Mrs. McCrae, ama de llaves del padre Pennyfather, había encargado un lenguado para la cena del día de su regreso. Las ventajas inherentes a un buen lenguado eran muchas y diversas. No era necesario meterlo en el horno o la sartén hasta que el padre estuviera sano y salvo en casa. Se podía guardar hasta el día siguiente si se presentaba tal eventualidad. Al padre Pennyfather le gustaba el lenguado. Pero, si recibía una llamada telefónica o un telegrama avisándole de que el padre Pennyfather esta noche se quedaría en cualquier otra parte, Mrs. McCrae no tendría ningún inconveniente en comérselo porque le gustaba mucho el lenguado. Por consiguiente, todo estaba a punto para el regreso del padre. Al lenguado le seguiría una bandeja de crepés. El lenguado descansaba en la mesa de la cocina, junto a un bol con la pasta de las crepés. No faltaba detalle. Brillaba el latón, resplandecía la plata, no se veía por ninguna parte ni la más minúscula mota de polvo. Sólo faltaba una cosa. La presencia del padre.
Pennyfather, si no ocurría nada extraordinario, llegaría de Londres en el tren de las 6.30.
A las 7 no había llegado. Seguramente el tren se había retrasado. A las 7.30, seguía sin aparecer. Mrs. McCrae suspiró un tanto enfadada. Tenía la sospecha de que ésta sería otra de sus cosas. Dieron las 8 y ni rastro del padre. La buena mujer volvió a suspirar, esta vez enfadada. Muy pronto, sin duda, recibiría una llamada telefónica, aunque caía dentro de los límites de lo posible que tampoco hubiera la supuesta llamada. Lo más probable era que él decidiera enviarle una carta y, después de escribirla, se olvidara de enviarla.
«¡Vaya, vaya!» exclamó Mrs. McCrae.
A las 9 se preparó tres crepés. El lenguado lo guardó en la nevera tapado con un plato. «¿Me pregunto dónde estará ahora?». Sabía por experiencia que podía encontrarse en cualquier parte. Había probabilidades de que descubriera el error a tiempo para enviarle un telegrama o que la telefoneara antes de que se fuera a dormir. «Esperaré hasta las 11, pero ni un minuto más». Ella se acostaba puntualmente a las 10.30 y aguantar hasta las once lo consideraba un deber. Pero si a las 11 no se producía ninguna novedad, si no recibía una palabra del canónigo, entonces Mrs. McCrae se consideraría en libertad de cerrar la casa e irse a la cama.
No se puede decir que estuviera preocupada. Esto era algo que había ocurrido antes. No había nada que se pudiera hacer, excepto esperar alguna noticia. Las posibilidades eran muchas. El padre podía haber tomado un tren equivocado y no descubrir el error hasta encontrarse en Land’s End o John O’Groats, o bien podía seguir en Londres porque se hubiera equivocado de fecha y, por lo tanto, estuviera convencido de que debía regresar al día siguiente. También podía haber encontrado a algún amigo o amigos en aquel congreso en el extranjero al que debía asistir y le hubieran convencido para que se quedara un día más o quizá todo el fin de semana. Tal vez había pensado avisarla, pero lo había olvidado. Por lo tanto, como ya se ha dicho, no estaba preocupada. Pasado mañana llegaría su viejo amigo, el archidiácono Simmons, para pasar unos días en su compañía. Ésta era una de las cosas que el padre sí recordaría, o sea que él en persona o en su defecto un telegrama llegarían mañana. Como muy tarde, Pennyfather aparecería pasado mañana. En caso contrario, recibiría una carta.
Sin embargo, amaneció el nuevo día sin que se supiera nada del padre. Por primera vez, Mrs. McCrae experimentó una leve inquietud. Entre las 9 y la 1 de la tarde, observó varias veces el teléfono sin acabar de decidirse. Mrs. McCrae tenía unas ideas fijas en cuanto al teléfono. Lo utilizaba y admitía sus ventajas, pero no acababa de gustarle. Hacía por teléfono algunas de sus compras, aunque prefería por encima de todo ir personalmente a las tiendas, debido a la muy popular creencia de que si no se ve lo que se compra, el tendero intentará aprovecharse. En cualquier caso, los teléfonos eran útiles para los asuntos domésticos. De vez en cuando, pero muy de vez en cuando, llamaba a sus amigos o familiares que vivían en el vecindario. Hacer una llamada que no fuera local, o a Londres, la trastornaba muchísimo. Lo consideraba como un vergonzoso despilfarro. No obstante, comenzó a meditar sobre el problema de usar el teléfono.
