Capítulo XXI

El inspector jefe Davy volvió a ocupar su silla y miró a las dos mujeres que tenía delante. Era pasada la medianoche. Los funcionarios policiales habían estado y se habían marchado. Habían venido los forenses, los técnicos de huellas dactilares, una ambulancia para llevarse el cadáver, y ahora todo se había reducido a esta habitación, puesta a disposición de la ley por el Bertram’s. El Abuelo se sentó a un lado de la mesa. Bess Sedgwick y Elvira al otro. Había un policía sentado junto a la pared que se ocupaba de registrar la conversación. El sargento detective Wadell se encontraba cerca de la puerta.

El Abuelo miró con expresión pensativa a las dos mujeres. Madre e hija. Se fijó en el gran parecido superficial. Ahora se explicaba por qué, durante un momento en la niebla, había confundido a Elvira Blake con Bess Sedgwick. Pero ahora, al mirarlas, le llamaron más la atención las divergencias que los parecidos. En realidad no se parecían mucho más allá de un aire, pero persistía la impresión de que eran dos caras, una positiva y la otra negativa, de una misma personalidad. Todo en Bess Sedgwick era positivo: la vitalidad, la energía, el fuerte atractivo físico. Admiraba a lady Sedgwick. Siempre la había admirado. Le había fascinado su valentía y siempre le habían entusiasmado sus hazañas. Al leer las crónicas de sus peripecias en los periódicos, había exclamado invariablemente: «¡Esta vez no se saldrá con la suya!» y ella siempre lo había conseguido. No había creído posible que llegaría a la meta de su viaje y había llegado.

Admiraba sobre todo su aureola de indestructible. Había sobrevivido a un accidente aéreo, a varios accidentes de automóvil, a diversas caídas de caballo, pero al final aquí estaba. Vibrante, llena de vida, una personalidad a la que no se podía dejar de lado ni un solo momento.

Para sus adentros, se quitó el sombrero. Algún día, por supuesto, acabaría por fracasar. Era imposible que siempre se saliera con la suya. Miró alternativamente a las dos mujeres y le asaltaron mil preguntas.

En Elvira Blake, se dijo, todo era interior. Bess Sedgwick había vivido siempre imponiendo su voluntad. En cambio, Elvira tenía una manera completamente distinta de enfrentarse a la vida. Se había sometido. Había obedecido. Había sonreído como una niña buena y, por la espalda, había hecho su santa voluntad. «Es astuta», pensó valorando el hecho. «Supongo que es el único camino para enfrentarse a la situación. No es capaz de hacerlo de frente o de imponerse. Por eso, las personas que la han criado nunca han tenido la menor idea de lo que es capaz».

Se preguntó qué podía haber estado haciendo en las cercanías del Bertram’s en una noche de perros. Tendría que preguntárselo. Se dijo que la muchacha le contestaría con una mentira. «Esa es la única manera que tiene la pobre de defenderse». ¿Había venido a buscar a su madre o tenían una cita? Era perfectamente posible, aunque no acababa de creérselo. En cambio, pensó en el coche deportivo aparcado a la vuelta de la esquina, el coche con la matrícula FAN 2266. Ladislaus Malinowski no podía estar muy lejos a la vista de que su coche estaba allí.

—Bueno, bueno —dijo el Abuelo, dirigiéndose a Elvira con su tono más benévolo y paternal—, ¿cómo se siente ahora?

—Estoy muy bien, gracias —respondió la muchacha.

—Me alegro. Quiero que me responda a algunas preguntas, si se ve con ánimos, porque el tiempo, en cuestiones como éstas, es algo primordial. A usted le dispararon dos veces y un hombre resultó muerto. Queremos obtener todas las pistas posibles sobre la persona que cometió el crimen.

—Le diré todo lo que sé, pero es que las cosas ocurrieron de una forma tan repentina. Además, no se puede ver nada con una niebla tan espesa. No tengo ni idea de quién pudo ser o cuál era su aspecto. Eso es lo que más me asusta.

—Usted mencionó que es la segunda vez que alguien intenta matarla. ¿Quiere decir que hubo un atentado anterior?

—¿Yo dije eso? No lo recuerdo. —Miró nerviosamente a uno y otro lado—. No creo que lo dijera.

—Lo dijo —afirmó el inspector.

—Supongo que fue en un momento de histerismo.

—No, no creo que estuviera usted histérica. Creo que dijo la verdad —insistió Davy.

