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Estaba estrangulando a Peterson al compás del Concierto para piano en la menor, opus 16, tercer movimiento. Y no era una pesadilla. La música de la sala contigua le martilleaba la cabeza, le golpeaba el corazón y le hacía latir el pulso a través de sus dedos y de sus manos agarradas alrededor del cuello larguirucho de Peterson, mientras no cesaban de salir palabras de su boca. Y el muy cabrón no dejaba de hablar. La habitación era oscura y estrecha, y reducía su visión de forma que todo lo que podía ver era la boca de Peterson abriéndose y cerrándose, abriéndose y cerrándose, como un pez tras un cristal.

Y entonces paró la música.

El silencio produjo en la habitación una impresión física, separando las paredes. Empezó a respirar con normalidad, a ver con normalidad. Peterson, sentado aún tras la mesa, le miraba perplejo.

Podría haberte matado, pensó Lowell, sobresaltado. En mi mente te estaba realmente matando. ¿Qué es real? ¿Aquello o esto? Se sirvió un vaso lleno de agua de una garrafa que estaba sobre la mesa y bebió unos sorbos. Había una silla al otro lado. No le habían invitado a que se sentara, pero tenía que sentarse. De aquella forma, él y Peterson estaban frente a frente.

Peterson, inconsciente de lo cerca que había estado de una extinción repentina, preguntó al hombre más joven si no se encontraba bien. Lowell, todavía incapaz de responder, negó con la cabeza.

Peterson le dejó unos minutos para que se calmase y luego repitió lo que le había estado diciendo anteriormente, pero esta vez con bastante menos censura en la voz.

—No estoy sugiriendo que no intenta usted dar lo mejor de sí mismo en el trabajo —dijo evasivamente—. Es sólo que no comprende lo que se espera de usted. Veamos los hechos: ésta es una compañía pequeña. Los pianos que fabricamos aún no son conocidos. Lo serán con el tiempo, pero hasta que lo sean tenemos que importar de Europa, y también del Extremo Oriente. Algunos de los pianos que importamos son de primera. Ahí en la sala de exhibición hay un surtido para todos los gustos y todos los bolsillos. Su trabajo, señor Marshall, es venderlos. Por tanto, si un cliente no puede pagarse un instrumento de calidad superior, no denigre lo que él pueda permitirse y no pierda una venta. ¿Le parece que soy poco razonable al hacérselo ver?

Lowell bebió más agua. Notaba el vaso frío en sus dedos: las terminaciones nerviosas empezaban a palpitarle menos. No hizo caso de la pregunta.

Peterson levantó burlonamente una ceja, esperó y luego prosiguió:

—Los vendedores no nacen necesariamente con el don de la venta; aprenden la técnica. Pero necesitan la debida motivación, y yo no creo que usted la tenga. Está usted obsesionado con su pasado de concertista de piano de éxito… No puede aceptar el hecho de que sus manos artríticas han terminado con él. Es duro. Lo siento. Pero otros músicos más grandes han aprendido a vivir con sus incapacidades. —Le echó una mirada a un busto de plástico de Beethoven que había en un estante a la derecha de la ventana—. Él también tenía sus problemas, como bien sabe usted. Ni siquiera podía oír su música.

Pero yo puedo oír la mía, engreído hijo de puta. Todo lo que puedo componer ahora es una mierda de cancioncitas.

Peterson, sin esperar respuesta esta vez, continuó:

—Cuando la suerte te da una patada en los dientes, tienes que cambiar de dirección, y la gente, normalmente, responde comprensivamente. Cuando sir Howard Bentham me habló en su favor, le hice pasar delante de mejores aspirantes.

Compañeros en Cambridge, recordó Lowell, recordó aquello y el masónico apretón de manos. El pensar en un apretón de manos, carne sobre carne, le inquietaba.

—Su tío confiaba en su habilidad para adaptarse a un nuevo medio y respeté su parecer. Pero nos ha decepcionado. —Peterson sacudió tristemente la cabeza—. Se da usted cuenta de eso, ¿verdad?

Le estoy viendo sentado ahí, hablándome, y no me atrevo a mirar su cara impasible o, ¡que el Señor me ayude!, volvería a suceder de nuevo.

Miró hacia otra parte. La oficina estaba amueblada con opulencia en tonos neutros, pero aparte del busto de Beethoven, no había ningún otro nexo con el mundo de la música. De la pared colgaban un par de óleos originales, sedantes escenas campestres. Era más fácil hablar con Peterson si los miraba.

