Capítulo XXVII

El silencio se prolongó durante un par de minutos. Miss Marple fue la primera en romperlo.

—Qué interesante —opinó con toda calma.

Bess Sedgwick se volvió hacia la anciana.

—No parece usted sorprendida, miss Marple.

—No, en realidad no lo estoy. Había tantas cosas extrañas que no parecían encajar del todo. Resultaba demasiado bueno para ser cierto, no sé si entiende lo que quiero decir. Es lo que en los ambientes teatrales denominan una magnífica representación. Pero sólo se trataba de una representación, no era real. Había un montón de pequeños detalles, personas que creían reconocer a un amigo o a un conocido, y resultaba que se habían equivocado.

—Esas cosas ocurren —intervino el inspector—, pero aquí ocurrían con demasiada frecuencia. ¿No es así, miss Marple?

—Sí, así es, efectivamente. Las personas como Selina Hazy cometían esa clase de errores. Pero también había muchas otras personas a quienes les ocurría lo mismo. Resultaba imposible no darse cuenta.

—Ella no pasa nada por alto —le comentó el Abuelo a Bess Sedgwick como si miss Marple fuese un animal de circo.

Bess se volvió hacía Davy como si fuera a increparlo.

—¿Qué ha querido decir con eso de que este lugar era el cuartel general de un sindicato del crimen? Yo hubiera dicho que el hotel Bertram’s es el lugar más respetable del mundo.

—Naturalmente —replicó el Abuelo—. Tenía que serlo. Se ha invertido mucho dinero, tiempo y planificación para conseguir precisamente lo que es. Lo auténtico y lo falso están combinados con muchísima habilidad. Usted tiene a un actor soberbio como Henry dirigiendo todo este montaje. Tiene a ese tipo, Humfries, que parece de lo más legal. No tiene antecedentes en este país, pero ha estado metido en varios asuntos turbios relacionados con hoteles en el extranjero. Hay unos cuantos actores y actrices de primera fila interpretando diversos papeles. No me importa admitir que no puedo evitar sentir una gran admiración por todo el entramado. Le ha costado al país una pila de dinero, y ha significado un sinfín de quebraderos de cabeza para el C.I.D. y las policías locales.

»Cada vez que parecíamos estar llegando a alguna parte y a poner el dedo sobre algún incidente en particular, resultaba ser un episodio que no tenía nada que ver con todo lo demás. Pero continuamos trabajando: una pizca aquí, otra allá. Un garaje donde se guardaban placas de matrícula de todas clases que se podían cambiar en determinados vehículos si era necesario. Una empresa de alquiler de camiones de mudanzas, una furgoneta de carnicero, otra de panadería, incluso un par de furgonetas de correos. Un piloto de carreras con un coche deportivo capaz de recorrer distancias increíbles en un tiempo increíble y, en el otro extremo, un viejo clérigo traqueteando por la carretera en un destartalado Morris Oxford. La casa de un hortelano dispuesto a prestar primeros auxilios si es necesario y que está en contacto con un médico.

»No voy a entrar a detallar todo eso. Las ramificaciones se extienden por doquier. Pero eso es sólo la mitad de todo este montaje. La otra mitad son los visitantes extranjeros que llegan al Bertram’s. La mayoría de Estados Unidos o de los dominios. Personas ricas que están por encima de cualquier sospecha, que vienen aquí con montañas de lujosas maletas, y que se marchan con otras montañas de maletas lujosas que parecen idénticas, pero que no lo son. Turistas ricos que llegan a Francia, y a quienes los funcionarios de Aduanas no molestan demasiado porque no quieren molestar a los turistas que traen divisas al país. Tampoco son siempre los mismos turistas. El cántaro no debe ir tantas veces a la fuente. Nada de todo esto resultará fácil de probar o de conectar, pero al final acabaremos por conseguirlo. Ya hemos dado un primer paso con los Cabot.

—¿Qué pasa con los Cabot? —preguntó lady Sedgwick con un tono imperativo.

—¿Los recuerda? Unos norteamericanos muy simpáticos, desde luego. Se alojaron aquí el año pasado y este año han repetido. No hubiesen venido una tercera vez. Nadie viene más de dos veces seguidas a este negocio. Sí, les arrestamos cuando desembarcaron en Calais. El baúl que llevaban con ellos resultó ser toda una obra de arte. En el doble fondo encontramos trescientas mil libras muy bien acomodadas. Dinero procedente del asalto al tren en Bedhampton. Desde luego, aquello no fue más que una minucia.

