Ben y Louise se dirigieron hacia la casa un sábado por la tarde. Ben podía pensar en mejores maneras de pasar su día libre: una partida de golf, o incluso arreglar el jardín, pero según Louise, y tuvo que estar de acuerdo con ella, uno no abandona a un amigo porque éste le haya abandonado a uno. Lowell y Zoe estaban en un punto muerto, y ninguno daría un paso.
—O sea que nosotros tenemos que enmendar la ruptura —le apremió Louise.
Ben no estaba tan seguro de lo juicioso de la acción; podría tomarse como una interferencia. Pero Louise ya había pensado en ello.
—Sus manos necesitan que les eches un vistazo —le recordó—. Debe de hacer casi un mes que fue al consultorio. Ya no le deben de quedar tabletas. Puedes visitarle profesionalmente. En cuanto a mí, bueno… sólo vengo por dar un paseo.
Fue un paseo reñido en el que discutieron sobre el sustento de Lowell y su ropa de cama. Louise le había hecho un pastel y le llevaba un par de sábanas de recambio. Zoe había optado por dejar las obligaciones domésticas. No iría con ellos. No tenía ningún recado. Sí, estaba de acuerdo con Louise en que las riñas podían arreglarse hablando. La mayoría, pero no la suya. Creía que Lowell estaba mal de la cabeza. Lo último que hizo fue advertirles que no trajesen su ropa sucia.
—Si alguien está mal de la cabeza —tronaba Louise mientras se alejaban de ella— es Zoe. Maldita sea, tuvieron una discusión. Fuerte. Ella le pinchó demasiado y le hizo perder el control. La asustó, pero no la tocó. ¿Y ahora qué hace ella? Gastar como una loca. Se echa el té encima del traje ¿y qué hace? ¿Llevarlo a la tintorería? Oh, no, claro que no. Se compra otro modelo igual de caro. Más. ¿Es ése un comportamiento racional? Pasa de un extremo al otro. No gastaba cuando él dejó su trabajo, para que se sintiese culpable. Y ahora gasta, gasta, gasta. Pues claro que le he hecho un pastel… ¿y por qué no iba a hacérselo? Ella no se lo hará. Pero si ayuda a que se reúnan, diré que lo ha hecho ella. Y si no ha cambiado las sábanas todavía, ya debería haberlo hecho. Y yo le lavaré las otras.
Ben le prohibió que hiciese tal cosa. Zoe había hecho su declaración de intenciones: un abandono de la ayuda doméstica. Louise debía ocuparse de sus propias cosas y no crearle dificultades. Las metáforas se mezclaban y se iban acalorando. Al final cedió hasta el punto de ofrecerse a darle las sábanas él mismo, pero se negó a decirle que eran de Zoe. Los riesgos de verse enredado en disputas domésticas, y él consideraba ésta como una de ellas, eran sus repercusiones. Louise, en lo más acalorado de la discusión le había llamado mierda.
Era difícil recordar el camino, pero la furgoneta de Lowell en el campo del fondo les señalaba la dirección correcta. Sin ella podían haber seguido más allá del camino y haber buscado infructuosamente. Ben aparcó su BMW recién comprado a un lado de la carretera y esperó que estuviese aún allí cuando volviera, tranquilizándose pensando que en aquel lugar de completa soledad no era demasiado probable que los ladrones salieran de los setos con duplicados de llaves.
Louise caminaba delante, sendero arriba, llevando el pastel en una cesta de mimbre. Él la seguía con las sábanas en una bolsa de plástico azul. Cuando llegaron a la casa, ambos sintieron la necesidad de unirse. Aunque el sol daba en sus paredes antiguas, se veía fría y lúgubre.
—La celda del anacoreta —murmuró Ben.
—Sé amable —le advirtió Louise.
Lowell, que esperaba que fuese Rose, dejó ver su decepción, pero la ocultó rápidamente y les invitó a entrar. Louise le besó y le dio el pastel. No dijo que lo hubiese hecho ella, lo hizo Ben, quien se deshizo de las sábanas poniéndolas sobre una silla cerca del pasillo que daba al dormitorio. Con un poco de suerte, no se verían.
Se sentaron.