—Esta semana he perdido tres ventas por ser honesto sobre la artesanía de tres instrumentos de baja calidad. Vendí uno que valía la pena. —Su voz sonaba más calmada de lo que se sentía—. Me sentiría orgulloso de tocarlo, si aún fuese capaz de hacerlo. Le dije al comprador que era calidad Lowell Marshall, lo cual suponía una recomendación que él quería oír. Y ésa fue su principal razón para cogerme a mí. Mi nombre todavía pesa.

Peterson no podía negarlo. El emplear a aquella arrogante excelebridad de treinta y cinco años, de aspecto demacrado, había sido un truco para vender más. Carteles mostrándole en escenarios de conciertos en Londres, Roma y París adornaban el vestíbulo de entrada. No había esperado que fuese un buen vendedor, y no lo era. No había esperado que fuese devastadoramente honesto en detrimento del negocio, pero lo era.

—Su nombre irá perdiendo valor según vaya pasando el tiempo —le dijo con crueldad no intencionada—. La gente olvida.

Era cierto. La mayoría de las cosas que Peterson le había dicho eran ciertas. Siempre lo eran. Hacía once meses que trabajaba para la compañía y el sermón de aquel día era uno de tantos. El último de tantos. Hasta entonces había conseguido mantener la calma.

Se levantó y le dijo a Peterson que dimitía.

—Es una decisión precipitada. Dese tiempo. —Peterson consiguió disimular su alivio—. ¿Por qué no se toma usted las vacaciones y se lo piensa?

Su respuesta fue educada más que persuasiva.

Lowell le sugirió tomarse unas vacaciones en lugar de darle un mes de aviso.

Después de unas cuantas mentiras más, Peterson estuvo de acuerdo. Sir Howard le había advertido que su sobrino podía ser problemático. Un tipo incómodo. Un brillante músico frustrado. Le había prometido, con cierto humor, que no retiraría sus acciones de la compañía si Peterson le despedía, aunque despedir no era fácil en aquellos tiempos de legislación contra despidos improcedentes. Un desgaste de confianza, la erosión de un ego sensible, habían conseguido justo lo que quería.

Para cuando Lowell había escrito y roto tres cartas de dimisión en el despacho de fuera (¿qué demonios ponía uno? ¿Dejo esta asquerosa pocilga antes de que llegue a matarle?), y consiguió finalmente hacer algo lacónico y aceptable, eran las cinco. Salió de allí al mismo tiempo que los obreros de la fábrica. Eran artesanos honestos y lo que fabricaban no estaba mal. Él había dicho a los clientes que no era malo, ni tampoco lo bastante bueno. En sus tiempos había sido un intérprete honrado, según los críticos musicales, un intérprete inspirado. Pero aquél no era el mundo de la música, aquello era comercio, y la dicotomía era inaceptable. La violencia de su reacción hacia Peterson, si bien expresada interiormente, le horrorizó. Le había parecido tan real que había creído que estaba sucediendo. Todavía tenía la camisa empapada de sudor y los sobacos de su traje gris mojados. Su traje gris de vendedor. Un traje servil con una correcta corbata a juego. Zoe y él habían ido a comprar el uniforme cuando su esposa le convenció de que aceptase el trabajo. Al menos el comienzo tenía una conexión con la música, le hizo observar ella, y no había nada más. Zoe, la pragmática. El dinero era calderilla comparado con lo que ella ganaba como dentista. Y el sueldo de su esposa había sido calderilla comparado con lo que él ganaba antes de que sus manos se agarrotasen. En el sube y baja de las finanzas matrimoniales ella estaba ahora arriba y su dimisión no supondría una gran diferencia en sus ingresos. Pero aunque hubiera supuesto una penuria total, también hubiese hecho lo mismo.

De regreso a casa se detuvo en el Centro de Salud, no hizo caso de la recepcionista y anduvo por el pasillo hasta los gabinetes de los médicos. Hacía una media hora que había comenzado la visita vespertina y había un par de pacientes, mujeres mayores, esperando a la puerta de Ben. Les dijo que necesitaba ver urgentemente al doctor Sprackman y asintieron. Supuso que era porque se le veía tan mal como se sentía.

