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El sábado amaneció plácido. Lowell había dormido muy poco y se levantó a las seis, se hizo un café y salió al jardín. Jirones de niebla llegaban a tocar la hierba en algunos sitios, transformando el verde en un gris delicado. Macizos de geranios resplandecían como pequeños y bien cuidados fuegos a lo largo del borde del césped. Aquí todo era contenido, pulcro, no como en la casa de al lado en la que Louise había tendido los shorts de su hijo mayor, y al lado, media docena de pañales. Estaban completamente mojados por el rocío de la mañana. Louise era una mujer agradable y consoladora, la madre tierra personificada. Si Ben se hubiese excedido y le hubieran despedido como médico, no se habría quedado toda la noche en su cama de matrimonio totalmente absorta en su propio pesar.

¿Ayudaban los hijos a un matrimonio? En su caso, probablemente no. Zoe estaba orientada hacia su profesión. Y tal como había estado diciendo durante los últimos años, ¿acaso no era bueno lo que había hecho? Lo estaría diciendo ahora, más alto que nunca.

«No dejes que tu cólera vaya en aumento».

Practica como esposo de una casa de las afueras. Mantén bien arreglado este trocito de jardín. Gánate el sustento cortando unas cuantas rosas de por allí.

No lo hizo.

Cuando Zoe se levantó a las siete y media le pudo oír tocando melodías irregulares al piano. Sintió una punzada de piedad, pero pronto se convirtió en irritación. Quería decirle que su habilidad musical se había acabado, que debería dejar de suspirar por lo que ya se había ido.

Desde la cocina le preguntó:

—¿Quieres bacon para desayunar?

—¿Nos lo podemos permitir?

¡Maldita sea!, pensó Zoe, pero sabía que era por culpa suya. El desayuno aquella mañana fue aún más silencioso que de costumbre.

No había razón para aplazar la visita a la casa de campo, como habían planeado. El viaje daría sentido al día. También les ayudaría a hablarse de nuevo con naturalidad. Decidieron utilizar el Datsun de ella, en lugar del Volvo de él, pero tuvieron buen cuidado en no decir que gastaba menos gasolina. Normalmente ella conducía su coche, pero hoy, con tacto inusual, se sentó en el asiento del acompañante. Era un pequeño detalle, pero él lo comprendió.

—Con el tiempo —dijo él— todo se arreglará.

Alargó el brazo y le acarició la mejilla con el dorso de la mano.

—Sí —respondió ella, poco convencida.

Él tampoco lo creía, pero eran gestos que debían hacerse.

Pensar en la casa de campo le animó un poco. El haberla heredado de forma inesperada a la muerte de Mary Marshall, una anciana pariente a la que no había conocido, había sido como si le hubiese tocado una pequeña quiniela. Muy pequeña, según el notario. Desde que le llegó la carta, la había dibujado de muchas maneras en su imaginación, todas distintas, todas atractivas, un retiro a la vida rural largamente deseado en el que podría componer música en completa intimidad.

Les llevó dos horas de viaje y búsqueda hasta que por fin dieron con su heredad, una casa de campo desmoronada en medio de montículos de un tono marrón claro, a unos pocos kilómetros de Fairford. Se llamaba «Verdes pastos». «Sí, aunque voy a través del valle de la sombra de la muerte, ¡tú me conduces a él!», entonó Zoe, contemplándolo malhumoradamente. No habían podido continuar con el coche más allá del campo del fondo y la casa, a la que se accedía por un camino de hierba alta y tupida, estaba casi quinientos metros más allá. Según la gente del pueblo que les había guiado, a la casa se la conocía como la casa de Marshall. Hacía tres años que estaba vacía.

La casa de Marshall. Lowell le puso una C mayúscula en su cabeza. Su casa. Su codiciada, soñada, maldita caricatura de una casa. La verja estaba fuera de los goznes y apoyada contra un arbusto de fucsias color púrpura. Margaritas silvestres y ortigas tocaban los podridos alféizares de las ventanas. Aquí, ante la puerta principal, era como estar en un plato caliente al sol, con los cerros elevándose suavemente hacia la protección contra el viento de los olmos.

—A pesar de la zona sólo debe de valer unas cinco mil —aventuró Zoe— si es que hay alguien lo bastante loco como para comprarla.

