Capítulo XIII

El inspector jefe Fred Davy, con su corpachón que recordaba vagamente al de un abejorro gigante, se paseaba por los confines del Departamento de Investigación Criminal, canturreando suavemente. Era uno de sus hábitos más conocidos, y a nadie le llamó la atención excepto para dar lugar al comentario de que «el Abuelo andaba husmeando».

Su paseo le llevó finalmente hasta el despacho donde el inspector Campbell estaba sentado detrás de su escritorio, con una expresión aburrida. El inspector Campbell era un joven ambicioso al que la mayoría de sus ocupaciones le resultaban terriblemente monótonas. Sin embargo, se ocupaba aplicadamente de todas sus obligaciones y había conseguido bastantes éxitos en el cumplimiento del deber. Los jefes consideraban que prometía y, de vez en cuando, le hacían llegar alguna palabra de felicitación.

—Buenos días, señor —saludó el inspector Campbell respetuosamente, cuando el Abuelo entró en sus dominios. Naturalmente, él sólo llamaba «Abuelo» a Davy como todos los demás cuando no estaba presente, porque aún no tenía el rango ni la antigüedad necesaria para llamarle directamente por su apodo.

—¿Puedo hacer algo por usted, señor?

La, la, bum, bum —canturreó el inspector jefe, desafinando un poco—. «¿Por qué me llaman Mary cuando mi nombre es miss Gibbs»? —Después de esta inesperada resurrección de una viejísima comedia musical, acercó una silla y se sentó.

—¿Ocupado? —le preguntó al joven.

—Más o menos.

—Tiene por ahí un caso de desaparición que tiene que ver con un hotel, ¿no es así? ¿Cómo se llamaba? ¿Bertram’s, no?

—Sí, así es, señor. El hotel Bertram’s.

—¿Alguna infracción en la venta de bebidas alcohólicas? ¿Mujeres?

—No, señor —exclamó el inspector Campbell, un tanto sorprendido al escuchar que alguien se refiriera al Bertram’s, como vinculado a algo ilícito—. Es un lugar al estilo antiguo, muy bonito y refinado.

—¿Lo es? —replicó el Abuelo—. ¿De veras lo es? Vaya, eso es muy interesante.

Campbell se preguntó por qué era interesante. Prefería no preguntarlo porque los ánimos de las altas jerarquías estaban un tanto exaltados desde el asalto al tren correo, pues había representado un gran éxito para los malhechores. Miró el rostro grande y la expresión vacua del Abuelo, y se preguntó, como había hecho otras veces, cómo había hecho el jefe inspector Davy para alcanzar su actual rango y por qué se le valoraba tanto en el departamento. «Habrá sido muy capaz en su época», pensó, «pero hay muchos jóvenes muy capaces que se merecen un ascenso en cuanto jubilen a todos estos carcamales». Pero el carcamal había comenzado a entonar otra canción, salpicando el canturreo con una palabra aquí y otra más allá.

«Dime, bella desconocida, ¿hay alguien más como tú en la casa»? —entonó el Abuelo y, después, con una inesperada voz de falsete, añadió—: «Algunas, amable señor, y las más hermosas que pudierais imaginar». Un momento, creo que las he mezclado. Floradora. Ésa sí fue una gran comedia.

—Creo que he oído hablar de ella, señor.

—Supongo que su madre se la cantaría cuando usted estaba en la cuna —señaló Davy—. Muy bien, ¿qué ha pasado en el hotel Bertram’s? ¿Quién, cómo y por qué ha desaparecido?

—Un viejo clérigo. Alguien llamado Pennyfather.

—Un caso aburrido, ¿no?

El inspector Campbell sonrió.

—Sí, señor, no se puede decir que sea algo excitante.

—¿Qué aspecto tenía?

—¿El padre Pennyfather?

—Sí. Supongo que tendrá una descripción.