—Quizá no eran más que fantasías. —La joven volvió a desviar la mirada como una indicación de su viva inquietud.

—Será mejor que se lo cuentes, Elvira —le recomendó su madre en voz baja.

Elvira dirigió a su madre una rápida mirada de soslayo.

—No tiene por qué preocuparse —la tranquilizó el Abuelo—. En la policía sabemos muy bien que las muchachas no se lo cuentan todo a sus madres y tutores. No nos tomamos esas cosas muy en serio, pero necesitamos saberlas, porque cualquier cosa, por poco importante que parezca, puede ayudarnos.

—¿Ocurrió en Italia? —preguntó Bess.

—Sí.

—Allí fue al colegio, ¿no?, a una escuela de señoritas o como las llamen en la actualidad.

—Sí, estuve en la escuela de la condesa Martinelli. Éramos unas dieciocho o veinte chicas.

—Usted creyó que alguien intentó asesinarla. ¿Cómo llegó a esa conclusión?

—Verá, un día me trajeron una gran caja de bombones y dulces. En la caja había una tarjeta escrita en italiano con una letra muy adornada. Era una de esas que ponen: «A la bellissima signorina» o algo parecido. A mi amiga y a mí nos pareció divertido, y nos preguntamos quién la habría enviado.

—¿Llegó por correo?

—No, no la trajo el cartero. La encontramos en mi habitación. Alguien tuvo que dejarla allí.

—Comprendo. Supongo que alguien sobornó a un miembro del servicio y que usted no le dijo ni una palabra a la condesa, ¿no?

En el rostro de Elvira apareció una sonrisa.

—No, por supuesto que no se lo dijimos. Abrimos la caja. Eran unos bombones deliciosos. De todas clases, pero había unos de crema con azúcar glaseado color violeta por encima. Son mis favoritos. Así que, como es lógico, me comí unos cuantos. Después, durante la noche, me sentí muy mal. Ni se me ocurrió pensar en los bombones. Supuse que me había sentado mal algo que había comido en la cena.

—¿Alguien más se sintió enfermo?

—No, sólo yo. La cuestión es que pasé una noche horrible, pero al día siguiente los dolores remitieron. Luego, al cabo de un par de días, comí un par de aquellos bombones, y volvió a suceder lo mismo. Así que se lo comenté a Bridget, que es mi mejor amiga. Cogimos los bombones de crema, los miramos a fondo, y descubrimos que en la parte inferior tenían un pequeño agujero que habían vuelto a tapar. Se nos ocurrió que alguien había puesto veneno únicamente en los bombones de crema porque eran mis favoritos y así sólo yo me los comería.

—¿Nadie más tuvo síntomas extraños?

—No, ninguna de las otras tuvo ningún problema.

—Por lo tanto, ¿nadie probó los bombones de crema?

—No, no lo creo. Verá, era mi regalo, y todas sabían que los de crema con azúcar glaseado eran mis favoritos, así que me los dejaron a mí.

—El tipo sin duda corrió un riesgo —opinó el inspector—. Podría haber envenenado a toda la escuela.

—Es absurdo —manifestó lady Sedgwick indignada—. ¡Completamente absurdo! Nunca he escuchado nada más burdo.

El Abuelo levantó un mano para hacerla callar.

—Por favor. —Y después se dirigió una vez más a Elvira—: Eso es muy interesante, miss Blake. Sin embargo, no quiso decírselo a la condesa.

—No, no lo hicimos. Hubiera montado un escándalo tremendo.

—¿Qué hicieron con los bombones?

—Los tiramos. Eran unos bombones deliciosos —añadió con un leve tono de pesar.

—¿No intentó averiguar quién fue el que se los había enviado?

A Elvira se le subieron los colores.

—Bueno, verá, creí que era cosa de Guido.

—¿Sí? —exclamó el inspector con una expresión risueña—. ¿Quién es Guido?

—Guido es… —Elvira hizo una pausa y miró a su madre.

—No seas tonta —afirmó Bess—. Dile al inspector Davy quién es Guido, quienquiera que sea. Todas las chicas de tu edad tienen un Guido en sus vidas. Supongo que lo conociste allí, ¿verdad?

—Sí. El día que nos llevaron a la ópera. Nos conocimos allí. Un chico muy agradable y muy guapo. Nos veíamos cuando íbamos a clase. Me enviaba notas.

—Supongo que para encontrarte a solas con él, tuviste que contar un montón de mentiras y necesitaste la complicidad de tus amigas, ¿me equivoco?