Finalmente, cuando amaneció otro día sin tener noticias del canónigo, decidió actuar. Sabía que el padre Pennyfather se alojaba en el hotel Bertram’s. Un lugar bonito y respetable. Podía llamar y hacer algunas averiguaciones. Probablemente sabrían dónde estaba el canónigo. No era un hotel cualquiera. Pediría hablar con miss Gorringe, una mujer sensata y eficiente. Claro que quedaba la posibilidad de que el canónigo regresara con el tren de las 12.30. En ese caso aparecería en cualquier momento.
Pero pasaron los minutos y el canónigo no apareció. Mr. McCrae inspiró con fuerza, se armó de valor y pidió una llamada a Londres. Esperó, mordiéndose el labio y con el auricular pegado a la oreja.
—Hotel Bertram’s a su servicio.
—Por favor, deseo hablar con Miss Gorringe.
—Un momento. ¿Quién le llama?
—Soy el ama de llaves del padre Pennyfather. Mrs. McCrae.
—Un momento, por favor.
En menos de un minuto, se oyó la voz tranquila de miss Gorringe.
—Soy miss Gorringe. ¿Dice usted que es el ama de llaves del padre Pennyfather?
—Así. Soy Mrs. McCrae.
—Ah, sí, desde luego. ¿Qué puedo hacer por usted, Mrs. McCrae?
—¿El padre Pennyfather continúa alojado en el hotel?
—Me alegro de que haya llamado. Estábamos un poco preocupados porque no sabíamos muy bien qué hacer.
—¿Quiere usted decir que le ha ocurrido algo al padre Pennyfather? ¿Ha sufrido un accidente?
—No, no, nada de eso. Pero esperábamos su regreso de Lucerna el viernes o el sábado.
—Sí, es correcto.
—Pues no regresó. Claro que eso no tiene nada de sorprendente. Tenía alquilada la habitación, quiero decir que la tenía alquilada hasta ayer. Sin embargo, ayer no se presentó ni mandó aviso y sus cosas siguen aquí, la mayor parte de su equipaje. No tenemos muy claro qué hacer con las maletas. Desde luego —se apresuró a añadir miss Gorringe—, sabemos que el padre Pennyfather es a veces un tanto olvidadizo.
—¡Ya lo puede decir!
—Eso nos plantea una pequeña dificultad. Estamos al completo. Su habitación ya está reservada para otro huésped. —Miss Gorringe hizo una breve pausa—. ¿Usted no tiene idea de dónde puede estar?
—¡Ese hombre puede estar en cualquier parte! —replicó Mrs. McCrae con un tono de amargura—. Bien, muchas gracias por su ayuda, miss Gorringe.
—Si hay algo más que pueda hacer… —sugirió la recepcionista con un tono amable.
—Yo diría que no tardaré en tener noticias. —Mrs. McCrae volvió a darles las gracias y colgó.
Permaneció sentada junto al teléfono con expresión intranquila. No temía por la seguridad personal del padre. Si le hubiera ocurrido cualquier accidente ya se lo habrían comunicado, estaba completamente segura. En general, el canónigo no era una persona proclive a los accidentes. Era lo que Mrs. McCrae llamaba «un cabeza de chorlito», y los cabeza de chorlito parecían estar protegidos por una divinidad aparte. Sin preocuparse por lo que hacían, eran capaces de sobrevivir a una estampida de elefantes. No, le resultaba imposible imaginarse al padre Pennyfather tendido en alguna cama de hospital. Se encontraba en algún lugar, la mar de tranquilo y feliz, disfrutando de la compañía de éste o aquel amigo. Quizá todavía continuaba en el extranjero. El problema era que el archidiácono Simmons llegaba esta tarde, y esperaría encontrar a su amigo para darle la bienvenida. No podía avisar al archidiácono porque no sabía su paradero. Todo era muy difícil, pero, como siempre ocurre en la mayoría de las dificultades, también había un lado brillante. En este caso, el lado brillante era el propio archidiácono. Simmons sabría qué hacer. Dejaría el problema en sus manos.
El archidiácono era el lado opuesto de su empleador. Sabía adonde iba, qué hacía y siempre tenía el convencimiento absoluto de saber qué hacer en cada momento y cómo hacerlo. Un clérigo cargado de confianza. El archidiácono Simmons, cuando arribó, se enfrentó a las explicaciones, disculpas y preocupaciones de Mrs. McCrae con toda entereza. No mostró la menor señal de alarma.
