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Era de una chica vestida a la moda de finales del siglo XIX. Tenía el cabello negro y los gruesos rizos apartados de su rostro ovalado. Los labios sonreían suavemente y sus ojos le miraban como si ella estuviese escudriñando su mente y le gustase lo que allí encontraba.

Había habido acontecimientos en su vida que habían quedado en su memoria, clara e intensamente, que no olvidaría nunca. Lo bueno y lo malo vívidamente grabado. La estructura del cambio. Sintió un estremecimiento de intenso placer. ¡Cielo santo, qué guapa era!

Le devolvió la sonrisa al risueño rostro.

—¡Hola! —le dijo—. ¡Hola!, quienquiera que seas.

Y según hablaba, Lowell se sintió impulsado a averiguar algo más.

Edwin Leeson tenía alquiladas unas salas para su negocio de fotografía, en una calleja que daba al Haymarket en el concurrido centro comercial de Bristol. Su reputación de buen profesional había ido creciendo con los años y, con el tiempo, esperaba tener un gran establecimiento. Su ambición era concentrarse en retratos y no tener que preocuparse por llevar los asuntos de revelado y copias. Las fotos de las vacaciones de sus clientes le aburrían, sin embargo, la nueva moda de reproducir fotografías viejas color sepia era distinto. Los árboles genealógicos adornados con los frutos de fotógrafos muertos hacía mucho tiempo eran una tentadora incursión en el pasado.

Y aquella fotografía era soberbia.

—Es increíblemente buena —le dijo a Lowell.

—Por eso te la he traído.

Los Marshall y los Leeson habían sido amigos, o mejor dicho, conocidos, durante unos cuantos años. Leeson había hecho las fotografías comerciales y las de los reportajes gráficos de Lowell cuando actuaba en Bristol y en Bath. No había sido un buen modelo, porque le disgustaba enormemente lo que él consideraba como el lado folklórico de la música seria, pero Leeson le había convencido para que aceptase. Después de varias sesiones se dieron cuenta de que se entendían lo suficientemente bien como para acabarlas tomando unas copas en un bar cercano. La mujer de Leeson, Jane, ayudaba en el trabajo de oficina y hacía de recepcionista. Ella y Zoe habían descubierto un mutuo interés en el arreglo floral, mientras Lowell se sometía al purgatorio de posar en la sala del fondo. A partir de entonces se encontraban cada invierno en un club de manualidades y, de vez en cuando, en sus respectivas casas.

Aquélla, pensó Leeson, no era Zoe. Ni ningún familiar suyo. Aquella chica era un bombón.

Le preguntó a Lowell quién era.

—No lo sé —le respondió y luego le explicó lo de la casa y dónde había encontrado la fotografía.

Leeson estaba intrigado.

—La última que me trajo un cliente fue encontrada debajo de un sofá. Había estado allí cincuenta años o más. Compró el sofá en el mercado de antigüedades de Clifton y lo estaban desmontando para tapizarlo de nuevo. Era de un hombre con barba de chivo, posando junto a una cómoda.

Miró la fotografía con más detenimiento.

—Esta chica también está posando al lado de algo, aunque está tapado por la montura. ¿Te importa que la quite?

Lowell sintió una punzada de aprensión.

—Ten cuidado, por Dios. No la rompas.

Se dio la vuelta e hizo ver que sentía interés por un grupo familiar que posaba contra una pared de libros.

—Ya puedes mirar —dijo Leeson divertido—. La señorita está intacta.

Sin la montura, la fotografía mostraba que la chica apoyaba parte de su mano derecha sobre una urna de piedra; el resto de la urna no salía en la fotografía.

—Un soporte innecesario —criticó Leeson—, mal colocado. El fotógrafo probablemente pensó lo mismo cuando la reveló y dispuso la montura para taparlo. Unas bonitas manos, ¿verdad?

