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Fue el ataque de artritis lo que obligó a Lowell a visitar a Ben. Aparcó su furgoneta delante del centro de salud y luego siguió el procedimiento debido en la recepción. La recepcionista, recordándole de la última vez en la que se había saltado la cola, le dijo que el doctor Sprackman estaba ocupado, pero que podría darle hora para el final de la mañana. Telefonearía y vería.

—Me la dará —dijo Lowell y apoyó sus manos sobre el saliente de la ventanilla de la recepcionista. Ella las vio. Todos los pacientes estaban enfermos en distintos grados, y la necesidad de este hombre no era mayor que la de otro, pensó. Por eso se sorprendió cuando el doctor le dijo que le vería inmediatamente.

—¿Qué demonios ha estado pasando? —preguntó Ben cuando Lowell entró.

Hacía más de quince días que Zoe había vuelto de su visita a la casa. Cuando ella y Lowell no se presentaron a cenar, Louise fue a ver qué sucedía. La puerta de atrás estaba abierta y había encontrado a Zoe en la sala mirando fijamente un concurso de televisión, claramente sin oírlo ni verlo. Llevaba la falda manchada. La historia que le había contado a Louise no estaba entera, algo de una fotografía rota y jarras de té hechas añicos.

—Y debe de haber sucedido mucho más —le había dicho Louise a Ben—. Está sobresaltada… como enferma, quiero decir.

—¿Pasando? —Lowell cogió la silla cercana a la mesa—. Nada que pueda interesarle a nadie, excepto a ti, profesionalmente. Mira.

Su frialdad provenía de la desesperación. La imagen mental de asesinato era repugnantemente real, pero no podía ser expresada. Peterson estaba vivo. Zoe estaba viva. Daba las gracias por ello. Dejemos que Ben cure lo que pueda, o lo que no pueda, ser capaz de curar: un ataque de artritis. Con el resto, tendría que arreglárselas solo.

Ben, sorprendido y un poco ofendido porque lo colocasen al otro lado de la valla, palpó las inflamadas articulaciones y preguntó cuándo había empezado el dolor.

—Hace un par de semanas.

Cuando tuvo el problema con Zoe aproximadamente, pensó Ben. Probablemente fuese una coincidencia, pero quizás no.

—¿Por qué no viniste a verme antes… a casa?

—Creí que pasaría. Y tu casa está demasiado cerca de la mía.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que no quiero ver a Zoe, ni por casualidad, ni a propósito.

—¿Por qué no?

Porque tengo miedo de mi reacción, y si te digo esto, querrás que te lo explique, y si lo hago, no te lo creerás.

Se quedó callado.

—Todas las familias tienen disputas —dijo Ben anticipándose—. Louise y yo a veces nos hemos tirado cosas…, bueno, ella las ha tirado. Los nervios se ponen tensos. Adora a los niños, pero hay veces que los encuentra fatigantes. Y luego yo vuelvo a casa cansado y nervioso de batallar con la profesión y tenemos roces. Y luego viene la disputa. Normalmente lo arreglamos en la cama. El sexo es una gran panacea.

Ben recordó lo que Louise había dicho sobre la frigidez de Zoe. Una conjetura, por supuesto, pero podría tener razón. Quizás el sexo era la causa más que el remedio en este caso. ¿Y hasta qué punto era normal la energía sexual de Lowell?

Decidió pasar a un terreno más seguro.

—Tu mujer me ha dicho que estás trabajando en una composición musical.

La precisa descripción de Zoe, dicha como una excusa para la ausencia de Lowell, estaba clara en su mente.

—Lo estaba.

Desde que la «chica» había sido destruida había dejado de lado el manuscrito y no podía soportar mirarlo. El nocturno había sido para «ella». Ahora las noches eran oscuras y espantosas por el insomnio. «Ella» ya no le hablaba en su cabeza. Él ya no soñaba con «ella». El exorcismo era completo.

El tiempo pasado no sorprendió a Ben. Con las articulaciones deformadas y doloridas sería difícil sostener un lápiz. Le dijo que le daría unas tabletas y escribió la receta.

—Ya las has tomado antes y funcionaron. Si esta vez no te van bien, te daré algo más. Esta enfermedad es así, tiene períodos de remisión y de recaída.

Luego hizo una revisión general a Lowell y no encontró nada nuevo, aparte el hecho de que había perdido algo de peso. Le advirtió que comiese bien, pero se abstuvo de decirle que fuese a su casa donde su esposa le cuidaría de la misma manera que lo había hecho desde el día que se casaron. No se le ocurrió preguntarle si bebía más de lo acostumbrado. Como muchos médicos, Ben consumía mucho alcohol. Más que Lowell. El que las posiciones se hubiesen cambiado le hubiera sorprendido.