»¡El hotel Bertram’s, afirmo, es el cuartel general de todo este asunto! La mitad del personal está implicado. Algunos de los huéspedes también. Hay algunos que son quienes dicen ser, pero otros no. Por ejemplo, los verdaderos Cabot ahora misma se encuentran en Yucatán. También estaba el montaje de las identificaciones. Tomemos el caso del juez Ludgrove. Un rostro conocido, una nariz grande y una verruga. Un personaje muy fácil de interpretar. El padre Pennyfather. Un tranquilo clérigo rural, con una abundante cabellera blanca y extraordinariamente desmemoriado. Los modales, la manera de mirar por encima de las gafas, todo muy sencillo de imitar por un buen actor de carácter.

—¿Para qué necesitaban hacer todo eso? —preguntó Bess.

—¿De veras que me lo pregunta? ¿Acaso no es obvio? Ven al juez Ludgrove cerca del lugar donde se ha cometido un atraco a una entidad bancaria. Alguien lo reconoce y lo menciona. Nosotros investigamos la pista. Todo es una equivocación. A aquella hora, él estaba en otra parte. Pero tardamos un tiempo hasta caer en la cuenta de que todas estas falsas identificaciones eran lo que a veces se denominan «errores intencionados». Nadie se preocupa del hombre que se parecía al otro. Nadie, en realidad, se dedica a buscarlo. Además, tampoco se parece tanto. Se quita el maquillaje y deja de interpretar su papel. Todo el asunto no conducía más que a una gran confusión. Hubo un momento en que teníamos a un juez del Tribunal Supremo, un archidiácono, un almirante, un teniente general, todos vistos cerca de la escena del crimen.

«Después del asalto al tren en la estación de Bedhampton, intervinieron al menos cuatro vehículos antes de que el botín llegara a Londres. Un coche deportivo conducido por Malinowski fue uno, un falso camión blindado, un viejo Daimler con un almirante a bordo y un viejo clérigo con una abundante cabellera blanca, conduciendo un Morris Oxford. Todo el asunto fue una espléndida operación, muy bien planeada.

«Hasta que un día la banda tuvo una racha de mala suerte. Aquel viejo y desmemoriado clérigo, el padre Pennyfather, salió del hotel para ir a coger el avión el día equivocado. En la terminal aérea le sacaron de su error, deambuló por Cromwell Road, se metió en un cine, regresó aquí después de medianoche, subió a su habitación y, como tenía la llave en el bolsillo porque se había olvidado de dejarla en la recepción, abrió la puerta y entró para llevarse la sorpresa de su vida al verse a sí mismo sentado en una silla. Lo último que esperaba la banda era ver entrar al auténtico padre Pennyfather cuando todo el mundo le hacía tan tranquilo en Lucerna. El doble sencillamente esperaba el momento oportuno para interpretar su papel en Bedhampton cuando se encontró cara a cara con el hombre real. Se quedaron atónitos sin saber qué hacer, hasta que uno de los delincuentes, con más rapidez de reflejos, entró en acción. Supongo que debió tratarse de Humfries. Le propinó un golpe en la cabeza y el pobre viejo se desplomó.

»Creo que alguien se enojó mucho al saber lo sucedido. Se puso furioso. Sin embargo, examinaron al viejo, comprobaron que sólo estaba inconsciente y que seguramente acabaría por despertarse sin más consecuencias que un tremendo dolor de cabeza, y decidieron continuar adelante con los planes. El falso padre Pennyfather abandonó la habitación, salió del hotel y fue en su coche hasta el teatro de operaciones donde tenía que participar en la carrera de relevos. Lo que hicieron con el auténtico padre Pennyfather no lo sé. Sólo puedo adivinarlo. Supongo que aquella misma noche lo trasladarían hasta la casa de un hortelano que está no muy lejos del lugar donde detuvieron el tren, y donde había un médico que podía atenderle. Luego, si los informes mencionaban que Pennyfather había sido visto en las inmediaciones, todo encajaría. Tuvieron que pasar sus momentos de angustia hasta que el viejo recuperó el conocimiento y descubrieron que no recordaba absolutamente nada de lo ocurrido en aquellos cuatro días.

—¿Cree que de no haber sido así le habrían matado? —preguntó miss Marple.

—No —respondió el Abuelo—. No creo que le hubiesen matado. Alguien no lo habría permitido. Está muy claro desde el primer instante, que quien está al mando de toda esta operación no es en absoluto partidario del asesinato.

—Suena como algo fantástico —opinó lady Sedgwick—. Absolutamente fantástico. No creo que tenga usted prueba alguna que relacione a Ladislaus Malinowski con esta patraña.