Se dio cuenta demasiado tarde de que el comentario era hiriente y se sintió azorado por su falta de tacto. Las manos eran un tema tabú. Debió haberlo recordado.

Lowell estuvo de acuerdo. Eran hermosas: pequeñas y bien formadas. Sanas. Normales. No como las mías, pensó con amargura.

Desde su descubrimiento había soñado dos veces con ella. Habían estado tendidos el uno junto al otro sin tocarse. En sus sueños ella era virginal. Pura.

—¿Una prostituta? —dijo Leeson pensativamente.

Sin darse cuenta de la expresión de asombro de Lowell, siguió examinando la fotografía.

—Bueno… ¿quién sabe? A juzgar por los ojos yo diría que había corrido lo suyo. Y tenía algún lío con el fotógrafo, por la forma en que le miraba.

Lowell quería que se callase. Ella me mira a mí. ¡A mí!

Tardó unos momentos en controlar su cólera por los comentarios de Leeson y poder hablar con calma.

—En aquellos tiempos ¿no se metían los fotógrafos detrás de sus cámaras tapados con un trapo negro?

Leeson sonrió:

—Con una cara fea como la mía podría ser una ventaja. Quizás estaba pensando en su amado.

Lowell le preguntó bruscamente si podía fechar la fotografía.

—Aproximadamente cuando Conan Doyle dejó de ser un aficionado de talento. Entre mil ochocientos setenta y mil ochocientos ochenta. Y hablando de Doyle, si quieres que haga de detective, tengo un amigo que es archivero. Él podría precisar la fecha con más exactitud.

Lowell dijo que le bastaba con la aproximación.

Cualquier investigación la haría él en la casa y en sus alrededores… La actitud de Leeson le había hecho sentirse su protector. Ella sólo le concernía a él y a nadie más.

—No quiero dejársela a nadie. Te la he traído para que me hagas una ampliación. Quiero que me la hagas lo más grande que puedas sin que pierda definición alguna.

Leeson estaba sorprendido. La salita de Zoe, como él la recordaba, sólo tenía un dibujo de Lowry.

—¿Tanto le gusta a Zoe?

Lowell le dijo que ella no la había visto.

—Es un regalo —mintió—, así que no quiero que me la envíes a casa. La vendré a recoger cuando esté lista. ¿Cuánto tardará?

Leeson, presintiendo urgencia, dijo que la haría en una semana. Estaba muy ocupado, pero aquello era algo especial. La chica de la fotografía era una presencia absorbente. Era difícil creer que ya no estuviese viva.

Era a mediados de semana cuando Lowell le dejó la fotografía a Leeson. Miércoles, el centro de cinco días de maravillosa soledad. A Zoe se la podía olvidar cuando no se estaba con ella, pero cuando estaban juntos era difícil ignorar su constante resentimiento y los insignificantes enfados. Los lunes descansaba su espíritu herido después de haber sido maltratado los fines de semana. Los martes, miércoles y jueves se sentaba por allí o se iba a pasear, pero nunca lejos. Los viernes, la perspectiva del fin de semana le enervaba y le empujaba a la actividad para poder informar a Zoe de cómo progresaba el trabajo. Hasta el momento la había convencido para que no fuese a mirar. Todo lo que había hecho se reducía a un intento no demasiado entusiasta de reponer un trozo de zócalo podrido y a dar otra mano de pintura a la pared blanca, de forma que tenía casi su tonalidad original color cerveza diluida. Pero no exactamente. ¡Fuera las manos!, parecía estar diciendo la casa. Deja de hacer chapuzas. Ya estoy bien como estoy. Déjame estar.

Pero no era una chapuza el poner un tablón de corcho en la pared del dormitorio para poder enganchar la foto de la chica cuando estuviese lista. Para eso necesitaba una lezna y algunos tacos y podría recoger al mismo tiempo los documentos del seguro de su coche. Acababan de dar las tres y Zoe estaría fuera hasta las cinco.