—Desde luego. —Campbell buscó entre los papeles que tenía en el escritorio—. Altura mediana, pelo blanco abundante, encorvado…

—¿Cuándo desapareció del Bertram’s?

—Hará cosa de una semana, el 19 de noviembre.

—¿Y lo acaban de denunciar? Se han tomado su tiempo, ¿no le parece?

—Creo que todos creían que acabaría por aparecer.

—¿Alguna idea de lo que hay detrás? ¿Un hombre decente y temeroso de Dios se fuga de buenas a primeras con la esposa de un sacristán? ¿Bebía en secreto o había malversado los fondos de la iglesia? ¿O es de esos viejos desmemoriados que suelen hacer este tipo de cosas?

—Por lo que me han dicho, señor, creo que se trata de lo último. Ya lo ha hecho en otras ocasiones.

—¿Qué? ¿Desaparecer de un respetable hotel del West End?

—No, no es eso exactamente, pero en ocasiones no ha regresado a su casa cuando le esperaban. Algunas veces, se ha presentado para quedarse en casa de algún amigo cuando no le habían invitado, o no se presentó cuando sí le habían invitado. Esa clase de cosas.

—Sí. Todo eso suena muy bonito, natural y de acuerdo a lo esperado —manifestó el Abuelo—. ¿Cuándo dice que desapareció exactamente?

—El jueves 19 de noviembre. Había asegurado su asistencia a un congreso. —Consultó los papeles—. Ah, sí, en Lucerna. La Sociedad de Estudios Históricos de la Biblia. Ése es el nombre traducido. Creo que en realidad es una sociedad alemana.

—¿Iba a celebrarse en Lucerna? El viejo… es viejo, ¿no?

—Sesenta y tres años, señor.

—¿El viejo no se presentó en el congreso, o me equivoco?

Una vez más, el inspector Campbell cogió los papeles y le leyó todos los hechos que habían podido ser comprobados.

—No parece como si se hubiera escapado con un niño del coro —comentó Davy.

—Supongo que no tardará en aparecer —replicó Campbell—, pero continuamos investigando. ¿Tiene usted algún interés especial en el caso, señor? —El joven apenas si podía reprimir la curiosidad.

—No —respondió Davy pensativo—. No, no estoy interesado en el caso. No veo nada que pueda interesarme.

Se produjo una pausa que contenía claramente la pregunta «¿Y entonces?» que el inspector Campbell sabía muy bien que no podía formular en voz alta.

—Lo que a mí me interesa de verdad —señaló el Abuelo— es la fecha y, por supuesto, el hotel Bertram’s.

—Es un lugar muy bien llevado, señor. Allí nunca hay problemas de ninguna clase.

—No me cabe ninguna duda de que eso está muy bien llevado —afirmó Davy—, pero preferiría echarle un vistazo.

—Desde luego, señor, cuando usted quiera. Precisamente pensaba darme una vuelta por allí.

—En ese caso aprovecharé para ir con usted. No para entrometerme, ni nada por el estilo, pero me gustaría echarle una ojeada al lugar, y la desaparición de ese archidiácono, o lo que sea, es una buena excusa. No hace falta que me llame «señor» cuando estemos allí. Usted es el que manda y yo seré el subalterno.

Al inspector Campbell volvió a picarle la curiosidad.

—¿Usted cree que allí podría haber una conexión, señor, algo que estuviera vinculado con alguna otra cosa?

—Hasta este momento, no hay ninguna razón para creer nada semejante. Pero ya sabe usted como es. Uno tiene, no sé bien cómo llamarlos, ¿pálpitos, quizás? El hotel Bertram’s suena como algo demasiado bueno para ser cierto.

Volvió a su imitación de un abejorro con su versión de «¡Vayamos todos a pasear por el Strand!.»

