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Utiliza el fin de semana de forma positiva, se dijo Zoe. No te sientes ni dejes que Lowell te haga esto. Haz un buen uso de su ausencia. Ahora tienes la oportunidad de ver a sir Howard. Él le encontró un trabajo anteriormente. Le encontrará otro. Utiliza tu sentido común. Muévete.

Era un brillante y ventoso sábado por la mañana y el camino hasta la casa de campo de sir Howard en Worcestershire era agradable. Zoe llegó sin haber llamado previamente por teléfono: era mejor arriesgarse a que estuviese fuera que darle la oportunidad de mentir, y encontró a la familia almorzando. La invitaron, pero rehusó; había tomado algo por el camino. Aceptó el café.

Sir Howard, notando el ambiente tenso, le sugirió añadir un poco de Cointreau… ¿o prefería whisky? La llamaba «querida» con su marcado acento de Midland y ella se encontraba a gusto con él.

Él no se sentía totalmente cómodo con ella. Aquella mujer joven con el pelo rizado y expresión resuelta no estaba allí de visita. Quería verle para hablar de Lowell… otra vez.

Su mujer también lo suponía. Se retiraría discretamente después de una segunda taza de café. Un momento después, murmurando una vaga excusa, les dejó.

—¿Cómo está Lowell? —preguntó Howard— y se sentó a escuchar mientras ella se lo contaba.

Presintiendo que él podría ya saber la verdad, Zoe no se molestó en envolverlo en una sarta de excusas. A Lowell no le había gustado su trabajo. No iba con su temperamento. Se había despedido. Desde entonces había pasado el tiempo renovando una propiedad que le habían dejado. Quizás él estaba enterado de lo de la casa…

Sí, lo había oído.

Mary Marshall estaba emparentada con la familia del marido de su hermana, pero aparte de eso, él no sabía mucho de ella.

—Creo que se ganaba la vida vendiendo hierbas.

Zoe hizo una descripción del estado de la casa.

—Con el tiempo, cuando Lowell la haya mejorado, la venderemos. Pero no por mucho. Es la perspectiva de su largo desempleo lo que me preocupa. No es bueno para él emocionalmente. Y, desde luego, necesitamos el dinero.

Por si él pudiera pensar que había ido a que le hicieran un préstamo, rápidamente siguió diciendo:

—Mi sueldo es adecuado, aunque nuestro nivel de vida ha bajado. Es el futuro lo que me preocupa. Las cosas no pueden seguir así.

No pueden seguir así ¿para quién?, se preguntó Howard. Aquella mujer joven tan segura se había casado con su sobrino cuando su carrera estaba en el cénit. Normalmente Lowell hubiese permanecido en la cumbre de su carrera musical durante mucho tiempo y hubiesen vivido juntos ricamente, en todos los sentidos del término. El fracaso era empobrecedor, en todos los sentidos. La corona del éxito les había sido brutalmente arrebatada y se necesitaría un buen matrimonio para superar su pérdida.

—¿Le quieres? —le preguntó bruscamente.

La pregunta, procedente de aquel hombre grande y franco de ojillos astutos, era sorprendente y embarazosa. Zoe miró más allá de donde él estaba, al extenso césped que se veía tras la puerta de dos hojas.

—Pues claro.

No supo si creerla o no. Lowell era como había sido su padre: emocionalmente inestable, difícil. Había heredado su habilidad musical de su madre, la hermana de Howard. El matrimonio de Ann en la familia Marshall había terminado con su carrera musical. En aquellos tiempos una mujer se quedaba en casa. Si había habido un trauma, nadie lo sabía. En el mundo actual Lowell enseñaba sus heridas. Podía enseñarlas.

—Como sabes —dijo— moví unos cuantos hilos y le conseguí a Lowell el trabajo en la compañía de pianos. —Sonrió irónicamente recordando el ácido comentario de Peterson: Un acto de sabotaje. La próxima vez descárgale sobre tus enemigos. Te garantizo que él los hará quebrar para ti.

