—Te tomas demasiadas libertades —le dijo Ballater a su nieta—. Si quiero que actúes como emisaria mía, te lo diré. Y deja de provocar a Craddock. Tú no eres quién para darle órdenes.
Era la hora del almuerzo. Hacía una hora que Rose había vuelto de la casa. La comida estaba puesta en el comedor, grande, frío y con el techo forrado de madera; una habitación sin alegría, llena de óleos de escenas rurales amarillentas por el tiempo. Ballater casaba con el entorno. No se hubiera descrito a sí mismo como perteneciente a la nobleza provinciana o, si lo hubiese hecho, hubiera sido con ironía. Se había retirado pronto como teniente coronel, al heredar la finca, y deseaba que la gente del lugar omitiese el título. Craddock era el usuario más persistente.
—Los dos somos civiles —le había dicho en tono resuelto cuando le contrató al principio—. Toda la lucha que se lleva a cabo aquí es contra el Ministerio de Agricultura.
Y aunque la lucha de Craddock con su nieta estaba normalmente fuera del alcance del oído y no se hablaba de ella, aquel día se había quejado.
Rose se encogió de hombros. Discutir con el viejo no tenía sentido. Aquellos enfrentamientos a la hora de la comida le quitaban el apetito. Hubiese preferido comer en la cocina, en la mesa grande y refregada, con los peones y la señora Hopkins, el ama de llaves. Esta clase de separación era feudal.
Le pasó los calabacines a su abuelo. Las verduras, que no estaban bien cocidas, se veían duras pero atractivas en el plato Crown Derby. Las rehusó.
—Muy sensato —dijo, intentando cambiar de tema—. El único plato comestible que puede hacer la señora Hopkins es el estofado.
Se dio cuenta demasiado tarde de que había bajado la defensa. Ahora él la invitaría a hacerlo mejor, después de un curso de cocina Cordon Bleu, quizás.
Él resistió la tentación. Era vaga, insolente a veces, y raramente cooperaba. Siempre un problema. Si el pasado pudiese considerarse con más calma, la trataría mejor. Lo sabía y lo intentaba, pero sin éxito. El que él la quisiera mucho no lo sabía nadie, y desde luego tampoco Rose. Siempre había ocultado sus sentimientos admirablemente.
—¿Cómo es Marshall? —le preguntó.
No estaba segura de cómo contestar. Una descripción física era más fácil que una valoración emocional. Si uno estuviese aturdido por la velocidad, se comportaría un poco como Marshall: sin que los pies estuviesen sólidamente fijados a la tierra, con una mirada en los ojos que no era lascivia, y tampoco era toda pureza, o… con asombrado reconocimiento lo resumiría, pero no tenía sentido.
—Alto, moreno, con bastante mal aspecto —dijo finalmente.
—¿Es evidente su artritis?
Se sorprendió.
—¿Cómo lo sabías?
—Querida niña, puedo ser tonto en lo que se refiere a la música moderna, pero en mis tiempos asistí a conciertos de música clásica. No he visto interpretar a Marshall, pero he oído sus discos. Tenía un notable talento. El motivo de su abandono fue noticia.
—Tiene las manos hinchadas, sí —dijo Rose.
—Entonces, ¿qué es esa tontería de rehacer la pared?
—Es lo que quiere hacer.
Ballater miró a su nieta con irritación totalmente injustificada. Qué le habría dicho a Marshall, se preguntó, para provocarle una respuesta tan ridícula. Se lo preguntó.
Rose apartó su plato. Intentó hablar sin levantar el tono y controlar su mal genio.
—Tuvimos una conversación normal. Yo no estuve agresiva, ni tampoco él. Está haciendo lo que quiere. Eso es todo.
—Eso es lo que tú dices.
Y quizás sea así, pensó. Las manos de Marshall antes hacían música y ahora no podían… Quizás las estaba castigando con trabajo duro en una especie de compensación brutal. Era eso, o que ella le había molestado. Decidió bajar a la casa por la tarde y averiguarlo por sí mismo.