Los dos inspectores salieron juntos. Campbell, muy elegante con su traje oscuro (tenía un tipo excelente), y Davy, con el aire de un paleto que acaba de llegar del campo. Formaban buena pareja. Sólo el ojo experto de miss Gorringe los clasificó en cuanto entraron en el vestíbulo y comprendió quienes eran. Se esperaba una visita de este tipo desde el momento en que había informado de la desaparición del padre Pennyfather, y que tendría que mantener una entrevista de rutina con un agente.

Una discreta llamada a la joven que la secundaba en la recepción hizo que ésta se adelantara para ocuparse de las consultas ordinarias de los clientes, mientras miss Gorringe se apartaba hacia un lateral del mostrador y miraba a los dos hombres. El inspector Campbell dejó su tarjeta sobre el mostrador y ella asintió, al tiempo que miraba al hombretón con la chaqueta de tweed. Observó que se había vuelto ligeramente para contemplar el vestíbulo y sus ocupantes, con un placer un tanto infantil ante el espectáculo de la clase alta moviéndose a su alrededor.

—¿Quieren ustedes pasar a la oficina? —preguntó miss Gorringe—. Allí podremos hablar con más tranquilidad.

—Sí, creo que será lo mejor.

—Tienen ustedes un lugar muy bonito —comentó el hombre mayor con su expresión de paleto—. Muy cómodo —añadió, mirando complacido el fuego que ardía en la chimenea—. La comodidad de antaño.

Miss Gorringe sonrió satisfecha.

—Sí, desde luego. Estamos orgullosos de las comodidades que ofrecemos a nuestros clientes. —Se volvió hacia su ayudante—. ¿Quieres hacerte cargo, Alice? Aquí está el registro. Lady Jocelyn no tardará en llegar. Seguramente querrá cambiar de habitación en cuanto la vea, pero debes explicarle que el hotel está al completo. Si es necesario, puedes mostrarle la 340, que está en el tercer piso, y ofrecérsela. No es una habitación muy agradable y estoy segura de que se conformará con la que tiene en cuanto vea la otra.

—Sí, miss Gorringe.

—Ah, y recuérdale al coronel Mortimer que sus prismáticos están aquí. Esta mañana me pidió que se los guardara. No permitas que se marche sin recogerlos.

—No, miss Gorringe.

Resueltos estos detalles menores, miss Gorringe miró a los dos policías, salió de la recepción y se dirigió hacia una puerta que no tenía rótulo alguno. La abrió y entraron en una pequeña oficina de aspecto un tanto lóbrego. Los tres se sentaron.

—De acuerdo con los informes —manifestó el inspector Campbell, consultando sus notas—, el hombre desaparecido es el padre Pennyfather. Aquí tengo el informe del sargento Wadell. Quizá pueda usted explicarme exactamente con sus propias palabras qué ocurrió.

—No creo que el padre Pennyfather haya desaparecido realmente en el sentido que normalmente le damos a la palabra —respondió miss Gorringe—. A mí me parece que debió encontrarse con un amigo en alguna parte, un viejo amigo o algo así, y que se marchó con él a alguna reunión de eruditos aquí o en el continente. Siempre es muy vago en sus explicaciones.

—¿Hace mucho tiempo que le conoce?

—Es cliente del hotel desde hace, déjeme pensar, sí, desde hace unos cinco o seis años como mínimo.

—Usted también lleva mucho tiempo aquí, ¿no es así? —preguntó Davy, interviniendo súbitamente en la conversación.

—Llevo aquí catorce años.

—Es un bonito lugar —repitió Davy—. ¿El padre Pennyfather siempre se alojaba aquí cuando venía a Londres?

—Sí. Era un cliente habitual. Siempre escribe con bastante anticipación para hacer la reserva. Es mucho menos parco cuando escribe que en la vida real. Pidió una habitación desde el 17 al 21. Durante esos días esperaba estar ausente durante una o dos noches, y explicó que deseaba mantener la habitación mientras estaba de viaje. Era algo que hacía a menudo.

—¿Cuándo comenzó a preocuparse por su ausencia? —preguntó Campbell.