La señora Hayman ya había limpiado el suelo de terrazo de la cocina y estaba sentada en el comedor leyendo una de las revistas de moda de Zoe y tomándose una copa de jerez cuando él llegó. Se miraron con cierta alarma. Había olvidado que era su día de limpieza y se disculpó por haberla asustado.

—He venido a buscar una lezna.

Sonó incomprensible y la forma de decirlo contribuyó a ello. Se levantó sintiéndose culpable, con su gruesa cara sonrojada. Ella quería decir: «No se lo diga a la señora Marshall», pero no lo consiguió. Él quería decirle lo mismo, pero la discreción prevaleció. Juntos encontraron la caja de herramientas que ya no estaba en el cuarto de calderas, sino en el trastero de la cocina. En ella había leznas de varios tamaños, pero no había tacos. Debió haber ido primero a la ferretería y haber dejado los documentos del seguro para el fin de semana.

—Necesito hacer un agujero —dijo— en una pared que se desmorona cuando uno respira cerca. ¿Cuál me aconsejaría?

La señora Hayman, consciente de que le estaba dando conversación para ser amable, sintió que lo que le quedaba de culpabilidad se desvanecía. Era un hombre agradable, que en un tiempo hizo buena música. Ahora estaba, según la presumida de su mujer, arreglando una residencia de verano que había heredado recientemente.

—El hombre que le hace los trabajos —dijo ella— probablemente las necesite todas.

—Entonces las tendrá —respondió Lowell.

Eran más de las seis cuando regresó a la casa. Mezclado con el olor familiar de polvo y madera vieja, había otro olor más fuerte. Puso el corcho y las herramientas en el suelo y olió como un setter tras el rastro de una bestia negra. No era un olor desagradable. Era penetrante. Hacía años que lo había olido por última vez. ¿En una de sus giras por el extranjero? No, en Edimburgo, en sus días de estudiante. Marihuana.

Un intruso audaz había ido a su casa a fumar hierba y había encendido el fuego: aún había una chispa en un trozo de leña chamuscada en el hogar.

Si hubiese llegado antes hubiera sorprendido al intruso al igual que lo había hecho con la señora Hayman. Aquel encuentro les había violentado. La pobre vieja se podía haber bebido una botella de whisky por lo que a él hacía, pero el desconcierto se contagiaba. Este encuentro hubiese sido de distinto carácter. Interesante… quizás divertido. Aquí la vida tocaba otra música. Los acordes altos y agudos de la vida en las afueras de la ciudad, en los que la sisa de una copa de jerez era importante, no daban lugar a notas más profundas y misteriosas. Sentía curiosidad, no estaba enfadado. La casa, una vez se habían corrido los cerrojos de las puertas, era inexpugnable. De día, con los cerrojos descorridos, cualquiera podía entrar. Por supuesto, podía poner una cerradura de seguridad, pero ¿para qué molestarse? No se sentía amenazado. La fuga podía tomar forma un día.

Zoe llegó a casa una hora después de que Lowell se hubiese ido. Estaba cansada al cabo de un día difícil, una muela del juicio impactada se había roto, un par de niños rebeldes se habían resistido al tratamiento, nada había ido bien. La escasa dedicación de la señora Hayman en la casa era evidente y estaba a punto de comentárselo cuando la mujer le habló de Lowell. Su llegada inesperada, le dijo, le había restado tiempo.

Habían tenido que buscar la caja de herramientas.

Zoe, consciente de que la engañaba con una excusa, estaba demasiado molesta para discutir. Lowell había ido y se había marchado deliberadamente a una hora en la que ella no estaba. Ni siquiera había dejado una nota.

