Un concierto en Victoria Rooms, un poco más arriba de la calle, era la siguiente secuencia natural en un día que parecía planificado. La interpretación vespertina, una sinfonía de Mozart, no empezaba hasta las siete y significaría volver tarde a casa. Tendría que telefonear a su abuelo y decírselo, le dijo, y tenía que ir a la furgoneta a buscar su monedero. Lowell le dijo que le pagaría la llamada telefónica, que tenía muchas monedas. Ella no quiso. Había algo más que necesitaba de la furgoneta. Así pues, él le dio las llaves.

Se adelantó a ella hacia la sala de conciertos, compró las entradas y se quedó esperándola en el vestíbulo. Ir allí, incluso con Rose, no era fácil. Sólo, o con Zoe, hubiera sido imposible. Había tocado allí muchas veces en el pasado y el papel pasivo era difícil de asumir. Quería hacer música, un airado torrente de sonidos, y estaba celoso hasta la médula del joven solista que iba a interpretar en su piano, en su escenario aquella noche.

Edwin Leeson se hizo eco de sus pensamientos, sobresaltándole.

—Hola, Lowell… ¿en el lado equivocado, verdad? ¿Cómo estás?

El fotógrafo y su mujer, Jane, estaban a punto de entrar en la sala cuando Leeson vio a Lowell solo.

Lowell dijo que sus manos estaban protestando.

—¿No están mejor?

—Nunca lo suficiente.

Jane se acercó.

—Hace tiempo que no se te ve, Lowell.

Él estuvo de acuerdo. No ver a Jane, sin embargo, no era causa de pesar; ella no tenía ninguna de las buenas cualidades de su esposo. Físicamente parecía un pequinés uniformemente acicalado, de ojos grandes y radiantes y un cabello sedoso de perrita. En aquel momento su curiosidad era evidente. Él esperaba que no la expresase. Lo hizo, pero dando un rodeo.

—Zoe no vendrá a las clases de artesanía este otoño, ni a las de mantenimiento. Es bastante malo que un miembro de la familia hiberne, ¿no la puedes persuadir?

No contestó.

Ella le dio un poco de color. ¿Se había desecho él de su mujer, o es que ella le había dejado? Su silencio era desalentador, pero continuó:

—Me la encontré en el centro un día de la semana pasada. No hacía buena cara. Pálida por el golpe, quizás… Se acababa de comprar un visón.

Esta vez Leeson rompió el silencio antes de que fuese demasiado gélido.

—Estoy aquí en misión fotográfica; tengo la cámara temporalmente en la taquilla. ¿Conoces al joven Bennet, el solista?

Por el cerebro de Lowell iban pasando números como en una computadora loca… Así que allí era adonde iba a parar el dinero… Una chaqueta de visón, o un abrigo, lo que fuese, era decir adiós a mil libras más. Dejó de pensar en sus manos.

—Sí —dijo Lowell—. Mejor dicho, no. He oído hablar de Bennet, no le he oído tocar.

—Entonces te aguarda un placer. Posee todo el talento que tú tenías a su edad. Va a tocar también una de tus favoritas… el «do menor».

—Bien.

Se habría comprado también complementos para hacer juego. Bolso, zapatos.

—Estaría orgulloso de saber que estás entre el público esta noche.

El comentario de Leeson era sincero. No era adulación vacía.

—Lo dudo.

Y joyas, posiblemente. Algo incluso más caro que el relicario de oro.

—Bueno, preparado para dar lo mejor de sí, desde luego. Es difícil seguirte la pista. Y absolutamente difícil hablar contigo. ¿Qué demonios te pasa?

Leeson miraba a su alrededor para inspirarse, buscando un tema de conversación que no echase sal a las heridas, pero lo que vio le dejó mudo de la impresión. La chica de la urna, pensó. No podía ser, pero lo era.

Lowell también la había visto. Los latidos de su corazón se aceleraron cuando Rose se aproximó. Por fin la confirmación de algo que había sabido desde hacía mucho tiempo. Se quedó anonadado mientras el deseo y la satisfacción le subían a oleadas.

Rose se había puesto las ropas victorianas en la furgoneta. Y se había arreglado el pelo. No llevaba maquillaje. Nunca se maquillaba. Lowell la miró con conciencia profundamente amorosa.

—Sí —dijo ella—, soy yo. —Tocó su mano con inusual suavidad—. Si tienes las entradas —le dijo— sugiero que entremos.

Fue a la mitad de una interpretación brillante que Lowell apenas oía cuando recordó el regalo que le había comprado. La gargantilla de segunda mano que él creyó que no era acertada, de repente lo era. Era de delicado coral rosa y realzaba su vestido marrón mejor que el oro. Ella se inclinó hacia él mientras se lo ponía alrededor de la garganta.

Unos cuantos asientos detrás de ellos, Jane Leeson daba codazos a su marido.

—¡Oh, caramba, caramba! —susurró—. ¡Espera a que se lo diga a Zoe!

Leeson no respondió. De repente recordó con angustia el titular en el «Illustrated Police News», de 1870, que había encontrado en los archivos de la biblioteca. La atmósfera era amenazante. Necesitaba aire y se levantó bruscamente, deseando por Dios que Lowell quitase sus hinchados y feos dedos del cuello de la chica.