El interior era un poquitín mejor. No había moho en las paredes. Olía a húmedo, pero no estaban empapadas. Había restos de leños quemados en el hogar de piedra; obviamente alguien encendía fuego allí de cuando en cuando. Una pesada viga de roble atravesaba el techo, desprendido en algunas zonas, pero no hundido. Una estera polvorienta ocultaba parte del gastado suelo; Lowell la apartó y sintió alivio al comprobar que no tapaba grietas ni agujeros. Frente a la chimenea había un raído sofá tapizado con zaraza descolorida y a los lados dos sillas que no hacían juego.

Zoe fue la primera en ver el piano antiguo en una alcoba entre la salida y el dormitorio. Su humor salió a la superficie:

—¡Por Dios! ¿No puedes huir de ellos, verdad?

Levantó la tapa e intentó tocar Los tres ratones con el índice derecho. Gran parte de las notas se atascaba.

—Sólo sirve para leña —dijo Lowell— como algunas de las porquerías que Peterson quería que yo vendiera.

Era increíble que el vagabundo o quienquiera que hubiese estado viviendo en aquel lugar, no lo hubiese hecho astillas todavía.

Consciente de que el comentario era inoportuno, dejó a Zoe y entró a inspeccionar la habitación. Estaba austeramente amueblada con un armario de teca, una silla y un armazón de cama de hierro sin colchón. Las cortinas de la ventana pequeña eran de la misma zaraza que cubría el sofá, pero más descolorida. Tiempo atrás habían sido azules. La ventana estaba entreabierta por la parte de arriba y entraba un fuerte olor a una hierba que no conocía.

Su desilusión inicial iba lentamente dando paso a una inesperada sensación de tranquilidad. Aquello era muy tranquilo. Como el final del límite.

Zoe estaba inspeccionando el cobertizo junto a la puerta trasera cuando él se reunió con ella.

—Supongo que aquí es donde cocinaba tu pariente —le dijo señalando un hornillo de petróleo que había cerca de un fregadero muy sucio. No había grifo. El agua llegaba por una bomba exterior y una zanja en el suelo transportaba el vertido hasta una acometida de alcantarilla que salía por la pared.

No era salubre.

El retrete al final del jardín, al lado de un cobertizo de herramientas cubiertas de telarañas y herrumbre, era totalmente objetable.

Lowell dio vueltas por el jardín y examinó el campo de más allá. El cielo, color turquesa y salpicado de pequeñas nubes, se mezclaba en la distancia con un campo de ganado Charolais color crema que se movía lentamente. Por primera vez desde su aterradora reacción con Peterson, se sintió en paz consigo mismo. La casa de campo, a pesar de sus inconvenientes, de una forma indefinible, le daba la bienvenida. Era una vivienda que valía la pena trabajar, restaurar. Aquí, tuvo la impresión de que se curaría.

Zoe, escogiendo con cuidado su camino a través de la hierba enmarañada, llegó hasta el muro limítrofe y se quedó tras él.

—Es un desastre total, ¿verdad?

La pregunta era retórica.

—Yo no diría eso.

—¿Quieres decir que el terreno puede valer algo? —Ponía voz de sorpresa—. Pero no hay mucho y no tiene un buen acceso.

—Peores sitios se han arreglado.

—Ya, pero piensa en el coste. Se tendría que tirar y hacerlo de nuevo.

—No lo creo. El techo parece firme. Tejas de Cotswold. Y las paredes parecen sólidas. No hay derrumbes.

—No hay electricidad, ni desagües.

—Hay gente que ha vivido aquí sin eso.

—¿Te refieres a tu singular pariente?

—Y otros antes que ella. Según el notario, llegó aquí en los años treinta.

—Y no arregló nada.

—Probablemente no tenía dinero.

—Ni nosotros tampoco.

Ya estamos otra vez, pensó esta vez sin irritación.

—Si lo arreglásemos y lo pusiéramos razonablemente presentable podría venderse —sugirió—. Está demasiado apartado para conectarlo a la electricidad; quien lo comprase podría instalar su propio generador.

—Es demasiado pequeño para un gasto como ése.

—Sí, tal como está. Pero podría ampliarse.

—¿Y qué me dices del agua? Nadie va a comprar una casa con una bomba y un repugnante retrete exterior.

