Capítulo XX

1

La niebla había hecho acto de presencia de una forma totalmente inesperada. El inspector jefe Davy se levantó el cuello del abrigo y dobló por Pond Street. Caminaba sin prisa, como un hombre con la mente en otra cosa, y no parecía tener un propósito definido, pero cualquiera que le conociera bien hubiera advertido inmediatamente que estaba muy alerta. Rondaba como rondan los gatos hasta el instante de saltar sobre su presa.

Esa noche en Pond Street reinaba la calma. Escaseaban los coches. La niebla, que al principio sólo había formado bancos aislados, ahora era bastante espesa. El ruido del tráfico que llegaba desde Park Lane se había reducido al mínimo. La mayoría de los autobuses habían acabado el servicio diurno. Sólo de vez en cuando pasaba un coche conducido por algún automovilista animoso. El inspector Davy se metió por un callejón sin salida, caminó hasta el final y regresó. Volvió a hacer el mismo recorrido, siempre con la misma actitud distraída, primero en una dirección y después en la otra. Pero, aunque no lo pareciera, tenía un objetivo concreto. En realidad, su ronda le acercaba poco a poco a un edificio en particular: el hotel Bertram’s. Estaba observando cuidadosamente lo que había al norte, al sur, al este y al oeste. También controlaba los coches aparcados en el callejón y en un pequeño patio interior. Le llamó la atención un coche en particular y se detuvo. Se mordió el labio inferior y después murmuró: «Así que estás aquí otra vez, belleza». Comprobó el número de la matrícula y asintió: «Esta noche eres FAN 2266, ¿no es así?». Se agachó para pasar la mano suavemente por la placa y asintió una vez más: «Un trabajo muy bien hecho, sí, señor».

Dio una vuelta por el patio y volvió a salir después a Pond Street, bastante cerca de la entrada del Bertram’s. Una vez más se detuvo para contemplar las elegantes línea de otro coche deportivo.

«Tú también eres una belleza» comentó el inspector para sus adentros. «El número de matrícula es el mismo de la última vez que te vi. Supongo que tu matrícula es siempre la misma. Por lo tanto, eso significa… —se interrumpió—. ¿O no?» Miró hacia arriba donde tendría que estar el cielo. «La niebla es cada vez más espesa».

Delante de la entrada del Bertram’s, el portero irlandés movía los brazos atrás y adelante enérgicamente para mantenerse caliente. El Abuelo le dio las buenas noches.

—Buenas noches, señor. Hace una noche de perros.

—Sí. No creo que nadie quiera salir a la calle excepto que sea por algo urgente.

En aquel momento, una señora de mediana edad salió del hotel y se detuvo vacilante con un pie en el primer escalón.

—¿Desea un taxi, señora?

—Pues… pensaba caminar.

—Yo en su lugar no lo haría, señora. Es muy desagradable con esta niebla. Incluso no será nada fácil desplazarse en un taxi.

—¿Cree que podría conseguirme un taxi? —preguntó la mujer con un tono de duda.

—Haré todo lo que pueda. Vuelva al hotel donde estará más caliente y yo la avisaré si consigo un taxi. —La voz del portero cambió para adoptar un tono persuasivo—. A menos que sea absolutamente necesario, señora, lo mejor sería no salir esta noche.

—Quizá tenga usted toda la razón. Pero me esperan unos amigos en Chelsea. No lo sé. Supongo que encontrar un taxi para regresar será todavía mucho más difícil. ¿Usted qué opina?

Michael Gorman asumió el mando de la situación.

—Opino, señora —manifestó con voz firme—, que lo mejor es llamar a sus amigos y avisarles de que no irá. No está bien que una señora como usted salga en un noche tan desapacible.

—Bueno, no sé. Sí, tiene usted razón.

La mujer volvió a entrar en el hotel.

—Tengo que cuidarlas como si fueran críos —le explicó Gorman al Abuelo—. Las mujeres como ella son candidatas seguras a que les roben el bolso. Es un peligro que salgan en una noche con tanta niebla para ir a Chelsea, West Kensington o dónde sea que quieran ir.

—¿Supongo que debe tener usted muchísima experiencia en tratar con mujeres mayores?