—Espero —admitió Zoe— que mueva usted de nuevo unos cuantos hilos.

Le hizo notar que había mucho paro y que Lowell sólo estaba especializado en un trabajo que ya no podía hacer.

—Creo que Lowell estaría dispuesto a considerar cualquier cosa ahora. Con preferencia algo de ejecutivo.

—El nepotismo —le replicó Howard secamente— sólo es excusable si fomenta el negocio familiar. —Vio la expresión de ella, se apiadó, e intentó ser constructivo—. Si hiciera un cursillo de empresa, se familiarizase con las computadoras, por ejemplo, podría encontrarle un hueco en una de mis oficinas. Sin eso, tendría que ser un empleado más en la fábrica de conservas.

Se quedó silenciosa.

Muda, supuso, de desdicha.

Se esforzaría; al fin y al cabo, estaba casada con el hijo de Ann. Si Ann estuviese viva, esperaría que él hiciera algo más.

—Hay una pequeña filial de mi empresa en Gloucester —le dijo—. El gerente podría probarle durante un tiempo prudencial, y Lowell podría tomarse un día de permiso para hacer un curso de empresariado. Le abriría muchas puertas.

Le dijo que iría a por la dirección y el número de teléfono a su despacho y que se sirviera más café.

En los cinco minutos que le llevó el conseguir la información pensó en algo aún mejor. Al negocio de Hong Kong le quedaba un tiempo limitado, arriesgarse a que metiera la pata no importaría. Podría aguantar a un pasajero.

—Otra alternativa —le dijo a Zoe cuando volvió— sería que Lowell se fuese al extranjero.

Le explicó la situación, pero con cierto tacto.

—Es una experiencia corta, pero valiosa. Dos o tres años fuera de la base podrían mejorar sus perspectivas, ayudarle a amoldarse.

Su mano temblaba al dejar la taza de café.

—Eso no me parece conveniente. No quiero perderle.

—Tú también podrías ir.

—Soy una mujer con una profesión —observó con tirantez—. No puedo dejar la odontología, así, de ese modo.

Entonces dile a Lowell que se ponga en contacto con Stephenson en la oficina de Gloucester dentro de un par de semanas. —Le dio su tarjeta de la empresa—. Tendré que escribirle unas líneas antes de que Lowell solicite el puesto. A ver si puede inventar un cargo que suene verosímil y que no parezca abiertamente falso.

Esperaba provocar una sonrisa, pero su expresión era amarga.

—No tiene nada válido que ofrecer.

—Excepto brillantez musical —le recordó Howard—. Aún está allí en su mente. Sólo que sus manos no pueden interpretarla.

—Nada que tenga un valor práctico —insistió Zoe.

—Bueno, no todos podemos ser dentistas —respondió Howard secamente, perdiendo temporalmente la paciencia.

Por primera vez sintió algo de simpatía por su sobrino. Aquella mujer tenía agallas y energía y a la larga conseguiría meter en algo a su marido, como si fuera un sargento mayor, pero ¿por quién lo estaba haciendo?

—Anímate, querida —le dijo con energía—. La vida sólo puede mejorar.

—Tiene que mejorar —dijo Zoe sombríamente.

¿No le quedaba, se preguntó sir Howard, ninguna alegría dentro, en alguna parte?

Para Lowell era difícil recordar en qué día de la semana estaba. Especialmente porque prefería no acordarse. Con la «chica» en su pared, presidiendo la casa durante el día, llenando sus sueños por la noche, el sábado, todo el fin de semana, se convirtió en algo inoportuno, que era mejor ignorar. Simplemente, había parado el reloj y vivía como sus antepasados, guiándose por el sol. No se le ocurrió que su terapia curativa fuese rara. Funcionaba. Se sentía maravillosamente y sólo eso le importaba.