Lowell les dijo cortés y falsamente que se alegraba de verles. Aquéllos eran sus amigos, pero no se sentía cómodo en su compañía; era como si estuviese representando un papel. Louise, su afectuosa y simpática vecina anterior, le miraba con evidente preocupación. Se preguntó por qué.
Si él se lo hubiese preguntado, no hubiera podido responderle. Ninguna campana tocaba a muertos allí. Lowell, algo más delgado que de costumbre, presentaba bastante buen aspecto. Tenía un aire de autocontención, casi de satisfacción, pero no era el Lowell que ella había conocido. Ben había mencionado su alejamiento, pero Louise no se lo había tomado demasiado en serio. Ahora sí lo hizo. Ya no había naturalidad en la relación, él los veía como extraños. Ella recordó con tristeza todos los contactos que habían tenido en el pasado: la angustia de Lowell cuando Edward se perdió con su bicicleta nueva un día de niebla de noviembre y su incansable búsqueda hasta que lo encontraron, sus patosos esfuerzos para ayudarla en ausencia de Ben cuando la lavadora inundó la cocina, su tranquilo tocar el piano, cuando sus manos aún podían, al final de una ruidosa fiesta después de que todos los invitados se hubiesen ido. El humor de Lowell, inesperado, que podía tranquilizar una atmósfera cargada. Su nerviosismo y sus arranques de irritabilidad que podían volverla a cargar. Lowell, muy veleidoso, su buen amigo de antaño.
Ben, menos preocupado por la psique de Lowell que por su buen estado físico, examinó sus manos. Estaban mejor, mostrando apenas inflamación. Sin embargo, se dio cuenta de que se había cortado el dedo y de que los bordes de la herida habían cicatrizado lentamente.
—Te hubiesen ido bien un par de puntos. ¿Qué pasó?
Lowell le contó lo de la ratonera.
—No la instalé muy bien.
—Ya sabes lo patoso que eres con las cosas mecánicas; estarías más seguro con una colonia de roedores.
Louise se estremeció.
—¿Por qué no te vas de esta casa?
Era una pregunta de Zoe. Se preguntó si Zoe la había enviado para preguntarlo.
—No me voy a ir nunca de aquí.
Y lo dijo con énfasis y con total convicción.
Louise miró a Ben. Sus ojos le advertían que callara, que abandonara el interrogatorio. No le hizo caso.
—¿Y qué pasa con Zoe?
—¿Qué pasa con ella?
—¿Esperas que venga a reunirse aquí contigo?
—No.
—¿Tienes intención de ir a casa pronto a explicarle todo esto?
Él permaneció en silencio.
—Bien, ¿la tienes?
Ben intervino:
—¡Déjalo! Eso es asunto de Lowell, no nuestro.
Sonriendo embarazosamente buscó un tema de conversación que no fuese personal y tuvo dificultades para encontrarlo. Era demasiado pronto para irse y la atmósfera demasiado tensa; tendría que volverse a calmar o sería imposible volverle a visitar. Por Zoe podría ser necesario que volvieran. Eran un enlace, aunque débil en aquel momento.
Desde donde estaba sentado, cerca de la ventanilla estrecha, se veía el exiguo jardín y a lo lejos, en la distancia, un enorme toro blanco en un campo de vaquillas blancas.
—Un animal de aspecto peligroso —comentó.
Lowell fue hasta la ventana, mayormente para apartarse de los ojos acusadores de Louise.
—Está seguro en su propio campo. No se escapa ni se desboca cuando está allí.
Les explicó lo de la pared del jardín y luego siguió hablando de la visita de Ballater.
—Quiere comprar la propiedad. Yo no vendo.
—¿Le decimos eso a Zoe? —le preguntó Louise.
Lowell se encogió de hombros.
—Da lo mismo que se lo digas o no.
Se quedaron una hora; una prueba de resistencia para el tacto. Louise, apretando los dientes para no decir todo lo que quería, pasó parte del tiempo haciendo té en el terrible y pequeño cobertizo. Tuvo que reconocer que estaba limpio. Había pan y mantequilla frescos y un surtido de alimentos enlatados. Físicamente, al menos, no se estaba descuidando.