—Ah, sí, por supuesto. Este lugar es como un segundo hogar para todas ellas, Dios bendiga sus cansados corazones. ¿Qué me dice usted, señor? ¿Busca un taxi?

—No creo que pudiera conseguírmelo aunque lo buscara. No parece que abunden esta noche, y no los culpo.

—No crea. Podría encontrarle uno. Hay un bar a la vuelta de la esquina donde por lo general siempre hay algún taxista que aparca el coche y entra para tomar alguna cosilla y beber algo para entrar en calor.

—Un taxi no me soluciona nada —replicó el Abuelo con un suspiro. Señaló con el pulgar el edificio del hotel—. Voy a entrar. Tengo que resolver un asunto.

—¿Ahora? ¿Todavía están buscando al padre?

—No. Ya lo han encontrado.

—¿Encontrado? —El portero le miró sorprendido—. ¿Dónde le encontraron?

—Sufrió un accidente y vagaba por ahí con una conmoción.

—Ah, algo muy típico de esos viejos. Supongo que se lanzaría a cruzar la calle sin mirar.

—Eso es lo que parece.

El Abuelo se despidió con un gesto y entró en el hotel. Esa noche no había mucho público en el vestíbulo. Vio a miss Marple sentada en un sillón cerca de la chimenea y la anciana vio al inspector. Sin embargo, no hizo el menor movimiento. Davy se dirigió a la recepción. Miss Gorringe, como de costumbre, se encontraba detrás del mostrador. Le pareció que se había alterado un poco al verle entrar. Fue una reacción muy leve, pero a él no le pasó por alto.

—¿Se acuerda usted de mí, miss Gorringe? Estuve aquí el otro día —dijo Davy.

—Claro que le recuerdo, faltaría más, inspector jefe. ¿Hay alguna cosa más que desee saber? ¿Quiere ver a Mr. Humfries?

—No, muchas gracias. No creo que sea necesario. Sólo quería echarle otra ojeada al libro de registro, si usted me lo permite.

—Por supuesto. —La mujer empujó el libro hacia el inspector.

El Abuelo comenzó a pasar las páginas lentamente. Para miss Gorringe, tenía toda la apariencia de un hombre que buscaba un nombre determinado. En realidad no era así. Davy había aprendido una técnica en la adolescencia y la había desarrollado hasta convertirla en un arte. Podía recordar los nombres y las direcciones con memoria fotográfica, durante un período de veinticuatro o incluso cuarenta y ocho horas. Meneó la cabeza mientras cerraba el libro de registro y después se lo devolvió.

—Supongo que el padre Pennyfather no está aquí, ¿verdad? —preguntó sin darle mucha importancia.

—¿El padre Pennyfather?

—Ya sabe que ha aparecido, ¿no?

—Desde luego que no. Nadie me lo ha dicho. ¿Dónde?

—En un villorrio. Al parecer, sufrió un accidente. Nadie informó a la policía. Un buen samaritano lo recogió en la carretera y lo cuidó en su casa.

—Me alegro mucho. Sí, me alegro mucho. Me tenía preocupada —manifestó la recepcionista con aparente sinceridad.

—También lo estaban sus amigos. En realidad, estaba mirando si alguno de ellos podía estar alojado aquí. El archidiácono… el archidiácono… Ahora mismo no consigo recordar su nombre, pero lo sabría si lo viera.

—¿Tomlinson? —dijo miss Gorringe, dispuesta a colaborar—. Vendrá la semana que viene. Desde Salisbury.

—No, no es Tomlinson. Bueno, tampoco tiene mucha importancia. —Se apartó del mostrador.

Esa noche reinaba una gran tranquilidad en el vestíbulo. Un tipo enjuto de mediana edad leía una tesis pésimamente mecanografiada y, de vez en cuando, escribía un comentario al margen con una letra tan pequeña y enrevesada que casi resultaba ilegible. Cada vez que lo hacía, mostraba una sonrisa avinagrada.

Había un par de viejos matrimonios que ya no necesitaban conversación para entenderse. Algunos pequeños grupos hablaban del tiempo y discutían ansiosos sobre cómo irían ellos o sus familias a dónde querían ir.