Vivía de comida empaquetada y enlatada y de leche en polvo. Al final tendría que ir al pueblo a comprar, pero aún no. Aquí en su casa y en el jardín había paz. Su nocturno iba creciendo lentamente como una planta tierna. Era para su mujer de noche. Para su mujer de día cavaba el jardín buscando fragmentos de urna, pero no pudo encontrar ninguno. No importaba. El aire era tan claro como el sonido de las campanas. Había música en él. Se dedicaba a sí mismo muchas sonrisas y no tenía que esconderlas poniendo una mano ante sus labios; allí no había nadie que se burlase de su mansa locura, si es que lo era. Y había dejado de cuestionar la posibilidad.

Cuando Zoe llegó a la casa el sábado por la tarde le encontró removiendo un montón de piedras y examinándolas con atención como si estuviese en una excavación arqueológica. Había limpiado de maleza un gran trozo y la había amontonado, probablemente para quemarla en algún momento. Así que estaba trabajando… a su manera. Era un día caluroso e iba desnudo hasta la cintura, con la piel roja por el sol y acalorado. Parecía un peón. Quizás podría ocupar un puesto en una línea de montaje después de todo… engrasar robots. ¿Por qué no?

Su furia, sombría y contenida, hizo aparecer el cuadro y sintió satisfacción. ¿Cómo se atrevía a no ir a casa? ¿Cómo se atrevía a no telefonearla siquiera?

—Así que no estás enfermo —dijo mordaz.

No la había oído acercarse y su voz aguda y entrecortada le sobresaltó. Se volvió rápidamente y la miró. Estaba de pie, a la puerta del jardín donde la fucsia dejaba caer pétalos como hojas sobre sus zapatos grises de tacón alto. Como gotas de sangre, pensó.

—¿Enfermo? —dijo extrañado. ¿Por qué tendría que estar enfermo?

—No has ido a casa. Estaba preocupada por ti. —Y me has puesto en ridículo, le acusó mentalmente. Louise ha preguntado por ti y no he sabido qué decirle.

—¿Así que es sábado? —Lowell dejó la pala y se dirigió hacia ella—. ¡Cielos!, no me he dado cuenta.

El deber requería un beso. No se sentía obediente. Ella se apartó de él antes de que pudiera tocarla.

Se adelantó hacia la casa que aún estaba tan sucia como la recordaba. ¿Qué le había estado haciendo a la casa, si es que había hecho algo? Había un olor a decadencia, dulzón y polvoriento. Una débil luz solar llenaba la habitación sin calentarla. Se puso a temblar.

Él se dio cuenta.

—No puedes tener frío. No hace. —Y luego—: ¿Quieres que te encienda el fuego?

—No. No nos quedamos.

Él hizo caso omiso. Primero cálmala. Haz tu declaración de intenciones después. No iba a volver con ella.

La miró mientras rondaba por la habitación, como un gato, con su elegante traje gris y la blusa a juego. El pañuelo que llevaba anudado, de un tono azul pálido, debería llevar un cascabel, pensó. ¡Ta chan!… Te estoy rodeando, cúbrete.

Ella vio el libro de Keats sobre el alféizar de la ventana y lo manoseó desdeñosamente.

—Así que estás leyendo poesía…

Mea culpa. Es la peor forma de pornografía. Se tragó el sarcasmo, porque no quería provocarla. Había estado buscando en Keats un nombre para la «chica», pero no había encontrado nada apropiado.

—Y ésta, supongo, debe de ser tu composición musical…

Lowell se puso tenso. Había dejado el manuscrito sobre la mesa y no quería que lo tocara.

—Es sólo el principio de algo.

Se lo cogió y lo puso en el cajón de la mesa.

—De algo que puedes terminar en casa.

—No.

—¿Qué quieres decir con ese «no»?

—Que puedo terminarlo aquí.

—¿Sin un piano?

—Tengo la música en mi cabeza.

Y no tienes nada más, pensó. Su tío había hablado de brillantez musical, pero ¿para qué servía eso ahora?