Cuando se despedían vieron a Rose bajando por el sendero del campo. Ella les vio en el mismo momento y vaciló; luego se dio la vuelta y empezó a irse por donde había venido.
—Una chica joven, de pelo oscuro y largo, de aspecto corriente —la describió Louise a Zoe más tarde—. Llevaba un gatito.
No describió la expresión de Lowell cuando la vio marchar, ni la velocidad con que la siguió después de que se despidiese bruscamente de ellos.
—Así que es eso —dijo Ben cuando llegaron al coche. Estaba asombrado y divertido.
Ella le dijo que estaba sacando conclusiones precipitadas.
El gato negro de la difunta señorita Marshall, según Rose, se llamaba Medianoche, como aquél, Middy para abreviar. Podía cambiarle el nombre si quería. No lo hizo. Medianoche, según el humor de cada uno, evocaba visiones románticas o macabras. En su actual estado de felicidad le iba bien lo primero, pero tuvo buen cuidado en controlar sus sentimientos. La relación que había iniciado el toro marchaba satisfactoriamente con las idas y venidas del gatito. Volvía con frecuencia a la finca y era regularmente devuelto por Rose. Su confianza crecía con cada visita.
Aquel día ella quería saber quiénes eran sus visitantes.
Amigos, le dijo.
—¿Ya no te visita tu mujer?
—No.
Y no dio explicación alguna.
Si quería ser reservado, pensó, por ella estaba bien. La esposa, temporalmente, estaba fuera de escena. Bien. Se fue a sentar en el suelo donde la estera estaba cubierta por una alfombra y apoyó su espalda contra el sofá. El gatito no se separaba de su hombro, y con sus agudos dientecitos le mordía hebras del cabello. Lo levantó y lo puso sobre las rodillas de Lowell. El gatito no quería estar allí y volvió saltando hacia ella.
Él se inclinó y lo acarició.
—Siempre te seguirá hasta la finca.
—¿Has intentado ponerle mantequilla en la patas?
—Sí, la chupó y luego te siguió.
—¿Con qué lo estás alimentando? ¿Con sobras?
—No, con comida enlatada del pueblo.
—¡Dios mío, qué derroche! ¿Y también con leche en polvo, supongo? Te traeré un poco de leche fresca.
Le gustó que no le dijera que tenía que ir él a buscarla. No quería volverse a encontrar con Ballater otra vez; su deseo de comprar la casa lo ponía en el campo del enemigo y amenazaba su paz. Él y Rose estaban mejor encontrándose allí, solos, en su propio lugar. Era evidente que la casa significaba tanto para ella como para él, pero no se le ocurrió que podía ser ella el intruso que había entrado. Si no hubiese sido por el olor de la yerba podría haberlo pensado. Él le había dicho lo de la marihuana hacía unos días, cuando estuvieron andando por el jardín, y ella abrió los ojos asombrada:
—¡Por Dios! —dijo la muchacha.
A pesar de lo que él veía como su dulzura, su inocencia, a veces sentía que el contacto físico no era sólo un sueño remoto.
Había dejado de ser un sueño remoto para Rose hacía mucho tiempo. Ahora que Lowell había aprendido a manejar la relación sin ser demasiado intensa (y bebía menos) ella le iba encontrando físicamente atractivo. Un cambio estimulante frente a sus habituales e inexpertos acompañantes.
¿Pero cómo se lo daría a entender con claridad?
Su abuelo, recordaba, había expresado su parecer sobre Lowell de forma realmente clara. Lo que para Rose aumentaba el atractivo de la fruta prohibida. Ningún hombre que se respetara, le dijo, toleraría un entorno tan asqueroso. Y el mismo músico estaba tan desaseado como lo que le rodeaba: sin afeitar y bebiendo mucho a todas luces. Su café olía a whisky. Necesitaba la presencia de su mujer para que lo aseara y se hiciera cargo de él y de la casa.
La mención de la esposa de Lowell era, Rose lo sabía, una repetida y nada sutil advertencia para que se mantuviese alejada de él. El que Lowell y la casa se hubiesen aseado desde la visita de su abuelo, y en ausencia continuada de su esposa, era algo que se suponía que ella no sabía. Había sido difícil quedarse callada, pero lo había hecho.