Aquella noche fue a la casa de al lado a hacer de canguro mientras Ben y Louise asistían a un concierto sinfónico en el Colston Hall. La habían invitado a ir también, le dijeron que sería bastante fácil encontrar otro canguro, pero ella no quiso. Antes había valido la pena ir a los conciertos en los que Lowell era la estrella del espectáculo. Le daban la mejor butaca. La mimaban. No era divertido ser un apéndice de un matrimonio feliz escuchando una interpretación extraña. Pero descubrió que aún era menos divertido dar el último biberón a Clarissa en un esfuerzo por calmar sus gritos.

Cuando Ben y Louise volvieron, encontraron a su niña dormida en el capazo en la sala y a Zoe, pálida y cansada, dormitando en una silla.

—Nuestra vecina —le dijo Ben a Louise algo después de medianoche cuando la casa estaba en calma y Zoe se había ido— necesita «c. t. a.».

Louise, animada después del concierto y dispuesta a hacer el amor, se acercó a él en la cama de matrimonio. Los cuidados tiernos y amorosos de Ben eran para ella.

—Es frígida —dijo ella— eso, es lo que le pasa. Está siempre metida en un perpetuo cinturón de castidad. Emocionalmente. Y Lowell no la puede sacar de ahí, si es que quiere. No puede sentir las heridas que importan, sólo las insignificantes. Lo sabe todo sobre el orgullo… y sobre las apariencias… y conoce toda la aflicción de estar sola. Es introvertida. Es Zoe, no Lowell. Me apostaría algo a que nunca le ha golpeado con rabia apasionada, ni le ha dejado señales de mordiscos de amor… ni… —Se puso sobre la espalda mientras Ben la hacía callar con su lengua indagante y le hacía el amor lenta y expertamente—. Ni ha tenido un orgasmo —dijo luego, soñolienta.

La fotografía de la «chica» era excelente: grande, clara y con todas las calidades de un retrato de primera. No se le ocurrió a Lowell pedir el retrato original. No sabía nada del proceso de ampliación y supuso que se habría estropeado inevitablemente. Una pena, pero aquella hermosa imagen frente a él le compensaba con creces su pérdida. Leeson, por su parte, tuvo cuidado en no mencionarla. Lowell había dicho que no quería dejársela a nadie, pero él no le había prometido no hacerlo. Aquella mujer, aquella chica, quienquiera que fuese, no había ido por la vida hacía un siglo sin dejar unas interesantes huellas. Era un presentimiento, podía equivocarse, pero Leeson tenía una sensación creciente de que una búsqueda a través de los periódicos de la época podría revelar su identidad. Si así era, podría decirle su nombre a Lowell. Había visto a novios atontados mirando retratos de sus novias con la misma expresión que tenía Lowell en aquel momento. Era algo más que una valoración artística. Era sorprendente y hasta cierto punto desconcertante. Parecía obsesionado.

—Es maravilloso. Parece viva —dijo Lowell despacio—. Has hecho un trabajo buenísimo. Podría estar aquí en esta habitación con nosotros.

Pero no lo está, pensó Leeson. Ella es lo que sus contemporáneos Victorianos llamarían unos restos mortales, un esqueleto. Está muerta, amigo mío, muerta.

Le preguntó a Lowell si tenía tiempo de ir con él a tomar algo.

Lowell le dijo que no; tenía trabajo que hacer en la casa.

Aquel miércoles no fue a casa. Zoe había estado rencorosamente callada casi todo el fin de semana por su breve visita de la semana anterior. Ir y volver sin haber esperado para verla había sido insultante, le había dicho. Seguramente así era, y él no había intentado defenderse; en lugar de eso le había comprado un frasco de su perfume preferido y se lo había dejado sobre el tocador después de que se hubiese ido a trabajar el lunes por la mañana. Había sido imposible dárselo en mano. Hubiese parecido un San Bernardo llegando con una botella de coñac con varios días de retraso. Sería mejor que ella lo encontrase y le dijese a la casa vacía que (a) él no podía pagarlo, (b) no la iba a apaciguar así, y (c) ¿qué significaba aquel gesto? Quizás el siguiente fin de semana estaría de mejor humor. Lo dudaba, pero empezaba a no importarle.

