Capítulo VI

1

—¡Elvira!

—Hola, Bridget.

Elvira Blake cruzó el umbral de la casa del 180 de Onslow Square. Su amiga Bridget, que la había visto a través de la ventana de su habitación, había bajado corriendo para abrirle la puerta.

—Subamos a tu habitación.

—Sí, será lo mejor. De lo contrario, nos encontraremos con mi madre.

Las dos muchachas corrieron escaleras arriba, con lo que consiguieron evitar a la madre de Bridget, que salió de su dormitorio para asomarse al rellano cuando ya era demasiado tarde.

—La verdad es que no sabes la suerte que tienes de no tener madre —comentó Bridget un tanto agitada, mientras metía a su amiga en el dormitorio y cerraba la puerta con llave—. Me refiero a que mamá es un encanto y todo lo que tú quieras, pero las preguntas que hace… mañana, tarde y noche: ¿Adónde vas? ¿Con quién has estado? ¿Son los primos de alguien del mismo nombre que vive en Yorkshire? Hablo de lo molesto que es todo esto.

—Supongo que no tiene otra cosa en qué pensar —señaló Elvira, vagamente—. Escucha, Bridget, tengo que hacer algo terriblemente importante, y necesito que me ayudes.

—Lo haré si puedo. ¿De qué se trata? ¿De un hombre?

—No, no es eso. —Bridget pareció desilusionada—. Tengo que ir a Irlanda durante veinticuatro horas o algo más y necesito que me cubras.

—¿A Irlanda? ¿Para qué?

—Ahora no te lo puedo decir. No tengo tiempo. A la una y media tengo que estar en el Prunier’s para comer con mi tutor, el coronel Luscombe.

—¿Qué has hecho con la Carpenter?

—Le di esquinazo en Debenham’s.

Bridget se echó a reír.

—Después de comer, me llevarán con los Melford. Voy a vivir con ellos hasta que cumpla los veintiuno.

—¡Qué espanto!

—Creo que podré soportarlo. A la prima Mildred la puedes engañar como a un niño. Han dispuesto que debo asistir a clases y no sé cuantas cosas más. Hay un lugar llamado World of Today. Te llevan a conferencias, museos, galerías de pintura, al Parlamento y cosas así. Lo importante es que nadie sabe si estás o no en el lugar donde tendrías que estar. Podremos hacer lo que nos venga en gana.

—Eso espero. —Bridget soltó una risita—. Lo hicimos en Italia, ¿no? La vieja Macarroni que se creía tan estricta. Nunca se enteró de nada de lo que hacíamos.

Las jóvenes rieron alegremente al recordar el éxito de sus correrías.

—En cualquier caso, hay que planearlo todo muy bien —manifestó Elvira.

—Además de mentir como los ángeles —le recordó Bridget—. ¿Has tenido noticias de Guido?

—Sí, me escribió una carta muy larga y la firmó con el nombre de Ginebra como si se tratara de una amiga. Pero, por favor, Bridget, no hables tanto. Tenemos muchísimas cosas que hacer y sólo disponemos de una hora y media. Ahora, escucha atentamente. Mañana vendré para mi cita con el dentista. Eso es sencillo, puedo llamar por teléfono y cancelarla, o tú puedes llamar desde aquí. Luego, hacia el mediodía, llamas a los Melford haciéndote pasar por tu madre y les explicas que el dentista quiere verme otra vez pasado mañana y que me quedaré a dormir contigo.

—Se lo tragarán sin rechistar. Dirán que es muy amable de nuestra parte y todas esas paparruchas. Pero ¿supongamos que pasado mañana todavía no has vuelto?

—Entonces, tendrás que hacer unas cuantas llamadas más.

Bridget no pareció muy convencida.

—Tendremos muchísimo tiempo para pensar algo antes de que llegue ese momento —dijo Elvira, impaciente—. Lo que me preocupa ahora es el dinero. Supongo que no tienes, ¿verdad? —añadió sin muchas esperanzas.

—Creo que tengo un par de libras.

—Eso es calderilla. Necesito comprar el billete de avión. He consultado los horarios. Sólo se tardan unas dos horas. Todo depende de lo que tarde cuando llegue allí.

—¿No puedes decirme qué tienes que hacer?