—Alguien que le viese las posibilidades podría… Podría hacerse atractivo sin gastar demasiado. A los artistas, a los escritores, les gusta esta clase de lugares. Pagarían una gratificación por la soledad.

Y los músicos, pensó.

Zoe notó su entusiasmo y estaba asombrada. Aparte de la deteriorada condición de la casa, la atmósfera era hostil. Se sentía mucho más feliz fuera, al aire libre, que dentro.

—Me da grima. —Miró nerviosamente hacia la ventana del dormitorio—. Siento que me vigilan.

Ahora le tocaba a él sorprenderse. Normalmente no era dada a fantasear. Si hubiese un observador, tendría que ser amistoso. De repente, sintió el calor del bienestar.

Comieron en Fairford por el camino de vuelta y lo discutieron comiendo lenguado de Dover. (¿Podemos pagar el plato más caro del menú? No preguntes). Él dijo que no le importaría arreglar la casa. Reponer los marcos de las ventanas, por ejemplo. Volver a poner la verja en los goznes. Una mano de pintura aquí y allá.

Ella no se lo tomó en serio. Nunca había hecho trabajos manuales. Sus manos eran demasiado preciosas.

Ya no, le contestó él con amargura.

¿Y la artritis?

No estaba tan mal como para impedírselo. Además, el ejercicio podía ser bueno. Ben se lo había dicho el otro día.

Él no tenía ni la menor idea de eso.

Podría aprender, ¿o no? Y si armaba un follón al intentarlo, no podía estropear la casa más de lo que lo estaba.

Eso era cierto.

Lo dejaron así, sin llegar a una decisión y fueron a ver los rosetones de la iglesia de Fairford. Su sugerencia… no era buena. Zoe se quedó mirando el rosetón del lado oeste con la representación del Infierno Eterno. Los condenados, todos mujeres, eran empujadas hacia él por demonios de enérgica apariencia.

Lowell pasó la mañana del domingo en cama con «The Sunday Times» y el «Observer». Y pensando. No hablaron de la casa. Tenía dos alternativas: una era quedarse allí y morirse de aburrimiento; la otra era ir a la casa y ver lo que sucedía. No confiaba en su habilidad para los trabajos manuales, pero no importaba. La casa le había calmado ayer y si algo sucedía, sería un suave deslizamiento hacia algo agradable. ¿No sería así? ¿Y qué quería él decir con eso? Una separación de Zoe sin conmociones. Si iba a cualquier otra parte sería una manifestación de intenciones, un motivo de pelea. En estos momentos no podía soportar más violencia, no después de lo de Peterson. Con el tiempo quizás pudiera.

Se levantó y se bañó. Y permaneció durante un rato largo en el agua jabonosa. Normalmente era muy delicado con su persona. Sería necesario comprar algún tipo de baño para la casa. En los dos siglos aproximadamente de la vida de la casa la gente se había bañado allí. En bañeras tapadas, de las antiguas. De la clase que los mineros acostumbraban poner delante del hogar. Cualquier tipo de recipiente serviría. La paz mental era más importante que las comodidades humanas. Necesitaría una pequeña nevera, una que funcionase con butano. ¿Existían? Probablemente. Se llevaría con él sus libros. Hacía mucho tiempo que no leía poesía. La poesía era sedante. Y se llevaría la radio.

Se afeitó, se vistió de sport con pantalones de algodón azul oscuro y una camiseta y bajó a ver cómo iba el asado. Zoe le había dicho que bajase el fuego a las doce y media. La cocina tenía toda clase de comodidades, pero Zoe había estado pensando en comprar una cocina nueva. Ahora no la compraría. Otro motivo de discusión. Empujado por un sentimiento de culpa, fue al comedor y puso la mesa.

Cuando volvió de la iglesia le dijo que había utilizado el mantel que no debía, el de damasco era para cuando tenían invitados, y el de lino para cada día. Entre los dos lo quitaron.

Aquella noche cenaron con una pareja que hacía poco que habían ido a vivir al barrio. Ambos eran contables. De dinero, un tema doloroso, no se habló. Intentaron que Lowell hablase de su música, un tema aún más doloroso, pero ellos no lo sabían. Él contestó educadamente, pero se sintió deprimido.

Hasta que volvió a pensar en su casa de campo.