—Tengo pruebas más que suficientes contra Ladislaus Malinowski —replicó el inspector—. Verá, es un tipo descuidado. Rondaba por aquí cuando no tenía que hacerlo. La primera vez que vino fue para establecer contacto con su hija. Tenían un código.

—Tonterías. Ella misma le dijo que no le conocía.

—Eso me dijo, pero no era verdad. Está enamorada de ese hombre. Quiere casarse con Malinowski.

—¡No me lo creo!

—No está usted en posición de saberlo —le recordó el Abuelo—. Malinowski no es de esas personas que le van contando sus secretos a todo el mundo, y usted no conoce a su hija en lo más mínimo. Usted misma lo reconoció. Usted se puso furiosa cuando descubrió que Malinowski se había presentado en el Bertram’s, ¿no es así?

—¿Por qué iba a ponerme furiosa?

—Porque usted es el cerebro de todo este montaje —afirmó Davy sin andarse con rodeos—. Usted y Henry. La parte financiera se la encomendaron a los hermanos Hoffman. Ellos se encargan de las transacciones con los bancos del Continente, las cuentas y todas esas cosas, pero la jefa del sindicato es usted, lady Sedgwick, es usted el cerebro que lo dirige y lo planea todo.

Bess miró al inspector y acabó por echarse a reír.

—¡En mi vida he escuchado algo más ridículo!

—No, no tiene absolutamente nada de ridículo. Usted tiene inteligencia, valor y arrojo. Usted lo ha probado casi todo; creyó que podía hacer un intento en el campo de la delincuencia. Hay mucha emoción, mucho riesgo. Yo diría que no se metió en esto por dinero, sino porque le pareció divertido. Sin embargo, no estaba usted dispuesta a tolerar el asesinato ni la violencia innecesaria. Nunca se producía una muerte, ningún ataque brutal, sólo algún que otro golpe en la cabeza si era absolutamente necesario. Es usted una mujer verdaderamente interesante. Una de las pocas grandes mentes criminales que es interesante.

El silencio se prolongó durante unos cuantos minutos. Luego Bess Sedgwick dejó la silla.

—Creo que está usted loco. —Cogió el teléfono.

—¿Va a llamar a su abogado? Es la cosa más sensata que puede hacer antes de que hable demasiado.

La mujer dejó el teléfono con un golpe brusco.

—La verdad es que detesto a los abogados. De acuerdo, como usted quiera. Sí, yo estoy al mando de toda la organización. Tenía toda la razón cuando dijo que era divertido. He disfrutado cada momento. Era divertido llevarse el dinero de los bancos, los trenes, las oficinas postales y los camiones blindados. Era divertido planear y decidir, divertidísimo, y me alegro de haberlo hecho. ¿El cántaro va tantas veces a la fuente? Eso acaba de decir, ¿no? Supongo que es verdad. ¡Bueno, por lo menos me lo he pasado en grande! Pero comete usted un error cuando dice que Ladislaus Malinowski mató a Michael Gorman. Él no lo hizo, fui yo. —Se echó a reír con una risa aguda—. No tiene ninguna importancia lo que hizo, ni las amenazas. Le dije que le mataría, miss Marple aquí presente me oyó decirlo, y lo maté. Mis movimientos concuerdan más o menos con los que usted le atribuyó a Ladislaus. Me escondí en la escalera de los bajos. Esperé a que pasara Elvira, disparé al aire y, cuando ella gritó y Micky se acercó corriendo, lo tuve donde quería y me lo cargué. Como podrá suponer, tengo todas las llaves de entrada al hotel. Entré por la puerta de los bajos y subí a mi habitación. Nunca se me ocurrió que ustedes seguirían el rastro de la pistola hasta Ladislaus, o que llegarían a considerarle sospechoso. Robé el arma de su coche sin que él lo supiera, pero no, se lo aseguro, con la intención de hacerle parecer sospechoso. —Se volvió hacia miss Marple—. Recuerde que es testigo de lo que acabo de decir. Yo maté a Gorman.

—Quizá lo dice porque está enamorada de Malinowski —señaló el inspector.

—No lo estoy. —La réplica fue tajante—. Soy una buena amiga, nada más. Sí, hemos sido amantes de una manera informal, pero no estoy enamorada de Ladislaus. He amado a un solo hombre en toda mi vida: John Sedgwick. —Su voz cambió y se hizo más suave al pronunciar el nombre.

—Ladislaus es mi amigo. No quiero que lo encierren por algo que no hizo. Yo maté a Michael Gorman. Lo dije antes y miss Marple es mi testigo. Bien, mi querido inspector Davy, ahora —la voz de Bess se elevó excitada y sonó su risa— atrápeme si puede.