Ben, sorprendido de ver a su vecino y amigo, tampoco dijo nada. Él tenía todo lo que no tenía Lowell. Estaba satisfecho, era feliz en su matrimonio, era padre de tres hijos. Como médico de cabecera iba avanzando, esperando que sus pocos errores no fuesen demasiado graves. Gustaba a sus pacientes y confiaban en él mientras atendía a sus crisis con tranquila eficiencia. ¿Qué le pasaba a Lowell ahora?, se preguntó.

—Siento irrumpir así, saltándome la cola.

Lowell cerró la puerta tras él y se apoyó contra la madera. Por unos momentos le faltó la energía para cruzar la habitación, el corazón aún le latía demasiado aprisa y tenía la boca seca. El gabinete no era tan relajante como había esperado. Desde su última visita profesional, hacía unos meses, lo habían vuelto a decorar. El anterior papel de las paredes era un gris pálido a rayas estilo Regencia que combinaba con la moqueta del suelo. La moqueta era aún la misma, pero las paredes presentaban un color amarillo brillante entretejido con blanco. Era inquietante. Cuando uno busca un refugio que le es familiar no espera encontrar que lo han vuelto a decorar con llamativo mal gusto.

Hubiera sido más fácil decirle a Ben lo que tenía que decirle si el entorno no hubiese estado cambiado.

Se esforzó.

—He tenido una especie de pérdida de consciencia temporal… justo antes de venir… en la oficina de Peterson. Él estaba hablando, machacándome los nervios, y entonces empecé a sentirme… no sé, como desorientado. Podía verle… pero no podía oírle. Sólo tenía en la cabeza aquel ruido de la música. El corazón me iba demasiado deprisa y… —Se detuvo. La verdad era imposible de pronunciar. Se dirigió al otro lado de la mesa—. Por el amor de Dios, ¿aún tienes whisky en ese cajón de arriba?

Ben tenía, pero decidió no sacarlo. Recordaba que Peterson era el director gerente de Pianos Peterson. Había habido hostilidad antes, contada por Lowell con amargura. Esta vez, aparentemente, la confrontación había sido más tensa de lo normal.

—¿Y qué ha pasado? —le preguntó.

Lowell le dijo que había dimitido y no dio más detalles.

A Ben no le sorprendió. Hacía casi un año que Lowell tenía aquel trabajo lo que, dadas las circunstancias, mostraba un cierto grado de aguante. En privado, Louise y él le habían pronosticado seis meses, todo lo más. Por supuesto, no se lo habían dicho a Zoe. Según ella un hombre necesitaba trabajar por dignidad: el que fuese como pedirle a un Rembrandt de nuestros días que vendiese botes de pintura para anuncios en unas galerías, no se le había ocurrido. Ni se le ocurriría. Se acordó de que Louise y él tenían que reunirse más tarde con Lowell y con Zoe para una barbacoa y se preguntó si debían optar por no ir para que el marido y la mujer pudiesen pelearse en privado.

—Creo que me ha subido la presión —dijo Lowell—. ¡Y, por Dios, necesito beber algo!

Ben, sonriendo, sacó el tensiómetro.

—Quítate la chaqueta y súbete la manga.

Lowell tenía la tensión alta, lo que era de esperar. La ira provocaba eso. Los problemas emocionales tenían síntomas físicos. Algunos de los pacientes que esperaban para verle harían mejor en visitar a un psiquiatra. En el caso de Lowell, los síntomas físicos, la artritis, habían llegado primero. Le miró las manos. El doloroso estado inflamatorio había pasado, dejando una cierta deformación. El delicado toque de un concertista de piano ya no era posible, pero no estaba inválido, en absoluto. Si pudiese descargar su ira aporreando algo de Scott Joplin en un viejo piano de taberna, le haría mucho bien.

Le preguntó por qué no se hacía socio del club deportivo local.

—¿Qué?

Lowell se estaba poniendo de nuevo la chaqueta. Lo había oído, pero no se lo creía. ¿Estaba Ben haciéndose el chistoso?

—Ejercicio, con moderación, es terapéutico, física y emocionalmente. Y… no, no te voy a llenar de alcohol. En tu estado de ánimo conducirás peligrosamente y no te puedes arriesgar a que te hagan la prueba de alcoholemia.

Hubo una vacilante llamada a la puerta y Ben fue a abrirla. Una de las pacientes debía coger un autobús, ¿creía el doctor que tardaría mucho? Ben prometió que sólo serían un par de minutos y volvió con Lowell.