El lunes por la mañana, después de que Zoe se hubiese ido a ejercer de dentista, Lowell salió con el coche y fue a verla de nuevo. La sensación de paz, allí solo, sin Zoe, fue incluso mayor. Era como una mano caliente y seca que tomara la suya. Aquel día, una brisa ligera movía las hojas que se golpeaban unas a otras atrapando la luz. Un amargo olor a capuchinas sazonaba la dulzura de un rosal trepador silvestre. Nada empalagaba. Entró para inspeccionar la salita y el dormitorio, y hacer una lista de lo necesario. Había que fregar la casa a fondo; quizás lo haría alguien del pueblo.

El viaje hasta Mardale le llevó por toda la sierra de Cotswold, donde la panorámica era amplia y uniforme. El pueblo, poco más que un villorrio, estaba en una carretera secundaria. Su única calle, con casas escalonadas estilo Cotswold y unas cuantas tiendecitas, era estrecha y sólo se podía aparcar en una zona cercana a la oficina de Correos. Dejó allí el Volvo y entró.

La chica de Correos le sonrió amablemente, pero no era servicial.

La gente de por allí, le dijo, se lo «hacían» solos.

—De todos modos —añadió— la casa Marshall está demasiado alejada del camino y, por lo que he oído, en mal estado; no tiene agua caliente. Además, ¿cómo se puede pasar el aspirador sin electricidad?

Él le explicó que lo que necesitaba era algo más básico que pasar el aspirador.

—Lo siento, rey, pero no le puedo ayudar. Los tiempos de las asistentas se han acabado.

Le molestó lo de «rey» y luego se preguntó por qué. Ella no le estaba tratando con aire condescendiente. Estaban a finales del siglo XX; el pueblo podría guardar un antiguo sabor —desde luego la casa sí lo tenía— pero las actitudes habían cambiado. El concepto de igualdad de Orwell tenía grietas, pero aquí era sólido y auténtico. Cada cual fregaba lo suyo. Era así de sencillo.

Él le preguntó si el reparto de cartas llegaba a la casa.

Ella se giró y puso una docena de cajetillas de cigarrillos en el estante que tenía detrás, antes de responder:

—En tres años que hace que estoy aquí, la casa ha estado vacía. Hay una mujer que hace la ronda. Forma parte de su contrato de trabajo el repartir las cartas de la zona, pero si iría a la casa Marshall, eso ya no lo sé.

Le preguntó qué quería decir, pero ella se negó a dar más explicaciones.

En la oficina de correos también se vendían periódicos y comestibles. Todo, le dijo ella, tenía que irse a buscar. Notó que la empleada sentía curiosidad por su persona y le agradeció que no la hubiese expresado. Era una mujer llenita de unos cuarenta años, de cabello rubio cuidadosamente peinado y dentadura demasiado perfecta. No formaba parte del sueño rural.

—Soy un Marshall —le dijo a la mujer de correos—, y supongo que seguirán ustedes llamando así a la casa. La heredé de la antigua propietaria junto a unos cuantos muebles.

Le habló de la ceniza de la chimenea.

—¿Había alguien del pueblo que se cuidaba de airear la casa de la señora Marshall?

—No que yo sepa. No he hablado de ella con nadie.

Se preguntó si estaba siendo evasiva… Se suponía que todos los de pueblo chismorreaban.

—¿Hay por aquí algún vagabundo, alguien que pudiese querer utilizar una casa vacía de cuando en cuando para cobijarse?

—No podría decírselo.

¿No podía, o no quería? De todos modos, no importaba. Dio las gracias a la mujer y salió de la tienda, sintiendo todavía que nada podría empañar su nueva posesión.

Tres días más tarde se vendió el Volvo y se compró una furgoneta. Zoe, al llegar a casa a las cinco y media del jueves por la tarde, la vio aparcada en el camino. Y no sabía de quién era. Christopher, el hijo de seis años de Ben, estaba botando una pelota roja contra la oxidada puerta amarilla, y Louise acababa de salir para reñirle.

—Lowell te va a matar —le dijo severamente, y le guiñó un ojo a Zoe.

—¿Lowell? No es de Lowell.

Zoe leyó la expresión de Louise. ¡Cielo santo, lo era!

Louise asintió solemnemente y luego sonrió. Aquella última crisis en el hogar de los Marshall tenía su lado divertido. No había motivo para que Zoe estuviese tan tensa. Por primera vez en muchos meses a Lowell se le veía feliz.