Elvira mostró una expresión de alivio al ver que le facilitaban la confesión.

—Algunas veces Guido se las ingeniaba…

—¿Cuál es el apellido de ese joven?

—No lo sé. Nunca me lo dijo.

El inspector le sonrió con aire bonachón.

—¿Debo entender que no me lo dirá? No importa. Me atrevería a decirle que no nos costará mucho averiguarlo sin su ayuda, si es que realmente tiene importancia. Pero ¿por qué cree usted que ese joven, aparentemente enamorado de usted, iba a querer asesinarla?

—Porque a veces me amenazaba con cosas parecidas. Me refiero a que, de vez en cuando, teníamos nuestras peleas. En ocasiones, venía acompañado de sus amigos, y hacía ver que me gustaban más que él, y eso le hacía comportarse como un salvaje. Decía que tuviese muchísimo cuidado. ¡Que no jugara con él! ¡Que si no le era fiel, me mataría! Yo sencillamente consideré que le gustaba hacerse el melodramático. —Elvira sorprendió al inspector con una súbita sonrisa—. La verdad es que todo resultaba muy divertido. En ningún momento pensé que fuera algo serio o real.

—La verdad es que no creo muy probable que, si ese joven es como usted lo describe, fuera capaz de poner veneno en los bombones y enviárselos de regalo —manifestó el policía.

—Yo tampoco me lo creo, pero tuvo que ser él, porque no se me ocurre nadie más. Me preocupó. Entonces, cuando regresé aquí, recibí una nota.

Al ver que la joven no decía nada más, Davy le preguntó a continuación:

—¿Qué tipo de nota?

—Llegó una carta y estaba escrita con letra de imprenta. Decía: «Vaya con cuidado. Alguien quiere matarla».

El Abuelo enarcó las cejas.

—¿En serio? Es curioso, realmente muy curioso y, por supuesto, usted se preocupó. ¿Tuvo miedo?

—Sí. Comencé a preguntarme quién podría tener algún interés en matarme. Por esa razón procuré averiguar cuál era el monto de mi fortuna y si era tan rica como decían.

—Continúe.

—Además, el otro día pasó algo más. Me encontraba en el andén de una estación de Metro. Había muchísima gente. En un momento dado, tuve la impresión de que alguien intentaba arrojarme a las vías.

—¡Vamos, ya está bien! —exclamó la madre—. ¡No te inventes historias!

Una vez más, el Abuelo levantó la mano para pedir calma.

—Sí —reconoció Elvira con un tono de disculpa—, supongo que la imaginación pudo haberme tendido una trampa pero no lo sé. Me refiero a que, después de lo sucedido esta noche, es como si pudiera ser verdad. —Se volvió bruscamente hacia Bess para preguntarle con voz apremiante—: ¡Mamá! Quizá tú lo sabes. ¿Hay alguien que quiera matarme? ¿Podría haberlo? ¿Tengo algún enemigo?

—Claro que no tienes ningún enemigo —respondió su madre impaciente—. No seas estúpida. Nadie pretende matarte. ¿Qué motivo tendría para hacerlo?

—Entonces, ¿quién me disparó esta noche?

—Con una niebla tan espesa, quizá te confundieron con otra persona. Eso es posible, ¿no le parece? —le preguntó a Davy.

—Sí, creo que es muy posible.

Bess Sedgwick le miraba con mucha atención. Al Abuelo le pareció ver que le decía «más tarde» sin emitir sonido alguno.

—Bien —añadió alegremente—, será mejor que ahora nos ocupemos de los hechos. ¿De dónde venía esta noche? ¿Qué hacia en Pond Street en una noche tan desapacible?

—Esta mañana asistí a una clase de arte en la Tate Galery. Después fui a comer con mi amiga Bridget. Vive en Onslow Square. Fuimos a ver una película y, cuando salimos, nos encontramos con la niebla. Se hacía más densa por momentos y pensé que lo mejor era no coger el coche para regresar a casa.

—¿Tiene usted coche?

—Sí. Me saqué el carné el verano pasado, pero no soy muy buena conductora y no me gusta conducir cuando hay niebla. Así que la madre de Bridget dijo que podía quedarme a pasar la noche. Llamé a la prima Mildred para avisarle. Vivo en su casa que está en Kent.

El Abuelo asintió.

—Le dije que me quedaría en Londres a pasar la noche. Me respondió que era muy prudente por mi parte.