—Te veré esta noche en la barbacoa, a menos que prefieras que no vayamos.

Lowell se había olvidado de la barbacoa. Mirándolo bien, era mejor que Ben y Louise estuviesen allí. Zoe habría comprado los filetes y se pondría de peor humor si no los utilizaba. Toda esta situación se ha trivializado, pensó. He venido a buscar ayuda y no he podido pedirla. Para comunicar los más profundos sentimientos de uno, incluso cuando eran normales y comprensibles, se requería una excepcional sensibilidad en el que escuchaba. Y aún más, cuando la situación era alarmante y extraña. Deseó poder llegar hasta Zoe, pero entre ellos se habían levantado barreras hacía mucho tiempo. Encararse con ella esta noche sería difícil, sabía que no debía esperar de su esposa ninguna comprensión.

Le dijo a Ben que le vería más tarde, como habían quedado.

El doctor puso una reconfortante mano sobre su hombro mientras le acompañaba a la puerta.

—Los síntomas desaparecerán —le dijo— cuando te calmes. La frustración es cosa mala. No hay pastillas ni pociones contra ella. Hiciste bien en dejar tu trabajo. Zoe se dará cuenta de lo prudente de tu decisión… con el tiempo.

Parecía como si Ben se lo creyese, pero Lowell no estaba muy seguro. Ben no conocía a Zoe como él. Ya nada era grato ni fácil.

Zoe llegó a casa media hora antes que su esposo e hizo una rápida inspección de las habitaciones de abajo. Hoy era el día que la señora Hayman limpiaba y le había pedido que cogiese todo el cobre y lo abrillantase. Y lo había hecho satisfactoriamente, de modo que los objetos centelleaban aquí y allá. La casa, pseudogeorgiana, no tenía carácter, pero era agradable. Era una de las cinco de la Long Ashton Road, justo a la salida de Bristol, buena combinación para ir a la ciudad y no demasiado lejos del campo. Los jardines de delante eran abiertos y ella había convencido a Lowell para que pusiese una valla, o más bien para hacer que Ben pusiese una valla mientras Lowell miraba. Ben reconoció de buena gana que sus niños podían ser una molestia y la valla impediría que pasaran, así que ambas familias la habían costeado a medias. Hacía casi diez años que eran vecinos y la amistad había sobrevivido a la proximidad. Durante los dos últimos embarazos de Louise, Zoe la había ayudado tanto como le permitía su ocupación, principalmente preparando refrigerios en la desordenada cocina de Louise y vigilando al hijo mayor. A cambio, Louise era una persona que escuchaba con simpatía cuando necesitaba descargar sus preocupaciones sobre Lowell. Durante el tiempo que estuvo parado se había divertido componiendo y tocando las composiciones, lo mejor que podía, en el piano de cola Bechstein del salón. Ella le convenció para que tomase alumnos de música de la escuela local por las tardes, pero no tuvo éxito. Insistía en la perfección e intimidaba a los alumnos cuando no la conseguían. No es que les dijese nada. Sólo se levantaba y miraba coléricamente por la ventana hasta que se escabullían. Ella devolvió a los padres el dinero de su propio bolsillo. Todo eso se lo había contado a Louise quien, por extraño que parezca, lo había encontrado divertido. En algunas cosas ella y Lowell eran iguales: poco prácticos y dependientes de sus parejas para sobrevivir.

Cuando la señora Hayman limpiaba la parte de abajo no tocaba los dormitorios, pero por supuesto, ella los miró.

Zoe los había ordenado rápidamente antes de irse de casa por la mañana y había advertido a Lowell de que no dejase el cuarto de baño revuelto. Él se levantó en el último minuto, reacio a dirigirse a un trabajo que no le gustaba. Ella lo sabía, pero no lo animaba a que se quejase. A ella tampoco le gustaba la odontología, ¿a quién podía gustarle?

El cuarto de baño, con baldosas verde pálido y adornos florales más oscuros, no estaba mal. Se desnudó y se duchó, poniéndose con cuidado el gorro de ducha verde a juego. Su peluquera le había hecho una permanente demasiado fuerte y Ben le había dicho que los rizos apretados parecían palomitas de maíz. Si se lo hubiera dicho Lowell se habría molestado. Dicho por Ben sonaba cariñosamente divertido. Ella y Ben se llevaban bien; él adoptaba una actitud sana y normal ante la vida. Si se hubiese encontrado en la situación de Lowell habría actuado positivamente por propia voluntad. A Lowell se le tenía que perseguir para que aceptase lo que tenía que ser aceptado.