—Vamos, no se preocupe usted más, Mrs. McCrae —manifestó con su habitual estilo risueño, mientras se sentaba dispuesto a disfrutar de la cena que la mujer le había preparado—. Ya verá cómo encontraremos al desmemoriado. ¿Alguna vez le contaron aquella anécdota de Chesterton, ya sabe, G. K. Chesterton, el escritor? Le envió un telegrama a su esposa cuando se marchó en una gira de conferencias. «Estoy en la estación de Crewe. ¿Dónde tenía que estar?».
Se echó a reír. Mrs. McCrae mostró una sonrisa de compromiso. No le pareció una anécdota muy graciosa porque era precisamente lo que el padre Pennyfather podía haber hecho.
—¡Ah! —exclamó el archidiácono—, unas excelentes chuletas de ternera. Es usted una cocinera maravillosa, Mrs. McCrae. Espero que mi viejo amigo sepa apreciarla en lo que vale.
A las chuletas le siguió un pudín con salsa de arándanos que el ama de llaves recordaba como uno de los postres favoritos del archidiácono, y ahora el buen hombre se aplicaba con diligencia a rastrear al amigo perdido. Utilizaba el teléfono con un vigor y una despreocupación tan absoluta por el gasto, que Mrs. McCrae no las tenía todas consigo, aunque tampoco podía desaprobarlo porque, en definitiva, lo que se trataba era de encontrar a su patrón.
Después de intentar primero, como era lógico, con la hermana de Pennyfather, quien se interesaba muy poco por las ideas y venidas de su hermano y, como de costumbre, no tenía ni la menor idea de dónde estaba o podía estar, el archidiácono extendió sus redes un poco más. Volvió a llamar al hotel Bertram’s y consiguió todos los detalles posibles. Al padre se le había visto salir a última hora de la tarde con una bolsa de viaje, pero el resto de su equipaje se había quedado en la habitación que había tenido la prudencia de reservar. Había mencionado que se marchaba a un congreso en Lucerna. No había ido directamente del hotel al aeropuerto. El portero, que le conocía bastante bien de vista, le había dicho al chófer del taxi, tal como le había indicado el clérigo, que llevara a su pasajero al club Athenaeum. Aquella había sido la última vez que alguien del hotel Bertram’s había visto al padre Pennyfather. Ah, sí, un pequeño detalle. Se había olvidado de dejar la llave en la recepción. No era la primera vez que se llevaba la llave.
El archidiácono dedicó unos minutos a la reflexión antes de enfrentarse a la próxima llamada. Podía llamar a la oficina de la compañía aérea en Londres. Eso sin duda requeriría algún tiempo, pero pensó en un atajo. Llamó al Dr. Weissgarten, un muy reputado erudito hebreo quien seguramente habría asistido al congreso.
El Dr. Weissgarten estaba en casa. En cuanto se enteró de quién era su interlocutor, se embarcó en una interminable parrafada donde abundaban las más acerbas críticas a dos trabajos leídos en el congreso de Lucerna.
—Ese tipo Hogarow es un charlatán —afirmó—. ¡No sé cómo se las apaña para que no lo desenmascaren! Tiene de erudito lo que yo de monje. ¿Sabe usted lo que llegó a decir?
El archidiácono exhaló un suspiro y se vio en la obligación de mostrarse firme. De lo contrario existía la casi seguridad de que tuviera que pasar el resto de la velada escuchando las críticas sobre los colegas presentes en el congreso de Lucerna. Aunque le costó Dios y ayuda, consiguió que el Dr. Weissgarten se centrara en temas más personales.
—¿Pennyfather? ¿Pennyfather? Tendría que haber estado allí. No me puedo explicar por qué no estuvo. Dijo que estaría. Me lo dijo una semana antes del congreso cuando nos encontramos en el Athenaeum.
—¿Quiere decir que no asistió al congreso?
—Eso es precisamente lo que acabó de decir. Tendría que haber estado allí.
—¿Sabe usted por qué no asistió? ¿Envió una disculpa?
—¿Cómo puedo saberlo? Desde luego dijo que estaría allí. Sí, ahora lo recuerdo. Le esperaban. Varias personas comentaron su ausencia. Creyeron que había pillado un resfriado o algo parecido. Un tiempo muy traicionero.
Estaba a punto de reanudar las críticas, pero el archidiácono se le anticipó y dio por acabada la comunicación.
Ahora tenía un hecho concreto, pero se trataba de un hecho que por primera vez despertó en él una cierta inquietud. El padre Pennyfather no había asistido al congreso de Lucerna. Había tenido toda la intención de participar en el congreso. A Simmons le pareció algo muy extraordinario que no se hubiera presentado. Por supuesto, quizá se había equivocado de avión, aunque en general la compañía B.E.A. vigilaba a sus pasajeros y hacía todo lo posible para que no se produjeran ese tipo de confusiones. ¿Era posible que Pennyfather se olvidara de la fecha en que debía viajar al congreso? Admitió que siempre era posible, pero en ese caso, ¿dónde había ido?