—No, no puedo, pero es muy importante, importantísimo.

La voz de Elvira sonó tan diferente que Bridget la miró alarmada.

—¿Es algo grave, Elvira?

—Sí, lo es.

—¿Es algo que nadie debe saber?

—Sí, algo así. Es una cosa muy secreta. Necesito averiguar si una cosa es realmente cierta o no. Esto del dinero es una auténtica lata y, lo que más me enfada es que soy muy rica. Mi tutor me lo dijo. Pero lo único que me dan es una cantidad miserable para vestidos, que vuela en cuanto la recibo.

—¿Tu tutor no te prestaría el dinero?

—Ni soñarlo. Querría saber con pelos y señales para qué lo necesito.

—Sí, eso es lo que haría. No entiendo porqué todos siempre están preguntando esto o lo otro. ¿Sabes que, cada vez que alguien llama por teléfono, mamá quiere saber quién es? Cuando está bien claro que no es asunto suyo.

Elvira asintió, pero su atención estaba puesta en otro tema.

—¿Alguna vez has empeñado algo, Bridget?

—Nunca. No creo que supiera cómo hacerlo.

—Me parece que es bastante sencillo. Tienes que ir a una tienda que tenga tres bolas encima de la puerta, ¿no es así?

—No creo que tenga nada que pueda interesar a una casa de empeños —opinó Bridget.

—¿Tu madre no tiene por aquí ninguna joya?

—No creo que debamos pedirle ayuda.

—No, quizá no. Pero podríamos cogerla sin decirle nada.

—No creo que sea correcto —afirmó Bridget sorprendida.

—¿No? Quizá tengas razón. Aunque estoy segura de que no se daría cuenta. Se la devolveríamos antes de que la echara en falta. Ya lo tengo. Iremos a Mr. Bollard.

—¿Quién es Mr. Bollard?

—Es algo así como el joyero de la familia. Siempre que necesito arreglar mi reloj lo llevo allí. Me conoce desde que tenía seis años. Venga, Bridget, iremos allí ahora mismo. Tenemos el tiempo justo.

—Lo mejor será salir por la puerta de atrás y así evitaremos que mamá nos pregunte adonde vamos.

Las dos jóvenes ultimaron los detalles de su plan delante mismo de la vieja joyería de Bollard y Whitley en Bond Street.

—¿Estás segura de que lo has entendido bien, Bridget?

—Eso creo —contestó la otra con una voz muy poco animada.

—Primero, sincronicemos los relojes.

Bridget se animó inmediatamente. La frase típica de las películas le infundió nuevos bríos. Sincronizaron los relojes con expresión solemne. El reloj de Bridget llevaba casi un minuto de atraso.

—La hora cero será exactamente a «y veinticinco» —dijo Elvira—. Eso me dará un margen bastante amplio. Quizá más incluso de lo que necesite, pero será mejor así.

—Supongamos… —comenzó Bridget.

—¿Supongamos qué?

—Me refiero a que supongamos que me atropellan de verdad.

—Claro que no te atropellarán. Sabes muy bien que eres agilísima, y que todos los conductores de Londres están acostumbrados a frenar bruscamente. No te pasará nada.

Bridget no pareció compartir la confianza de su amiga.

—No me dejarás colgada, ¿verdad, Bridget?

—De acuerdo. No te dejaré colgada.

—Bien.

Bridget cruzó Bond Street para ir a la otra acera, y Elvira abrió la puerta de Messrs Bollard y Whitley, reputados joyeros y relojeros. En el interior, se respiraba un ambiente de sosiego y elegancia. Un dependiente con levita se acercó para preguntarle a Elvira en qué podía servirla.

—¿Puede ver a Mr. Bollard?

—¿Mr. Bollard? ¿A quién debo anunciar?

—Miss Elvira Blake.

El dependiente desapareció y Elvira se acercó a uno de los mostradores donde, protegidos por un cristal, se exhibían valiosos broches, anillos y brazaletes sobre un fondo de terciopelo. Mr. Bollard hizo su aparición casi de inmediato. Era el socio principal de la joyería, un hombre bien plantado de unos sesenta y tantos años. Saludó a Elvira afectuosamente.

—Ah, miss Blake, otra vez usted por Londres. Es un gran placer verla. ¿Qué puedo hacer por usted?