Levantó el teléfono y, como quien arroja una pelota, lo lanzó contra el cristal de la ventana que se hizo añicos y, antes de que el Abuelo pudiera intentar levantarse, ella ya se había escabullido por la ventana y se deslizaba por la cornisa. Con una rapidez sorprendente para un hombre de su tamaño, Davy se había acercado a la otra ventana y, después de abrirla, tocó el silbato para dar la alarma.

Miss Marple, que tardó un poco más en levantarse de la silla, se unió al inspector. Juntos se asomaron a la ventana para mirar a la mujer que se movía por la fachada del Bertram’s.

—Se caerá —exclamó miss Marple—. Está trepando por una cañería de desagüe. ¿Por qué hacia arriba?

—Se dirige a la azotea. Es su única oportunidad y lo sabe. ¡Dios bendito, mírela! Trepa como un gato. Parece una mosca enganchada a la pared. ¡No se amilana ante nada!

—Se caerá —repitió miss Marple, que casi no se atrevía a mirar—. No lo conseguirá.

Bess Sedgwick desapareció de la vista. El Abuelo se apartó de la ventana.

—¿No va usted a seguirla? —preguntó la anciana.

El inspector meneó la cabeza.

—¿Qué podría hacer con lo que peso? Tengo a mis hombres apostados para impedirle la fuga. Ellos saben lo que tienen que hacer. En unos minutos tendremos noticias, aunque no me extrañaría que ella acabara por dejarles con un palmo de narices. Es una mujer entre un millón. —Exhaló un suspiro—. Una de las indomables. Siempre hay algunas en todas las generaciones. No hay quien pueda dominarlas. Es imposible integrarlas en la comunidad y conseguir que respeten la ley y el orden. Tienen que seguir su propio camino. Si salen santas, atienden a los leprosos o cosas así, o acaban siendo martirizadas en alguna selva. Si salen malas, cometen atrocidades que es preferible no mencionar y, a veces, sencillamente salen indómitas. Supongo que lo suyo hubiera sido haber nacido en otra época, cuando todo el mundo tenía que cuidar de sí mismo y todos luchaban si querían seguir vivos. Emboscadas a cada paso, rodeados de peligros, y ellos representando una amenaza para los demás. Ese mundo hubiese sido el adecuado, se hubiera sentido como en su casa. En éste no.

—¿Sabía usted lo que iba a hacer?

—En realidad no. Ése era uno de sus dones. Lo inesperado. Sin duda sabía que en algún momento acabarían descubriéndola. Así que sentada mirándonos, manteniendo la pelota en juego, mientras pensaba cómo salir del apuro, supongo que… —Se interrumpió al oír el rugido de un motor acelerando a fondo y el chirrido de los neumáticos. Volvió a sacar la cabeza por la ventana—. Lo ha conseguido. Ha llegado al coche.

Se oyeron más chirridos a medida que el coche daba la vuelta a la esquina sobre dos ruedas. Otro rugido y el coche enfiló la calle como una exhalación.

—Matará a alguien —anunció el Abuelo—. Matará a un montón de gente y acabará matándose ella también.

Escucharon el ruido del motor y de la bocina que se alejaban, los gritos de los transeúntes, los chirridos de los frenazos, las bocinas de otros coches y, finalmente, otro tremendo frenazo y un terrible estrépito.

—Se ha estrellado —afirmó el inspector.

Permaneció junto a la ventana en silencio, esperando con la paciencia que le era natural. Miss Marple tampoco abrió la boca. Luego, como en una carrera de postas, llegó el mensaje desde la calle. Un hombre en la acera opuesta miró hacia la ventana donde se encontraba el inspector y le transmitió el mensaje por señas.

—¡Se acabó! —dijo el Abuelo con pesar—. ¡Ha muerto! Se estrelló a ciento cincuenta contra la verja del parque. No hay más heridos. Sólo algunos cuantos coches abollados. Una magnífica conductora. Sí, está muerta. —Se apartó de la ventana—. Bueno, tuvo tiempo de confesar. Usted la escuchó.

—Sí, la escuché. —Miss Marple hizo una pausa antes de añadir en voz baja—: Mintió, por supuesto.

—¿Usted no la creyó?

—¿Usted sí?

—No. La historia que nos contó no era correcta. Se la inventó de manera que encajara con los hechos, pero no era verdad. Ella no asesinó a Michael Gorman. ¿Sabe usted quién lo hizo?

—Claro que lo sé. La muchacha.

—¡Ah! ¿Cuándo sospechó de Elvira?

—Desde el principio.

—Yo también. Aquella noche estaba asustadísima y las mentiras que nos contó no se aguantaban. Sin embargo, al principio no se me ocurrió cuál podía ser el motivo.