—Parece ser que necesitaba algo mayor que el Volvo para llevar cosas —dijo—. O eso me dio a entender cuando llegó hace aproximadamente una hora.

Zoe miró el garaje vacío.

—¿Dónde está el Volvo?

Louise, apartándose y apartando a su hijo pequeño del campo de batalla, murmuró que el té de Christopher ya estaba a punto y que había dejado solo al bebé en el sofá.

—Te veré más tarde.

Con palabras suaves y un gintónic y un enorme deseo de abofetearte. Tu marido tiene un nuevo juguete. Que lo disfrutéis.

Lowell tenía preparados todos sus argumentos y después de la primera explosión de Zoe los expresó con calma. Estaban en la cocina, el uno frente al otro, cada cual a un lado de la mesa. Acababa de hacerse una jarra de café cuando llegó ella. Por el Volvo le habían dado dos mil quinientas, le dijo, lo que para los años que tenía, era un buen precio. La furgoneta, que tenía cinco años, le había costado seiscientas. También un buen precio. En la transacción los beneficios ascendían a mil novecientas. La pintura, las herramientas y demás útiles no costarían más de cien o así. Tenían mil ochocientas libras más. No estaba mal por unos días de desempleo.

Le alargó Su café. ¿Lo quería? Todavía no había bebido.

No. Se lo devolvió. Los ojos de Zoe, muy azules, siempre se oscurecían por la ira. En aquel momento estaban casi negros.

Siguió hablando. Así pues, desde el punto de vista financiero, el negocio era bueno. También había sido un paso sensato el vender el Volvo antes de que se lo robaran. Como la casa no tenía un acceso en condiciones, cualquier vehículo que utilizase debería aparcarlo en pleno campo. La furgoneta era menos tentadora para los ladrones que un buen coche, pero si se la robaban, no importaría tanto. Mientras la tuviese le daría una utilidad práctica, llevando todo lo que necesitase a la casa, como una bañera y un colchón.

¿Como qué?

Le dijo que había visto una bañera en un trapero. De inválido. Muy corta y con un asiento. Cabría en el cobertizo. La cogería al día siguiente. El colchón era el que habían guardado en el trastero cuando compraron el nuevo. Probablemente también cogería el somier de la habitación libre.

Ella estaba empezando a temblar.

—¿Estás intentando decirme que te vas?

No, en absoluto, la calmó. Pero era mucho más barato a la larga quedarse en la casa mientras hacía las reparaciones. El viaje diario, aparte de ser cansado, gastaría mucha gasolina. Pasaría los fines de semana en casa, por supuesto.

No sabía cómo tomárselo, o qué decir.

Siguió con aire conciliador:

—En cuanto a la furgoneta, si te molesta verla, cabrá justo en el garaje si dejas el Datsun fuera. Así sólo será molesto entrar y salir los sábados y los lunes.

Evitó hacer ningún chiste sobre el paso de la imagen del artista al artesano. Ya la había irritado bastante.

Zoe sacudió la cabeza, sin hablar. Él podía disfrazar la situación con las palabras que quisiera, pero aquello era una separación deliberada. Ella levantó la vista hacia las losetas estropeadas de la pared que había detrás de su marido, donde había intentado poner un estante. Era más fácil expresar sus sentimientos sobre aquello.

Su voz tembló con furia contenida.

—¡Por el amor de Dios!, si quieres practicar, no lo hagas aquí.

En quince días la casa estuvo habitable. Lowell fregó el suelo y se le levantaron ampollas en las manos, de modo que la pintura tenía que esperar. Ben le recordó que hiciese analizar el agua. Era pura. Tiró el fregadero y lo sustituyó por otro mejor que consiguió en el trapero. El retrete tenía ahora una taza química y media docena de rollos de papel higiénico guardados en una caja de plástico para protegerlos de las arañas. Los artículos caros habían sido la cocina y la nevera de butano. Después se podrían vender, le dijo a Zoe, y ella se preguntó si hablaba en serio.

Fue idea suya que hicieran una fiesta para darle calor a la casa en la primera noche que pasara Lowell allí, un lunes, y se lo había dicho a Ben y a Louise. Quería que vieran la chabola en la que se había metido Lowell.

—No es más que una choza —le confió a Louise—, pero no es eso lo que me preocupa… Es la atmósfera.