No le llevó mucho tiempo a Lowell el darse cuenta de que el toro no había desenterrado ningún trozo de urna. Su desilusión fue pequeña. La urna representaba un puente con el pasado, pero no era necesario unir todos los fragmentos para hacer el puente perfecto. Rose lo había cruzado. Dos voces le hablaban en la cabeza. La primera le decía que era irracional, que la obsesión era peligrosa; la segunda que no se preguntase nada, que esperase pasivamente y aceptase.
Se sentía bien. Incluso sus manos estaban mejor. Pero no eran manos capaces. Estaba intentando colocar una piedra sobre otra con cuidado cuando llegó Ballater.
—No es tan fácil como parece —comentó, y luego se presentó.
Lowell, metido en el presente y sobre terreno sólido, estuvo de acuerdo en que no era muy bueno haciéndolo.
Empezó a caer una ligera lluvia, que levantaba un fuerte olor a hierbas y plantas. Ballater, adentrándose en el jardín, vio un montón de marihuana arrancada y seca enredada con pamplina en el pequeño trozo desbrozado. Estaba asustado y consternado. Obviamente no la había plantado Marshall; la hierba eran los restos de un cultivo del año anterior.
Lowell, consciente de que la atención de su visitante se había desviado de él y había ido a parar al montón de abono compuesto, se quedó parado. El viejo llevaba un impermeable de plástico, pero sin capucha. Su cabeza calva se estaba mojando.
Le invitó a que entrase en la casa a resguardarse de la lluvia.
Ballater parecía no oírle.
—Será mejor que queme usted eso —dijo señalando el montón de abono— o lo entierre. Es una suerte que la policía no lo haya encontrado.
Lowell estaba perplejo.
—¿El qué?
—La marihuana. Unos gitanos acamparon en el campo que hay al otro lado del muro el año pasado. —Se le hizo cuesta arriba decir una mentira, pero era necesario—. El jardín de la vieja era útil, o al menos su fértil sembrado de coles. Es la única explicación que se me ocurre… nadie más lo plantaría.
Lowell recordó el agrio olor en la casa. Lo había reconocido, pero no la hoja. Le dijo a Ballater que alguien había estado entrando en la casa.
—El fuego ha sido encendido y dejado que se apagase un par de veces… y una vez olía a eso.
Ballater le miró fijamente.
—¿Está usted seguro?
—Sí. La última vez hará dos o tres semanas. El intruso, quienquiera que fuese, parece ver el lugar como de casa a casa.
Notó que el viejo estaba muy preocupado. Por su parte, a él no le preocupaba demasiado. Era desconcertante, nada más. Semillas ilegales habían sido sembradas en el plantío de coles mientras la casa estaba vacía. No se volverían a sembrar.
—Me desharé de ellas —le dijo a Ballater—. Y cerraré la puerta trasera. Así se acabará.
Le sugirió de nuevo que entraran antes de que se mojasen más.
La última vez que Ballater había estado en la casa había sido justo antes de que la señorita Marshall hubiese sido obligada a dejarla por sus rapaces parientes, respaldados por el insensible médico local que había estado de acuerdo en que ella no podía valerse. Ballater pensó, cuando hizo aquella visita, que el lugar era repugnante, aún lo era, pero había sentido una cierta simpatía por ella, por quererse quedar. Los de mediana edad tendían a volverse dichosos de poder si tenían viejos en la familia. Los desarraigaban, como Marshall había arrancado la marihuana, y observaban como se marchitaban.
Había tenido la intención de hacer una oferta por la casa, pero el dolor de la anciana al marcharse hizo que cambiase de opinión. No había tenido la suficiente fuerza mental, creyó, para no testar a favor de sus destructores. Se había equivocado. Marshall, según algunas discretas indagaciones que había hecho, era inocente de cualquier clase de violación.
Así que aquél podría ser el momento de comprar la casa. Abordó el tema con cuidado mientras Marshall encendía con una cerilla algunos leños del hogar. Las llamas subieron lentamente, proyectando una luz vacilante sobre las paredes. La casa, le dijo a Marshall, había sido construida al mismo tiempo que la granja. En aquel tiempo, los Ballater eran sus dueños. Después se la vendieron. No le dijo el porqué. Entonces la propiedad no tenía ningún valor a menos que uno tuviese una finca sobre la colina. Sería posible una segunda forma de acceso si la casa fuese derribada. La naturaleza geológica de la tierra imposibilitaba el acceso desde cualquier otra parte de su propiedad. Un camino lo suficientemente ancho como para que un tractor pudiese llegar hasta la carretera. Útil en un invierno malo. La nieve se amontonaba y bloqueaba el acceso a la carretera por el otro lado.