«… llamé y le dije a Susan que ni se le ocurriera coger el coche. Tendría que venir por la MI, y es muy peligroso cuando hay niebla cerrada».

«Dicen que en los Midlands está despejado…»

El inspector se fijó en ellos mientras cruzaba el vestíbulo. Lentamente y, como por casualidad, llegó a su objetivo.

—Así que todavía está aquí, miss Marple. Me alegro.

—Me voy mañana.

El anuncio era algo que, de alguna manera, estaba implícito en su actitud. Parecía estar sentada en la sala de embarque de un aeropuerto, o en la sala de espera de una estación, y no en un ambiente cómodo y acogedor como éste. El inspector estaba seguro de que ya tenía el equipaje hecho y sólo le quedaba por guardar las cosas de aseo y la ropa de cama.

—Se acaban mis quince días de vacaciones —añadió la anciana.

—Espero que las haya disfrutado.

Miss Marple tardó unos momentos en responder.

—Digamos que sí en cierto sentido —contestó y se detuvo.

—¿Y no en el otro?

—Es difícil explicar lo que quiero decir.

—¿No cree que está demasiado cerca del fuego? Hace calor aquí. ¿No preferiría ir digamos… a aquel rincón?

Miss Marple miró el rincón y después al inspector.

—Creo que tiene usted razón.

El Abuelo la ayudó a levantarse, cogió el bolso y el libro, y la acompañó hasta el rincón escogido.

—¿Está cómoda?

—Muy cómoda.

—¿Sabe usted por qué lo sugerí?

—Consideró muy amablemente que, junto a la chimenea, hacía demasiado calor. Además, por supuesto, aquí nadie podrá espiar nuestra conversación.

—¿Tiene usted algo que decirme, miss Marple?

—Vaya, ¿por qué piensa eso?

—Me lo pareció.

—Lamento no haber sabido disimularlo mejor. No era mi intención —se disculpó la anciana.

—Bien, ¿de qué se trata?

—No sé si debo contárselo. Ante todo, quiero asegurarle, inspector, que no soy persona aficionada a entrometerse. Estoy en contra de interferir en la vida de nadie porque, por muy bien intencionada que seas, puedes causar muchísimo daño.

—Vaya, sí que es grave. Veo que para usted es todo un problema —comentó el Abuelo.

—Algunas veces ves a alguien que está haciendo algo que a nuestro juicio es poco prudente, incluso peligroso. Pero ¿tiene uno derecho a interferir? Creo que en la mayoría de los casos la respuesta es negativa.

—¿Habla usted del padre Pennyfather?

—¿El padre Pennyfather? —Miss Marple pareció muy sorprendida por la pregunta del inspector—. No, válgame Dios, no tiene absolutamente nada que ver con el padre. Se trata de una muchacha.

—¿Una muchacha? ¿Usted cree que yo puedo ayudarla?

—No lo sé. Sencillamente no lo sé. Pero estoy preocupada, muy preocupada.

El Abuelo no la presionó.

Permaneció sentado tranquilamente con una expresión un tanto estúpida. Dejó que la anciana se tomara todo el tiempo que necesitara.

Miss Marple estaba dispuesta a hacer todo lo posible por ayudarle, y él haría lo mismo por ella. Quizá no sentía mayor interés por el problema, pero nunca se sabía.

—Lees en los periódicos —manifestó miss Marple en voz baja pero clara— crónicas de juicios, de gente joven, chicos y chicas «necesitados de protección y afecto». Supongo que sólo es una frase legal, pero supongo que también puede significar algo real.

—¿Usted cree que esa muchacha necesita protección y afecto?

—Sí, sin ninguna duda.

—¿Está sola en el mundo?

—No. Si me permite decirlo, lo que menos le falta es compañía. A primera vista, cualquiera diría que está sobreprotegida y muy bien provista.

—Suena interesante.

—Se encontraba alojada en este hotel, acompañada por una tal Mrs. Carpenter, si no me equivoco. Miré en el registro para saber su nombre. La muchacha se llama Elvira Blake.

El Abuelo la miró con un súbito interés.

—Es una muchacha adorable. Demasiado joven y, como le digo, demasiado protegida y amparada. Su tutor es el coronel Luscombe, un hombre muy agradable. Encantador. Mayor, desde luego, y yo diría que en exceso inocente.