Su camisa era un montón arrugado sobre la silla y la cogió para ponérsela. Ella había llevado la frialdad a la habitación.

Vio manchas de grasa en los puños.

—Si quieres coger tus camisas, cualquier cosa que haya que lavar, nos las podemos llevar.

—Yo me hago mi propia colada aquí, quizás no expertamente, pero bastante bien.

Se sentó en la silla frente al hogar, sin mirarla deliberadamente.

Ella cogió una silla frente a él.

—Siempre has llevado tu ropa a lavar a casa.

Él no respondió.

Ella insistió:

—Aparte el último fin de semana, que no viniste.

Él permaneció en silencio.

—Esta noche, Ben y Louise nos han invitado a cenar.

—Estupendo. Así tendrás compañía.

Zoe se sentía como si estuviese jugando a póker con las cartas equivocadas. Era una mano que no sabía cómo jugar.

—¿Estás intentando decirme que no vienes a casa?

—Exacto.

Era brusco, poco amable, y deseó que le importase, pero no podía.

Se preparó para resistir el dolor, pero la ira era más fuerte que la herida. No debía dejarse llevar por ella.

—Así que la casa se ha convertido en un trabajo a tiempo completo, incluidos los fines de semana. —Echó un vistazo a la habitación—. Ya veo que has puesto corcho por aquí… ¿para qué? ¿Para acordarte de todo el trabajo que queda por hacer?

Era para la «chica», para cuando estaba componiendo. Luego, cuando Zoe se hubiese marchado, la quitaría de la pared del dormitorio y la pincharía aquí. Juntos hacían música.

Se encogió de hombros ante la malignidad de Zoe y no respondió.

—Supongo que era para eso para lo que necesitabas la lezna aquel miércoles que viniste a casa —dijo—. Deberías comprarte tus propias herramientas con el dinero que sacaste del Volvo… para eso lo vendiste, ¿no?, para poder arreglar esta casa. Y, por cierto, la ventanilla lateral de tu furgoneta está rota. Es un milagro que no esté totalmente destrozada ya. ¿No ves lo ridículo que es todo esto? ¿Por qué no pones la casa en venta tal como está? Nunca la vas a arreglar, y lo sabes.

—No la venderé nunca —dijo Lowell.

Le había dicho lo que había temido que le diría… una verdad a la que se había resistido enérgicamente en su mente. Claro que no iba a volver a casa. La dejaba. Se deshacía de ella. Para siempre.

No debía suceder. No dejaría que sucediera. Un marido preocupado aún era mejor que ninguno. Tenía que hacer que él le viera sentido.

Sintió la garganta seca por los nervios y pasó un momento antes de que pudiese hablar. Hizo ver que no le entendía.

—Aunque finalmente es probable que se venda, no será fácil.

—Es mía. Me la quedo.

—No puede gustarte.

—Pero me gusta.

Era mejor no discutir. Si uno estuviese en aguas profundas y ahogándose, no abriría la boca para respirar hasta salir a la superficie.

Se extrañó de su silencio, de su calma aparente. ¿La había juzgado mal? Cuando ella habló de nuevo vio que no.

Su ataque vino de una dirección inesperada. Había ido a ver a su tío, le dijo, y sir Howard creía que podría ayudarle.

—¿Ayudarme?

—A encontrarte un trabajo.

Su bolso estaba en el suelo, a sus pies. Se agachó, lo abrió y le dio la dirección de la firma de Gloucester.

Sería un comienzo, le insistió. Él tenía las relaciones apropiadas. Su tío miraría que todo le fuese bien… con el tiempo. Todo lo que tenía que hacer era su papel. Hacer un curso de dirección de empresas no sería difícil para él. Después de todo, había ido a la universidad. Era cierto, los estudios habían sido musicales y no tenían relación con nada más, pero eso no importaría. Montones de hombres de negocios tenían títulos en materias que no guardaban relación. Todo lo que necesitaba era la voluntad de seguir con ello. Bristol hubiese sido mejor que Gloucester, pero no había razón por la que no pudiesen vender la casa de Bristol y comprar algo a medio camino de los dos. En el campo.