Era difícil dejar que un viejo amigo saliera del consultorio después de no haber conseguido ninguna clase de contacto personal con él y, a riesgo de meterse en una zona susceptible, tuvo que decirle:

—Tanto Louise como yo estamos preocupados por ti y por Zoe. Si hay algo que podamos hacer para ayudaros, lo haremos encantados.

Lowell evitó mirarle y en su lugar, miró fijamente el entretejido papel amarillo de la pared. Era inadecuado para el consultorio de un médico. Y también lo eran el informal traje gris de franela de Ben y la corbata roja. La sensación de comodidad era falsa y se sentía incómodo allí. Una visita profesional debería tener lugar en una habitación blanca y anónima como una celda, presidida por un extraño con bata blanca. La cirugía a corazón abierto sería llevada a cabo decentemente en el lugar adecuado y con el consentimiento del paciente.

Contestó secamente que Zoe y él llevaban sus asuntos… de forma adecuada. Y luego murmuró un educado:

—Gracias por preocuparte.

Ben le recordó que comprase las tabletas.

—Y cuando las hayas terminado, ven a verme. O, si es necesario, yo iré a la casa.

Había pensado preguntarle si tenía algún recado para Zoe, pero decidió no hacerlo. Lowell ya se había distanciado como un extraño que se alejase montaña arriba.

Ben intentó explicárselo después a Louise.

—Se quedó al pie de la puerta, antes de irse, y me miró como si apenas me conociera. Había venido a por sus tabletas, las consiguió, y eso fue todo. No tenía demasiado trabajo, le podría haber sugerido que fuésemos a comer a un bar, pero no lo hice. No habría querido que lo hiciese y las excusas hubiesen sido violentas para ambos. Dejando aparte la recidiva de la artritis, no sé qué demonios le pasa. Pero algo le pasa.

—Y a Zoe —dijo Louise—. No quiere que vuelva a casa nunca más —dijo vacilante—. Y no creo que sea por ningún motivo estúpido, como orgullo herido. Creo que le tiene miedo.

De vuelta a la casa Lowell se paró en un establecimiento autorizado y compró un par de botellas de whisky escocés. Tenía la intención de emborracharse. El establecimiento, que también hacía las veces de tienda de comestibles, vendía pan. Hacía tiempo que no comía pan fresco y escogió un par de panes crujientes y muy hechos, aunque no pensaba que la necesidad de comer fuese un signo de curación. Antiguamente los prisioneros condenados desayunaban antes de subir al patíbulo. La naturaleza empujaba al hábito.

La casa, a pesar de la pérdida de la «chica», aún le atraía. Era una guarida conocida. No quería estar en ningún otro lugar. Era lo bastante racional como para saber que estaba en un profundo estado depresivo, y que la causa no resistiría un examen. La «chica», en la siempre racional opinión del mundo exterior, era sólo la imagen descolorida de una mujer muerta. Había perdido un trozo de cartulina traducido en un sueño, nada más.

Había matado a su mujer, mentalmente, nada más. Así pues, sal del pozo y alégrate. Nada está mal. Todo es trivial.

Se sirvió un buen trago de whisky solo, con la intención de brindar por el hecho.

Y siguió bebiendo durante mucho rato.

Por la noche el toro Charolais se soltó y avanzó pesadamente por los campos. Montó a una vaca Jersey de un rebaño vecino, un animal demasiado pequeño para parir un ternero, y más tarde siguió saqueando el jardín de la casa. Lowell, que se había despertado algo después de las tres, oyó abajo un animal y creyó que lo había imaginado. Las tabletas y el alcohol le estaban proporcionando el mejor sueño que había tenido durante días y necesitaba más. Se puso la almohada sobre la cabeza, se tumbó de lado y se relajó de nuevo en la oscuridad.

Mientras tanto el toro siguió vagando hasta que lo capturaron un par de granjeros por la mañana.

Era un caso de negligencia.

Craddock, el vaquero, lo sabía. Y también lo sabía Rose Ballater, la hija mayor del ganadero. Se quedaron de pie, enfrentándose, en el corral.

—Es tu toro —dijo Craddock irritado—. Se lo dices tú al Coronel.

—Y tu trabajo es encerrar al animal por la noche —apuntó Rose—. Yo sólo lo llevo al campo de vez en cuando.