—La verdad es que no me preocupé. Desde luego, fue un tanto incómodo. Verá, estaba reservada su habitación para otro huésped que llegaba el 23 y fue entonces cuando advertí, antes no me había dado cuenta, de que no había regresado de Lugano.

—En mis notas aparece Lucerna —señaló Campbell.

—Sí, sí, creo que era Lucerna. Un congreso de arqueología o algo así. En cualquier caso, cuando me di cuenta de que no había regresado y que su equipaje continuaba en la habitación, se planteó una situación bastante incómoda. En esta época del año tenemos el hotel siempre lleno, y había un cliente a quien le habíamos dado la habitación del padre: la honorable Mrs. Saunders, de Lyme Regis. Ella siempre ocupa esa habitación. Entonces fue cuando llamó el ama de llaves. Estaba preocupada.

—Según dijo el archidiácono Simmons, el ama de llaves es Mrs. McCrae. ¿La conoce?

—No personalmente, pero he hablado con ella por teléfono en un par de ocasiones. Creo que es una persona sensata y de mucha confianza, que lleva muchos años al servicio del padre Pennyfather. Estaba preocupada como es natural. Creo que ella y el archidiácono se pusieron en contacto con los amigos más cercanos y los familiares, pero ninguno sabía nada de los movimientos del padre. A la vista de que esperaba la visita del archidiácono, no deja de ser extraño que el padre no regresara a casa para recibir a su amigo.

—¿El padre es siempre tan desmemoriado? —preguntó el Abuelo.

Miss Gorringe no le hizo caso. Le parecía que el hombretón, a quien atribuía como mucho la condición de sargento, intervenía en la conversación más de la cuenta.

—Ahora, para colmo —añadió miss Gorringe con un tono irritado—, me acabo de enterar por boca del archidiácono Simmons de que el padre ni siquiera asistió al congreso en Lucerna.

—¿Envió algún telegrama para avisar que no iría?

—No lo creo, al menos no desde aquí. Ningún telegrama ni llamada. La verdad es que no sé nada de Lucerna, sólo me preocupa nuestra intervención en el asunto. La noticia de su desaparición se ha publicado en los periódicos, aunque no han mencionado que estaba alojado aquí. Espero que no lo hagan. No queremos a los reporteros por aquí, a nuestros huéspedes no les gustaría. Le estaríamos muy agradecidos, inspector Campbell, si evita que aparezcan. Después de todo, no desapareció en el hotel.

—¿Sus maletas siguen aquí?

—Sí, en el cuarto de equipajes. Si no viajó a Lucerna, ¿han considerado ustedes la posibilidad de que le atropellara un coche o algo así?

—El padre Pennyfather no ha sido víctima de ningún accidente —respondió el policía.

—En realidad no deja de ser curioso, muy curioso —opinó miss Gorringe. El enfado había sido reemplazado por un leve interés—. Me refiero a que una se pregunta adonde ha podido ir y porqué.

El Abuelo le dirigió una mirada comprensiva.

—Desde luego, usted sólo considera este asunto desde el punto de vista del hotel. Algo muy natural.

—Tengo entendido —intervino el inspector Campbell, consultando sus notas una vez más—, que el padre Pennyfather se marchó de aquí alrededor de las seis y media de la tarde del jueves, día 19. Llevaba una bolsa de viaje y cogió un taxi. Le dijo al portero que el taxi debía llevarle al club Athenaeum.

Miss Gorringe asintió.

—Sí. Cenó en el Athenaeum. El archidiácono Simmons me dijo que fue allí donde le vieron por última vez.

El tono de firmeza en la voz de miss Gorringe sonó muy claro mientras traspasaba la responsabilidad de ver al padre por última vez desde el hotel Bertram’s al club Athenaeum.

—Está muy bien esto de tener los hechos claros —señaló el Abuelo con su amable vozarrón—. Ahora los tenemos claros. Salió de aquí con su bolsa de viaje azul, ¿era azul, no? Salió de aquí, no regresó, y eso es todo.