Había clavado el tablero de corcho en la pared frente a su cama, a punto para recibir la fotografía ampliada y la enganchó cuidadosamente con chinchetas. Leeson le había sugerido que la enmarcara, pero él no quiso. Encerrar a la «chica» en oro o plata sería como dibujar un círculo de tiza alrededor de una mujer viva y decirle que permaneciese dentro de él. Una idea loca que se guardó para sí. Ella necesitaba poder acceder a su cama, a sus sueños, a su imaginación erótica.

Ella. La «chica». ¿Quién?, ¿Anna?, ¿Esther?, ¿Harriet?, ¿Charlotte? Ninguno de aquellos nombres le iba.

Se preguntó de qué color tenía los ojos. ¿Castaños?, ¿verdes? Calculadores, como los de Zoe, con las cejas, finamente arqueadas, le llamaban para que se encontrase con su mirada. El cuello de su vestido estaba ribeteado de encaje y cortado recatadamente alto, pero se ajustaba sobre el pecho. Un cinturón de piel rodeaba su talle, o quizás el cinturón estaba hecho de tela gruesa; era difícil de decir. Un camafeo en el cuello completaba la ornamentación de la época. Se la imaginó vestida de rojo. Y luego, se la imaginó vestida de nada. El suave desnudo de una encantadora criatura.

Una mujer que había ido a casa. Aquélla era la casa de ella. La casa de Marshall. La casa de él.

Ahora, cuando soñaba por las noches, Lowell soñaba constantemente con ella. A veces sensualmente, a veces tranquilamente, como si hiciera mucho que fuesen amantes y hubiesen alcanzado la satisfacción. Y cuando se despertaba por la mañana ella estaba allí, con la mirada burlona, y con sus suaves y carnosos labios medio sonrientes.

Había veces en las que se reprendía a sí mismo por actuar como un adolescente, excitado sexualmente por una fotografía clavada en la pared. Para un hombre experto de su edad era una aberración. Lo sabía y no le importaba. Había habido otras mujeres en su vida antes que Zoe, y distintos grados de placer sexual. Zoe era virgen cuando se casó con ella y él la había iniciado amorosamente. El amor, pensó, lo había puesto todo él.

Y con ésta, con la «chica», todo lo ponía él. La interpretación de un solo. Una alucinación durante un período de privación.

Era la voz de la razón, pero no quiso creerla. Ella estaba dentro de él, a su alrededor, a un paso, un olor de piel cálida, una mano en la suya. Los ojos de ella denotaban comprensión de su necesidad. No podían, pero lo hacían. Él le hablaba y ella le respondía en su cabeza, diciéndole lo que él necesitaba que le dijeran. Con ella él se sentía completo, lleno de confianza, capaz de cualquier cosa.

La urgencia de componer música había estado latente durante un tiempo, pero ahora, en su presencia, se había despertado. Emborronó unos cuantos compases de un nocturno y lo silbó quedamente, probando su musicalidad, y le gustó. Era para ella. Un comienzo de algo que quizás valiese la pena. Excitado, encantado de estar trabajando en algo que le gustaba, no quiso dejar la composición cuando llegó el fin de semana.

Llamó a su casa desde una cabina del pueblo. Había letreros en las paredes, un corazón tocado por una flecha, una unión de nombres. El aire estaba viciado y dejó la puerta abierta apuntalándola con un listín manoseado.

Zoe estaba escuchando las noticias de la tarde cuando sonó el teléfono. El mundo real era lo suficientemente malo, pensó, mientras escuchaba las excusas de Lowell para no ir a casa, pero su tentativa de retirarse al mundo de la música era peor. ¿Cómo podía componer sin un piano? Él era un instrumentista, no un compositor. Lo sabía, le dijo él pacientemente, pero tenía una cierta habilidad y lo que estaba componiendo no era basura. Pues escríbelo en casa, le dijo ella no sin razón, y pruébalo en el Bechstein. Lo haría, se lo prometía, pero no aquel fin de semana. Necesitaba quedarse allí, donde la atmósfera era adecuada, y seguir con ello.