—Como un condenado perro —protestó Craddock.

—Por el pelo rizado y por la docilidad —convino Rose—, pero aquí se acaba el parecido.

Craddock no creía que la criatura fuese dócil. Obedecía a aquella chica de diecisiete años de aspecto frágil de una forma extraña, pero no a él. Le trataba con cautela y con respeto.

—Nos partiremos la responsabilidad —sugirió Rose—. Tú le dirás al abuelo lo de la vaquilla… o vaquillas… un tema delicado. Yo le contaré a Marshall lo de la pared.

Craddock la divertía tanto como ella le irritaba a él. Era bajito, patizambo y tenía casi la edad de su abuelo. Llevaba anticuadas camisas a rayas sin cuello y bombachos de dril de algodón. Se limpiaba con frecuencia la nariz con un pañuelo color caqui que parecía del ejército. En un pasado lejano había sido ordenanza de su abuelo y utilizaba el grado militar por costumbre.

Ahora, cansado y de mal humor después de haber estado tirando del animal, miró a la chica con intensa antipatía. No tenía ganas de recibir órdenes suyas. Su toro se había desmandado y ella le había echado la culpa a él. Su abuelo también le culparía. Pensó de nuevo en la situación y convino en que ambos podían tener razón. El toro era el animal preferido de ella, un animal peligroso, pero era responsabilidad suya.

—Muy bien —dijo brevemente.

La muchacha le vio atravesar con dificultad el corral hacia la alquería y luego emprendió el camino hacia la casa. Aquel encuentro, intuyó, era inevitable. Aunque el toro no hubiese tirado la pared, habría sucedido. En las distintas ocasiones en las que había entrado en la casa en ausencia del señor Marshall había medio esperado que volviese y la encontrase. A veces había estado tentada de quedarse y dejar que la encontrara. Pero eso hubiese sido una maquinación. Era más que un juego de desafío… él había invadido un lugar que ella amaba.

Se dio cuenta de que finalmente había hecho leña del destrozado piano. Trozos de caoba habían permanecido tirados por allí durante mucho tiempo y ahora estaban en tiras bien proporcionadas listas para quemar. Había amontonado las teclas como un montón de huesos antiguos cerca del cobertizo bajo un rollo de alambre. Según las habladurías del pueblo, en su tiempo había sido un famoso pianista. Ahora era un asesino de instrumentos inferiores, el que había destrozado el piano de la señorita Marshall. Seguro que no era tan malo como para destruirlo. Era verdad que la vieja no lo había tocado nunca, pero incluso así…

Lowell, ajeno a lo que pasaba, estaba de pie junto al cobertizo esperando de mal humor que hirviera el agua de la tetera. El estropicio de la pared por una fuerza externa, probablemente aquella bestia maligna del toro, era sólo una prueba más de que la protección de su casa no sería fácil. Toda la gente, representada por Zoe, y todas las criaturas, representadas por el toro, querían sacarle de allí. Aquella mañana había encontrado una rata en la cocina y estaba tan preocupado por eso como por el violento toro. ¿Cómo se eliminaba a las ratas? ¿Con trampas? ¿Con veneno? La pared podía reconstruirse… ¿para que la tirasen de nuevo? Una rata podía ser despachada… ¿sólo para ser seguida por más? El sedante efecto del descanso de una buena noche estaba siendo estropeado por los problemas que le invadían por la mañana.

Se acababa de hacer una jarra de café instantáneo cuando ella llamó a su puerta. Molesto por la intrusión, bebió un par de sorbos del líquido caliente antes de ir a abrir.

Rose sólo había visto a Marshall a cierta distancia yendo y viniendo en su furgoneta amarilla. Su aspecto actual, al quedarse mirándola, la sorprendió. Se lo había imaginado distinto. Los concertistas de piano eran los más refinados del mundo, se afeitaban la barba de la noche, o mostraban la barba elegantemente arreglada por la mañana. Eran limpios y despreocupados. Aquel hombre tenía el aspecto estropeado y la mirada aturdida de un alcohólico.

Pasaron unos momentos antes de que ninguno de ellos pronunciara palabra y luego hablaron a la vez. Ella empezó explicándole lo del toro y él le preguntó su nombre. En la confusión de frases, ninguna tenía sentido. Se callaron y se miraron en silencio, Lowell aún con su café en la mano. Sus manos no eran largas, ni delgadas, ni delicadas. Estaban hinchadas y rojas y temblaban. Ella pensó de repente: Tus pobres manos… por el amor de Dios… qué terrible para ti.