—Verá. Por mucho que quiera, la verdad es que no puedo ayudarle —manifestó miss Gorringe, mostrando su disposición a dar por acabada la entrevista y volver a su trabajo.

—Es evidente que usted no puede ayudarnos —replicó Davy—. Pero si podría haber alguien más que sí pudiera hacerlo.

—¿Alguien más?

—Sí, algún miembro del personal.

—No creo que ninguno de los empleados sepa ni media palabra o, de la contrario, me lo hubieran dicho.

—Bueno, nunca se sabe. Lo que quiero decir es que se lo hubieran dicho de saber algo concreto. Pero yo estaba pensando en algo que el padre quizá dijo.

—¿Cómo qué? —preguntó miss Gorringe perpleja.

—Cualquier comentario casual que pudiera brindarnos una pista. Algo así como: «Esta noche iré a ver a un amigo al que no veía desde que nos encontramos en Arizona». Algo así, o «La semana que viene me alojaré en casa de una prima porque es la confirmación de su hija». Cuando se trata de personas desmemoriadas, este tipo de comentarios son de gran ayuda. Señalan lo que pasaba por la mente de la persona. Quizá cuando acabó de cenar en el Athenaeum, subió a un taxi y se dijo: «¿Adónde iba yo?» y como se había quedado con la idea, pongamos por caso de la confirmación, le dio al taxista la dirección de la casa de la prima.

—Ya le entiendo —contestó miss Gorringe con un tono de duda—. Sin embargo, parece bastante improbable.

—Nunca se sabe dónde saltará la liebre —replicó el Abuelo alegremente—. Después están los huéspedes. Supongo que el padre Pennyfather conocerá a unos cuantos, dado que se aloja aquí con bastante frecuencia.

—Eso sí —admitió miss Gorringe—. Déjeme ver. Le he visto hablando con lady Selina Hazy. Después está el obispo de Norwich. Creo que son viejos amigos. Estudiaron juntos en Oxford. También están Mrs. Jameson y sus hijas. Son paisanos. Sí, creo que conoce a muchos de nuestros huéspedes.

—Por lo tanto —señaló el Abuelo—, es probable que hablara con alguno de ellos. Quizá mencionó algún detalle aparentemente sin importancia que nos pueda dar una pista. ¿Alguno de los huéspedes que están alojados aquí en este momento es amigo del padre?

Miss Gorringe frunció el entrecejo mientras hacía memoria.

—Creo que el general Radley todavía está aquí —respondió finalmente—. También hay una dama mayor que viene de no sé qué pueblo. Me dijo que se alojaba aquí durante su infancia. Ahora mismo no consigo recordar su nombre, pero se lo averiguaré. No, espere, ya lo tengo. Miss Marple, sí, ése es su nombre. Creo que ella le conoce.

—Bueno, podemos comenzar con esos dos. Supongo que también habrá una camarera, ¿no?

—Desde luego. Pero a la camarera del piso ya la entrevistó el sargento Wadell.

—Lo sé, pero quizá no le formuló ninguna pregunta desde este ángulo. ¿Qué me dice del camarero que servía su mesa? ¿O del jefe de comedor?

—Ah, se refiere usted a Henry.

—¿Quién es Henry? —preguntó el Abuelo.

Miss Gorringe le miró casi pasmada. Le parecía un sacrilegio que alguien no conociera a Henry.

—No sé cuántos años lleva Henry aquí —replicó—. Tiene usted que haberle visto sirviendo el té cuando entró.

—Todo un personaje, ¿eh? —dijo el inspector Davy—. Creo recordarlo.

—No sé qué haríamos sin Henry —afirmó la encargada de la recepción con mucho sentimiento—. Es una persona maravillosa. Es el que da tono al lugar.

—Quizá quiera servirme un té —comentó el Abuelo—. Vi que estaban sirviendo muffins. No me importaría nada comerme un par de muffins.