Ir allí, clandestinamente, añadía más sabor a las visitas.
—Me puedo quedar un momento —le dijo. Muy formal. Bastante ambiguo.
El gatito estaba acurrucado en sus brazos y ella pasaba suavemente sus dedos arriba y abajo de su vientre de forma que ronroneaba de placer. Miró a Lowell con los ojos entrecerrados para que la invitación sexual no fuese demasiado abierta. Sonrió, acarició, suspiró ligeramente.
Él estaba captando el mensaje, pero no estaba completamente seguro. Tenía diecisiete años. Una niña. La otra, la «chica», la otra Rose, le había excitado sexualmente. Una mujer de sueño, una fotografía. Invulnerable.
El gatito babeaba de placer. La mano de Rose era pequeña y pecosa e incitaba y frotaba. Todo el rato le estuvo mirando disimuladamente, sonriendo. Su lengua tocó el borde de sus dientes, la retiró y apareció de nuevo.
Se apartó un poco de ella. Por Dios, ¿cuán inocente era?
Ella dijo:
—¿Qué es esto?
No le importaba lo que era, un trozo de piedra en el hogar, sólo algo de lo que hablar, una embarazosa necesidad de palabras para tapar lo que ella interpretó como rechazo.
Cuando se volvió de nuevo hacia ella vio que había dejado el gato en el suelo y que sostenía el trozo de urna. Se sintió excitado y claustrofóbico a la vez, como si las paredes de la casa se estuviesen cerrando sobre él y luego se retiraran. No sabía si había ido hacia atrás en el tiempo, o si estaba allí en el presente. Pronunció suavemente su nombre.
—No pasa nada —dijo ella rápidamente—. Lo he hecho antes.
Aquella vez no hubo ambigüedad.
La desnudó en el dormitorio en un ritual de ternura. Divertida, ella le dejó. Su camiseta escarlata no llevaba inscripciones y sus téjanos estaban hábilmente parcheados. Sus bragas, un trocito de algodón, estaban ribeteadas de encaje. Se había vestido con un cierto cuidado. Ahora, desnuda, se quedó de pie sobre sus ropas. Su cuerpo, pequeño, delgado, era del color de la nata.
La forma de hacer el amor de Lowell era apasionada y suave. Se preocupaba por su placer y ella reaccionaba más de lo que lo había hecho con nadie. Después, saciados y felices, se durmieron, mientras el sol de la tarde entraba en la habitación y se quedaba un momento sobre la pared en la que había estado la fotografía. Lowell, el primero en despertarse, vio la mancha amarilla sobre el tablero de corcho vacío y pensó que aún soñaba. Y luego sintió el cuerpo caliente de Rose apretado contra el suyo. Aquello era realidad, significara lo que significase. Aquello era Rose: pasado, presente y futuro.
Ella abrió los ojos y le sonrió.
—Hagámoslo de nuevo —le dijo.
En las semanas que siguieron después de haberse acostado con Rose, Lowell se le entregó totalmente. No sólo física y emocionalmente, sino también intelectualmente. El nocturno comenzó a crecer de nuevo y la música era la esencia de Rose. Lo escribió con placer y desesperanza. Con placer porque la acercaba a él cuando la casa estaba vacía; con desesperanza porque su talento estaba en sus manos más que en su habilidad de componer. Deseó que fuese mejor y deploró las imperfecciones. El que la misma Rose fuese imperfecta no quiso admitirlo, ni siquiera quiso pensar en ello, aunque la forma de hacer el amor que ella tenía era sorprendentemente experta para alguien tan joven. Cuando estaba medio dormida y con la guardia bajada, su vocabulario era obsceno. El hecho de que durante la mayor parte del tiempo ella estuviera en guardia le preocupaba. Le había abierto su cuerpo, pero no su mente. Él lo quería todo.