Lowell se sentó sobre sus talones y miró las llamas. Aquel hombre quería comprar su casa y demolerla. La idea era tan monstruosa que resultaba increíble.
Ballater, un hombre de negocios demasiado avispado como para tirar su dinero, siguió intentando convencer a Marshall para hacer un trato satisfactorio.
—Uno tiene que ser realista sobre estos sitios. Me imagino que vino usted aquí con la intención de renovarlo y luego se dio cuenta de la gran cantidad de trabajo que se necesita para arreglarlo.
Echó un vistazo a la sala. Obviamente, Marshall, aparte de embadurnar una de las paredes y poner un panel de corcho, no había hecho nada.
—Si quiere usted vender y llegar a tentar a un comprador, sea quien sea, querrá tener un informe del lugar y cualquier agrimensor que conozca su trabajo lo condenará sin más. Ni siquiera tiene nada de lo que llaman el atractivo de lo antiguo y el emplazamiento es demasiado bajo para gozar de una buena vista.
El silencio continuado de Marshall empezaba a molestarle.
—Y bien —le instó—. ¿No estaría usted de acuerdo?
Lowell se levantó. Necesitaba beber. La amabilidad le obligaba a hacer el ofrecimiento.
—¿Whisky?
—¿Cómo? No. Quiero decir, gracias, pero no me lo permito. ¿Quizás un café, o un té?
¡Jesús!, pensó Lowell. Salió al cobertizo a hacerlo. La jarra que había utilizado por la mañana estaba aún sin lavar y sus dos jarras de repuesto se habían hecho pedazos en la última visita de Zoe. Aquella vez había sido té. Esta vez hizo café en tazas y puso whisky en la suya. Esta vez no estaba tan colérico. El abuelo de Rose había sugerido una tontería, pero también había arrojado alguna luz sobre la historia de la casa. Era interesante que anteriormente hubiese sido de los Ballater. La Rose de la fotografía podía haber sido la bisabuela de Rose, quizás. Explicaría el gran parecido. Estuvo tentado de preguntárselo a Ballater y luego decidió no hacerlo. Sería poco prudente, supuso, hablar de Rose al anciano. Y ya no tenía la fotografía.
Cuando volvió Lowell, Ballater estaba acurrucado frente al fuego calentándose las manos. En ellas había oscuras marcas de la edad, como si tuviese grandes pecas esparcidas. Sin embargo, parecían dúctiles.
—Es muy difícil calentar esta casa en invierno —prosiguió, cogiendo el café que le ofrecía Lowell—. La única clase de calefacción posible sería combustible sólido e instalarlo valdría más que la casa.
El precio que pensaba ofrecerle eran cuatro mil libras. Le hubiese dado más a la anciana, pero Marshall, a pesar de su aspecto, probablemente tendría los riñones bien cubiertos.
—Utilizo leños —dijo Lowell.
Aún no había pensado en el invierno. El invierno no importaba.
Ballater notó una negativa obstinada más que un deseo de regatear. Se preguntó qué pensaría de ello la mujer de Marshall.
—¿Habían pensado usted y la señora Marshall en utilizarla como un retiro para el fin de semana, quizás? Si así es, probablemente a estas horas ya habrá descubierto los inconvenientes.
Lowell no tenía intención de discutir sobre Zoe. Se alegraba de que no estuviese allí para escuchar. Quítatela de encima, le diría. Líbrate de este sitio horrible.
—Puedo arreglármelas con los inconvenientes —dijo.
Ballater modificó la oferta en vista de la resistencia.
—Me la quedaría por cuatro mil quinientas.
Lowell sonrió.
—¿El precio de su toro Charolais?
Ballater no podía ver ninguna relación. De todos modos, el toro valía más. Bastante más. Pero aquel hombre no estaba regateando con él. El músico, por alguna razón que no podía entender, no quería vender. Así que no le presionaría. Esperaría. El invierno le obligaría a irse.