Salió de la ducha y se vistió para la barbacoa, sin importarle demasiado lo que se ponía. Gracias a Dios era viernes. Estaba cansada, pero Lowell no se daría cuenta. Nunca lo hacía.

Pero sí que se dio. Y la sorprendió pidiéndole que se sentara mientras él ponía las bebidas. Eso estaba pensado para prepararla a recibir la noticia, pero no funcionó así. Cuando ella se sentó para beber su gintónic vio las marcas de sudor en el traje. La tarde veraniega era calurosa, pero no tanto. Así que estaban ante otra crisis emocional. Ella no quería oír nada de eso. Aún no. Y si era posible, nunca.

Desvió la conversación hablando sobre la casa que habían planeado ir a ver aquel fin de semana. Un viaje a los Cotswolds sería agradable, le dijo. Había tenido una semana muy ocupada en la clínica, con pacientes exigentes y malhumorados. Sin descanso. Pero pocos trabajos eran perfectos. No se quejaba, de veras. ¿Para qué? Simplemente había que seguir, ¿no era así? Al menos tenían el fin de semana para relajarse.

Relajarse, pensó él. ¡Por Dios! Sería más fácil decírselo más tarde. En aquel momento era imposible. Se ofreció a encender la barbacoa antes de cambiarse de ropa.

—Tu traje necesita ir a la tintorería —le dijo y se levantó rápidamente antes de poder continuar con el delicado tema—. Encontrarás una camisa limpia en el cuarto de secado.

Él la miró salir de la habitación. Una vez, hacía mucho tiempo, se había sentado en la primera fila mientras él daba conciertos y sus ojos brillaban. ¿Hubieran necesitado el éxito para seguir amándose?

Ambos se habían licenciado en la Universidad de Edimburgo, pero él se había graduado dos años antes que ella y ya estaba empezando a hacerse un nombre cuando ella terminó. Él estaba actuando en Edimburgo cuando ella obtuvo su Licenciatura en Odontología y le invitó como amigo ocasional a una fiesta para celebrarlo. Después de aquello su relación creció, aunque a ella en el fondo no le gustaba la música. Bueno, mejor. Él también era incapaz de entusiasmarse por su trabajo. A pesar de eso el lado sexual funcionaba bien. Sin duda mejor que bien. Pero ahora no.

Se lo dijo aquella noche cuando se hubo terminado la barbacoa, en medio de un ambiente bastante tirante; Ben y Louise deseaban marcharse. Estaban en la cama, el uno al lado del otro, sin tocarse. No le contó su reacción hacia Peterson.

—Lo siento —dijo ella en la oscuridad—, siento que tu trabajo te aburriese.

Él permaneció callado.

—Ya sé —prosiguió ella— que un jefe de ventas no está al mismo nivel que un artista.

—Vendedor —dijo él— y artista suena a títere.

—Después de todo lo que sir Howard hizo por ti…

—Le dieron el título por vender guisantes.

—¿Tienes que burlarte de todo?

—Me limito a los hechos.

Deseó que llorase, o que le gritase, para así poder cogerla en los brazos e intentar consolarla. En lugar de eso intuía que, en su desdicha, estaba fría como el hielo.

—Si te hubieran despedido —le dijo— lo hubiese soportado.

—Una dimisión suena bastante mejor —apuntó él—. Puedes decir a tus amigos que tu esposo, un jefe de ventas, dimitió porque la promoción a la Junta Directiva no parecía inminente.

Ella sabía que él lo decía sarcásticamente, pero la consoló un poco. Eso era precisamente lo que les diría a sus amigos, especialmente a su socia, una dentista mayor que recordaba a Lowell en su apogeo y tendía a ser embarazosamente compasiva por lo que ella llamaba su trágica caída.

Empezó a pensar en términos prácticos.

—No podremos permitirnos a la señora Hayman dos veces por semana.

—Yo limpiaré el maldito cobre.

—Ni a Manders para el jardín.

—Yo segaré el maldito césped.

—Menos mal que no tenemos hipoteca.

—Sí, tenemos un techo.

Era poco afortunado, pensaron ambos, que en su actual humor tuviesen que compartirlo.