—Faltaría más —dijo miss Gorringe con un tono un tanto desabrido. Se volvió hacia el inspector Campbell—: ¿Quiere que les sirvan el té en el vestíbulo?

—Eso sería… —comenzó el inspector, pero se interrumpió al ver que la puerta se abría violentamente y aparecía Mr. Humfries como un Júpiter tonante.

Se mostró un tanto sorprendido, y dirigió a miss Gorringe una mirada interrogante.

—Estos dos caballeros son de Scotland Yard, Mr. Humfries —le explicó la recepcionista.

—Soy el inspector detective Campbell.

—Ah, sí, desde luego. El asunto del padre Pennyfather. Algo de lo más extraordinario. Espero que no le haya ocurrido nada desagradable. Es un viejo encantador.

—Lo mismo digo —intervino miss Gorringe—. Es una persona muy amable.

—Alguien de la vieja escuela —opinó Mr. Humfries complacido.

—Por lo que he visto, ustedes tienen aquí muchos clientes de la vieja escuela —señaló Davy.

—Supongo que sí —asintió Mr. Humfries—. En eso lleva usted razón. Sí, en muchos sentidos se puede decir que somos una reliquia bien conservada.

—Tenemos clientes fijos —señaló miss Gorringe, orgullosa—. La misma gente que viene año tras año. También tenemos a muchos norteamericanos. Gente de Boston y Washington. Personas muy discretas y agradables.

—Les gusta nuestro ambiente inglés —afirmó Mr. Humfries con una sonrisa resplandeciente.

El Abuelo le miró pensativo.

—¿Están ustedes absolutamente seguros de que no recibieron ningún mensaje del padre? —preguntó el inspector Campbell—. Me refiero a la posibilidad de que quizás alguien recibiera el mensaje y se olvidara de escribirlo o comunicarlo.

—Todos los mensajes telefónicos se anotan con el máximo de cuidado —señaló miss Gorringe con un tono glacial—. No puedo imaginar que alguien hubiera recibido un mensaje sin pasármelo después a mí o a la persona que estuviera en la recepción.

La recepcionista miró al inspector con mal disimulado enojo.

El inspector Campbell pareció impresionado por la actitud de miss Gorringe.

—Por si no lo sabe, ya hemos respondido antes a todas estas preguntas —manifestó Mr. Humfries con un tono también bastante desabrido—. Le hemos dado toda la información de que disponíamos a su sargento. Por cierto, no recuerdo su nombre.

El Abuelo que se había mantenido un poco al margen, intervino en la discusión.

—Verá usted —dijo con un tono amistoso—, las cosas parecen estar tomando un cariz un tanto grave. No parece tratarse de un simple despiste. Por eso considero que sería muy conveniente poder hablar unos minutos con las dos personas que ha mencionado: el general Radley y miss Marple.

—¿Usted quiere que le concierte una entrevista con ellos? —Mr. Humfries no parecía muy feliz con la idea—. El general Radley es sordo como un tapia.

—No creo que sea necesario hacerlo tan formal —señaló el inspector Davy—. No queremos preocupar a nadie. Puede dejar el asunto en nuestras manos y lo haremos con toda discreción. Usted sólo tiene que señalarnos quienes son. Existe la posibilidad de que el padre Pennyfather les mencionara cuáles eran sus planes, el nombre de la persona que le esperaba en Lucerna o quién le acompañaría a Suiza. En cualquier caso, vale la pena hacer el intento.

Mr. Humfries respiró un poco más tranquilo.

—¿Hay algo más que podamos hacer por ustedes? —preguntó—. Estoy seguro de que comprenderán que estamos dispuestos a ayudar en todo lo posible, pero ustedes deben entender que nos preocupa mucho la publicidad adversa en los periódicos.

—Desde luego —manifestó Campbell.

—También quisiera hablar con la camarera —señaló el Abuelo.

—Por supuesto, si eso es lo que desea. Dudo mucho que pueda decirle nada interesante.