Elvira sacó del bolsillo un elegante reloj de pulsera.

—Este reloj no va bien. ¿Podría usted arreglarlo?

—Por supuesto. No creo que sea nada difícil. —Mr. Bollard cogió el reloj—. ¿A qué dirección debo enviarlo?

Elvira le dio la dirección.

—Hay algo más —añadió—. Mi tutor, el coronel Luscombe, ya sabe usted quién es.

—Sí, desde luego, faltaría más.

—Me preguntó qué me gustaría como regalo de Navidad. Me propuso que viniera aquí a elegir alguna cosilla. Se ofreció a venir conmigo si yo quería, pero le respondí que prefería venir primero sola, porque siempre me ha parecido un tanto embarazoso, ¿a usted no? Me refiero a los precios y esas cosas.

—Sí, eso es algo a tener en cuenta —asintió Mr. Bollard, con un tono paternal—. ¿Qué tenía pensado, miss Blake? ¿Un broche, un anillo, algún brazalete?

—Creo que los broches son mucho más útiles —respondió Elvira—. Pero me preguntaba si podía mirar unas cuantas cosas más. —Le miró con una expresión de súplica y el hombre asintió comprensivo.

—Por supuesto, faltaría más. No se disfruta nada si hay que tomar una decisión a toda prisa, ¿no es así?

Los cinco minutos siguientes transcurrieron de una forma muy agradable. Nada era demasiada molestia para Mr. Bollard. Sacó alhajas de ésta y aquella vitrina, y los broches y brazaletes se fueron amontonando sobre un paño de terciopelo colocado sobre el mostrador. De vez en cuando, Elvira cogía una joya y se volvía para mirar en el espejo qué tal le quedaba. Por fin, aunque con ciertas dudas, separó una preciosa esclava, un pequeño reloj de pulsera engarzado con diamantes y dos broches.

—Tomaremos buena nota —dijo Mr. Bollard— y, la próxima vez que el coronel Luscombe venga a Londres, quizá se pase por aquí y decida por sí mismo cuál de ellas prefiere regalarle.

—Creo que así será mucho más adecuado. Le parecerá como si él hubiera escogido el regalo, ¿verdad? —Su mirada inocente se fijó en el rostro del joyero, pero al mismo tiempo tomaba buena cuenta de que el reloj marcaba y veinticinco en punto.

En el exterior se oyó el chirrido de una violenta frenada seguido por un grito de mujer. Todas las miradas de los que estaban en la joyería se volvieron hacia el escaparate que daba a Bond Street. El movimiento de la mano de Elvira hacia el mostrador y después al bolsillo de su elegante chaqueta fue tan rápido y disimulado que resultó prácticamente imperceptible, incluso para alguien que estuviese mirando.

—Vaya, vaya —exclamó Mr. Bollard volviendo a mirar a su clienta—. Casi se produce una desgracia. ¡Qué muchacha más imprudente! Lanzarse a cruzar la calle de esa manera.

Elvira ya se dirigía hacia la puerta. Miró su reloj y soltó una exclamación.

—Vaya, me he demorado más de lo que pensaba. Perderé el tren de regreso a casa. Muchas gracias, Mr. Bollard. No se olvidará de cuáles son las cuatro piezas elegidas, ¿verdad?

Un segundo después había salido de la joyería. Giró a la izquierda, volvió a girar unos pasos más allá, y se detuvo en la entrada de una zapatería. Esperó impaciente hasta que Bridget se presentó, casi sin aliento.

—Menudo susto —afirmó Bridget—. Por un momento, creí que me atropellaban. Además, me he hecho un agujero en la media.

—No te preocupes —señaló Elvira, que se llevó a su amiga a paso rápido hasta la próxima esquina donde giraron a la derecha—. Vamos, vamos.

—¿Todo ha ido bien?

Elvira metió la mano en el bolsillo y sacó el brazalete de brillantes y zafiros para mostrárselo a su cómplice.

—Elvira, ¿cómo te has atrevido?

—Escucha, Bridget, coge el brazalete y ve a la casa de empeños que escogimos. Entra y a ver cuánto consigues que te den. Pide un centenar de libras.

—¿Crees que…? Me refiero a si me preguntan algo. Quizá tengan una lista de joyas robadas.