Rose, dentro de sus prudentes límites, daba lo que podía, incluyendo un montón de invenciones. Creó una historia que sólo era cierta en parte. Su padre había muerto en un accidente de coche, le dijo. El que hubiese traspasado completamente los límites, tanto de velocidad como de alcohol, después de una violenta discusión con su madre, se lo guardó para sí. Poco después, una triste descripción de la muerte de su madre, de pena, quizás forzaba un poco su credulidad, pero se arriesgó. De todas formas, no estaba segura de los hechos. Sucedió cuando estaba en la escuela y su abuelo arregló la historia lo mejor que pudo. Su único error estuvo en utilizar la frase «un asunto completamente lastimoso». «Una triste pérdida» hubiese descrito un ataque al corazón… o lo que fuera. Y no murió en su propia cama. Extraordinariamente embarazoso, pensó Rose, para el propietario de la cama. Ella había llorado al morir su padre, pero por su madre no sintió ninguna pena. El vínculo materno había sido cortado con el cordón umbilical: al nacer. Su padre la abrazaba cuando era una niña; todo el amor de su niñez se lo había dado él. Después, cuando en su adolescencia empezó a semejarse a su madre, parecía que la quería menos. Para conseguir afecto, descubrió Rose, uno tiene que proyectar la imagen que desea la otra persona, y uno sólo lo hace si la imagen le atrae y si la otra persona vale el esfuerzo. Lowell, aquel hombre extrañamente atractivo y vehemente, lo valía. La imagen era aún imprecisa, no la podía ver del todo, aunque la casa ayudaba. La representación que ella hacía en aquel marco era casi buena. Y a veces, ni siquiera parecía estar representando.
Fuera de la casa, lejos de Lowell, volvía a ser ella de nuevo. Emprendiéndola con Craddock sólo por gusto. Fría, bastante educada, teniendo diferencias de opinión con su abuelo. Bromeando con los peones más jóvenes que eran lo bastante sensatos como para no ir demasiado lejos con la nieta del jefe. Sus momentos tranquilos los pasaba paseando sola, evitando trabajos útiles. Su abuelo le había sugerido, sin convicción, que podía ayudar en la oficina de la finca. Ella rehusó desbaratar un sistema que ya funcionaba sobre ruedas y él no había insistido. La finca era su prisión hasta que la herencia de los bienes de su padre la liberase dentro de tres años. La insistencia de su abuelo en que era libre para salir al mundo y hacer un curso de formación era una gran tontería. No había nada en lo que ella quisiera formarse. Del mismo modo que no había nada a lo que Lowell quisiera dedicarse, excepto a la música. Y le llevaba ventaja, porque le llegaría dinero. El dinero, obtenido con demasiada facilidad, podía financiar el desastre, le había advertido su abuelo; debía utilizarlo sensatamente cuando llegase el momento. La idea de sensatez de su abuelo y la suya diferían. Era sensato ser feliz, creía ella, mientras que a él le complacía ser sensato.
Ballater, ella no lo sabía, estaba lejos de estar complacido. Craddock le había dicho que había visto a Rose visitando a Marshall en su casa. Para Craddock, Rose era una bomba de relojería sin explotar en los pastos verdes y tranquilos de Ballater, cuando el coronel debiera estar disfrutando de una merecida paz. Era injusto que las circunstancias la hubiesen colocado allí, y hasta que fuese desactivada (poco probable, era poco probable que su naturaleza cambiase) o quitada de allí cuando ella finalmente se marchase, él la vigilaba atentamente. Si el músico no hubiese estado casado no se lo hubiese dicho a su jefe, pero lo estaba y podía haber problemas. Ballater ya había tenido bastantes.
Rose estaba cuidando del toro Charolais cuando Ballater decidió que era necesario hablar claro. El animal estaba atado en el establo, con su enorme y musculoso cuerpo sobre las rodillas como una bestia sagrada de la mitología india; unas guirnaldas alrededor de los cuernos completarían el cuadro. Le estaba cepillando el cuello con un cepillo grande con mango, mojado en agua jabonosa. Él consideró que el cuadro no sólo era peligroso, sino también grotesco, y se enfadó.
—Es un trabajo de hombres, ya te lo he advertido. Sal de ahí. Ven aquí.
Iba vestida con un mono verde pálido, empapado de agua sucia y parecía un acólito desaliñado, llevando a cabo deberes sacerdotales en ausencia del sacerdote.
Dejó el cepillo en el cubo.
—No es peligroso. Yo lo he criado. Me conoce.
—¡Haz lo que te digo!