—¿El tutor o la muchacha?

—Me refiero al tutor. No sé nada de la muchacha, pero creo que está en peligro. Por casualidad me encontré con ella en Battersea Park. La vi sentada en un quiosco de té en compañía de un joven.

—¡Ah, de eso se trata! Supongo que será un tipo indeseable. Un vividor, un vago o un maleante.

—Un hombre muy guapo —replicó miss Marple—. No muy joven. Treinta y tantos, yo diría que el tipo de hombre que resulta muy atractivo para las mujeres, pero el rostro le vende: cruel, rapaz, ambicioso.

—Quizá no sea tan malo como aparenta —opinó el inspector con ánimo conciliador.

—Yo diría que es todavía peor de lo que aparenta. Mejor dicho estoy convencida. Conduce un coche deportivo.

Esta vez el Abuelo se puso alerta.

—¿Un coche deportivo?

—Sí. Un par de veces lo vi aparcado cerca del hotel.

—¿Por casualidad recuerda el número de la matrícula?

—Sí, sí que la recuerdo. FAN 2266. Tengo una prima que tartamudea —explicó miss Marple—. Por eso lo recuerdo.

El inspector la miró intrigado.

—¿Sabe usted quién es? —preguntó miss Marple.

—La verdad es que sí —contestó Davy con voz pausada—. Mitad francés, mitad polaco. Es un piloto de carreras muy conocido. Ganó el campeonato del mundo hace tres años. Se llama Ladislaus Malinowski. Tiene usted mucha razón en algunas de sus opiniones. Tiene muy mala reputación en lo que se refiere a las mujeres, lo que equivale a decir que no es una amistad recomendable para una muchacha. Pero no es sencillo hacer algo en estos casos. Supongo que se encuentra con él a escondidas, ¿no es así?

—Estoy casi segura.

—¿Habló usted con el tutor?

—No lo conozco. Me lo presentó una amiga común y nada más. Francamente no me parecía oportuno ir a verle con una historia de esta clase. Me pregunto si tal vez usted podría hacer algo al respecto.

—Puedo intentarlo. Por cierto, le alegrará saber que su amigo, el padre Pennyfather, ha aparecido sano y salvo.

—¡Vaya! —Miss Marple pareció animarse un poco—. ¿Dónde?

—En un villorrio llamado Milton St. John.

—Qué extraño. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Lo sabía?

—Aparentemente —respondió el inspector recalcando la palabra—, sufrió un accidente.

—¿Qué clase de accidente?

—Le atropelló un coche y sufrió una conmoción cerebral. Claro que también pudieron darle con una porra en la cabeza.

—Comprendo. —La anciana meditó un momento—. ¿Él no lo sabe?

—Dice —una vez más el policía recalcó la palabra—, que no recuerda nada de nada.

—Muy curioso.

—¿Sí, verdad? Lo último que recuerda es haber viajado en un taxi hasta la terminal aérea de Kensington.

Miss Marple meneó la cabeza en una expresión de perplejidad.

—Sé que esto suele ocurrir cuando se trata de conmoción cerebral. ¿No dijo nada útil?

—Murmuró algo sobre las murallas de Jericó.

—¿Josué? —aventuró miss Marple—. ¿Arqueología? ¿Excavaciones? También recuerdo una obra de teatro antigua que interpretaba Mr. Sutro si mal no recuerdo.

—Esta semana al otro lado del Támesis, el cine Gaumont proyecta Las murallas de Jericó con Olga Radbourne y Bart Levinne en los papeles principales.

Miss Marple le miró con una expresión de duda.

—Cabe la posibilidad de que fuera a ese cine que precisamente está en Cromwell Road —le explicó el Abuelo—. La función acaba a las once, y bien pudo regresar aquí, aunque en ese caso alguien tendría que haberle visto porque faltaba mucho para la medianoche.

—Se equivocó de autobús —sugirió miss Marple— o algo así.

—Digamos que regresó pasada la medianoche. En ese caso, pudo subir las escaleras hasta su habitación sin que nadie lo viera. Pero, si fue así, ¿qué pasó después y por qué volvió a salir al cabo de tres horas?