—¿Qué paso después? —preguntó el inspector.

—Entonces pareció que se levantaba la niebla. Ya sabe usted como es. Decidí que, después de todo, cogería el coche y regresaría a Kent. Me despedí de Mildred y me puse en marcha. Pero la niebla volvió a cerrarse. Comencé a inquietarme. Me metí en un banco donde la visibilidad era prácticamente nula. Acabé perdida y no tenía ni idea de dónde estaba. Por fin, al cabo de un rato, descubrí que me encontraba en Hyde Park Corner y me dije: «No puedes regresar a Kent con esta niebla». Mi primera intención fue volver a la casa de Bridget, pero desistí al recordar que ya me había perdido una vez. Luego me di cuenta de que me encontraba muy cerca del hotel donde el tío Derek me había llevado a mi regreso de Italia. Me dije: «Ve allí que seguramente te podrán dar una habitación». Al final, fue bastante fácil. Encontré un lugar donde aparcar el coche y cogí Pond Street para venir directamente al hotel.

—¿Se encontró alguien o en algún momento oyó a alguien que caminara cerca de usted?

—Es curioso que usted lo mencione, porque creo que oí a alguien que caminaba detrás mío. Por supuesto, siempre hay mucha gente caminando por las calles de Londres. Sólo que, en medio de una niebla como la de esta noche, te produce inquietud. Me detuve con el oído atento, pero no escuché ninguna pisada y supuse que me lo había imaginado. Ya me encontraba bastante cerca del hotel.

—¿Qué más?

—Entonces, de una forma totalmente imprevista, sonó una detonación. Como le dije, me pareció sentir que la bala me pasaba rozando la oreja. El portero que se encontraba delante del hotel echó a correr en mi dirección. Me apartó para después cubrirme con su cuerpo y luego… luego sonó el segundo disparo. Él se desplomó de bruces y yo grité. —La muchacha comenzó a temblar.

—Tranquila, chica —dijo Bess con una voz baja y firme—, tranquila. —Era la voz que la mujer utilizaba con sus caballos y demostró la misma eficacia aplicada a su hija.

Elvira la miró guiñando los ojos, se irguió un poco y recuperó el control.

—Buena chica —afirmó su madre.

—Al cabo de un momento, apareció usted —continuó Elvira—. Tocó el silbato y le ordenó al policía que me acompañara al hotel. En cuanto entré, vi a mamá que salía del ascensor. —La muchacha dio por terminado su relato y miró a su madre.

—Bueno, eso nos trae al momento actual —manifestó el Abuelo. Se acomodó mejor en la silla—. ¿Conoce a un hombre llamado Ladislaus Malinowski? —preguntó. Su tono era despreocupado, informal, sin aparentemente ninguna intención directa. No miraba a la muchacha sino a la madre, pero todos sus sentidos estaban alerta y no pasó por alto la casi inaudible exclamación que intentó sofocar la joven.

—No —contestó Elvira demorándose más de lo que hubiera sido lo lógico—. No le conozco.

—Vaya, habría jurado lo contrario. Supuse que esta noche lo encontraría aquí.

—¿Por qué iba a estar aquí?

—Su coche está aparcado ahí afuera. Por eso creí que quizás estuviera aquí, en el hotel.

—No lo conozco —insistió Elvira.

—Le pido perdón por la equivocación. Usted sí que lo conoce ¿verdad? —le preguntó a Bess.

—Naturalmente. Lo conozco desde hace muchísimos años. Es un loco —añadió con una leve sonrisa—. Conduce como los ángeles o como un demonio, según como se mire. Cualquier día de estos acabará aplastado en alguna carretera. Tuvo un accidente muy grave hará cosa de año y medio.

—Sí, recuerdo haberlo leído en los periódicos. Todavía no ha vuelto a la competición, ¿verdad?

—No, todavía no. Quizá nunca lo haga.

—¿Cree usted que ahora puedo irme a la cama? —suplicó Elvira—. Me siente terriblemente cansada.

—Desde luego. Debe ir usted a acostarse inmediatamente. ¿Nos ha dicho todo lo que recordaba?

—Sí, por supuesto.

—Yo te acompañaré —dijo Bess.

Madre e hija salieron juntas de la habitación.

—Ella lo conoce —afirmó el Abuelo.

—¿Eso cree, señor? —preguntó el sargento Wadell.

—Lo sé. Estuvo tomando el té con él en Battersea Park hace sólo un par de días.

—¿Cómo se enteró?