—No seas tonta. ¿Cómo podría aparecer en la lista si la acabo de robar? Estoy segura de que todavía no se han dado cuenta de que no la tienen.

—Pero Elvira, cuando se den cuenta de que ha desaparecido, lo primero que pensarán es que te la has llevado tú. No sospecharán de nadie más.

—Quizá lo crean si se dan cuenta del robo demasiado pronto.

—En ese caso, llamarán a la policía y…

Se interrumpió al ver que Elvira meneaba la cabeza lentamente. El pelo rubio oscilaba suavemente y una débil y enigmática sonrisa iluminaba el rostro de la joven.

—No llamarán a la policía, Bridget. No lo harán si creen que yo me lo llevé.

—¿Qué quieres decir?

—Como te dije antes, tendré muchísimo dinero cuando cumpla los veintiún años. Podré comprarles todas las alhajas que se me antojen y ellos lo saben. No querrán montar un escándalo. No pierdas más el tiempo y llégate a la casa de empeños. Luego ve hasta las oficinas de Air Lingus y compra el pasaje de avión. Yo tengo que coger un taxi para ir a Prunier’s. Ya llego diez minutos tarde. Me reuniré contigo mañana por la mañana, a las diez y media.

—Elvira, no sé porqué tienes que correr tantos riesgos —se lamentó Bridget.

Pero Elvira, ocupada en llamar a un taxi, no la escuchó.

2

Miss Marple pasó un par de horas muy agradables en Robinson & Cleaver’s. Además de comprar unas sábanas caras pero excelentes (le encantaban las sábanas de hilo por el tacto de la tela y su frescura), también se permitió comprar unos paños con vivos rojos para secar los cristales. ¡Realmente era dificilísimo encontrar paños de cocina como Dios manda! A cambio, ofrecían cosas que bien podían servir como manteles individuales, decorados con rábanos, langostas, la torre Eiffel, la plaza de Trafalgar, o con un surtido de limones y naranjas. Miss Marple les dio su dirección en St. Mary Mead para que le enviaran las compras, y después se subió a un autobús que la llevó hasta el economato del Ejército y la Marina.

Esa tienda había sido uno de los lugares favoritos de la tía de miss Marple en el pasado. Desde luego, había cambiado mucho con el paso de los años. La anciana recordó a la tía Helen buscando a su vendedor de costumbre en el sector de Alimentación, para después sentarse cómodamente en una silla, vestida con su sombrero y lo que ella llamaba su capa de «popelín negro». Luego transcurría una hora entera en la que nadie tenía prisas y en la que la tía Helen pensaba en todos los productos que se podían comprar y guardar para utilizar en el momento oportuno. Se compraba todo lo necesario para la Navidad, e incluso se consideraban algunas cosas para Pascua. A veces, la joven Jane se mostraba un tanto impaciente y, entonces, se le aconsejaba una visita a la sección de cristalería para que se entretuviera un rato.

Una vez acabadas las compras, la tía Helen se dedicaba a un largo interrogatorio sobre el estado de salud de la madre, la esposa, el segundo hijo y la cuñada del vendedor. Transcurrida la mañana en entretenimientos tan placenteros, la tía Helen acostumbraba a decir con el tono juguetón de la época: «¿Qué diría mi niña si ahora fuésemos a comer algo?». Así que subían al cuarto piso y disfrutaban de un opíparo almuerzo que concluía invariablemente con un helado de fresas. Después, compraban media libra de bombones de crema de café, y alquilaban un coche de caballos para ir a una matiné.

Desde luego, la tienda había sufrido varias y profundas remodelaciones desde aquellos años. De hecho, costaba trabajo reconocerla. Se la veía más alegre y mucho mejor iluminada. Miss Marple, aunque recordó cómo había sido con una sonrisa bondadosa e indulgente, no tenía ninguna queja en contra de las mejoras del presente. Todavía funcionaba el restaurante y fue allí a reponer fuerzas.