No había sido capaz de expresar sus temores.

—Verás lo que quiero decir cuando vayas allí.

La fiesta empezó a las siete. Una suave luz crepuscular inundaba la sala como el agua amarilla en una playa desierta. Hacía demasiado calor para encender un fuego y pusieron las latas de cerveza en el hogar de piedra. Colocaron la comida (jamón, salchichas, pan de ajo y frutas variadas) sobre un mantel de plástico que cubría la desvencijada mesa que Lowell había encontrado en el cobertizo.

No fue ni mucho menos una reunión alegre. Lowell, adivinando los motivos de Zoe, había accedido a la fiesta sólo a regañadientes. La casa no estaba preparada aún para recibir visitas, ni él tampoco. Quería que le dejaran en paz allí. Los invitados, aunque se tratase de viejos amigos, eran una intrusión.

Ben, normalmente sociable, se encontró luchando por encontrar palabras, charla social, y se dio cuenta de que decía trivialidades. Louise habló de los niños, un tema demasiado tópico para ella y que generalmente evitaba. Edward, a los diez años, tenía que empezar pronto la escuela preparatoria. Horrible, ¿verdad? ¿Qué le iban a hacer al pobre crío? ¿Estaban locos? Se suponía que tenía que sonar alegre, pero no le salió así. Vio que Zoe la miraba y desvió la vista. Sí, pensó, tenías razón. Hay algo extraño aquí.

Antes de irse fue por el jardín al retrete. El campo se veía de un suave color grisáceo y los árboles de carbón contra el color bronce del cielo. Una hora más y ya no habría luz. Tenía miedo de entrar en el retrete y se detuvo a la puerta. Estaba comportándose ridículamente. Era asquerosamente tosco, pero ésa no era la razón. No quería estar encerrada sola en ningún lugar de aquella casa. Desde aquel lado no podía ver la ventana de la sala y sintió una aterradora necesidad de contacto humano. Pero en un plano más físico, también necesitaba vaciar su vejiga, y lo hizo, agachándose en la alta hierba, con el corazón latiéndole. Cuando volvió a la casa miró de nuevo a Zoe y en un extraño momento de comunicación sin palabras, las dos mujeres se comprendieron y sintonizaron.

¿Por qué, por el amor de Dios, se preguntaba Louise, le gusta tanto a Lowell? Conserva la casa como un viejo escudo familiar, y está deseando que nos vayamos.

—Cuídate, cariño.

Ella se le acercó y le besó cuando les acompañaba a la puerta.

Le sorprendió que estuviese tan cariñosa y se dio cuenta de que no podía despedirse de Zoe sin mostrar igual efusividad. La tomó en sus brazos y la besó brevemente en los labios.

—¿Estás segura de que no quieres quedarte?

—Lo siento, no puedo. —No es que no quiera. No puedo.

Él intuyó lo que ella no había dicho y la dejó ir con suavidad.

La despedida de Ben fue fríamente práctica.

—En un par de meses —le dijo— la habrás dejado tan bien como para venderla.

Era de suponer que la despedida de un amigo fuera reconfortante, pero Lowell no se podía librar de ellos lo bastante deprisa.

Aquella noche durmió como no lo había hecho durante meses.

Su cuerpo estaba satisfecho y relajado como si hubiese hecho el amor. En los últimos tiempos era infrecuente tener sexo con Zoe, siempre rutinario y nunca le dejaba sintiéndose así. La habitación era muy oscura y olía a hierbas. Volvió a dormirse de nuevo, profundamente y sin sueños.

Cuando se despertó eran las diez. El día era tan brillante como los botones de oro y dejó de desayunar para ir a pasear. Los cerros se extendían en todas direcciones, pero eran más altos hacia el oeste. Se preguntó qué había tras ellos. Un día se subiría allí y lo vería. Hambriento ya, volvió a la casa y se hizo un par de huevos pasados por agua y una tostada. Se los comió sentado en una silla de lona plegable de su casa (pero aquélla era su casa) en el rústico jardín. Las abejas libaban néctar de un arbusto de hierbas que había detrás suyo cerca del muro de la vivienda. Estaban tan juntas como los guisantes en la vaina y le zumbaron cuando se movió, pero estaban demasiado interesadas en su festín como para dejarlo. Pensó que debería levantarse y hacer algo, como por ejemplo segar la hierba. Pero ¿para qué molestarse?; el día era demasiado caluroso. Sería agradable darse una ducha fría, pero no era posible. Llenó un cubo con agua de la bomba, se lo llevó fuera, se desnudó y se lo tiró encima, empapándose el grueso y oscuro cabello, cayéndole por el torso, las piernas y rodándole los pies. Luego se secó al sol y se adormeció todavía desnudo como el primitivo Adán en una despoblada soledad.