—Me lo dijo una anciana. Muy angustiada. No cree que sea un buen amigo para una jovencita. No lo es, desde luego.

—Sobre todo si él y la madre… —Wadell se interrumpió por delicadeza—. Es algo casi público.

—Sí. Quizá sea verdad o no. Me inclino por lo primero.

—En ese caso, ¿detrás de cuál de las dos va?

El Abuelo no hizo caso de la pregunta.

—Quiero que lo detengan cuanto antes mejor. Tiene el coche aparcado a la vuelta de la esquina.

—¿Cree usted que puede estar alojado en el hotel?

—No lo creo. No encajaría en el ambiente. Se supone que no debe estar aquí. Si vino sería porque quería encontrarse con la muchacha. Está muy claro que ella sí vino a buscarlo.

Se abrió la puerta y Bess Sedgwick entró en la habitación.

—He vuelto porque quería hablar con usted —anunció al tiempo que miraba a los otros dos hombres—. Me preguntaba si podría hablar con usted a solas. Le he contado todo lo que sabía, aunque reconozco que era muy poco, pero ahora me gustaría discutir con usted un par de cosas en privado.

—No veo por qué no —manifestó Davy. Hizo un gesto y, de inmediato, el agente que estaba sentado junto a la pared cerró la libreta y se levantó. Abandonó la habitación en compañía del sargento—. Usted dirá.

Lady Sedgwick ocupó la misma silla de antes.

—Quiero hablarle de esa ridícula historia de los bombones envenenados. Es una tontería. No creo que haya ocurrido nada de este estilo.

—No lo cree, ¿eh?

—¿Usted sí?

El Abuelo meneó la cabeza con una expresión de duda.

—¿Cree que su hija se la ha inventado?

—Sí. Pero ¿por qué?

—Si usted no lo sabe, ¿cómo puedo saberlo yo? —replicó el policía—. Ella es su hija. Seguramente es usted quien mejor la conoce.

—No sé absolutamente nada de ella —señaló Bess con un tono de amargura—. No la veo ni he tenido nada que ver con ella desde que tenía dos años, cuando huí de mi casa y abandoné a mi marido.

—Sí, todo eso ya lo sé. Me pareció curioso. Verá, lady Sedgwick, los jueces por lo general otorgan a la madre, incluso si son la parte culpable en un caso de divorcio, la custodia de los hijos menores si ella lo solicita. Aparentemente, usted prefirió no presentar la petición. ¿No la quería?

—Creí que era lo más conveniente.

—¿Por qué?

—No creía que fuera conveniente para ella.

—¿Una cuestión moral?

—No, la moral no tuvo nada que ver. En la actualidad, el adulterio es algo muy corriente. Los niños tienen que saberlo, deben aprender a vivir con el problema. No. Me refiero a que yo no soy una persona segura con la que se pueda vivir en paz. Mi vida no se puede decir que sea segura. No puedes evitarlo si has nacido de una determinada manera. Estoy hecha para vivir peligrosamente. No soy una persona respetuosa con las leyes ni convencional. Creí que lo mejor para Elvira sería una educación inglesa tradicional. Protegida, bien cuidada, quizás aburrida pero feliz.

—¿Pero sin el amor de una madre?

—Consideré qué si aprendía a quererme acabaría por ser muy desgraciada. Quizá no quiera usted creerme, pero es lo que sentía en aquellos momentos.

—Comprendo. ¿Todavía cree que obró correctamente?

—No, no lo creo. Ahora me doy cuenta de que probablemente cometí una gran equivocación.

—¿Su hija conoce a Ladislaus Malinowski?

—Estoy segura de que no lo conoce. Ella mismo lo dijo. Usted la escuchó.

—Sí, la escuché.

—¿Entonces?

—Mientras estuvo sentada aquí tuvo miedo. En nuestra profesión, sabemos reconocer el miedo cuando lo encontramos. Ella tenía miedo. ¿De qué? Da lo mismo si los bombones estaban envenenados o no. Esta noche atentaron contra su vida. La historia del Metro bien puede ser cierta.

—Fue ridícula. Como sacada de una novela.

—Quizá. Sin embargo, esas cosas ocurren, lady Sedgwick, y con mucha más frecuencia de lo que cree. ¿Puede darme alguna idea sobre quién podría querer matar a su hija?

—¡Nadie, nadie en absoluto! —exclamó Bess con vehemencia.

El inspector jefe Davy exhaló un suspiró meneando la cabeza.