Podrían viajar los dos. A ella no le importaba. Todo lo que importaba era que él prosperase, que volviese a asumir las responsabilidades de un hombre. Hacer el tonto por allí le estaba castrando. No le hacía ningún bien. No podía quedarse en aquella horrible casa para siempre. Corrompía, era aciaga y horrible. Algunas casas daban una buena sensación. Ésta no. Había algo malo allí, o lo había habido hacía mucho tiempo. Era la casa de una mujer mayor. La casa de una vieja. Incluso olía a ella. ¡Olía condenadamente mal!

Él le devolvió la dirección de Gloucester y empezó a reír. ¡Cómo se equivocaba!

—Ven conmigo —la cogió por el brazo—. Quiero enseñarte algo.

Ella se soltó el brazo, pero le siguió al dormitorio.

Si una mujer hubiese estado desnuda en su cama, se hubiera sorprendido menos. La situación hubiese sido natural, más fácil de abordar.

—Aquí está tu vieja —le dijo—. Guapa, ¿verdad?

Y lo era.

Zoe se quedó muda frente a la foto y Lowell miró a las dos mujeres como si ambas estuviesen vivas. Ella notó que la comparaba con la «chica» y su carne se le heló, sin vida, como si su sangre estuviese siendo transfundida a la otra.

Está loco, pensó. Pero la explicación era demasiado sencilla. Había algo poderoso allí… algo que podía sentir, pero no entender. Él estaba enamorado de una mujer victoriana muerta. Y la mujer lo sabía.

Y si ella, Zoe, podía creer aquello, era que también estaba loca.

Se resistió a aquel pensamiento y se esforzó en hablar con naturalidad.

—¿Quién es?

—No lo sé, pero creo que vivió aquí anteriormente.

Luego le habló de la urna.

Recordó el montón de piedras que había desenterrado. No había sido celo jardinero. Su celo, su entusiasmo, se centraba en «ella».

Le dijo que tenía frío, que un poco de té le vendría bien. Mientras lo hacía, recogería la ropa que tuviese para lavar y él podría ir a buscarla el fin de semana siguiente.

Su reacción aparentemente moderada hacia la «chica» hizo que bajase la guardia. Si insistía en recoger su ropa no había por qué hacer de ello una cuestión. Era probablemente un cebo para hacerle volver a casa. Le dijo que podría haber un par de camisas sucias en el armario.

Ella las cogió y las puso sobre la cama, luego, cuando le oyó bombear el agua para la tetera desenganchó a la «chica» de la pared.

Le llevó cinco minutos hacer el té. Lo hizo fuerte y dulce y lo vertió en dos jarras de loza. Cuando fue a la salita, su esposa estaba de pie junto a la mesa, con las camisas sobre el brazo.

—Lo siento —dijo con voz apenas audible— pero he tenido que hacerlo… por tu bien.

¿Se sentían los verdugos como se sentía ella?, se preguntó. Se recordó a sí misma que había destruido una fotografía, no a un ser vivo. Pero no se lo podía creer.

Los trozos estaban sobre la mesa. Había puesto especial cuidado en romper los ojos en fragmentos diminutos.

Y luego miró a Lowell, sintiendo miedo de repente. Tenía una jarra de té en cada mano y las sostenía con fuerza… o ellas le sostenían a él, maniatándole para evitar la violencia. Dejó caer una y el líquido caliente salpicó el suelo y luego dejó ir la otra y se rompió contra la mesa y se hizo añicos. Cogió una de las macetas y la sostuvo, con una mano como una garra y rígida de cólera.

Se dio cuenta de que era capaz de matarla. De que si no se iba rápidamente lo haría.

Con torpeza por el terror, fue tropezando hacia la puerta.