El miércoles fue más fresco. Intentó asegurar la verja, pero necesitaba cemento para fijar el nuevo puntal y no tenía. El arbusto de fucsias la había estado abrazando durante mucho tiempo sin perjuicio, así que dejémoslo estar. Sus manos mejoraban, las ampollas se estaban curando, y al día siguiente desordenaría la ordenada hilera de latas de pintura quitando una y utilizándola en la pared de la salita. Mientras tanto, puso una cinta de Acis Galatea, la serenata pastoral de Haendel y varias cintas de selecciones de sus propias interpretaciones al piano. Allí por fin, en la casa, las podía escuchar sin dolor.

Al final de la semana había pintado de blanco una pared de la salita, y deseaba no haberlo hecho. Había cambiado un poco el carácter, como poner una de las batas quirúrgicas de Zoe sobre un deshilachado y ligeramente coloreado vestido. Una ligera tonalidad beige sería mejor. ¿Valía la pena? Sí, la casa estaba asociada a él. Tenía su propia personalidad fuerte. El blanco no le iba.

Cuando llegó a casa intentó explicarle a Zoe algo de eso, pero ella le miró desconcertada. Y cambió de tema.

—¿Has hecho algún plan para el fin de semana?

Le recordó que tenían invitados a cenar el domingo por la noche, los contables les devolvían la visita.

—¿Y tenemos que hacerlo?

—Estamos obligados.

—La rutina social: yo te invito, tú me invitas. ¿Se te ha ocurrido alguna vez que el comportamiento llamado civilizado puede evitarse?

Ella no le hizo caso. Y continuó sin hacérselo durante la mayor parte del fin de semana. Lowell, feliz, volvió a la casa el lunes. Los días calientes y secos habían dado paso a un período de abundantes lluvias y el olor a húmedo era muy fuerte en el interior. Hubiera tenido que encender el fuego, pero no tenía leña.

Examinó el piano y a regañadientes reconoció que no se podía reparar. Se hubiera deshecho tranquilamente de algunas de las porquerías modernas de Peterson, pero por aquel viejo instrumento sentía algo más que una sensación de tristeza. Había sido bueno en sus tiempos, quizás querido por alguien. Los candelabros de cobre que reposaban sobre el teclado estaban intrincadamente labrados. Los quitó. En invierno podían ser útiles. Había que ser práctico. Tocó unos cuantos acordes. Las teclas estaban tan tiesas como sus condenadas manos. No había esperanza de recuperación. Había que hacerle frente. Seguir con el trabajo. No estás actuando vandálicamente. Necesitas leña. Debido a su tamaño decidió desmontar el piano donde estaba, pieza a pieza, y le quitó los tornillos como un cirujano llevando a cabo una delicada operación. O como un forense separando trozos de un cadáver. La analogía era desagradable. Deseó no haber pensado en ello.

La carcoma se había comido la mayor parte del panel de atrás y un trozo estaba cubierto con un pedazo de tela de sarga color verde oscuro, que a su vez también estaba hecha trizas. La arrancó. Un pequeño marco dorado que debía de haber estado sobre el piano anteriormente y se había caído por la destrozada tela, bajó los últimos centímetros hasta el suelo de piedra.

Lowell lo cogió. Una gruesa capa de mugre sobre el cristal roto oscurecía la fotografía. Le dio la vuelta y quitó con cuidado los clavos oxidados que sostenían el marco.

Instintivamente, presintiendo que aquel hallazgo era importante, se sentó sobre sus talones saboreando el momento. La lluvia había dejado la casa a oscuras. Aquello debía ser mirado a la luz. Lo llevó hasta la ventana y entonces, suavemente, le quitó la foto color sepia.

Mientras sostenía la fotografía en sus manos, era tremendamente consciente de que aquello era el principio de algo, no sabía de qué.