—El toro es un bien muy valioso —dijo suavemente— y sólo ocasionalmente es una carga. Si un día nota que la casa es una carga mayor de lo que usted se había imaginado, quizás podríamos hablar de negocios. Mientras tanto, me aseguraré de que el toro no vuelva a ponerse pesado y de que le rehagan la pared.
Un pensamiento le asaltó.
—Deshágase de la marihuana antes de que vengan mis hombres. No es probable que la reconozcan, como usted tampoco lo hizo, pero no se puede arriesgar.
Lowell dijo que la enterraría. Se daba cuenta de que Ballater le miraba las manos y le aseguró que podía empuñar una pala muy bien.
Ballater, en los últimos minutos de su visita, alabó su interpretación como pianista y la atmósfera se hizo más cordial. El anciano entendía de música. No se le ocurrió a Lowell pensar cómo se había familiarizado también con las drogas.
De vuelta a la granja, Ballater llamó a Rose a su despacho. Era una citación, no un ruego. Un consejo de guerra más que una discusión. La acusó de plantar la marihuana. Ella lo negó. La acusó de fumársela en casa de Marshall. Ella también lo negó. Amenazó con entregarla a la policía si volvía a hacerlo. Ella dijo la verdad por primera vez y le aseguró que no lo había vuelto a hacer, lo cual era admitir abiertamente que al principio lo había hecho.
Se desesperaba con ella y deseaba que no fuese responsabilidad suya. El salto generacional era demasiado grande. Ella era, suponía, una contemporánea típica. No había sido la única en ser expulsada discretamente del muy respetable pensionado por fumar marihuana. ¿Qué les pasaba a los jóvenes de hoy en día que tenían tanta prisa por destruirse? ¿Tan mala era su herencia? Pensó en el linaje de Rose en el que el poder de lastimar (y ser lastimado) era grande.
Esperaba que la regañase con cara fríamente paciente. Por sus ojos podía ver que le había cerrado su mente. Como había aprendido a hacerlo. La comunicación era imposible. Pero era la hija de su hijo y la quería. Deseó que pudiera comprenderle sin que se lo tuviesen que decir.
—Deja tranquilo a Marshall —le advirtió—. Lo que haya que tratar con él, lo haré yo.
—El músico —le contestó con cierto timbre de diversión en su voz— no me interesa.
Por la mañana, cuando los hombres llegaron para arreglar la pared, Lowell aún estaba en la cama. Rose, sin hacer caso de las órdenes de su abuelo, fue un momento a verles. Lowell, al escuchar su voz a través de la ventana del dormitorio, se vistió rápidamente y se roció la cara con agua fría, pero para entonces ya se había ido. Eran las diez y media. Su recaída en la pereza se había producido tan lentamente que no se había dado cuenta. Se miró críticamente en el pequeño espejo que había sobre el alféizar de la ventana del cobertizo. No era extraño que no se hubiese quedado. Necesitaba asearse. Un corte de pelo y un afeitado decente. Y la casa estaba asquerosa.
La oscilación hacia arriba de su estado de ánimo desde que vio a Rose era como la de un planeador volando por encima de las nubes cuando todo estaba sereno. Estaba completamente seguro de que ella volvería a visitarle. Nada de telarañas en los rincones, ni ropa sin fragancia, ni excrementos de rata debajo del fregadero.
Necesitaba comprar detergentes y demás necesidades básicas y decidió ir a Cheltenham. La furgoneta se resistía a arrancar, pero lo consiguió con paciencia. Unos días antes, una furgoneta que no cooperase le hubiese hecho volver a casa en un estado de profunda desesperanza. Si su depresión hubiese durado mucho más se hubiese vuelto agorafóbico. Cuando conoció a Rose había llegado al estado de no querer salir. Cualquier cosa fuera de allí, la carretera rápida, los campos anchos, la extensión del cielo, había sido para él opresiva y hostil. Hoy era estimulante, agradable. Sus manos estaban mucho mejor y podían agarrar el volante sin dolor. Se sintió descansado. La noche anterior había dormido bien, demasiado bien.
