El padre Pennyfather miró al inspector jefe Davy y al inspector Campbell, y los policías le devolvieron la mirada. El clérigo se encontraba de regreso en su casa. Sentado en un amplio sillón de su biblioteca, con una almohada detrás de la cabeza, los pies encima de un puf, y con una manta sobre las rodillas para recalcar su condición de enfermo.
—Mucho me temo —señaló con un tono amable— que simplemente no recuerdo nada en absoluto.
—¿No recuerda el accidente cuando le atropelló el coche?
—Para nada.
—Entonces, ¿cómo sabe que le atropelló un coche? —replicó Campbell en un intento por pillarle en falta.
—La mujer de la casa, ¿cómo se llamaba? ¿Mrs. Wheeling? Ella me lo dijo.
—¿Cómo lo sabía ella?
El clérigo le miró intrigado.
—Vaya, tiene usted razón. No podía saberlo, ¿verdad? Supongo que creyó que había tenido un accidente.
—¿De veras que no recuerda absolutamente nada? ¿Cómo es que fue a parar a Milton St. John?
—No tengo ni la más remota idea. Incluso el nombre me resulta completamente desconocido.
El enfado del inspector Campbell iba en aumento. El Abuelo intervino con su voz tranquila y amable.
—Sólo díganos lo último que recuerda, señor.
El anciano se volvió hacia Davy con una expresión de alivio. El escepticismo del otro policía le ponía incómodo.
—Iba a un congreso en Lucerna. Tomé un taxi para ir al aeropuerto, mejor dicho a la terminal aérea de Kensington.
—Sí. ¿Y después?
—Eso es todo. No recuerdo nada más. La próxima cosa que recuerdo es el armario.
—¿Qué armario? —preguntó Campbell en el acto.
—Estaba en el lugar equivocado.
Campbell ya estaba dispuesto a escarbar en la historia del armario en el lugar equivocado, pero su superior se lo impidió.
—¿Recuerda haber llegado a la terminal aérea, señor?
—Supongo que sí —respondió el padre con el tono de quien tiene muchísimas dudas sobre la cuestión.
—¿Qué me dice del vuelo a Lucerna?
—¿Volé a Lucerna? Si lo hice no lo recuerdo.
—¿Recuerda haber regresado al hotel Bertram’s aquella noche?
—No.
—¿Recuerda el hotel Bertram’s?
—Por supuesto. Estaba alojado allí. Un lugar muy cómodo. Tenía reservada una habitación.
—¿Recuerda haber viajado en tren?
—¿En tren? No, no recuerdo ningún tren.
—Hubo un asalto. Robaron un tren. No me diga, padre Pennyfather, que tampoco lo recuerda.
—Tendría que recordarlo, ¿verdad? —opinó el clérigo—. Sin embargo —añadió con un tono de disculpa—, no lo recuerdo. —Miró a los inspectores con una sonrisa amable.
—Entonces, según su declaración, no recuerda absolutamente nada después del viaje en taxi a la terminal aérea hasta que se despertó en la casa de los Wheeling en Milton St. John.
—Eso no tiene nada de particular —le aseguró Pennyfather—. Es algo que ocurre muy a menudo en casos de conmoción cerebral.
—¿Qué creyó que le había pasado cuando se despertó?
—Tenía un dolor de cabeza tan fuerte que en realidad me resultaba imposible pensar. Luego, por supuesto, comencé a preguntarme dónde estaba y Mrs. Wheeling me lo explicó además de servirme un plato de una sopa deliciosa. Me llamó «cariñito», «amor» y «pichoncito» —añadió con un ligero tono de desagrado—, pero se mostró atenta y bondadosa. Muy bondadosa.
—Mrs. Wheeling tendría que haber informado del accidente a la policía. Entonces le hubieran trasladado a un hospital para que recibiera el tratamiento adecuado —afirmó Campbell.
—La buena mujer me cuidó muy bien —afirmó el padre calurosamente, defendiendo a su protectora—, y tengo entendido que, en los casos de conmoción cerebral, se puede hacer muy poco, excepto mantener al paciente en un lugar tranquilo.
—Si recuerda usted alguna cosa más, padre Pennyfather…
El clérigo le interrumpió.
—Al parecer, he perdido cuatro días enteros de mi vida. Es muy curioso. Sí, muy curioso. No dejo de preguntarme dónde estuve y qué hice. Los médicos dicen que quizá lo recuerde en algún momento, aunque tal vez no lo recuerde nunca más, y me quede sin saber qué sucedió durante aquellos cuatro días. —Se le cerraron los párpados—. Tendrán que perdonarme, me siento muy fatigado.
—Ya es suficiente —intervino Mrs. McCrae, que se había mantenido cerca de la puerta por si era necesaria su intervención. Se acercó a los policías—. El doctor ha dicho que no se le debe preocupar —señaló con voz firme.
Los inspectores abandonaron sus asientos y caminaron hacia la puerta. Mrs. McCrae los guió hacia el vestíbulo como un perro pastor guiando al rebaño. El clérigo murmuró algo y el Abuelo, que acababa de cruzar el umbral, se volvió en el acto.
—¿Qué ha dicho? —preguntó, pero Pennyfather había vuelto a cerrar los ojos.
—¿Qué cree que dijo? —le preguntó Campbell en cuanto salieron de la casa, después de rechazar la taza de té que Mrs. McCrae les ofreció sin mucho entusiasmo.
—Creo que dijo «las murallas de Jericó» —respondió el Abuelo con un tono pensativo.
—¿Qué habrá querido decir con eso?
—A mí me suena a bíblico.
—¿Cree que alguna vez llegaremos a saber cómo consiguió el viejo ir desde Cromwell Road a Milton St. John?
—No creo que nos pueda ayudar mucho aunque quisiera —afirmó el inspector Davy.
—Aquella mujer que dice que lo vio en el tren después del asalto, ¿es posible que esté en lo cierto? ¿Puede estar mezclado de alguna manera con todos estos robos? Parece imposible. Es un anciano la mar de respetable. No se puede sospechar así por las buenas que el canónigo de la catedral de Chadminster está mezclado en el asalto a un tren correo, ¿verdad?
—No —respondió el abuelo, con la misma expresión pensativa de antes—. De la misma manera que nadie se puede imaginar al juez Ludgrove implicado en el atraco a una sucursal bancaria.
El inspector Campbell miró a su superior con curiosidad.
El viaje a Chadminster concluyó con una breve e inútil entrevista con el Dr. Stokes.
El ex médico se mostró agresivo, grosero y nada dispuesto a cooperar con la policía.
—Conozco a los Wheeling desde hace mucho tiempo. Digamos que son mis vecinos. Recogieron a un viejo en la carretera. No sabían si estaba borracho perdido o enfermo. Me pidieron que le echara un vistazo. Les dije que no estaba borracho, que se trataba de una conmoción cerebral.
—¿Usted le trató?
—En absoluto. No le traté, ni le receté, y tampoco le atendí. Ya no soy médico. Lo fui una vez, pero ahora no. Les dije que lo correcto era llamar a la policía. Si lo hicieron o no, no lo sé. No es asunto mío. Ambos son un poco tontos, pero son buena gente.
—¿No se le ocurrió que usted podía avisar a la policía?
—No, ni se me pasó por la cabeza. No soy médico. No tenía absolutamente nada que ver conmigo. Como ser humano les dije que no le obligaran a beber whisky y que le mantuvieran acostado y en silencio, hasta que llegara la policía.
Dicho esto, el Dr. Stokes les miró furioso y los policías no tuvieron más remedio que marcharse.