—Probablemente no. Pero siempre puede haber algún detalle, cualquier comentario que el padre hiciera sobre una carta o una cita. Nunca se sabe.

Mr. Humfries miró su reloj.

—La camarera entra a las seis. Atiende el segundo piso. Quizá, mientras esperan, quieran tomar el té.

—Me parece perfecto —afirmó el Abuelo.

Salieron todos juntos de la oficina.

—El general Radley estará en el salón de fumar —dijo miss Gorringe—. Es la primera puerta de aquel pasillo a la izquierda. Supongo que estará sentado frente al fuego con The Times, pero —añadió discretamente— creo que le encontrará durmiendo. ¿Está usted seguro de que no quiere…?

—No, no, ya me ocuparé yo —respondió Davy—. En cuanto a la otra, la señora mayor…

—Está sentada allí, junto a la chimenea.

—¿La del pelo blanco alborotado que hace calceta? —preguntó el Abuelo, mirando en la dirección indicada—. Podría trabajar en el teatro, ¿verdad? Tiene todo el aspecto de la tía abuela universal.

—Las tías abuelas ya no son así en la actualidad —dijo miss Gorringe—. Y ya puestos, tampoco las abuelas ni las bisabuelas. Ayer llegó la marquesa de Barlowe. Es bisabuela. Francamente, no la reconocí cuando entró. Recién llegada de París. El rostro era una máscara rosa y blanca, el pelo rubio platino y supongo que la silueta era artificial, pero estaba maravillosa.

—¡Ah! —exclamó el Abuelo—. Personalmente, las prefiero anticuadas. Bien, muchas gracias, miss Gorringe. —Se volvió hacia Campbell—. Yo me ocuparé de hablar con estas personas, si le parece bien, señor. Sé que tiene usted una cita importante.

—Así es —asintió Campbell, que le siguió el juego—. Supongo que no conseguiremos gran cosa, pero vale la pena intentarlo.

Mr. Humfries se dirigió a su despacho mientras decía:

—¿Miss Gorringe, puede venir un momento, por favor?

La recepcionista obedeció la llamada del director y entró en la habitación. Vio a Humfries que se paseaba como una fiera enjaulada.

—¿Para qué quieren ver a Rose? —le preguntó a la mujer, con un tono imperioso—. Wadell le hizo todas las preguntas que se podían esperar.

—Supongo que es una cuestión de rutina.

—Creo que debe usted hablar primero con ella —señaló Humfries.

Miss Gorringe pareció un tanto sorprendida.

—Sin duda, el inspector Campbell…

—No me preocupa el inspector Campbell —le interrumpió su jefe—. Es el otro. ¿Sabe quién es?

—Me parece que no mencionó su nombre. Debe tratarse de algún sargento. Un tipo bastante palurdo.

—Palurdo… ¡y un cuerno! —afirmó Mr. Humfries, abandonando toda pretensión de elegancia—. Es el inspector jefe Davy, un viejo zorro. Es uno de los policías mejor considerados de Scotland Yard. Me gustaría saber qué está haciendo aquí. Me da mala espina tenerlo rondando por el hotel haciéndose el tonto.

—¿No creerá…?

—No sé qué pensar, pero le digo que no me gusta. ¿Quiere ver a alguien más aparte de Rose?

—Creo que tiene la intención de hablar con Henry.

Mr. Humfries se echó a reír. Miss Gorringe le secundó.

—No hace falta que nos preocupemos por Henry.

—No, desde luego.

—¿Qué pasa con los huéspedes que conocen al padre Pennyfather?

Mr. Humfries volvió a soltar la carcajada.

—Le deseo suerte con el viejo Radley. Tendrá que desgañitarse si quiere hacerse escuchar y no conseguirá nada a cambio. Ya puede hablar todo lo que quiera con Radley y esa vieja clueca, miss Marple. En cualquier caso, no me gusta que ande husmeando por aquí.