La próxima vez que ella fuese…
Empezó a fantasear y tuvo que hacer una maniobra rápida cuando dobló una esquina demasiado abiertamente. El mundo exterior necesitaba toda su atención. El día de hoy era complicado, pero no amenazador. Las vibraciones eran buenas. Incluso consiguió aparcar cerca del centro de la ciudad sin problemas. La gente también era servicial, amable, agradable. La mujer de la lavandería le enseñó dónde poner las monedas, el ferretero le explicó cómo debía instalar la ratonera… Las galas de la muerte, bromeó. No le pareció divertido, pero sonrió educadamente. Después de haber comprado los artículos de limpieza y recogido su colada, se le ocurrió que sus camisas necesitarían plancha. No la tenía. Entró en uno de los grandes almacenes y compró una, y luego recordó que en la casa no había electricidad. Estaba exasperado, pero no deprimido. La dependienta rio con él y le devolvió el dinero. La solución estaba en camisas que no necesitasen planchado. Pensó que probablemente tenía, pero compró tres más por si acaso. Los cuellos y los puños inmaculados eran competencia de Zoe. La recordaba en momentos como aquél y sentía una punzada de remordimiento, no una dolorosa patada en el estómago, lo que, pensó, era algo más por lo que estar agradecido.
Antes de irse de la ciudad, fue a la barbería a que le afeitaran, le lavaran y le recortaran el pelo, no demasiado, justo el pelo que le sobresalía del cuello de la camisa. Su apariencia era ahora bastante más conformista, se parecía más al Lowell de los viejos tiempos.
Y Rose se parecía… a Rose. Veía su cara con claridad, a veces en la fotografía, a veces en carne y hueso. Y no tenía que beber para verla. Al menos no demasiado. Una gota de whisky en ocasionales períodos de autocrítica le ayudaba a sentirse feliz consigo mismo, pero la mayor parte del tiempo era feliz sin nada.
Hasta que llegó Rose.
Ella le fue a ver dos días más tarde, justo después de que se hubiese cortado el pulgar con la ratonera y estuviera sangrando en el fregadero. Si lo hubiera preparado, no lo hubiera podido planear mejor. Se había sentido inquieta por la visita; la casa, como siempre, la atraía, a pesar de no estar segura de Marshall. Pero un hombre que sangraba era vulnerable, y una herida producida por una trampa mostraba un tranquilizador grado de incompetencia.
Ella examinó el corte.
—No es profundo. ¿Dónde está el botiquín?
No tenía.
—¿Algodón? —sugirió—, ¿gasas?
Tampoco tenía.
Sonrió. Estaba desvalido, desesperado, tranquilizadoramente normal. ¿Qué había visto en él el otro día que le había perturbado tanto?
Le dijo que mirase en el cajón de la mesa de la salita… creía que allí podría haber un paño limpio. Lo había. Era azul. Ella le advirtió que el color podía irse y que se le iba a envenenar la sangre. Él le contestó que probablemente se le envenenaría de todos modos, porque había puesto en el cebo un trozo de carne estropeada. El queso, le dijo ella, era más normal.
—Pero no tienes —dijo imitándole mientras le curaba la herida con suavidad y competencia.
Le dio las gracias y no supo qué más decir. Tampoco ella. Sus dedos, después de vendar los suyos, estaban manchados de sangre. Los metió en la palangana y se los secó con la toalla de detrás de la puerta. Él murmuró que la casa era primitiva. Pero limpia, pensó ella, has trabajado en ello. Y en ti.
Vio que tenía un baño muy divertido.
—Es algo en lo que la señorita Marshall hubiese guardado el carbón.
—No estoy reducido a eso.
Pero estoy reducido a decir necedades, pensó. Esto es una no-conversación. Es ridículo. Hueles a campos de trébol. ¿Sabes lo bonita que eres?
Se daba cuenta de que su atención se estaba centrando con demasiada fuerza en ella. Dijo que no se podía quedar, que había pasado sólo un minuto.
—En la tienda del pueblo venden material para primeros auxilios, y si me quieres hacer caso, tira esa ratonera. Lo que se necesita aquí es un gato. Yo te traeré uno.
Se fue rápidamente hacia la puerta y antes de que él pudiese responder ya se había ido.