—A mí también me despistó. Había descubierto que su madre era bígama, pero ¿mataría una muchacha por eso? Imposible en estos tiempos. Supongo que por alguna parte saldrá el tema del dinero.

—Sí, fue por dinero. Su padre le dejó una fortuna inmensa. Cuando descubrió que su madre estaba casada con Michael Gorman se dio cuenta de que el matrimonio con Coniston no tenía ninguna validez legal. Creyó que no recibiría el dinero porque, aunque ella era su hija, no era legítima. Estaba en un error, ¿sabe usted? Una vez tuvimos un caso parecido. Todo depende de los términos del testamento. Coniston se lo dejó todo a ella, la citó por su nombre. Nadie podría arrebatárselo, pero ella no lo sabía. No estaba dispuesta a que la dejaran sin el dinero.

—¿Por qué lo necesitaba con tanta desesperación?

—Para comprar a Ladislaus Malinowski —respondió el inspector con una expresión grave—. Él estaba dispuesto a casarse por dinero. Ni se le hubiera pasado por la cabeza casarse sin dinero de por medio. Esa muchacha no es ninguna tonta. Lo sabía, pero le daba lo mismo. Estaba locamente enamorada.

—Lo sé —afirmó miss Marple—. Lo vi en su rostro aquella tarde en Battersea Park.

—Tenía muy claro que el dinero tenía que ser suyo; de lo contrario, le perdería. Por lo tanto, planeó un asesinato a sangre fría. No se escondió en las escaleras de los bajos. No había nadie en las escaleras. Sencillamente permaneció junto a la barandilla, disparó un tiro al aire y gritó. En el momento en que Michael Gorman se acercó corriendo desde el hotel, le disparó a quemarropa y después continuó gritando. Es despiadada. No tenía la intención de incriminar al joven Ladislaus. Le robó la pistola porque era el camino más fácil de hacerse con un arma. En ningún momento se le pasó por la cabeza que pudieran sospechar de Malinowski, o que él se encontraría aquella noche por la zona. Creyó que culparían a algún maleante que se hubiera aprovechado de la niebla. Sí, es despiadada. Pero después tuvo miedo y su madre tuvo miedo por ella.

—¿Qué piensa hacer usted ahora?

—Sé que ella lo hizo —afirmó el Abuelo—, pero no tengo ninguna prueba. Quizás ella tenga la suerte de los principiantes. Incluso las leyes parecen considerar ahora que incluso los perros tienen derecho a un primer mordisco, aplicado a términos humanos. Cualquier abogado con experiencia puede convertir el caso en un auténtico y conmovedor melodrama; una muchacha que apenas es poco más que una adolescente, una infancia desgraciada y, además, es hermosa.

—Sí, los hijos de Satanás a menudo acostumbran a ser hermosos. Y, como usted y yo sabemos, florecen como las setas.

—Pero como le digo, probablemente ni siquiera se llegue a plantear una acusación. No hay ninguna prueba. Fíjese en usted misma. La llamarían como testigo, la testigo de lo que dijo su madre, la confesión de su crimen.

—Lo sé. Insistió mucho para que no lo olvidara. Escogió la muerte a cambio de salvar a su hija. Me hizo depositaria de su última voluntad.

Se abrió la puerta que comunicaba con el dormitorio. Elvira Blake entró en la sala. Llevaba un sencillo vestido recto azul claro. El pelo le enmarcaba el rostro. Parecía un ángel de una pintura de los primitivos italianos. Miró a miss Marple y después al inspector.

—Oí algo parecido a un choque y gente que gritaba. ¿Ha ocurrido un accidente?

—Lamento informarle, miss Blake —dijo el inspector con un circunspecto tono oficial—, que su madre ha muerto.

Elvira soltó una leve exclamación.

—Oh no. —No parecía una protesta muy decidida.

—Antes de intentar fugarse —añadió Davy—, porque pretendía fugarse, se confesó autora del asesinato de Michael Gorman.

—¿Quiere usted decir que… que fue ella?

—Sí. Eso fue lo que declaró. ¿Tiene usted algo que añadir?

La muchacha le miró durante un buen rato. Meneó la cabeza con un movimiento apenas perceptible.

—No, no tengo nada que añadir.

Dio media vuelta y salió de la habitación.

—Bien —dijo miss Marple—. ¿Permitirá usted que se salga con la suya?

La respuesta del inspector fue un violento puñetazo contra la mesa.

—No —rugió—. ¡De ningún modo!

Miss Marple asintió lentamente y con expresión grave.

—Que Dios se apiade de su alma.