—Si necesitas seguir con algo —le regañó—, entonces sigue mejorando la casa, haz que se pueda vender, para eso estás ahí, ¿no es así?, ¿no es así? —repitió, medio llorando.

Él le dijo fríamente que su pequeño cambio estaba casi acabado.

—Tengo que colgar.

Ella le preguntó por el número de la cabina para poderle llamar.

—Tenemos que hablar.

¡Oh, no!, pensó. ¡Oh no, Zoe! Ya hemos hablado demasiado. Y durante demasiado tiempo. Y de forma excesivamente destructiva. Hizo ver que no le había oído y colgó el teléfono.

Como siempre, el contacto con ella le alteró y en lugar de volver directamente a la casa intentó quitarse el malhumor andando. La tarde era suave y los trigales tenían un brillo dorado como el de la seda. Cogió el camino hacia el oeste de la casa y se dirigió hacia los bosquecillos de árboles, más allá de los campos del ganado Charolais. Un toro vagaba entre el ganado, una enorme criatura blanca de recios lomos. Quedándose en el lado seguro del muro, siguió subiendo hasta que vio la finca al otro lado de la colina. Tenía la apariencia de un antiguo priorato, un bonito edificio de piedra de Cotswold y mucho más antiguo que las cuadras y los establos que lo rodeaban. Lo admiró sin codiciarlo. Una casa agradable en un paisaje agradable. Impersonal.

Su propia casa, aún más empequeñecida por la distancia, se veía achaparrada y escuálida. Fea, y sin embargo acogedora. Quizás en tiempos de «ella» habría sido mejor. El jardín habría estado cuidado; ella podría haber sembrado la madreselva que subía exuberante por toda la pared. Era desconcertante colocarla en el pasado al que pertenecía. Culpó a Zoe. Zoe decía: «Éste es el mundo tal como es ahora. ¡Míralo!». Y por un momento lo miró.

Volvió sobre sus pasos. La furgoneta, claramente visible desde allí, se acurrucaba a lo lejos cerca del camino, como un monstruoso escarabajo amarillo. La furgoneta que tanto disgustaba a Zoe. Su disgusto echaba un velo sobre todas las cosas. Le sacó la música de la cabeza y cegó sus ojos para ver a la «chica» hasta que pudo mirarla de nuevo como lo había hecho antes de la llamada telefónica. La magia era frágil y se rompía fácilmente. Era más prudente romper el suelo.

Cavó durante una hora o más, limpiando de malas hierbas un pedazo de jardín. La tierra estaba blanda y era fácil trabajar. Un cultivo desconocido había sido plantado allí, y no hacía tanto tiempo. Se preguntó qué era y quién se habría molestado en plantarlo. Más tarde, justo cuando empezaba a cansarse, dio en un terreno más duro y estaba a punto de dejarlo cuando la pala echó fuera un fragmento de piedra labrada. Lo recogió y le quitó la tierra; el dibujo de la llave, entrelazada por hojas de vid, le era familiar. Sintió una oleada de excitación.

La tarde empezaba a oscurecer y tuvo que llevarse dentro la piedra y encender la lámpara de la habitación antes de poder hacer la comparación. Y después estuvo seguro. Era parte de la urna sobre la que la «chica» apoyaba la mano. Si hubiese necesitado alguna prueba de que ella había vivido allí alguna vez, ahora la tenía. Todos los pensamientos sobre Zoe salieron de su cabeza. Ésta era su realidad. La tocó con los dedos, como ella lo hacía en la foto. Si hubiese más, enterrada en el jardín, podría ser capaz de reconstruirla, sería un trabajo agradable, el juntar pacientemente algo que ella había tocado. Con euforia, levantó la lámpara y le sonrió.