Mientras repasaba cuidadosamente el menú y decidía lo que pediría, miró por un instante a través de la sala y enarcó las cejas un tanto sorprendida. ¡Qué coincidencia más extraordinaria! Allí estaba una mujer a la que no había visto en persona hasta el día antes, si bien era un rostro habitual en las páginas de los periódicos: en las carreras de caballos, en las Bermudas, a punto de subir a su propio avión o de pilotar un monoplaza de competición. Ayer, por primera vez, la había visto en carne y hueso, y ahora, como ocurre tan a menudo, se producía la coincidencia de volver a encontrarla en un lugar realmente increíble. No encontraba ninguna explicación para que Bess Sedgwick estuviese comiendo en el restaurante de un economato militar. No le habría sorprendido en lo más mínimo ver a lady Sedgwick a la salida de algún tugurio del Soho, o del Covent Garden Opera House con un vestido de noche y una tiara de diamantes en la cabeza, pero no en el economato del Ejército y la Marina que, en la mente de miss Marple, estaba y estaría siempre ligado a los militares, a sus esposas, hijas, tías y abuelas. Sin embargo, allí estaba Bess Sedgwick, tan elegante como siempre, con un traje chaqueta oscuro y una camisa verde esmeralda, compartiendo la mesa con un hombre, un joven de rostro afilado, vestido con una chaqueta de cuero negro. Estaban inclinados sobre la mesa enzarzados en un viva discusión, mientras engullían lo que tenían en el plato sin saber lo que estaban comiendo.

¿Un pupilo, quizá? Sí, probablemente era un pupilo. El hombre debía ser quince o veinte años más joven que ella, aunque Bess Sedgwick continuaba siendo una mujer muy atractiva.

Miss Marple observó al joven con atención y decidió que era un «joven bien parecido». También decidió que no le gustaba mucho. «Es calcado a Harry Russell» se dijo miss Marple, recordando a un prototipo del pasado. «Nunca sirvió para nada bueno, ni tampoco le hizo nunca ningún bien a mujer alguna».

«Seguramente, ella no aceptaría mis consejos, pero no tendría ningún reparo en dárselos». Sin embargo, los líos amorosos de los demás no eran asunto suyo, y Bess Sedgwick, por lo que sabía, era muy capaz de atender los problemas que pudieran surgir en sus romances.

Miss Marple exhaló un suspiro, comió su almuerzo, y consideró la posibilidad de hacer una visita a la sección de papelería.

La curiosidad, o lo que ella prefería llamar «un interés» en los asuntos de otras personas, era sin duda una de las características de miss Marple.

Dejó con toda intención sus guantes sobre la mesa, y se dirigió hacia la caja, eligiendo un camino que pasaba muy cerca de la mesa de lady Sedgwick. En el momento en que abonaba la cuenta, «descubrió» la ausencia de sus guantes y fue a buscarlos, momento en el que, por una de esas casualidades se le cayó el bolso. El contenido se desparramó por el suelo. Una camarera corrió en su auxilio y la ayudó a recoger las cosas, por lo que miss Marple se vio obligada a demostrar una torpeza increíble a la hora de recoger las monedas y las llaves.

No consiguió gran cosa con estos subterfugios, pero no fueron enteramente en vano, y fue muy interesante que ninguno de los dos sujetos merecedores de su atención se dignaran a dirigir una mirada a la torpe anciana a la que se le caían las cosas de las manos.

Mientras esperaba el ascensor, procuró memorizar los fragmentos de la conversación que había escuchado:

»—¿Cuál es el informe meteorológico?

»—Bueno. Sin niebla.

»—¿Todo está preparado para ir a Lucerna?

»—Sí. El avión sale a las 9.40.

Esto era todo lo que había escuchado la primera vez. En el camino de regreso había conseguido oír un poco más.

Bess Sedgwick había hablado con furia.

»—¿Se puede saber por qué demonios se te ocurrió presentarte en el Bertram’s ayer? No tendrías que haber asomado ni la nariz por ese lugar.

»—Tranquila. No pasó nada. Sólo pregunté si te alojabas allí y todo el mundo sabe que somos íntimos amigos.

»—Esa no es la cuestión. El Bertram’s está muy bien para mí, pero no es el lugar adecuado para ti. Cantabas como una almeja. Todo el mundo te miraba.

»—¡Que miren!

»—Eres un idiota. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué motivo tenías para ir allí? Te conozco. Tenías un motivo.

»—Cálmate, Bess.

»—¡Eres un mentiroso de tomo y lomo!

Esto era todo. Le pareció interesante.