Miss Marple buscó una palabra.

—La única idea que se me ocurre es… ¡oh!

Dio un respingo al oír algo que sonó como una detonación en la calle.

—El escape de un coche —la tranquilizó el inspector.

—Lamentó estar tan inquieta. Esta noche me siento muy nerviosa. Tengo la sensación…

—¿De que va a ocurrir algo? No creo que deba preocuparse.

—Nunca me ha gustado la niebla.

—Quería decirle que me ha ayudado mucho. Todas las cosas que ha observado aquí, todos los pequeños detalles, han acabado por transformarse en algo importante.

—¿Así que hay algo que anda mal en este lugar?

—Lo hay.

Miss Marple suspiró.

—Al principio me pareció maravilloso, no había cambiado en absoluto. Fue como volver al pasado, a esa parte de tu vida en la que has sido feliz y has disfrutado. —Hizo una pausa—. Pero, desde luego, en realidad no fue así. Aprendí, aunque supongo que ya lo sabía, que nunca se debe intentar volver atrás, que la esencia de la vida es seguir hacia adelante. La vida es una calle de una sola dirección, ¿no le parece?

—Algo así —asintió el Abuelo.

—Recuerdo —continuó miss Marple, desviándose del tema principal de una forma muy característica—, la vez que estuve en París con mi madre y mi abuela, y fuimos a tomar el té al hotel Elysée. Mi abuela echó una ojeada al salón y exclamó de pronto: «¡Clara, creo que soy la única mujer aquí que lleva toca!». ¡Y era verdad! Cuando regresamos a casa, empaquetó todas las tocas y las mantillas, y las envió a…

—¿A una subasta? —preguntó el Abuelo comprensivo.

—No, qué va. Nadie las hubiese querido en una subasta. Las envió a una compañía de teatro. Le estuvieron muy agradecidos. Pero veamos, ¿por dónde íbamos? —Miss Marple volvió al presente—. ¿Qué le estaba diciendo?

—Hacía una valoración de este lugar.

—Sí. Me pareció que todo estaba bien, pero no era así. Estaba todo mezclado. Personas reales con otras que no lo eran. Había momentos en que no podías distinguir unas de otras.

—¿Qué quiere decir con lo de que no eran reales?

—Había militares retirados, pero también había algunos que parecían militares, pero que nunca habían estado en el servicio. Clérigos que no eran clérigos. Almirantes y capitanes que nunca habían estado en la marina. Mi amiga, Selina Hazy, por ejemplo. Al principio me divertía ver como siempre estaba tan ansiosa de saludar a la gente que conocía, algo muy natural, por supuesto, y la cantidad de veces que se equivocaba porque no eran las personas que creía que eran. Sin embargo, ocurría con demasiada frecuencia. Eso me hizo pensar. Incluso Rose, la camarera del piso, una persona muy agradable, pero comencé a preguntarme si quizá tampoco ella era real.

—Si le interesa saberlo, es una ex actriz. Muy buena. Pero le pagan mucho más de lo que ganaba en los escenarios.

—¿Por qué?

—Sobre todo como parte del decorado. Quizás haya incluso algo más que la pura decoración.

—Me alegra saber que mañana me marcho —afirmó miss Marple, con un leve estremecimiento—. Antes de que pase algo.

El inspector Davy la miró con curiosidad.

—¿Qué espera que pase?

—Algo malo.

—Malo es un término muy amplio.

—¿Cree que es demasiado melodramático? Tengo alguna experiencia, no sé por qué, pero he estado en contacto con asesinatos con demasiada frecuencia.

—¿Asesinatos? —El policía meneó la cabeza—. En ningún momento he considerado la posibilidad de un asesinato. Sólo en la detención de una pandilla de delincuentes muy listos.

—No es lo mismo. El asesinato, el deseo de matar, es algo muy distinto. Es… ¿cómo le diría? Es un desafío a Dios.

Davy la miró y volvió a menear la cabeza, esta vez con el deseo de tranquilizarla.

—No habrá ningún asesinato.

Una detonación, mucho más fuerte que la anterior, sonó en la calle. Fue seguida por un grito y otro estampido.