Él simplemente miraba y no podía creer lo que veía. Su cabello oscuro y rizado lo llevaba suelto sobre los hombros, mientras que el de la «chica» estaba estirado hacia atrás. La copia sepia no había revelado las líneas rojas de la sien, ni tampoco había mostrado que los ojos eran azules, de un profundo azul oscuro. Los labios eran los mismos: carnosos, suaves, ligeramente torcidos. Pero los labios de la «chica» se veían divertidos. Los de esta chica no. Esta muchacha era más joven. Aún no había crecido en la piel de la mayor. Se paró bruscamente y se reprendió por ser tan fantasioso, o por estar demasiado embrutecido por el alcohol, para pensar racionalmente. ¿Cómo podía crecer en la piel de alguien muerto?

Ella fue la primera en recuperar una cierta compostura.

—Soy de la finca de Ballater; está justo encima de la colina. Soy la nieta de Stuart Ballater. Él pagará los desperfectos, o uno de los peones de la granja reconstruirá la pared.

Así que así era como «ella» hablaba, pensó. Una voz bastante sincopada, un tono bajo. Era como él la había imaginado. La clase de voz que podría sonar a música en la cabeza de uno, no como un sonido desapacible para el cerebro. No una voz como la de Zoe.

Preguntó de nuevo cómo se llamaba.

—Rose Ballater.

—Rose —dijo—, claro.

Ella le miró atónita.

—Es perfecto.

Después de unos momentos de vacilación empezó a explicar de nuevo lo del toro.

—Es la primera vez que se suelta…

Pero Lowell no estaba escuchando. Se sentía eufórico, como si hubiese salido de un largo y oscuro túnel hacia una resplandeciente luz solar. Había una loca alegría en aquel paisaje imposible. Cuidado, se advirtió a sí mismo. Cuidado. Si no obligaba a su imaginación a retirarse hacia el real mundo grisáceo, se asustaría de aquella chica (con una ch minúscula) perfectamente normal del siglo XX. Rose. Un nombre bonito que iba bien con cualquier siglo. No único.

Pero «ella» había sido Rose. Sin duda. Y esta Rose le estaba hablando en aquel momento.

—¿Quiere que vayamos a ver los desperfectos para que le pueda decir a mi abuelo su alcance?

Había estado a punto de decirle que pasara, pero temió que pudiese rehusar. Era como un pájaro que se posaba demasiado cerca. Había que darle espacio. Había que darle tiempo. Utilizar el pedal suave… Hay demasiada música alta en tu cabeza. Acallarlo todo. Tener calma.

Se dirigió hacia el jardín delante suyo y él la miraba desde atrás. Una visión de Rose que la fotografía no hubiera podido darle. Vestía una camiseta azul oscuro y pantalones cortos de algodón color azul pálido, deshilachados. Tenía una cintura bien proporcionada, y las piernas ligeramente bronceadas. Sandalias. El esmalte de las uñas de los pies le empezaba a saltar. Ninguna elegancia en el vestir como en la fotografía.

Anduvo cuidadosamente por el desarreglado jardín, más desarreglado todavía por las esparcidas piedras de la pared.

En el suelo se veían claramente las marcas de las pezuñas, prueba del enorme animal. Una mata de matricaria, arrancada y secándose al sol de la mañana, yacía sobre un macizo de menta. Un tierno abrazo en una escena de destrucción.

Ella dijo:

—No soy una experta, pero esta clase de pared de piedra seca se debe de poder arreglar sin demasiado esfuerzo. Menos mal que no había plantado nada aquí.

Una afirmación prosaica.

Se esforzó en verlo todo a la manera de ella, una manera corriente, y fue a examinar la pared, principalmente para evitar que ella le mirase demasiado detenidamente. Normalmente era posible decir las palabras adecuadas, pero los ojos hablaban de manera muy distinta.

Cogió una piedra grande y la puso cerca de la base de la pared rota. Aquélla era la zona en la que había encontrado el trozo de urna. Con el tiempo y alguna excavación más, podía encontrar otras cosas. Le dijo que creía que podía reconstruirla él mismo.

—¿Por qué tendría que hacerlo? César es mi toro. Responsabilidad mía.

¿Su toro? Una posesión poco usual para una chica tan frágil. La sorpresa en aquel contexto era natural; se volvió y la miró.

—¿Su toro?

—Es parte del ganado de la finca, desde luego. Pero le vi venir al mundo. Él cree que es mío, y no le he desilusionado.