Esta vez llamó a la terminal aérea. Eso le supuso tener que esperar muchos minutos y que le pasaran de departamento en departamento. Al fin, consiguió un hecho concluyente. El padre figuraba en la lista de pasajeros del avión a Lucerna del día 18, a las 21.40, pero no había subido al avión.
—Ya estamos mucho más cerca —le comentó a Mrs. McCrae que no dejaba de rondar por la habitación—. Déjeme pensar. ¿A quién tengo que telefonear ahora?
—Todos estas llamadas costarán un dineral —se lamentó el ama de llaves.
—Mucho me temo que tiene usted razón. Pero hemos conseguido seguirle el rastro —la consoló el archidiácono—. Ya no es un hombre muy joven.
—Ay, señor, no creerá usted que le pueda haber ocurrido algo grave, ¿verdad?
—Confío en que no. No lo creo porque, en caso contrario, ya le hubieran avisado. Siempre lleva una identificación, ¿no es así?
—Desde luego, señor. Siempre lleva sus tarjetas, y también cartas y no sé cuantas cosas más en la cartera.
—Por lo tanto, no creo que ahora se encuentre en algún hospital. Déjeme ver. Cuando salió del hotel, cogió un taxi para ir al Athenaeum. Los llamaré.
Allí consiguió una información definitiva. El padre Pennyfather, un personaje muy conocido en la entidad, había cenado allí a las 7.30 de la tarde del día 19. Fue entonces cuando el archidiácono cayó en la cuenta de algo que hasta el momento había pasado por alto. El billete de avión era para el día 18, pero el padre se había marchado del hotel Bertram’s diciendo que iba al congreso de Lucerna, el día 19. Las piezas comenzaban a encajar. «Será tonto» pensó el archidiácono, aunque tuvo mucho cuidado de no decirlo delante de Mrs. McCrae. «Se confundió de fechas. El congreso era el 19, de eso estoy seguro. Debió creer que se marchaba el día 18. Se equivocó de día».
Repasó cuidadosamente los pasos siguientes. El padre llegó al Athenaeum, cenó y después se fue a la terminal aérea de Kensington. Allí, sin ninguna duda, le habían hecho ver que su vuelo era para el día anterior, y él habría descubierto que el congreso al que debía asistir ya había concluido.
«Eso es lo que ocurrió, estoy seguro» se dijo. Después se lo explicó a Mrs. McCrae, quien se mostró de acuerdo.
—¿Qué haría después? —preguntó Simmons.
—Regresar al hotel —señaló el ama de llaves.
—Quizá vendría directamente aquí, quiero decir que iría directamente a la estación.
—No si tenía el equipaje en el hotel. En cualquier caso, hubiera llamado para que se lo enviaran.
—Muy cierto. De acuerdo, vamos a suponer que actuó de la siguiente manera. Salió de la terminal aérea con la bolsa de viaje y regresó al hotel, o por lo menos salió con esa intención. Quizá decidió comer algo. No, ya había cenado en el Athenaeum. Muy bien, regresó al hotel, pero nunca llegó allí. —Hizo una pausa y, después de unos momentos, preguntó con un tono de duda—: ¿O sí que llegó? Nadie parece haberle visto allí. Por lo tanto, ¿qué le pasó en el camino?
—Quizás encontró a alguien —propuso Mrs. McCrae sin mucho convencimiento.
—Sí. Eso es algo perfectamente posible. Algún viejo amigo al que no veía desde hacía mucho tiempo. Pudo haberse ido al hotel o a la casa de su amigo, pero no parece lógico que se quedara allí tres días, ¿verdad? No es posible que no recordara durante tres días que se había dejado el equipaje en el hotel. Hubiera llamado para que se lo enviaran o, si no, si se había olvidado completamente del equipaje, hubiera regresado directamente aquí. Tres días de silencio. Eso es lo que resulta inexplicable.
—Si tuvo un accidente…
—Sí, Mrs. McCrae, desde luego que es una posibilidad. Podemos llamar a los hospitales. ¿Dice usted que llevaba tarjetas y otros papeles que podían identificarlo? Hum, creo que sólo nos queda una cosa por hacer.
Mr. McCrae le miró con aprensión.
—Creo —señaló el archidiácono amablemente— que debemos llamar a la policía.