El inspector jefe Davy se levantó de un salto y echó a correr con una velocidad sorprendente en un hombre de su envergadura. En unos segundos había desaparecido por la puerta giratoria y estaba en la calle.

2

Los gritos de una mujer sonaban en la niebla con una nota de terror. El Abuelo corrió por Pond Street hacia el lugar de donde provenían los gritos. Alcanzó a ver la vaga silueta de una mujer apoyada contra una barandilla. En un santiamén llegó a su lado. Vestía un abrigo largo de piel clara, y el pelo rubio y lacio le caía sobre los hombros. Por un momento, creyó que la conocía, pero entonces advirtió que sólo era una chiquilla. Tendido en la acera, a los pies de la joven, estaba el cuerpo de un hombre vestido de uniforme. El policía lo reconoció. Era Michael Gorman.

La muchacha se abrazó a Davy, temblando como una hoja y tartamudeando una explicación de lo ocurrido.

—Alguien intentó matarme… Alguien me disparó… Si no hubiese sido por él… —Señaló el cuerpo inmóvil a sus pies—. Me empujó y se puso delante de mí… Entonces sonó un segundo disparo… y se desplomó… Me salvó la vida. Creo que está malherido… muy grave.

El inspector hincó una rodilla en tierra. Encendió la linterna. El alto portero irlandés había caído como un soldado. En el lado izquierdo de la chaqueta se veía una mancha que se hacía cada vez más grande a medida que la sangre traspasaba la tela. Davy le levantó un párpado, le buscó el pulso. Se incorporó.

—Ya es tarde.

La muchacha soltó un grito agudo.

—¿Quiere decir que está muerto? ¡Oh, no, no! No puede estar muerto.

—¿Quién le disparó?

—No lo sé. Aparqué el coche a la vuelta de la esquina y venía hacia aquí tanteando la pared. Me dirigía al hotel Bertram’s. Entonces, de pronto, sonó un disparo y una bala pasó rozándome la mejilla, y fue entonces cuando el portero del hotel vino corriendo por la acera hacia mí, me tapó con su cuerpo y, en aquel momento, volvieron a disparar. Creo que el autor debía estar oculto más bien por aquel lado.

El Abuelo miró en la dirección indicada. En aquel extremo del edificio del hotel había una vieja construcción por debajo del nivel de la calle, con una verja y una escalera que bajaba. Como sólo comunicaba con unos depósitos, no se utilizaba demasiado. Era un lugar idóneo para una emboscada.

—¿Usted no lo vio?

—Apenas. Pasó a mi lado como una sombra. La niebla lo tapaba todo.

Davy asintió.

La muchacha comenzó a llorar con desesperación.

—¿Por qué alguien quiere matarme? ¿Qué motivo hay para asesinarme? Esta es la segunda vez. No lo comprendo. ¿Por qué?

El inspector, con un brazo sujetando a la muchacha por los hombros, metió la otra mano en el bolsillo.

Las notas agudas de un silbato sonaron en la niebla.

3

En el vestíbulo del hotel Bertram’s, miss Gorringe no apartaba la mirada de la puerta.

Un par de huéspedes permanecían atentos. Los más viejos y sordos no se habían enterado de nada.

Henry, que se disponía a dejar una copa de brandy en una mesa, permanecía inmóvil con la copa en el aire.

Miss Marple continuaba sentada, pero con el cuerpo hacia adelante y las manos aferradas a los brazos del sillón.

—¡Otro accidente! ¡Coches que chocan por culpa de la niebla! —comentó un viejo almirante irritado.

Se movió la puerta giratoria y entró en el vestíbulo un agente que parecía un gigante.

Ayudaba a una muchacha vestida con un abrigo largo de piel clara que apenas si podía mover los pies. El policía miró a su alrededor buscando ayuda.

Miss Gorringe salió de la recepción dispuesta a hacerse cargo de la muchacha. Pero, en aquel momento, se abrió el ascensor. Una figura alta y elegante salió de la cabina, y la muchacha se desprendió de los brazos del policía para echar a correr con desesperación a través del vestíbulo.

—¡Mamá! —gritó—. ¡Mamá, mamá!

Hecha un mar de lágrimas se echó en los brazos de Bess Sedgwick.