Podía haber sido más sensato, pensó, si lo hubiera hecho.

—Es responsabilidad de la granja —insistió—. Y en cualquier caso, ¿cómo podría usted hacer esa clase de trabajo duro con sus manos?

Había olvidado que sus manos le dolían. Las células nerviosas, obligadas de repente a recordar, empezaron a palpitarle de nuevo. Apretó los puños y se las puso a la espalda. Eran unas manos desagradables, repugnantes. Deseó que no las hubiera visto.

—La vieja que vivía aquí cultivaba hierbas —le dijo—. La matricaria es buena para el reuma —y señaló la mata arrancada—. Recuerdo que algunos del pueblo venían aquí a buscarla.

—¿La vieja? ¿Quieres decir la señorita Marshall?

—Sí. ¿Era pariente suya?

—Una prima muy lejana. No la conocía.

Aquello era conversar por conversar. Para ambos. Se estaban estudiando y la muchacha, consciente de la controlada excitación de él, se sentía turbada. Él, al darse cuenta, se apartó unos pasos. Cogió una hoja de matricaria.

—¿Esto?

—Sí. Por lo que sé, no ha envenenado a nadie.

—¿Y ha curado a alguien?

—No sabría decírselo.

—¿Pero conocías a la señorita Marshall?

—La primera vez que vine aquí de niña con mis padres, para quedarme con mi abuelo, acostumbraba escaparme hasta aquí. Debía de tener unos nueve años entonces.

—¿Escaparte?

Había utilizado la palabra a la ligera, y ahora tenía que pensar en ella.

—De la gente opresiva y dominadora. La «seño» no me molestaba. Me dejaba andar por ahí.

Había una pequeña hendedura en su barbilla, casi un hoyuelo. Intentó recordar si la «chica», la otra Rose, también tenía uno.

—Seño —dijo consciente de su examen y manteniéndolo a raya con palabras— era el nombre que le daban los del pueblo a la señorita Marshall. No sé por qué. No le iba. Era alta, enjuta, de unos setenta años y siempre llevaba una bata roja vieja sobre un vestido negro de lana. Daba un poco de miedo hasta que se acostumbraba uno. Cuando venían a por sus hierbas curativas me escondía detrás. Yo no quería que mi familia supiese que la visitaba. Tenía una reputación extraña. Yo entonces no lo sabía. Sólo sabía que era distinta. Y me gustaba como era.

—Y te gustaba la casa.

No era una pregunta. Ella se preguntó cómo lo sabía.

—O te gusta… mucho, o la detestas. No hay intermedio. No lo puedo explicar. Nadie puede.

Lowell le preguntó si estaba de vacaciones en la finca. Ella le explicó que su abuelo se había convertido en su tutor legal a la muerte de sus padres.

—Normalmente ayudo en la casa.

—¿No piensas estudiar una carrera?

—En los estudios soy un desastre, pero me gustan los animales. Una granja es la preparación para el matadero; eso me molesta. Me arriesgo a querer a mi toro. Ningún ganadero, y en especial mi abuelo, mataría a un lujurioso Charolais. César está seguro mientras joda.

Lowell se sentía como si hubiese alargado la mano para tocar otra mano conocida y la apartó de la de una extraña. Era una palabra que la otra Rose no hubiera utilizado. Recordó los divertidos ojos de la fotografía. La idea se le podría haber ocurrido, pero no la habría expresado de aquella forma.

El sueño tenía que modificarse, o rechazarse.

La chica dijo:

—Le he escandalizado —y ahora, en sus ojos, también podía verse claramente la diversión.

Él lo negó.

Ella volvió a lo práctico.

—¿Envío a uno de los peones a que rehaga la pared?

Le sugirió que lo dejase por unos días. Intentaría arreglarla solo. Y si no le salía demasiado bien, o porque no tenía experiencia, o porque sus manos le molestaban, ya se lo diría.

Ella le preguntó si le iría bien intentarlo y Lowell le respondió que sería terapéutico.

Terapia emocional, pensó. Algo le inquieta. Yo le inquieto. Me pregunto por qué. El saberlo la intrigaba.

Le sugirió pasarse de nuevo a mediados de semana.

—Para ver cómo le va. Y no se esfuerce demasiado.

No tiene que hacerlo todo.

Y tú no tienes que dar la cita, pensó Lowell. Podrías enviar a alguien, pero no lo harás. La felicidad empezó a bullir en él de nuevo, casi fuera de control. Quienquiera que fuese, quería conocerla. Y ella, obviamente, quería conocerle.