Suspiró. Su abuelo podía llevar la agricultura en la sangre, pero aún llevaba más el ejército. La trataba como a un subalterno incompetente. Salió y cerró la puerta.
—¿Y quién va a terminar el trabajo? No se le puede dejar así.
—Craddock se ocupará de ello.
—Craddock y un par más —dijo desdeñosa.
Ballater vio a uno de los peones dirigiéndose hacia el establo y le dijo que fuese a buscar a Craddock y se ocupase del toro.
—Y ponte una armadura y tráete un arma —gritó Rose sarcásticamente—. Podría hacerte daño.
El enfado de su nieta, tan parecido al suyo, mitigó algo la rabia de Ballater. Deseó que su inquietud expresase su amor por ella de forma más evidente, menos áspera. Pero no sabía cómo llegar a ella. Ni esperaba poder hacerlo nunca.
—Cumplirás dieciocho años el día veinte —le dijo— pasado mañana.
—¿Y qué? No puedo evitarlo.
—No te estoy acusando de hacerte mayor. Sólo estoy expresando un hecho. Eres lo bastante mayor como para comportarte con discreción.
—¿De qué manera?
—He oído que vas mucho a ver a Marshall.
Craddock, pensó. ¿Qué hacía? ¿Esconderse en la maleza y mirar?
Le explicó lo del gatito.
—Le está llevando tiempo acostumbrarse. A veces me quedo y charlamos… sólo un rato. No veo ningún mal en ello.
Puesto así, parecía razonable, pero no se daba por satisfecho.
—Creo que deberías tener cuidado, por ti y por él. No sé por qué vive en esa casa cuando tiene un hogar en otra parte… y una mujer.
—Ni yo tampoco —respondió secamente—, pero eso es asunto suyo. Su mujer se llama Zoe, y es asunto de Lowell, ni tuyo ni mío.
Él se dio cuenta de que utilizaba los nombres de pila. Las charlas, pues, habían sido personales. Su preocupación creció.
—Sería fácil para ella convertirse en asunto tuyo y eso podría ser trágico para todos vosotros.
—Tienes una idea muy rara de la tragedia —replicó ella—. ¿Y qué me dices de las multitudes hambrientas en este maravilloso mundo nuestro? ¿Y de la maldita bomba?
Él no quiso cambiar de tema.
—¿Te ha hecho proposiciones?
¡Por Dios, pensó, qué anticuado puede llegar a ser!
—No —le dijo.
—Así que vas allí y solamente habláis. ¿Y de qué?
—Está escribiendo un nocturno. Hablamos de música.
Intentó creérselo. Era posible. Quizás buscaba peligro donde no existía, aunque su instinto le decía que no se equivocaba. Ella necesitaba la compañía de gente joven adecuada, pensó, y en la finca no la tenía. El año anterior se había divertido con Greg Farrel, uno de los estudiantes de agricultura que había ido a ayudarles en la cosecha. Se había alojado con Craddock y su mujer en el pueblo. Craddock se retiraría dentro de un año o dos y necesitaría sustituirle. Más tarde, si su propia salud empezaba a flaquear, la finca tendría que ser dirigida por un administrador competente. Era una oportunidad para un joven con capacidad. Alguien a quien pudiese prepararse. Era una perspectiva deprimente el que la finca tuviese que ser dirigida un día por un extraño.
—Hay veces —dijo tristemente— que desearía que tus padres hubiesen engendrado un hijo. Alguien con entusiasmo por la agricultura y mucho sentido común. La vida sería más fácil para todos.
Rose, sonriendo irónicamente, se disculpó por su sexo. Él la cortó.
—Tengo algo para ti. No hay razón para que no te lo dé ahora. —Se sacó de la cartera tres billetes de veinte libras—. Añádelo a tu paga y cómprate un regalo de cumpleaños. Llévate el coche a Cheltenham mañana y cómprate un vestido… tu ropa es horrorosa.
Ella le dio las gracias. El tener que ensombrecer el regalo con una crítica formaba parte de su carácter.
Ballater esperó con embarazo el beso superficial de gracias y esperó un momento antes de volver la cabeza. Parecía que ahora Rose ni siquiera pudiese soportar el tocarle.